CAPITULO PRIMERO
Cristina oyó el timbre del teléfono situado a dos pasos del diván donde se hallaba perezosamente tendida, y alargó el brazo.
—Diga.
—Cris...
—Ah, eres tú, Michael. Dime, cariño.
Hubo como una vacilación al otro lado del hilo. Cristina frunció el ceño. Sin hablar ya sabía lo que le iba a decir su marido. Sintió que un vacío enorme se cernía en torno a ella. Como si un vaho de llanto empañara sus ojos. Como si se le oprimiera algo sensible en el pecho.
—Me es imposible ir, Cristina. Lo entiendes, ¿verdad?
No. No lo entendía.
No es que ella fuese una mujer esencialmente mundana, pero era mujer al fin y al cabo, y estarse en casa cerrada todo el día esperando el regreso del marido para salir un rato a aquella primera hora de la noche, era lo normal.
Por eso, como si no oyera lo dicho por Michael, murmuró a través del hilo telefónico:
—¿A qué hora llegas?
—Tengo un parto difícil. No lo esperaba, te lo aseguro. Creí que todo vendría bien. Pero las cosas se han torcido. ¿Sabes? He llamado a Jack. El irá a buscarte. Irá contigo a dar una vuelta. Podéis ir al cine, a una boite...
Lo de siempre.
Ella adoraba a su marido.
Estaba profundamente enamorada de Michael. No se había casado con él ni por mejorar de posición, ni por tener un hombre. Le sobraban cuando conoció a Michael. En aquella época ella hacía sus pinitos de cantante. Pretendía ser una gran cantante de ópera, pero la llegada de Mich a su vida le hizo olvidar todas sus aspiraciones y le consagró su vida. Pero una cosa era estar casada con un hombre, y otra que el hombre todos los días y todas las noches la dejara sola. Y lo peor era que sabía hasta qué extremo la amaba Mich...
—Dices que...
—Eso —le cortó Michael, afanoso—. No deseo que te sacrifiques tanto. Que estés vestida esperando por mí, y yo ignoro a qué hora terminaré este asunto. El niño viene de pies, ya sabes.
No sabía.
No era médico.
Era mujer, esposa, amante, amiga de su marido.
Experimentó aquella desgana, aquel no saber qué deseaba, qué necesitaba, qué esperaba.
—Jack se ha prestado a salir contigo. Acabo de llamarlo.
Era lo peor.
Que le enviara a Jack, Jack era un buen amigo de Michael, pero... ¿era tan amigo suyo?
Era un hombre, y ella se sentía sola y desilusionada.
—Irá a buscarte dentro de una media hora —añadía Michael cariñoso—. Te prometo que mañana...
¿Mañana?
¿Cuándo llegaba aquel mañana? Nunca. En cambio, casi todos los mañanas llegaba Jack con su apostura distinguida, su afán de amigo que no lo era, su sonrisa abierta dentífrica, sus aires de amabilidad ocultando debajo un anhelo...
¿Cómo no se daba cuenta Mich?
—Está bien —dijo.
—¿Te has enfadado?
¿Y qué más daba?
¿Acaso le importaba a Michael que ella se enfadara? En principio tal vez sí, pero nada más volver al lado de la parturienta, quienquiera que fuese aquélla, se olvidaba de su mujer y de su amigo y de lo que ambos hacían o se decían.
Michael nunca debió casarse. Vivía demasiado para su profesión y ella era mujer. Seguro que Michael no se dio cuenta de ello.
—Te veré a media noche, cariño.
—Está bien.
—Hasta luego.
Su voz, la femenina, cobró una vibración rara al decir:
—Hasta luego.
Después, colgó.
Quedó tensa, rígida en el diván.
Amaba a Michael. Le amaba entrañablemente, como una mujer ama a un hombre. Le necesitaba a todas horas y casi no lo tenía a ninguna. Por la mañana en el hospital, por la tarde en la consulta particular, por las noches visitas. A veces, ni siquiera, como aquella noche, regresaba a comer. En cambio, le enviaba a Jack Andress. Jack podía ser muy amigo de Michael, pero, al fin y al cabo, era un hombre y ella podía habituarse a él, y de hecho casi se podía decir que se estaba habituando.
También podía ouedarse en casa, pero era demasiada casa para su íntima inquietud natural, para su temperamento. Para su condición emocional, para su imperiosa vehemencia.
Echó los pies fuera del diván, quedó medio incorporada mirando al frente. Era una mujer de veinte años, con ganas de vivir, de disfrutar, de apurar la vida hasta la última gota. Pelo rojizo, pecosa, nariz respingona, flexible, esbelta. Muy al día. Tenía la mirada firme, cálida, de un tono verdoso con chispitas doradas...
* * *
Olía a él. Nada más abordar la puerta, sabía ya que estaba en casa. Tenía una loción peculiar. Mezcla de tabaco caro, de loción fresca, de jabón de baño de un olor un poco agrio.
—¿Cris?
Avanzó despacio por el pasillo. Colgó el abrigo en el perchero de la entrada.
Miró el reloj.
—¿Cris?
—Sí, soy yo...
Su voz tenía un dejo raro. Un poco confuso.
Las manecillas de su reloj marcaban las dos de la madrugada. ¿Qué culpa tenía ella de ser algo noctámbula? Prefería la noche al día. Además, durante el día, Michael no le pertenecía en absoluto, por lo tanto era lógico que le perteneciera durante la noche. Pero no le bastaba la cama matrimonial, ni el amor que Michael le consagraba por las noches.
—Te estoy esperando, cariño.
Entró en el cuarto. Mich se hallaba sentado en el borde del amplio lecho. Tenía el cabello un poco alborotado. Vestía un pijama a rayas. Estaba descalzo.
Cris se le quedó mirando entre un poco divertida y molesta,
—¿A qué hora has llegado? —preguntó avanzando.
Michael ya estaba a su lado. La miraba embobado.
—Estás guapísima.
Le pareció ser una vulgar amante. Una mujer que se citaba con aquel hombre sólo a cierta hora de la noche para hacerse el amor. Se mordió los labios y aceptó el abrazo. Michael la tomó en sus brazos, le buscaba la boca en aquel hacer suyo lento y gozoso, lleno de ansiedad incontenible.
—Querida —susurraba—, querida...
y sus labios casi lastimaban. Se perdían en su boca y luego se desviaban y, resbalando, le buscaban la garganta, los ojos, las mejillas y de nuevo, como ávidos, como golosos, como apasionados, se perdían de nuevo en sus labios.
—Te eché de menos. No sabes cuánto —decía—. No lo sabes.
—Son horas horrendas las que paso aquí, aguardándote...
Cris se olvidaba de su condición de esposa para convertirse en lo que Michael hacía de ella. Una muchacha vehemente, apasionante, entregada a su pasión.
El gozaba mirándola, buscándole la boca, gozándose en hacer cuidadosos, prolongados, lentos, voluptuosos sus besos.
Era cuando la dominaba.
Era mujer.
Joven.
Vehemente, le gustaba el amor de Michael. Incluso se olvidaba de que era médico, de que la mayor parte del día se lo pasaba fuera, que mil veces, en aquellos meses que llevaban casados, casi todo el día estaba sola, y que mil veces Michael la dejó al llamarla por teléfono notificándole su falta a la cita y enviándole a su amigo Jack...
—Cariño...
La voz de Michael era ronca. Profunda. Como si durante años estuviera esperando aquel momento y, de repente, al atraparlo se desbordara.
Eso era lo peor.
Que para amar era todo un tipo, todo una virilidad.
¿Cómo podía posponerla en cuanto a su profesión?
—No sabes lo que te echo de menos.
No lo comprendía. Pero alzaba sus brazos y se pegaba a él y vivía el amor con intensidad.
Cuando se fueron de luna de miel aquella sola semana, Michael fue enteramente suyo. Ella depuso su afán por la ópera debido al amor que sintió por Michael. Se conocieron en un balneario. Michael era el médico de aquél. Ella pasaba allí unos días de descanso. Tal vez nunca llegara a ser una gran cantante, pero no por eso dejaba de poner todos los medios para conseguirlo. La aparición de aquel joven médico que le llevaba seis años, produjo en ella una impresión profunda. Lo que comenzó con una amistad convencional, se convirtió en pocos días en una necesidad de dentro, de los sentimientos, de las necesidades físicas, psíquicas y amorosas.
Fue así que se casó allí mismo, precisamente el día que pensaba dejar el balneario, y lo dejaron ambos días después cuando Michael tuvo la oportunidad de incorporarse a un hospital de Chicago... Abrió clínica, se consagró a su profesión, que era vocacional. Fue cuando empezó a posponer el amor por sus deberes, y Cris pensó que debió haberse casado con una mujer más resignada.
Ella no lo era.
Ella era avariciosa de su amor, de su pasión, de su entrega física.
—Cariño, ¡estás tan callada! —y de repente, sin dejar de tapar su boca con la suya—: ¿Te has divertido?
No. Nunca se divertía. Le echaba de menos en todas partes, pero Jack era un buen anfitrión, entretenía, distraía. Incluso las horas se hacían más cortas a su lado.
—Cris, estás tan callada...
No podía ocurrir de otro modo. Lo tenía pegado a ella, no le permitía hablar. Sus labios se diluían en los suyos, sus manos la buscaban. Sus caricias tenían como fuego desleído. No quedaba lugar para la palabra, para la conversación. Siempre ocurría igual con Michael. O no estaba en casa, o faltaba a la cita prevista, o estaba allí y se perdía en ella para amarla con avaricia.
A veces costaba asimilar aquellas cosas, pero amaba a su marido y en aquellos instantes se olvidaba de los olvidos de Michael para amarlo, para corresponder a su pasión desbordante.
Llenaba su virilidad, enajenaba.
Perturbaba hasta lo indescriptible.
Por eso ella lo echaba tanto de menos.
El teléfono sonaba. Sonaba muchas veces en aquellos momentos, cuando Cris y Michael, entregados a su pasión, olvidaban hasta la hora en que vivían,
—El teléfono —le oyó decir,
—Déjalo que suene.
—¿Qué dices?
—Que lo dejes...
—Sí, es verdad.
Pero sabía que no lo dejaría. Que mil veces había ocurrido igual y ocurriría otras miles de ellas en sus momentos amorosos.
—Un segundo.
Saltaba del lecho y buscaba un batín que colgaba del respaldo de una silla.
—Aguarda, Cris, vuelvo al instante.
Casi nunca volvía.
Era un cliente que le reclamaba. Un moribundo, uno con un infarto que se agitaba entre la vida y la muerte.
Ella bien entendía que Mich debía cumplir con su deber, pero ¿y ella?
Aquella noche apareció agitado.
—Tengo que dejarte —decía—. Volveré pronto. Un asunto urgente. Ya sabes.
Sabía siempre.
Pero dolía saber.
—De madrugada, dentro de dos horas estoy de regreso.
En efecto, casi siempre estaba, pero cansado, agotado, muerto de sueño.
Ya no era el hombre dispuesto a amar, a volverla loca con su pasión, su ternura.
Era un objeto.
Algo que se moría de sueño. De cansancio, de agotamiento...
—Te prometo que volveré.