VI
Mark ya no estaba tendido en el diván. Iba de un lado a otro del salón disponiendo la mesa para cenar. La chimenea chisporroteaba y el ambiente era grato, acogedor, un ambiente íntimo que regocijaba a Mark.
Un olor a comida sabrosa inundaba la estancia, y la gentil figura femenina, iba en aquel instante hacia la mesa con la fuente de setas, las cuales despedían un olorcillo tentador. Sobre su falda de lana de un tono indefinible, Vikki colocaba un blanco delantal, y esto lejos de restarle encanto se lo proporcionaba. Mont, fumaba su cigarrillo y contemplaba la silueta femenina con expresión extraña. En aquel instante, la vio tal como era y sintió algo raro dentro de sí. Por un momento los cabellos negros de Vikki fueron una obsesión para sus ojos, y la boca fresca de Vikki y su cuerpo esbelto y sus pupilas verdes como grandes esmeraldas...
Parpadeó bajo las gafas y se dirigió a la mesa.
—Ya está todo dispuesto, señor Walson —dijo Vikki, quitándole el delantal—. Ya me dirán mañana si las setas son de su agrado. Hice lo que pude.
—¿Cómo? ¿Es que no cena con nosotros?
—Imposible, señor. Mi tía me espera.
—En modo alguno, señorita Winter, tendrá que cenar a menos que prefiera verme tirar la cena por la ventana.
—Muy agradecida, señor, pero...
Mont la empujaba suavemente hacia la mesa.
—Se lo ruego. No permitirá que coma solo, después de haberme hecho la comida, ¿verdad? Además, de paso para casa de mi novia, pienso llevarla en mi auto a su casa.
—Eso no, señor. No es necesario.
—Se lo suplico.
Cuando Mont suplicaba ponía expresión de niño grande y Vikki se sintió sojuzgada, y, sonriendo, se sentó a la mesa. Mont lo hizo enfrente. Servidos ambos por Mark, hicieron honor a la comida con verdadero apetito y Mont se complació en elogiar las setas que estaban, según expresión de Mark, “como para chuparse los dedos”. Fue una comida como quizá no disfrutó otra Monty cuando a las diez hubo de entrar en su alcoba a cambiarse, lo hizo con desgana, de mal humor, furioso consigo mismo.
Vikki ayudó a Mark a recoger la mesa. Mark adoraba a Vikki y se lo demostraba siempre que podía. Aquella noche la miraba con expresión picaruela y Vikki quiso saber la causa, cosa que casi adivinaba.
—A ti, Timón, no te picó ningún escarabajo. ¿No es cierto, Timón?
—Señorita, yo...
—Dime la verdad, Mark: Ya sabes que detesto las falsedades. ¿Sabe tu amo que no existió tal escarabajo?
Mark puso cara de animalillo acorralado.
—yo, señorita Vikki, no sabía poner setas. Me dio vergüenza decírselo al señor, y entonces...
—¿Qué?
—Hice ver que me picaba algo, que me desmayaba y al mismo tiempo, con los ojos en blanco, sugerí al señor la idea de llamarla a usted, y el señor...
—Me llamó.
—Eso. Perdóneme, señorita Vikki.
La joven le pasó una mano por el brazo y le dijo con aquella su voz rica en matices, que consolaba y entontecía :
—Te perdono, Timón.
En aquel instante apareció Mont en el umbral. Vikki parpadeó. Ella nunca había visto a Montgomery Walson vestido de etiqueta. Aquellas ropas negras y la camisa almidonada daban al hombre una elegancia extremada. Vikki sabía que era distinguido, pero nunca se lo pareció tanto como en aquel instante. En aquel momento levanto una mano y la pasó por el cabello. Bajo los destellos de la luz, el brillante que lucía en el dedo brilló despidiendo destellos deslumbrantes. Fugazmente, Vikki pensó en el valor de aquel solitario y se dijo que con su importe hubiera ella vivido algunos años.
—Ya podemos marchar, señorita Winter —dijo la voz masculina.
Mark le entregó el gabán y Mont se lo puso. Con el sombrero en la mano se dirigió a la puerta y la abrió. Vikki salió primero que él, no sin antes agitar la mano y decir adiós a Mark.
Ya en el interior del lujoso “Cadillac”, sentado uno al lado del otro, Mont dijo:
—Señorita Winter, estoy satisfecho de usted y me agradaría demostrárselo de algún modo. Si usted nos dejara ahora, no sé qué sería de mí.
Conducía y los focos luminosos se sucedían sin cesar, deslumhrando a la joven. Nunca se vio sentada en un auto como aquél y junto a un hombre elegante, distinguido, que olía a loción cara y a tabaco no menos caro. Cerró los ojos, y por un instante se imaginó siendo la esposa de un hombre así. Se llamó estúpida y sonrió con cierta ironía.
—Le subiré el sueldo, señorita Winter.
La voz aquella, oída inesperadamente, ‘ la desconcertó. Iba sentado a su lado y conducía con mano segura. Se volvió un poco hacia él, y dijo con cierta precipitación :
—No lo necesito, señor. Muchas gracias. Yo...
Calló aturrullada. Mont la miraba de un. modo especial. La miraba como ella no observó nunca que la mirara un hombre, y, nerviosa, parpadeó. Entornó los ojos y miró a otro lado.
—¿Por qué no quiere?
—Porque me paga bastante. Porque...
—Hablaremos de ello en otra ocasión, si le parece.
—Creo que será mejor.
Pero nunca más abordó aquel tema, lo cual, hizo suponer a Vikki que lo olvidaba como otras muchas cosas.
Se hallaba Vikki entre un grupo de amigos en una elegante cafetería. A Vikki Winter le gustaba lucirse en los lugares caros. Nadie le pedía cuentas de lo que ganaba y lo gastaba todo sin ningún remordimiento de conciencia. Vestía con gusto, a la última moda, seguía prefiriendo los perfumes franceses, y hasta entre el grupo de amigos aprendía a fumar. Fumando estaba en aquel instante, con una pierna cruzada sobre otra, el Martini al lado de la sonrisa coquetuela en la boca, cuando vio entrar a la pareja.
Sintió una cosa rara por el cuerpo y quiso ocultar el cigarrillo, pero los ojos de Montgomery Walson se fijaron en sus dedos, en su boca, y luego recorrió la indolente mirada el grupo juvenil que rodeaba a su secretaria. Esta, nerviosa, sintió cómo algo afluía a su cara, algo como una llamarada de vergüenza y se dijo al mismo tiempo que era del género tonto sentir aquella humillación. Ella era una mujer como otra cualquiera y cuando dejaba la oficina de su jefe podía hacer lo que le diera la gana. Pero, aun con estas convicciones, seguía sintiendo una vergüenza indescriptible. El pasó a su lado llevando del brazo a... ¿Janet Ford? Sin duda. Era la misma cara bellísima del cuadro que él tenía sobre el despacho. Pero era infinitamente más bella al natural y también más altiva. Tenía porte de reina ultrajada, de estatua de hielo, y conociendo a Montgomery Walson no concebía cómo él, tan afable y sencillo, podía casarse con una mujer como aquella, toda empaque y orgullo sin ningún signo de sensibilidad en su cara.
El pasó y saludó con la cabeza. Janet la miró a renglón seguido como interrogando, y Vikki encogió los hombros indiferente, pero sintiendo que, sin saber por qué, aquella mujer le inspiraba odio.
—¿Te saludó a ti? —preguntó una de las jóvenes del grupo.
—Sí.
—Pero, ¿de qué te conoce? —preguntó otra.
—Soy su secretaria.
Hubo expectación en el grupo. Todos se inclinaron hacia Vikki.
—¿Eres secretaria de ese coloso?
—Dicen que es muy distraído.
—Que se olvida hasta de la hora de comer.
—Que es listísimo.
—También dicen que se va a casar con Janet Ford, la mujer que lo acompaña. Es su prometida.
Vikki, ante aquel torrente de preguntas, suspiró. Y un conato de sonrisa acudió a su boca. Si todos aquellos que admiraban al hombre famoso lo conocieran en la intimidad, si lo vieran como ella lo vio con un delantal en torno a la cintura, si lo vieran comiendo los guisos de Mark y las setas que ella cocinó, ¿qué diría el mundo si conociera al famoso historiador tal como ella lo conocía? ¿Tal como era en la intimidad de su bohemio hogar?
—Dinos, Vikki. Cuéntanos...
La muchacha suspiró.
—¿Y qué queréis que os cuente? Soy su secretaria y trabajo allí de la mañana a la noche, pero no sé nada de ese hombre, es decir, sé tanto como sabéis vosotros.
—¿No es un hombre desmemoriado?
—Algo.
—¿Tiene manías?
—¡Y yo qué sé! —exclamó, cansada—. Yo no sé nada de él, ya os lo dije.
—¿Vive solo en un piso?
Vikki suspiró desalentada.
—Vamos a bailar y dejaos de preguntas tontas.
Un muchacho le alargó un cigarrillo. Ella lo rechazó con un gesto. Enfrente veía a la pareja. Sentía las gafas de su jefe fijas en su cara constantemente. ¿Por qué la miraba de aquel modo? ¿Es que se creía que ella sólo sabía ser una secretaria sumisa y no una mujer moderna que sale a divertirse con sus amigos? Pero, ¿era tonto aquel hombre al mirarla así?
—¿Marchamos? —propuso, nerviosa—. Vamos a alguna parte.
—Es lo mejor —dijo un joven que suspiraba por el amor de Vikki.
El grupo, compuesto por seis hombres y cuatro muchachas, se dirigió a la puerta. Aun allí se volvió Vikki para mirar a su jefe. Este seguía con las gafas en dirección a ella. Nerviosa, salió a la calle y gustó de la brisa que endulzaba sus facciones alteradas.
En el interior de la cafetería quedaba una Janet furiosa y un Mont indiferente.
—¿No te da vergüenza? —dijo Janet, mordiendo las sílabas—. Estás con tu prometida y miras a otra mujer. ¿Quién es esa mujer? Di, ¿quién es?
Y Mont replicó, casi sin darse cuenta.
—Mi secretaria.
—¿Tú... qué?
Y estalló la bomba. Janet se puso como una fiera, si bien quien los veía creería que decía ternezas a su novio. Este oía el chaparrón sin grandes rebeldías. Parecía distante, como pendiente de un recuerdo, o una idea o un rey que viviera en un siglo remoto. Y Janet, que tenía un geniecito de tres gigantes juntos, quiso marchar, y durante el regreso a casa, en el interior del auto, dijo cuanto quiso, sin que Mont se alterara lo más mínimo, y esto, lejos de calmar a la novia, la enfurecía más, hasta el extremo de que un instante de ira sacó la sortija del dedo y se la tiró a Mont a la cara. Este parpadeó.
—¿Qué haces? —preguntó, con voz monótona.
—Te devuelvo la palabra. Ahí tienes tu sortija. No me la pondré jamás.
—Janet, mira bien lo que haces y lo que dices. Estás dando motivos a que piense lo que nunca pensé.
Ella saltó del auto, Mont lo hizo por la otra portezuela y siguió a su novia hacia el palacio.
—¡No vengas! —gritó Janet—. No quiero saber más nada de ti. Allá tú y tu linda secretaria.
—Oyeme...
—Lo dicho. No quiero saber nada más de ti.
—Pero...
Janet se detuvo en el primer escalón y apretó el vison sobre el pecho.
—Eres un monstruo, Mont. Y te odio.
Montgomery dio varias vueltas a la sortija en sus dedos y algo brilló en su mirada. Miró a su novia, la contempló fijamente y dijo con aquella voz que a veces hacía estremecer a su madre :
—Fíjate bien en lo que haces, Janet. Si me llevo hoy esta sortija, jamás volveré a ponerla en tu dedo. No soy un niño, ¿comprendes? Soy un hombre y aun cuando nunca me has comprendido, aunque nunca supe por qué estaba ligado a ti para el resto de mi vida, aunque sé que a tu lado no seré feliz porque, como dije antes, no me comprendes en absoluto, te di mi palabra de casamiento y te llevaré al altar. Pero si ahora me llevo la sortija, estaré relevado de dicha palabra y no la recordaré nunca más.
—¡Ni falta!
—Janet, ¿es tu última palabra?
Ella se mordió los labios. No era su última palabra, por supuesto, pero conocía a Mont y sabía que no podría resistir cuando al día siguiente lo llamara por teléfono y le dijera que estaba arrepentida. Sabía también que a Mont no lo vencía por el amor que éste le profesara, sino porque Mont no quería luchar, porque Mont tenía demasiadas cosas raras en la cabeza para añadir el problema de una negación ante ella. Ella sabía todo eso y por eso lo insultaba en aquel instante. No vencía a Mont con amor, ni por ser Mont un hombre débil ante sus encantos materiales de mujer, sino porque Mont era incapaz de luchar por el simple hecho de luchar. Mont quería vivir tranquilo y buscaba con afán la tranquilidad y ella lo sabía.
—Es mi última palabra, en efecto.
Mont guardó la sortija. Janet vio algo raro en e No era aquella la primera vez que le devolvía la sortija y la recuperaba al dia siguiente, pero aquella noche, en la forma de ocultaría Mont en el bolsillo, creyó ver algo desusado y tuvo miedo de que aquella sortija no volvie ra jamás a sus dedos. Iba a pedirla, cuando Mont subió al auto y lo puso en marcha. Su orgullo de mujer le impidió llamarlo. Y no lo llamó, pero pensó casi simultáneamente en llamarlo por teléfono aquella noche.