X

Nelson la miró fljamente.

No sabía si la amaba o sólo la deseaba.

El era un hombre corriente y moliente, pasó por la vida sin hacer ruido, pero no manco ni cojo. Conocía a las mujeres y le gustaba mucho hacerlas suyas. Aquella que tenía delante era fruto prohibido.

Ni por un momento pensó seducirla ni siquiera hacerle el amor con falsos fines, pero le gustaba mucho.

Muchísimo.

Fue algo así... como un flechazo, y conste que él no creía en los flechazos.

—Siéntate, Donna. Te esperaba. Acabo de regresar del centro. Aún está caliente el motor de mi coche.

Era alto y poderoso.

Donna le estaba viendo de otra manera. La turbaba un poco la gravedad del rostro de Nelson, su estatura nada corriente y su austeridad, sentado allí, tras la enorme mesa de su despacho.

—¿Dijo tu padre algo más de la boda?

—Dijo que... tendría que casarme.

Nelson tamborileó con los dedos sobre el tablero de la mesa.

—¿De qué forma se podrían desbaratar los planes de tu padre?

—¿Y por qué has de ser tú quien los desbarate? —preguntó ella un tanto nerviosa.

—Eso es, precisamente, lo que yo me pregunto. Tengo más dinero que los Corbett —añadió riendo—. Muchísimo más. Suponte que yo pido tu mano.

—Pero tú no me amas —se sofocó la joven—. Nos hemos conocido ayer.

—Pero los dos sabíamos que existíamos desde hace mucho tiempo, desde que nuestros padres se casaron. ¿No es asi?

—Claro.

—Entonces es como pensar que nos conocemos de toda la vida, de que incluso vivimos juntos. Es más, yo tengo media idea de haberte visto por aquí alguna vez. Veamos, tenías coletas largas. Y vestías unas faldas cortísimas. Llevabas calcetines muy altos.

—Todas las niñas vestíamos así en el invierno.

—Yo vine aquí con mi tío Karl a ver a mi madre. Sí, fue un invierno. No sé los años que tendría. No tengo ni la menor idea, ahora mismo. Sé que entré en el parque de la mansión de los Heyns y vi una niña de coletas jugando alrededor de la glorieta. Siempre pensé en aquellas coletas. Siempre pensé que me gustaría tirarte de ellas.

Guardó silencio y miró al frente pensativamente.

—¿Quieres que pida tu mano? Si su padre te casa con Boby Corbett por dinero, es seguro que yo le pareceré mejor y más rico.

—Me estás ofendiendo mucho —dijo Donna sofocada—. Tal parece que estás tasando unas cuantas toneladas de carbón o de hierro.

Nelson se puso en pie y fue hacia ella, que permaneció como clavada en el butacón.

—¿Te importa que fume una pipada?

—No, por supuesto. Pero...

—Pero...

—Me estás pareciendo diferente.

—Lo soy.

—¿...?

—Puede parecerte raro, pero te estoy pidiendo en matrimonio.

Su voz era grave y concisa.

Donna se puso en pie.

Vestía calzón de montar de un rojo vivo. Camisa blanca y zamarra de ante negra atada a la cintura y con una gran abertura por detrás. Los leguis que calzaba abombaban el pantalón, dando a su delgada figura mayor esbeltez. Tenia la fusta en la mano y la agitó nerviosamente.

—¿Por qué?

—Por eso, ya te lo dije. Porque nunca pude olvidar tus coletas.

—Yo no te amo.

—Me amarás.

—¿Eres vanidoso?

—Soy un hombre y tengo confianza en mi mismo.

—Lo siento, Nelson —dijo con voz un tanto ahogada—. Es tal mi confusionismo...

—Piénsalo.

—¿Qué ofreces a cambio? —era como un reto.

—Todo lo que puedo ofrecer un hombre de mi posición social y económica. Un hombre joven que desea, formar un hogar propio y tener una mujer para él solo.

—Yo poco puedo darte. No te amo. Y sin amor no concibo dádiva.

—Te admitirie sin amor.

—¿Hasta cuándo?

—No lo sé. Todo depende de tu atractivo y mi paciencia.

—No eres honrado, Nelson. Ayer vi en ti a otro hombre.

—El hombre que te admiraba como amigo. Hoy tendrás que ver al hombre que te desea por esposa. Casi siempre ambos hombres con ser el mismo, son díametraünente opuestos.

Donna caminó hacia la puerta.

—¿Volverás?

—No lo sé. Me siento decepcionada.

—No te halaga mi amor.

—No me halaga tu... deseo.

Era así.

Nelson se mordió los labios.

Trató de esbozar una sonrísa, pero Donna no la vio en el dibujo de sus labios.

Se marchaba agitando la fusta.

Parecía confusa, cohibida, cortada.

*    *    *

No fue tras ella.

Quedóse allí con la pipa apretada entre los dientes. Cuando se abrió la puerta contigua al despacho cercano, sonrió con amargura.

—No estuviste bien —dijo tío Karl—, demasiado materialista. No es así cómo se consiguen las cosas.

—Ya.

—¿Por qué, Nelson? Estás yendo de falsedad en falsedad desde ayer.

—¿Averiguaste lo que yo deseaba?

—Aquí lo tienes. Recibirás la conformidad mañana mismo. Es decir, la prueba que necesitas.

—Gracias, tío. Karl.

—Todo... ¿por qué?

—¿Te imaginas a Mónica Heyns en medio de una hoguera?

—Sí.

—Pues es lo que deseo evitar.

Tio Karl se acercó a él.

Era un irlandés entrado en años, pero fuerte y potente como su sobrino.

—Nunca pensé que la amaras así.

—¿Cómo?

—Me refiero a tu madre.

—Me llevasteis a Irlanda y nada tuve que objetar. Tenía años suficientes para comprender y años asimismo para dolerme aquello. Siempre estuve lejos de ella y, sin embargo, la idolatré. Precisamente por eso odió tanto a su marido y la odié a ella, por elegir entre mi cariño y el amor de un hombre esto último., Pero sigue siendo mi madre. Y si dejo las cosas así, no solamente sacrificarán a Donna. La harán polvo a ella y consumirán a Gerald Heyns. No me importa Gerard, pero sí me importa mi madre y yo tengo los elementos de fuerza suficientes para desbaratar los planes de los Corbett.

—Todo eso está bien. Pero añade algo más. ¿Qué papel representa aquí Donna Heyns?

—Muy concreto. Es la chica con la cual me casaría mañana mismo.

—Luego entonces, acertó ella. La deseas.

—¿Qué es el amor, sino un deseo revestido de espiritualidad?

—Eres un...

—No lo digas. Tal vez te equivoques, tío Karl.

—Te admiro mucho —dijo el tío satisfecho—. Has movido más cordeles desde ayer, que moví yo en toda mi vida. Eres un gran diplomático, y, sobre todo, un gran hombre de negocios.

—Cuando tengas las pruebas en tu poder, dámelas.

—¿Y Donna?

—Volverá.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Pero ten por seguro que volverá.

—¿Tan seguro estás de eso?

—No me ama como a mi me gustaría ser amado, pero, y en este momento no miento, te diré como le dije a ella, y no es vanidad, es hombría. Tengo absoluta confianza en mí mismo. Jamás emprendí nada que me saliera mal. ¿Por qué tiene que salir esto?

Palmeó el hombro de su tío, y salió del despacho.

Su mansión señorial, rodeada de árboles, se hallaba a pocos metros.

Las minas se apreciaban a solo un kilómetro y los pabellones de las oficinas se alzaban en la senda como un desafío a la naturaleza.

Todo le pertenecía.

Todo lo dejó su padre para él.

¿Por qué su padre no le dejó algo a Mónica? De haber sido así, estaba seguro de que su madre jamás se hubiese casado de nuevo.

Se alzó de hombros.

Tenía una empresa emprendida. Que saliera bien o mal dependía de muchas cosas...

Encendió la pipa y se lanzó al prado.

Tenía el auto allí mismo. Lo pensó un segundo y lo dejó aparcado donde estaba.

Anochecía.

Divisó no lejos de allí el caballo de Donna y ésta que caminaba a pie llevando las bridas apretadas en la mano.

Puso las manos de bocina y gritó.

—¡Donna, Donna!

La joven volvió la cabeza.

—¡Aguarda, Donna! —volvió a gritar—, ¡Aguarda un segundo!

Echó a correr én dirección a ella. Donna se sentó en una piedra y esperó. Las sombras de la noche empezaban a envolverlo todo.