XI

—Llego jadeante —dijo cayendo sobre la piedra a su lado—. Te fuiste muy ofendida.

Donna guardó silencio.

Miraba al frente.

Estaba preciosa.

Tenía un perfil puro y un brillo raro en los ojos.

—¿Tan difícil te es amarme?

—¿Amarte?

—Esto te pregunto. Amarme, sí.

—Has entrado en mi vida de un modo brusco. Ayer creí que me defendía un hermano. Hoy observo que sólo me defiende un hombre a cambio de algo.

—¿No es lógico?

—La situación, el momento, requerían tu delicadeza.

Nelson mojó los labios con la lengua, sopló el cabello que le caía en la frente.

—Ante todo soy un hombre y debo definir mi situación y mis deseos. ¿Puede un hombre reprocharse el desear a una mujer? ¿Qué es el amor? ¿Qué es el deseo? ¿Qué es el matrimonio, sino ambas cosas juntas?

—No lo concibo así.

—Seamos sinceros, Donna. Absolutamente sinceros. Suponte que te casas con Boby. ¿Supones que Boby te venerará como una reliquia? Eres mujer joven, pero tienes no sé qué en el fondo de tus pupilas, en la forma de mover las manos, en el modo de caminar. Algo maduro, fascinante, lleno de un atractivo irresistible. El hombre no es de hierro. Yo me pregunto, ¿eso que tienes nació de tu infancia, en tu soledad, en tu amargura al ver casado a tu padre nuevamente? Puede que sí, pero el hombre no se pregunta el origen ni el motivo. El hombre se da cuenta de que algo interesante le atrae, nace y vive en ti. Los detalles... ¿importan algo?

—¿A qué fin esa perorata?

—El fin es claro. Yo vi en ti eso que vio Boby, eso que ven los hombres que te conocen. Yo no soy un sádico, por eso deseo casarme contigo.

—Es absurdo.

—¿Que lo desee?

—Que lo digas así. Que seas tan crudo para decir lo que sientes.

—No soy crudo, Donna. Soy real. ¿Evitaría algo mi fingimiento? Soy como soy, y aunque te parezca raro, me siento orgulloso de ser así. Yo no valgo para vivir en hipocresías. Cuando las llevo a cabo es siempre con el fin de alcanzar una meta sin falsedades. Llego a la meta y explico las causas de esa hipocresía momentánea. Contigo soy sincero.

—Tu sinceridad duele.

—Está bien. Esperaré.

Le miró fljamente con sus enormes ojos verdes.

—¿Qué esperarás?

—Entre Boby y yo me prefleres a mí, estoy seguro.

—Te preflero a ti porque sé que jamás me atrepellarías ni llegarías al lugar donde yo no quisiera llegar.

Se tiró de la piedra.

Resbaló una bota en la hierba y hubo de agarrarse al brazo de Nelson para evitar la caída.

—Si... seré... tonta.

Quedó confusa.

Nelson estaba allí, pegado a ella, con una mano sobre la suya.

—Nelson.

—Sí.

—Suelta mi mano. Me haces daño.

Nelson no la soltó.

No podía.

De repente la cerró con un brazo contra su cuerpo.

—Nelson —se sofocó—. ¿Qué te pasa?

No sabia qué le pasaba.

Sabia únicamente que no podía soltarla y que la sonrisa de sus labios se hacía confusa como los sentimientos que le golpeaban en el pecho.

—Nelson —susurró ella—. No me mires así.

Nelson dejó de mirarla, pero sus labios cayeron como al descuido en la mano desnuda y subieron por la muñeca.

—¡Nelson!

Se soltó con brusquedad.

Y con la misma brusquedad, de un salto subió al potro. Lo espoleó sin que Nelson hiciera nada por detenerla.

*    *    *

No la vio en una semana.

Casi mejor.

Tenía las pruebas en su poder y se lanzó aquella mañana a la ciudad.

Quiso ver a míster Corbett, pero le dijeron que no se hallaba en su oficina. Regresó a las minas.

Nada más bajar del auto vio a su madre.

—Mamá —exclamó yendo a su lado.

La dama vestía traje de montar. Parecía más joven. Tenía la fusta en la mano y la agitaba nerviosamente.

Dio un beso a su hijo y seguidamente murmuró:

—¿Podemos hablar?

—¿Has... venido sólo a eso?

—Sí.

—Ven.

La llevó del brazo hacia su despacho.

—Esto —dijo la madre mirando en torno— me hace recordar tiempos mejores.

—Ponte cómoda. ¿Qué tal marchan les cosas en a mansión de los Heyns?

—Mal. La semana próxima pedirán la mano de Donna. Ayer noche estuvieron comiendo en casa padre e hijo.

—¿Y Donna?

—No sé qué le pasa. Se diría que ya no le importa una cosa u otra.

—No habrá boda, mamá.

—¿La puedes impedir tú?

—No lo sé. Pero te aseguro que no habrá boda con Boby Corbett.

—No he venido aquí a preguntarte eso, Nelson. He venido a saber qué ocurrió entre vosotros el otro día que Donna estuvo aquí. Siento por Donna ese cariño que toda mujer desea sentir por su hija. No he tenido esa hija. Amo a Donna como si lo fuese.

—No lo dudo.

—¿Qué te pasa? Aún no he descubierto tu juego, y se me antoja que estás jugando a algo...

—Un hombre siempre juega cuando le interesa una mujer. A mí me interese Donna. Pero ella prefiere a Boby.

—Se lo imponen.

—¿Sería capaz Donna de casarse conmigo? Di, tú que crees conocerla tan bien.

Mónica miró a su hijo fijamente.

Ambos se hallaban sentados en un rincón del despacho, en cómodos sillones forrados de cuero negro.

—¿Y por qué quieres casarte tú con ella? ¿Sólo para evitar que se la lleve un hombre como Corbett?

—No es la mujer indicada para Corbett.

—¿Tan desinteresado eres?

—Apenas si viví contigo —rió Nelson cachazudo—, y creo que me conoces como nadie. No es sólo por eso. Tal vez lo considere injusto y luche por evitarlo. Pero hay otras causas.

—¿Como cuáles?

—¿Amor?

—¿Te lo preguntas a ti mismo o me lo preguntas a mí, querido Nelson?

—Me lo pregunto a mi mismo. Dime, sin que me des respuesta ni esperando yo hallarla. ¿Qué hace Donna estos días? No ha vuelto ni yo consideré prudente ir a vuestra caso.

—Apenas si sale de su habitación. Cuando su padre le llamó anteayer a la biblioteca y le dijo que pedirían su mano pasado mañana, no abrió los labios. Ni dijo sí ni no, y eso es lo que me aterra, su silencio.

—Por eso estás aquí.

—Por eso mismo.

—Bien, dile que venga a verme, que si no quiere venir y me recibe en su casa iré yo mañana a mi regreso del centro. Dile que... estoy aquí y que soy aquel que se ofreció a ayudarla. No me pidas que sea más explícito. Estoy confuso y no sé si lo hago por egoísmo o por amor.

La dama se puso en pie.

—Encuentro a Gerard muy pensativo pese a su rígida actitud indoblegable con respecto a la boda de su hija. Me da la sensación de que a él mismo le pesa tal decisión. Dime, Nelson, ¿has descubierto por qué?

Iba a dolerle demasiado si le dijera la verdad.

Por eso mintió.

—No es fácil penetrar en las intimidades de tu marido —dijo evasivo.

—Si te pidiera yo que averiguaras... Tíenes más dinero que ellos dos juntos. Para ti todo eso es fácil...

—Te prometo que haré lo que pueda. ¡Ahí, y si Donna puede recibirme... mándame aviso por un criado.

—Te llamaré por teléfono esta misma noche cuando hable con Donna.

La besó en la mejilla con ternura.

—Gracias, mamá.

—No te conozco, Nelson.

—Ya. Esa es la pena. Que una madre y un hijo se sientan tan desconocidos cuando debieran ser como una sola persona.