IV
Llegó al consultorio a las diez y media.
Temblaba, pero nadie lo diría.
Marie le recibió con una sonrisa convencional.
—Ha tenido suerte —le dijo después del saludo—. Haber sido elegida entre tantas no es fácil. Por otra parte, el doctor no suele equivocarse. Siempre sabe elegir lo mejor. Por aquí, por favor. Tiene en el pequeño apartamento sus uniformes. Se pondrá cofia, medias blancas, zapatos silenciosos. Al doctor no le agradan los ruidos. No ha bajado aún —añadió—. Vive en el piso superior, ¿sabe? No baja hasta las once menos diez. Si no ha salido por la noche, cosa que suele hacer con frecuencia, a visitar a sus enfermos, es seguro que está estudiando desde el amanecer. Ah, se me olvidaba. Tengo que ponerla al tanto de algunas cosas. Los asuntos personales de sus enfermeras le tienen muy sin cuidado y, aunque no sea así, prefiere ignorarlos. ¿Es usted casada?
—Sí.
—¿No lo sabe el doctor?
—Lo sabe.
—Ah. Es raro, jamás admite una enfermera casada —se asombró Marie—. ¿Vive con su marido?
—No.
—Eso es otra cosa. ¿Tiene hijos?
Cris dudó.
—No —dijo a media voz.
—Mejor, El doctor no admira a los niños.
Ya lo sabía. Nunca quiso un hijo con ella aduciendo deformaciones físicas y cosas así. Pero ella lo tenía y era de Michael Darel. Lo había tenido porque había querido, en contra de la oposición de su marido.
Sin que él mismo se diera cuenta. Por algo era mujer y por algo él le había enseñado a serlo.
—El doctor —continuaba Marie informándola automáticamente, como si tuviera la lección aprendida—, es soltero. Vive para su profesión —miró a Cris con detenimiento—. Usted es joven y bella, pero no se le ocurra coquetear con el doctor porque no se enterará.
Se diría que hablaba de un impotente o de un desviado o de un inútil ¡Como si ella no supiera que Mich haciendo el amor era el hombre más interesante, intenso, vehemente y voluptuoso del mundo!
No obstante, no hizo objeciones.
Marie añadió:
—Pase por su pequeño apartamento situado ahí a la derecha y cámbiese de ropa. Al doctor no le gusta la ropa de calle. En el consultorio tendrá que vestir uniforme a todas horas.
—Sí, señorita.
—Me llamo Marie y me ocupo de los archivos. Por este consultorio no pasa un enfermo que no deje su ficha, y yo tengo el deber de tenerlas todas en orden. Ya ve, es un trabajo que no entrega jamás a las enfermeras. Magda, su antecesora, era una gran enfermera. Se amoldaba a los gustos del doctor Sabía cuándo hablar y cuándo callarse. Le ruego que aprenda usted.
—Es decir, que no debo hablar mientras el doctor no me dirija la palabra.
Marie sonrió apenas con una mueca.
—Algo así.
—Gracias por la advertencia.
—De nada. Vístase. Tengo siete enfermos en el recibidor. Irá usted pasándolos por orden. Todos tienen hora, día y número.
—Sí, señorita Marie.
—La dejo. Tengo mucho que hacer en los archivos. De todos modos, si surge alguna duda, llámeme. No dude en hacerlo —y bajo, confidencial—: Tenga cuidado. El doctor es un gran humanista para sus enfermos, pero para sus enfermeras es muy exigente. No se pierda el puesto por un descuido.
—¿Suele despedir a sus enfermeras cuando surge... ese descuido?
—Sin preámbulos. De la noche a la mañana la enfermera recibe una notificación advirtiéndole que no vuelva. Se le abona el doble de su sueldo y adiós muy buenas. Así vino ocurriendo desde que se casó Magda. Si he de serle sincera, me gustaría que usted se hiciera con el empleo. Estoy harta de elegir entre miles de mujeres la enfermera adecuada. Pero he visto sus diplomas. Se han pedido informes al jardín de infancia donde usted ha servido y parece que han sido muy buenos. Eso tiene por adelantado.
Es decir, que si los informes fueran malos o mediocres, ella no estaría allí. Ni por ser esposa, ni por el recuerdo que entrañaba.
Tuvo deseos de gritar, pero no lo hizo. Fue a cambiarse de ropa, se vistió de blanco con deseos de hacer añicos aquel uniforme y salió dispuesta a seleccionar por número, día y hora a los siete enfermos que esperaban.
A las once en punto, ni un minuto más, oyó el timbrazo procedente del consultorio-despacho.
Hizo lo que creyó conveniente. Fue al recibidor, pidió por nombre el número del cliente y lo pasó a la consulta. Abrió, dio los buenos días, anunció el nombre del enfermo y se retiró de nuevo.
Pero pudo verle.
Con gafas claras, sentado tras la gran mesa, vestido de blanco, con semblante pétreo, mudo... Hubo un cambio de miradas. La de él, impasible.
La de ella, agitada.
Después esperó en un cuartito contiguo a ser requerida.
El timbre sonó casi en seguida.
Tocó en la puerta y después de un «sí» pronunciado con ronco acento, pasó y se quedó esperando.
—Sujete aquí. Tome la tensión arterial y anote...
—Sí, doctor...
Todo parecía un sueño.
Un sueño absurdo.
¿Había dormido ella alguna vez con aquel hombre?
¿Había sentido sus besos?
¿Sus caricias hasta enloquecer?
¿Había tenido realmente un hijo suyo?
Sí.
Por supuesto.
Y, sin embargo, nadie lo diría.
Tomó la tensión arterial, la anotó en el fichero, bajó la manga del enfermo y después quedó de nuevo a la espera.
—Anote ahí —ordenó él, y empezó a mencionar detalles del enfermo.
Parecía imposible que a ella la tratara con tanta frialdad y al enfermo lo cuidara como si fuera su propio dedo. Pero eso no debía extrañarle. La carrera de Michael era vocacional, y debido a ello se perdieron ambos.
Anotó con letra clara lo que él dictaba en la ficha, y después observó cómo se iba con el enfermo dándole golpecitos en la espalda y haciéndole recomendaciones con una voz muy distinta a la que usaba para tratarla a ella.
Una vez se cerró la puerta tras el enfermo, dijo con la misma voz dura y fría:
—El siguiente.
Así toda la mañana.
A la hora de terminar la consulta, ella estaba rendida y él parecía tan fresco, y ni siquiera le dijo adiós.
Sólo cuando despidió al último enfermo a las dos y media, dijo secamente:
—A las cuatro en punto, señorita Aumont.
Así. Como si ella fuese una extraña.
* * *
A las cuatro en punto se hallaba en el consultorio de la Quinta Avenida, vestida ya y en espera de ser requerida por el doctor.
Sonó el timbrazo y no fue al despacho, se personó en el recibidor dispuesta a pasar al primer enfermo de la tarde. Había doce enfermos sentados unos junto a otros, con una paciencia asombrosa.
Fue una tarde agotadora.
A las siete aún quedaban en el recibidor tres enfermos y cuando se fue el último anterior a aquellos tres y él regresó a la consulta, la miró de resbalón y dijo:
—En lo sucesivo advierta a la señorita Marie que no reciba más que a diez. No me gusta trabajar a estas horas. Tengo mucho que hacer fuera.
Claro.
Seguiría como siempre.
Visitas y más visitas y seguramente también tendría un hospital donde pasaría buenas horas de la noche. Igual que antes. No había cambiado nada. Vivía para su profesión y se notaba en él cansancio y hastío, pero a la vez una gran firmeza y una auténtica razón de vivir por su profesión.
—Se lo advertiré ahora mismo, no temas.
La miró cegador.
Sin duda no le gustaba el tuteo ni en la soledad.
—Perdón —añadió Cris sofocada.
—Sólo bastará tenerlo en cuenta para el futuro.
Hubo de dominarse para no gritarle, para no sublevarse.
—No me gusta —añadió Mich con seco acento, como si se olvidara del súbito incidente— tener que recibir a tres enfermos en menos de media hora. Cada enfermo requiere su tiempo. Yo no soy un veterinario que ausculta ganado.
Cris no respondió.
Empezó a pasar los que quedaban.
Eran las nueve cuando terminó.
No le vio de nuevo en la consulta. Se fue a su cuarto pequeñito y se cambió el uniforme por el traje de calle. Después fue al despacho de Marie y le pasó la advertencia.
—¿Por qué se detiene tanto en cada enfermo? —protestó Marie—. Igual atiende a un canceroso que a un simple reumático.
—Son dos enfermedades —adujo Cris molesta.
Marie se alzó de hombros.
—Ya me marcho, señorita Marie. He terminado.
—Sea puntual. El día que llegue cinco minutos después o toque el timbre y usted no esté, la despide sin más preámbulos.
—Procuraré ser puntual.
Se fue.
Llovía.
Hacía un frío intenso.
Se levantó el cuello del abrigo y titubeó en el portal antes de lanzarse a la calle.
Tenía lejos la parada del autobús o la boca del Metro.
Tardaba más de una hora en llegar a casa. ¿Qué haría Nora con Mich?
En todo el día no lo había visto. Y seguramente le habría bañado y le habría acostado.
—Hola —oyó decir tras de sí.
Se volvió rápidamente.
Mich estaba allí. Vestido de oscuro, con un gabán azul marino, la cartera bajo el brazo.
—Hola...
—Parece que llueve mucho.
—Sí...
—Si quieres, te llevo a tu casa.
Así.
La tuteaba.
Allí parecía más humano.
No quiso.
Sintió una rabia sorda.
Estaba segura de que si subiera al auto, abordaría el tema, y si él no lo abordaba, dijera lo que dijese Nora, aconsejara lo que aconsejase, ella no lo abordaría.
¿Que Mich pretendía hacer de su convivencia dos extraños?
Pues a ello.
—Gracias.
El tenía el auto delante de la casa y lo miró con vaguedad.
Después, la miró a ella de refilón.
—Como gustes.
Y se lanzó a la calle.
Vio cómo subía al auto y lo ponía en marcha y no volvió a posar los ojos en ella en todo el tiempo que tardó en arrancar el auto.
Se lo contó a Nora con desesperación.
—Mal hecho —decía Nora enfadada—. Muy mal hecho. Era un acercamiento que te ofrecía.
—¿Estás segura? Se me olvidó tratarlo de usted en un segundo y me miró como si estuviera loca... No, estoy segura que si tratara de abordar el tema que nos concierne a ambos, me atajaría diciendo: «No quiero saber nada de eso. El pasado, pasado está.»
—Es posible. Pero... ¿por qué no pidió el divorcio?
—Lo pedirá aún. Pero es posible que no le dé tiempo. Se lo pediré yo.
—¿Tú?
—¿Por qué no? ¿Crees que se puede vivir en este suplicio? Un día... fue una prueba de un día, pero una prueba demasiado dura que no se hizo para mí. Ese tema sí lo voy a abordar tan pronto como tenga ocasión de estar con él diez minutos seguidos. Pero hoy, al menos, no me dio esa oportunidad.