VIII

Era un “Ford”, de cuatro plazas, de un tono azul pastel, de larga línea estilizada. Una monada de coche y Vikki lo conducía canturreando alegremente, como si toda la vida fuera suya. Vikki estaba contenta y el día, aunque gris, le parecía luminoso como una sonrisa infantil. Vikki sólo tenía una pesadilla. La despedida de tía Vera y la aguda mirada que ésta le dirigió cuando le dijo que iba a trabajar con el jefe a un lugar que no podía decir, puesto que el señor Walson escapaba del mundanal ruido para reconcentrar mejor su cerebro en el trabajo que iba a realizar. Añadió que iría a su casa, la casa de sus padres, todos los días, y que cuando regresara a Nueva York volvería a vivir con ella.

No le pesaba haberse casado con él. No lo amaba quizá, cosa que no sabía con exactitud, ya que nunca se analizó a sí misma, ni estaba dispuesta a hacerlo, porque el solo pensamiento de amar al señor Walson, la aturdía estremeciéndola de pies a cabeza. Pero, lo dicho, no estaba arrepentida de haberse casado con él en secreto. Ella necesitaba la sonrisa alentadora y hasta distraída de Mont y él la necesitaba a ella. ¿No era estupendo que alguien la necesitara de aquel modo?

Recorrió la carretera sin apuros, canturreando siempre y cuando tras ojear el mapa, vio la casita oculta entre los pinos, el corazón le dio un vuelco. Ella conocía aquella casita, de haber pasado por allí cuando salía de excursión con sus amigos camino del lago en el cual se bañaban. Por lo tanto Jonkers sólo quedaba a tres o cuatro kilómetros. ¿Qué diría su padre cuando supiera que podía disponer de un auto del jefe? ¿Y qué pensaría asimismo al verla ir todas las mañanas camino del refugio y no regresar hasta la noche? ¿Tendría que confesar la verdad? No; su padre no se lo perdonaría en la vida. Ella tendría que desligarse de Montgomery un día cualquiera y nadie conocería el lazo que la unió durante algún tiempo al importante historiador.

Miró la sortija... ¿Por qué en vez de ponerle su solitario no le puso la sortija de Janet? Ella la hubiera rechazado, pero él ni siquiera intentó ponérsela. Es que Montgomery Walson era delicado hasta ese extremo.

Tocó el claxon y aparcó el auto tras el de Mont. Saltó ágil y sonrió aspirando hondo. Daba gusto respirar aquel aire puro y ver tanto verdor. Pronto llegaría la primavera y todo florecería. Sería bello vivir allí. Sí, muy bello, y sentir el amor de un hombre y sus besos y sus caricias y sus frases...

Aturdida se dirigió a la casa. Mark salía en aquel momento con un cubo de agua y se la quedó mirando admirado.

—Buenos días, señora Walson.

Vikki dio un respingo y se acercó a él precipitadamente.

—Oye, Mark, eso... no, ¿me entiendes? Si me lo vuelves a llamar...

—¿Cómo debo llamarla, pues?

—Como siempre.

—Es que la señora...

—Sigo siendo señorita —saltó impulsiva—, y ay de ti si lo pregonas...

—De eso pierda cuidado. El señor me advirtió.

—Perfectamente. ¿Dónde está él?

—En la biblioteca, junto a la chimenea. Empezó el. trabajo y ya no se entera de nada. Esperemos que recuerde que ayer se casó con usted.

Vikki, enfundada en un modelito de mañana de lana azul y con un abrigo sobre los hombros de un azul más oscuro, erguida sobre los altos tacones y con aquel su aire juvenil que era innato en ella, entró en la casa y miró todo cuanto la rodeaba con creciente curiosidad.

La casita no era grande, por supuesto, pero ya a simple vista resultaba cómoda. Se componía de cuatro estancias. La cocina diminuta, un salón comedor, la biblioteca y una alcoba. Mark tenía un canapé en el salón y allí dormía, según su precipitada explicación.

Vikki, quitándose el abrigo, entró en la biblioteca y dio los buenos días. Mont alzó los ojos. Usaba unas gafas de carey de ancha montura y su delgada y pálida cara parecía perderse tras aquellos inmensos cristales.

—Hola.

—¿Me he retrasado?

—¿Retrasado? —preguntó con su habitual despiste—. No sé. ¿Qué hora es?

—Las once y media.

—Ya. Pase, pase usted, señorita Winter. He descubierto algo importante en este pergamino. Algo extraordinario. Siéntese frente a mí. Vamos a traducirlo.

Por lo visto ya no recordaba que se había casado con ella, que la tuteaba y todo lo demás. Vikki pensó que era mucho mejor así. Pero cuando se sentó, él se quitó las. gafas y la miró. Vikki. se echó a temblar. Los ojos de Mont sin lentes eran penetrantes como espadas y de una luminosidad extremada.

—¿Has desayunado?

Volvía a tutearla y esto hizo suponer a Vikki que recordaba lo ocurrido la noche anterior.

—Sí, gracias.

—Pues vamos a trabajar.

Trabajaron hasta la una sin levantar cabeza, sin recordar que eran dos personas, sólo pensaron en. lo que tenían delante y en lo que significaban aquellos manuscritos, escritos muchísimos años antes por personas tan enteradas de Historia como él.

Así transcurrieron varios días, dos, tres semanas. Vikki regresaba a casa todas las tardes y su padre, tras las primeras preguntas inquisitivas, se dio por vencido y no volvió a molestar a su hija. Se sentía contento de que ésta pudiera vivir de nuevo en contacto con ellos y además de hallarla más bella; la encontraba diferente, más madura; más mujer, más... pensativa.

Quiso saber el origen del solitario que lucía en el dedo, y Vikki aseguró que lo adquirió con el importe de su trabajo, y como el señor Winter así como su mujer entendían poco de joyas, se quedaron tan tranquilos. A través de las charlas de Vikki, conocían un poco al historiador y lo consideraban un hombre inofensivo, falto de memoria y de gustos materiales. Por esa razón no impidieron que Vikki siguiera trabajando con él.

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—Hoy te has retrasado —dijo Mont viendo entrar a Vikki—. ¿Sabes qué hora es?

—No... miré.

—Las once. ¿Qué ha pasado?

—Encontré a unos amigos en el camino.

Mont torció el gesto.

—¿Qué clase de amigos?

—Pues... amigos. Los que yo tenía antes de marchar a Nueva York.

—Tu vida ha cambiado, Vikki.

Nunca lo vio tan serio y le dolió.

—Perdone. Yo...

—Bien, pasa. Hoy no vamos a trabajar. No tengo ganas. Me siento... apático, ¿comprendes? He leído la Prensa que trajo Mark de Jonkers y mira lo que dice.

—Ya la he leído —replicó bajo.

Mont la analizó escrutador. Sin decir nada la tomó del brazo y salió de casa.

—Vamos a sentarnos al prado. No trabajaré en todo el día. Si lo hiciera cometería un error. No estoy hoy para pensar en nada. —Sin transición añadió—: ¿Qué piensas de lo que dice la Prensa? ¿Es por eso por lo que tardaste?

—Sí. Los amigos me detuvieron. Me preguntaron si era cierto.

—¿Y tú..., qué has dicho?

—Que no sabía nada.

—Siéntate. Yo lo haré a tu lado y si no tienes inconveniente pondré mi cabeza en tu regazo. Nunca sentí este martilleo tan terrible en mis sienes. Creo que... tu mano en ella me haría mucho bien.

Se tendió a su lado y sin esperar el parabién de la joven puso la cabeza en las rodillas femeninas. Vikki se estremeció, pero obediente dejó la palma de su tibia mano en la frente masculina.

—Es cosa de Janet y mi madre, Vikki —suspiró—. Las conozco bien. Creen que así vencerán mi rebeldía. Y no podré soportar mucho tiempo su tiranía. Me han agotado.

Vikki no respondió.

—Vikki...

—Dígame, señor.

—Estoy enamorado de ti. No podré olvidarte en la vida. No podrás dejarme y tendrás que venir conmigo a Nueva York para demostrarles que tengo mujer. Una mujer que no es Janet, por esa razón no puede haber boda... Esa boda que para fecha próxima anuncia la Prensa. “El gran historiador unirá su vida a la de la señorita Janet Ford el mes próximo.”

De un salto se sentó en la hierba. No parecía el hombre pacífico que con las gafas caídas sobre la nariz estudiaba horas y horas seguidas sin acordarse de comer, ni de beber ni de la mujer joven y frágil que trabajaba a su lado.

—Vikki, es preciso que consolidemos esta unión, que no quede ni un pequeño hilo por el cual pueda romperse. Yo... te lo ruego.

La joven se aturdió. Ella no sabía si amaba a Mont. Ella sólo sabía que era feliz a su lado, que le agradaba consolarlo y trabajar a su lado. Pero amor..., ¿qué era el amor? ¿Cómo se sentía el amor?

—Me han buscado sin duda y en vista de mi prolongada desaparición han dado la noticia a la Prensa esperando que yo me dé por vencido. Y no puedo, Vikki, ¿te das cuenta? Estoy aturdido y desesperado y no quiero ver a Janet en todo el resto de mi vida. Yo..., tú..., ¿por qué no, Vikki?

La muchacha se puso en pie con lentitud y aturdida se acercó a un árbol. Se apoyó en él y miró a lo lejos.

—Vikki...

No respondió. Lo sintió tras su espalda y se echó a temblar.

—Vikki, por el amor de Dios. Hazte cargo de lo que ocurre. Tú tienes que ayudarme.

Vikki se volvió en redondo.

—Por una vez en la vida —dijo bajo— deje usted los libros a un lado y haga frente a Janet. Dígale que no la quiere, que la desprecia... ¿Tengo yo también que ayudarle en esto?

Mont pasó una mano por la frente.

—Perdona.

—Quiero ayudarle, señor —susurró sofocada, viendo el desaliento de él—. Para eso me uní a usted. Pero no me obligue a lo que... no quiero. Yo le aprecio, ¡oh, sí! Le aprecio mucho, y soy feliz junto a usted. Pero, ¿debo por eso entregarme? ¿Debo por eso ser su mujer efectiva? Dios mío... ¿Entra también eso en mis deberes?

—No, por supuesto. Perdóname.

—Montgomery —susurró, y era la primera vez que lo llamaba por su nombre—, yo estoy dispuesta a todo, pero..., ¿es eso una solución? Terminemos el trabajo pendiente, volvamos a Nueva York y diga a Janet que no la ama, que nunca pondrá de nuevo la sortija en su dedo. Vaya a ver a su madre y demuéstrele que su mente está libre, que puede elegir su felicidad...

—Vamos, Vikki, volvamos a la biblioteca y ocupémonos del trabajo. Siempre, en todo momento..., eres tú la que guía mi camino. Sin ti yo no sería yo. Tienes razón. Iremos a Nueva York a finales de semana y... veré a Janet.

—Eso está mejor, señor.

—Pero tú estarás a mi lado.

—Sí.

—Y no volverás a llamarme señor.

Vikki sonrió contenta.

—No se lo volveré a llamar.

—Gracias, Vikki.

Cuando al anochecer, después de haber adelantado mucho en el trabajo, se despidieron a la puerta de la casita, Mont buscó las manos femeninas y las apretó entre las suyas. Las alzó hasta su boca y las besó repetidas veces con lentitud, despertando en la joven un extraño anhelo hasta entonces desconocido.

—Vikki..., quisiera besarte.

La muchacha sintió fuego en el cuerpo.

—Sí, Vikki, besarte... en la boca.

—¡Señor!

—Has dicho que nunca me lo volverías a llamar.

—Perdón.

—Quiero besarte, Vikki. Lo deseo como... —bajó la voz—. Fervientemente, pequeña. Además de un historiador famoso, soy un hombre con todos los sentidos despiertos.

Vikki tampoco respondió nada. Pero sabia que aquella noche sería besada por Mont. ¡El primer beso!

—Vikki..., ¿me dejas?

Ella asintió con la cabeza y Mont la atrajo hacia sí, la dobló en sus brazos, la oprimió con febril ansiedad, sintiendo la fragilidad de Vikki y la besó largamente, como Vikki no creyó nunca que besara un hombre como él.

—Pequeña Vikki —susurró—; pequeña...

Y volvió a besarla. Vikki sintió que todo daba vueltas en torno a ella y sintió asimismo que los labios de Mont eran cálidos y ardientes y besaban con habilidad; claro que ella ignoraba cómo besaban los demás hombres.

—Vikki.

—Su...éltame —susurró—. Llegaré tarde a casa.

Lo tuteaba y Mont sintió algo hondo, como una interminable caricia dentro de sí. Vikki era su mejor auxiliar, y también era su mejor mujer. La única mujer que sabía y podía comprenderlo. Vikki lo comprendía cuando él era un historiador y dictaba. Y lo comprendía ahora en que él era sólo un hombre que besaba.

—Pensaré en ti... hasta volverte a ver —susurró sobre los ojos femeninos.

Ella los cerró suavemente y Mont se los besó una y otra vez, despacio, con ternura.

—Hasta mañana, pequeña.

—Hasta mañana.

—Y dime, antes de marchar... que no me guardas rencor. Que mis besos no te molestan.

—No me molestan, Montgomery.

La vio subir al auto y ponerlo en marcha. La vio desaparecer y estuvo de pie junto a la puerta hasta que sintió frío en los pies. Al dar la vuelta y entrar en la casa vio los ojos picaros de Mark fijos en él.

—Dame la cena —chilló—. Y la próxima vez vuélvete de espaldas.

—Sí, señor.

—¿Has oído?

—Sí, señor.

Mont sonrió ante la cara de idiota de Mark.

—Es encantadora, Timón.

—Sí, señor.

—¿Es que sólo sabes decir eso? —gritó enojado.

—Sé decir más cosas, señor.

—Pues cállatelas.