IV
Hacía una tarde triste.
Donna también lo estaba. Miraba al frente sin dejar de espolear al caballo. Este trotaba despacio. Como si sus saltos mecieran a su jinete y le complaciera mecerle.
—Vamos a detenernos, «Sultán» —dijo—. Tengo deseos de tenderme sobre la hierba y paralizar mi pensamiento.
El potro obedeció rápidamente. Donna saltó al suelo y sin mirar donde caía, gritó:
—Vete a pastar, «Sultán».
De repente oyó un gruñido y seguidamente una alta figura masculina vestida con calzón de montar y camisa blanca y jersey de lana subido hasta el cuello.
—Un poco más —dijo el hombre riendo— y me aplastas.
Donna se echó a reír a su vez.
Era la primera cosa divertida que le ocurría desde su arribo a Birmingham.
—Lo siento —dijo sin dejar de reír—. Pero ten presente que por mucho que te dañera, nunca llegaría a matarte, mis pies o mi peso no son extraordinarios.
—¿Qué haces por aqui?
Donna se alzó de hombros.
Salvo su padre, Mónica y los criados no tuvo tiempo de departir con nadie. Hacerlo en aquel instante era consolador.
Por tonto, se sentó en la hierba, puso la fusta a su lado y miró al frente.
—Salí con intención de dar un paseo.
—¿Sola?
—Con el caballo. ¿Y tú qué haces aquí?
El tuteo salíe solo.
El chico era joven. Mentalmente le calculó los años. Veintisiete, veintiocho, nunca mucho más. Y, por supuesto, ninguno menos.
Ella estaba habituada a charlar con chicos. En sus excursiones, las señoritas que se ocupaban de ellas en tales viajes, les permitían conocer chicos y hablar con ellos, incluso más de una vez bailó en el salón del barco en que viajaban, o en une, sala de fiestas de postín.
Las adiestraban para la vida. Era un colegio seglar de lo más elegante y jamás las reprimían, salvo que algunas de ellas cometiera una inmoralidad, cosa que en las alumnas nunca ocurría.
—Daba un paseo. Tengo el caballo por ahí pastan; do. Me detuve a tomar el fresco.
—Por esta parte no hay mucho que ver, salvo las minas del poderoso Miller.
—¿Le conoces?
—Ni idea.
—No parece que te sea muy simpático.
—Imagínate...
—¿Por qué debo imaginarme?
Donna se alzó de hombros.
¿Qué le importaba a aquel chico tan saladísimo que elia tuviera problemas con su familia?
—¡Qué más da!
—¿No te es simpático?
—No —rotundo—. Ni gota.
Nelson Miller levantó un poco una ceja.
Pero se quedó tan tranquilo sentado en la hierbe.
—¿Tienes novio?
—Claro que no.
—Mejor para mí.
Lo miró burlona.
Tenía unos ojos preciosos.
Nelson no era impresionable, pero aquella chica... gustaba mucho. Sí, muchísimo.
—Supongo —dijo ella de repente— que mañana irás a la fiesta que ofrecen en el palacio de los Heyns. Todo el mundo que merezca llamarse señor asistirá a esa gran fiesta.
—Tengo la invitación.
Le miró de nuevo.
—¿Va a ir?
—Sí
—¿Conoces a Donna Heyns?
—No la conozco, ni tengo mucho interés.
—¡Ah!
—¿Te asombra?
—No. ¿Por qué habías de tenerlo si no la conoces?
—¿Crees que después de conocerla lo tendré?
—Qué sé yo. Es posible que no. Es posible que si. Depende.
Nelson se inclinó un poco hacia ella.
—¿Vives cerca?
—No lejos.
—Estás enigmática.
—Como tú.
Nelson se echó a reír.
Tenia una voz gratísima. Muy varonil. Algo ronca. Y una risa contagiosa.
—¿Nos presentamos?
Donna negó por dos veces.
—Yo también estoy invitada a la fiesta de mañana. Si te parece nos presentarán. ¿No te agrada la incógnita?
—Al menos tendré una pareja preciosa.
—¿Adulador?
—No, por cierto —y parecía sincero—. Yo llamo al pan, pan y al vino, vino.
—Lo cual no deja de ser una mala cualidad.
—¿Tú crees?
—¿Tal como está el mundo hoy, amigo mío?
—Puedes llamarme Nel.
—Y tú a mí Do.
—Está bien, Do. ¿Por qué siendo tan joven eres una chica desilusionada?
—No lo soy.
—Tu lenguaje indica éso.
—Porque me educaron bien y para ser bien educada tienes que ser rematadamente hipócrita. ¿No es así?
—Yo también soy un chico bien educado y, sin embargo, soy franco.
—Pues hoy no se estila eso.
—¿Quieres que empiece a ser franco?
—Bueno.
—Eres preciosa, y no es un halago convencional, es la pura verdad. Y aún añadiré más. Si no me equivoco eres el tipo de chica que yo ando buscando pars dejar mi celibato.
—Pues no eres tú nada. ¿Debo creer en tu sinceridad?
Se miraron a los ojos por un segundo.
—¿Te importaría mucho?
Donna movió la cabeza denegando.
—Si te digo que piensan comprometerme en esta fiesta.
Había como un dejo de amargura en su voz.
Nelson se echó más hacia adelante.
Buscó sus ojos.
El los tenía castaños y su pelo de un rubio oscuro, muy liso, se le iba hacia la frente.
—¿Casarte?
—Eso pretenden.
—Tú..., pero si eres una niña. ¿Quién es él?
Donna sacudió la cabeza.
—No me explico por qué te cuento todo esto. Acabamos de conocernos.
—Pero somos amigos.
—¿Amigos? ¿Crees en la amistad de un hombre y una mujer?
—Sinceramente. Cuando tengas una confidencia que hacer, házsela a un hombre honrado. Nunca a una amiga.
—Eso es muy problemático.
—¿La sinceridad de la amiga o la del amigo?
—La honradez del amigo.
Nelson se echó a reír y encendió la pipa.
—No tengo cigarrillos —dijo por toda respuesta—. Yo siempre fumo en pipa.
—¿Cómo te las vas a arreglar mañana en la fiesta?
—No fumaré. Igual me paso días sin quitar la pipa de la boca, que transcurre un mes sin pillar una pipada. Soy así.
—¿Para todo?
—No para todo. Para fumar, concretamente.
Donna consultó el reloj.
—Está oscureciendo, Nel. Tengo que volver a casa.
—¿Vives lejos?
—Si te digo donde vivo y tú eres de esta zona, sabrás quién soy y prefiero que lo sepas mañana.
—¿Qué hay de verdad en tu compromiso?
—Asuntos de Intereses. Me casan...
—Y tú... ¿lo vas a consentir?
—No lo sé. Soy menor.
—Eres una mujer —refutó él con calor—. Y una mujer nunca es menor si tiene un criterio propio. Además..., ¿qué te parece si yo te dijera que me casaba contigo?
Donna empezó a reír.
—No corres tú nada.
—Pues es la primera vez que le digo eso a una chica, ya ves cómo son las cosas.
Y era cierto.
Aún añadió antes de que ella saltase al potro:
—Y me parece que he sido sincero. Siempre, naturalmente, que seas como eres. Que no me des una mala sorpresa y que sigas siendo tan guapa.
Donna ya estaba en el potro.
—Me agradó conocerte, Nél. Es la primera vez en mi vida que un hombre me agrada tanto a la media hora de conocerle. ¿Hasta mañana?
—Oye —le gritó cuando ella ya se alejaba—. Me casaría contigo, palabra.
Donna espoléó el potro riendo alegremente.