II

—Si puedo —decía la voz por teléfono, una voz algo agotada—, iré por la fiesta cuando termine. De todos modos, Jack estará contigo. Le he pedido que fuera a buscarte a casa y te llevará a la residencia de los Morton. Te prometo que iré tan pronto pueda.

—Sí, Michael.

Ya se iba acostumbrando. Es más, a veces, en contra de su deseo, pensaba que su marido era Jack y no Michael.

Sólo al llegar a casa y encontrarse con el marido que la esperaba y vivir a su lado sus dos locuras en común, se daba cuenta. Pero Jack iba cobrando cada día más afecto en su concepto. Jack era un buen amigo. Un compañero entrañable. El amigo, ese amigo que se hace indispensable.

La culpa la tenía Michael que no sabía saltarse sus deberes de profesional para cumplir con los de esposo.

—Aunque llegue un poco tarde, te prometo que iré. Tengo un enfermo con infarto. Es un caso grave.

—Te comprendo, Mich.

¿Le comprendía?

Lo de su profesión, sí, pero que olvidara sus deberes de marido todos los días no lo comprendía ni sabía asimilarlo. Era demasiado. Michael debió casarse con una enfermera y llevarla con él en todos los casos profesionales.

A las diez pasó Jack a buscarla. Era un tipo alto, apuesto, más que Michael. Mundano, habituado a la vida muelle, al placer, a la vida social.

Tenía el pelo rubio, Michael era moreno y tenía los ojos negros. Jack era rubio y tenía los ojos entre grises y azules.

—Ya estoy aquí, Cristina —decía Jack entrando.

Vestía de etiqueta. Con su traje negro, su camisa blanca y su pajarita aún parecía más imponente.

—Estoy en un segundo —le dijo Cris asomando— Toma algo entretanto yo termino.

Se volvió hacia su cuarto.

Desde el salón Jack gritaba.

—¿Qué pasa con Mich?

—Lo de siempre. Esta vez es un infarto.

—¡Vaya por Dios! —y luego—: ¿Irá después? La fiesta promete ser sonada.

—Dice que irá, pero no lo hará, estoy segura. Mich no es de fiestas. O la casa, o su hospital, o su consulta, o sus enfermos, ya sabes.

—Siempre fue así.

Asomó.

Vestía un traje de noche negro, escotado, sin mangas. Un collar de perlas largo, anudado en torno al cuello. El cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Un echarpe de color blanco por los hombros. Preciosa.

Jack parpadeó.

—¿Siempre fue así? —preguntó distraída.

Jack también lo estaba, mirándola.

—Estás guapísima —ponderó.

—Gracias, Jack. ¿Qué decías de Michael?

Jack se alzó de hombros.

Llevó el vaso de whisky a los labios. Por encima del borde miró a su compañera.

—Recuerdo jue cuando éramos chicos destripaba a los pajaritos para ver lo que tenían dentro. Quitaba todas sus visceras y las metía en alcohol...

Cierto. ¿Qué sabía ella de aquella amistad? Que existía. Que siempre existió.

—Estoy lista —dijo. Y ya en el auto, conduciendo Jack, se le ocurrió preguntar—: ¿Desde cuándo sois amigos?

—De siempre —dijo Jack—. Nacimos en el mismo barrio, nos criamos juntos, juntos fuimos al primer colegio de párvulos y luego al internado. Michael tenía un tutor que le limitaba el dinero. Yo tenía unos padres que me daban todo lo que necesitaba, de modo que compartíamos el dinero y la vida como dos hermanos. Después, al iniciar la carrera, le perdí de vista. El quería ser lo que siempre quiso y para lo que vivió: médico. Yo no quería ser nada. Es decir, intentaba ser lo que fui siempre: nada, vivir... Y sigo viviendo. Andando el tiempo Michael apareció con su título de doctor y volvimos a encontrarnos. Desde entonces, nos vemos todos los días. Si no es en una cafetería, paso yo por el hospital. Es de esas amistades entrañables que jamás fallan.

—El confía en ti.

—Lo sé.

Hubo un silencio algo embarazoso.

Se diría que, de repente, los dos, ambos a la vez, pensaban en ellos mismos más que en Michael. Jack no era de hierro, y aquella muchacha, aunque esposa de su mejor amigo, era una preciosidad y estaba sola. Ella pensaba que Jack podía ser muy amigo de Michael, casi su hermano, pero era un hombre y cada día a fuerza de tratarle iba cobrándole más afecto.

¿Superficial?

¿Físico?

No.

Para ella, Michael era el hombre, pero... ¿cada cuántas horas era Michael su hombre?

—Tú eres feliz con Mich, ¿verdad?

La pregunta la pilló desprevenida.

—¿Feliz?

—Sí, sí, eso he dicho. Todo lo feliz que puede ser una muchacha de tu edad con un tipo tan consagrado a su profesión como tu marido.

—Ah.

—No me has contestado.

No quería.

No tenía por qué contestarle.

El auto se detenía ante la casa de los Morton. Una casa imponente donde se celebraba una fiesta conmemorando cualquier cosa, el caso era celebrar la fiesta y que los invitados se divirtieran.

—Michael se ahogaría aquí —dejó caer Jack cuidadoso.

—Pues quedó en venir a buscarme.

—Ya sabes que no vendrá.

Lo sabía.

Le dolía.

Una vez hubo saludado a los anfitriones que, dicho sea de paso, celebraban la fiesta para divertirse ellos, se fue a bailar con Jack.

Se olvidó un poco de su marido. Al fin y al cabo, tenía veinte años. Sabía poco de la vida. Y lo poco que sabía lo debía, por un lado a Michael y por otro a Jack.

A las cinco de la mañana los invitados empezaron a desfilar. Cris y Jack fueron los últimos.

Al despedirse, Jack apretó sus dedos y los llevó a los labios.

—Estás preciosa, ¿te lo dije? —ponderó entusiasmado.

—Lo has dicho, sí.

—Pues te lo vuelvo a decir.

y después, malhumorado, giró sobre sí prometiéndose a sí mismo hablar con Michael referente al abandono en que tenía a su mujer.

* * *

La luz estaba apagada. Al entrar, ella apretó el botón del vestíbulo y quitándose el echarpe, cansada, agotada de bailar, se fue a la salita. Necesitaba un refresco. No se oía en la casa ni un solo ruido, pero sabía que Michael se hallaba en ella. Su olor peculiar, el gabán y el sombrero en el perchero denotaban su presencia.

Recostó su esbelta figura en el umbral y se quedó mirando hacia el diván. En pijama, descalzo, con un vaso vacío en el suelo, sobre la moqueta canela, se hallaba Michael profundamente dormido.

Sonrió apenas. No supo si con amargura o con desdén.

Con amor, no.

De repente le parecía que Michael era como un extraño, como un intruso.

Avanzó y se quedó de pie mirándole largamente.

Seguro que estaba allí desde una hora antes y tal vez desde tres. ¿Qué más daba? El caso es que no había ido a la fiesta de los Morton, que la dejaba a ella en la soledad o, por lo menos, en libertad de acción. ¿Es que no temía Michael que, a fuerza de tratar a Jack, cayera en la red de una atracción física o sentimental?

Ya se sabe. El trato... engendra afectos.

¿Por qué la dejaba sola con él?

En aquel instante Michael abrió los ojos y se la quedó mirando entre sueños, como si no la reconociera.

Pero de súbito se sentó en el diván y alzó una mano asiendo los dedos inertes de Cris.

—Cariño, ya estás aquí...

Intentaba abrazarla.

—Estás guapísima.

—MichaeL..., estabas dormido. ¿A qué hora has llegado?

El médico pasó los dedos por los ojos y luego alisó el pelo maquinalmente.

—No lo sé. Llegué. Pensé vestirme e ir. Pero me sentía cansado. El del infarto ha muerto... Eso... desilusiona al médico más experto, ya sabes.

No sabía.

El del infarto podía ser un vecino y ella sentirlo si lo conocía. Pero resultaba que había sido un extraño, Y si para Michael tenía mucha importancia, para ella no tenía ninguna.

Se iba. Giró para irse, pero Michael la asió por la falda del vestido.

—Cariño, te esperaba aquí.

Cris le amaba. Y mucho. Nadie sabía cuánto. El la hizo mujer, la adiestró en el camino del amor. Le enseñó cuanto sabía al respecto. Pero... ¿bastaba eso?

—Estoy muy cansada, Mich.

—¿Cansada?

—Vengo de una fiesta, ¿no te das cuenta?

El la miraba desolado.

—Yo te esperaba.

—Lo siento, Mich.

—Oye, Cris...

—Por favor...

No se lo permitió.

Tiró de ella. La metió en sus brazos.

—Cris, te necesito.

—Y no has ido a buscarme a la fiesta.

—He llegado tarde y cansado. Ahora, estoy lúcido. Te necesito.

—Tienes que darte cuenta, Michael.

—¿Cuenta?

—De que estoy muy cansada. De que son cerca de las seis de la mañana, de que tengo sueño...

—¿Es que ya no sientes amor por mí?

—¿Y qué tiene eso que ver?

El no lo entendía.

La había esperado.

La necesitaba. La quería como jamás quiso cosa alguna. La carrera era diferente. Nada tenía que ver una cosa con la otra.

—Querida..., querida...

La besaba. En plena boca. Con aquel hacer suyo embriagador.

Era vehemente, apasionado, viril, con una masculinidad entrañable, indescriptible. Pero ella estaba muy cansada. Parecía una cosa en el diván, una cosa inmóvil, confusa, desvalida.

—Cris..., me tomas como un deber.

Era cierto.

Aquel amanecer, sí.

Pero la culpa no la tenía ella.

—Cris..., ni siquiera correspondes a mis besos. ¿No te das cuenta? Te necesito.

—Sí, sí, sí, Mich.

Pero se limitaba a cumplir con su deber.

y era lo que Michael no soportaba. Por eso la soltó y se fue delante de ella, tambaleante.

—Parece que ya no me quieres, Cris.

Cris estaba muy cansada. Había bailado toda la noche, había hablado con Jack. Jack era un hombre adiestrado en la vida social, sabía entretener, llenar huecos...