V

—Mark, ¿dónde estás, Mark? ¡Timón!

Vikki se puso en pie, retiró la silla y se dirigía a la puerta del despacho cuando ésta se abrió dando paso al señor Walson.

—¿Dónde esta Mark? —preguntó, mirando a un lado.

—Ha salido.

—Diablo, me siento rendido, ansioso, cansado... ¿Cuándo inventarán algo mejor que dar vueltas al son de una orquesta? Me duele la cabeza, tengo náuseas... ¡Cielos!

—¿Quiere algo, señor?

—Sí. Tenderme en una cama o un diván, algo que sea blando y descansar. Tomar un poco de café puro y que aparezca Mark y me ponga paños fríos en la cabeza. ¡Malditas fiestas!

—¿Puedo ayudarle en algo? ¿Quiere que le haga yo. el café? Considero que necesita descansar, en efecto, y nada mejor para ello que ir a la salita y tenderse en un diván sin pensar en nada.

Mont la miró por encima de las gafas y le agradecía con la muda mirada su solicitud.

—No quisiera abusar de su bondad, señorita... Ahora sí que olvidé el apellido —susurró, cansado—. En este instante lo olvido todo, hasta mi propio nombre. Cuando un hombre se dedica a investigaciones, no debiera ocuparse de nada más. Bailes, fiestas, charlas frivolas... Cielos, todo eso debían borrarlo de la Historia. Agradezco su sugerencia, señorita. Voy a pasar al salón, y si usted fuera tan amable...

—Desde luego, señor.

Mont le cedió el paso y ella pasó gentil y esbelta, como si se hallara en su propia casa. En aquel momento, sentía una honda pena hacia aquel hombre que no todos comprendían muy bien. Mark se iba en el momento en que su amo iba a llegar. La novia, de junto a la cual venía, lo fatigaba. La conversación con su madre no debió ser muy halagüeña, a juzgar por la expresión desalentada de aquel rostro inteligente. Todos parecían confabularse para inquietarlo. Aquel hombre necesitaba una mujer toda espíritu, toda bondad y resignación para tratarlo. Una mujer que supiera amar en silencio y supiera renunciar a tiempo. Sí, una mujer llena de bondad y renuncias. Una mujer que antes de acariciarlo con sus labios, supiera entrar en el espíritu selecto de aquel hombre. Y a juzgar por la voz que oyó a través del hilo telefónico, Janet Ford no era esa mujer.

Le ayudó a quitarse el abrigo y luego fue a arreglar los cojines del diván.

—Tiéndase aquí, señor.

Mont la miró agradecido y obedeció. Vikki, con delicadeza, le puso un cojín bajo la cabeza y buscó luego una manta. Se la echó por encima y lo miró sonriente, alentadora. Mont suspiró.

—Gracias —dijo, bajo—. Infinitas gracias, señorita Winter.

—Se acordó usted.

—Le aseguro que no lo olvidaré nunca más.

—Ahora encenderé la chimenea y le haré café. En cuanto a los paños fríos en la frente, se los pondré entretanto hago ambas cosas.

—Gracias —volvió él a repetir con un suspiro de alivio.

Vikki encendió la chimenea luego de ponerle un paño frío en la frente. Después, siempre gentil sobre los altos tacones, se perdió en dirección a la cocina. Pronto el aroma del café recién hecho se extendió por el saloncito, cuya puerta comunicaba con la cocina diminuta. El, con lös ojos medio entornados, la veía ir de un lado a otro y sintió una extraña paz en todo su ser. Un bienestar que nunca sintió hasta aquel instante y pensó que nadie en este mundo, y tenía treinta y dos años, lo trató como aquella joven. Su madre le reprochaba su distracción. Janet soló sabía dar gritos y fastidiarlo. Mark... Sí, Timón era un buen hombre y hacía lo que podía. Pero Timón desconocía la delicadeza femenina. Aquella joven...

La veía ahora disponiendo la bandeja con el servicio de café. ¿Joven? ¡Oh, sí, muy joven! ¿Guapa? Mucho, sí, muchísimo. Suspiró.

Mont nunca olvidaría aquella voz: queda, suave como una caricia. Una voz que él desearía escuchar siempre junto a su oído, en la penumbra, como un beso sofocado...

—¿Le duele menos la cabeza?

—Sí, bastante menos.

Sintió las manos suaves, ¡qué suaves eran!, en las sienes. El paño frío lo estremeció para dejarlo inmóvil y tranquilo.

—¿No toma el café?

—Sí, claro. Siento una paz, señorita Winter, como no he sentido en toda mi vida. Una paz bienhechora, muda. Una paz que me inunda todo. Creo que... Bueno, la estoy cansando.

—En modo alguno, señor.

—¿Usted no toma café? .

—Pues...

—Busque una tacita y siéntese a mi lado.

Hizo lo que le mandaban y se sentó frente a él con la tacita en la mano. Mont, medio inclinado sobre los cojines, tomaba el suyo a pequeños sorbos.

—Es usted magnífica haciendo café, señorita Winter. ¿Sabe usted cocinar?

—Algo. Mamá me preparó para ser algún día. una perfecta ama de casa —rió, suavemente—. Mamá cree que las mujeres nacen, crecen y viven para endulzar las horas de un hombre.

—¿Y no es así? Todas las madres debieran de pensar conio la suya. El mundo sería de otra manera, se lo aseguro.

—Pero no todas las hijas están obligadas a pensar como las madres.

—Eso tambien es cierto. Los humanos somos desconcertantes y no concebimos la vida sin problemas, aunque todo el día nos lo pasemos renegando de ellos. ¿Usted no tiene novio? ¿No piensa casarse algún día?

—No tengo novio —replicó con la mayor sencillez—. En cuanto a casarme, ¿sabe una lo que puede hacer en este mundo?

—Toda mujer tiene anhelos.

—Sí —admitió pensativamente—, pero no todos los hombres comprenden esos anhelos.

—¿Usted cree en el amor?

—Sí, ¿por qué no? No me enamoré nunca, por supuesto, pero debe ser interesante y hasta consolador amar a una persona hasta el extremo de entregarle cuanto somos y valemos.

—Sí —admitió pensativamente, dejando la taza vacía sobre la mesa y recostando la cabeza en el cojín, al tiempo de entornar los ojos—, ha de ser consolador, pero no todas las mujeres al casarse llevan el sentimiento de esa entrega absoluta. Usted habla así porque es joven, porque es sentimental y porque aún desconoce el amor. Pero, repito, no todas las mujeres son iguales, y es una lástima. —Se echó a reír, regocijado—. ¿Ve usted, señorita Winter, cómo nos ponemos sentimentales? En el fondo creo que yo también soy un sentimental, pero me voy a casar con una mujer que no lo es en absoluto.

Vikki consideró conveniente no responder.

—¿No fuma usted? —preguntó él, al cabo de un rato de silencio—. Fume de mis cigarrillos, por favor. Allí, en la cajita que hay sobre la chimenea. ¿Puede alcanzarme uno?

Vikki se lenvantó y regresó con la caja en la mano. Se la mostro abierta y él pidió, bajo:

—Enciéndamelo usted, señorita Winter. Me siento tan cansado aún que...

—En seguida, señor.

Lo hizo con gracia muy femenina y se lo entregó con una sonrisa. Mont admiró aquella boca delicada, de trazo sensual que aún no sabía de besos. La admiró, sí, y pensó, casi fugazmentee, que sería grato enseñarle la primera experiencia de un beso. Se reprochó su mal pensamiento y fumó en silencio.

—¿No fuma usted? —volvió a preguntar.

—No, señor.

—Ya. ¿También eso se lo enseñó su madre?

—Eso me lo prohibió papá.

—¡Ah! Tiene usted una familia completa.

—Sí, señor.

—¿Hermanos?

—Dos.

—¿Vivé aquí en Nueva York?

—No, señor. Mi familia vive en la inmediata ciudad de Jonkers.

—Ya. ¿Y con quién está usted aquí?

—Con una hermana de mi padre.

—Comprendo. —Miró el reloj de pulsera—. Es muy tarde, señorita Winter. Querrá usted salir con sus amigos. Timón vendrá en seguida, puede marcharse cuando guste.

—Prefiero esperar a que regrese Mark.

—Es usted muy amable, pero no quiero retenerla. Confieso que he pasado unos momentos deliciosos a su lado y que me considero casi curado. La cabeza dejó de dolerme, siento una gran paz en mi interior y... su voz resulta un consuelo alentador para mi inquietud espiritual, pero no tengo derecho a retenerla.

Aún estuvo a su lado un cuarto de hora, y como Mark no acababa de llegar, se despidió hasta el día siguiente.

Al cabo de una semana, Vikki era indispensable en aquel piso. En la oficina, en la cocina donde a veces ayudaba a Mark, en la salita donde descansaba Mont...

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—Hola, tía Vera.

—¿Qué hay, hijita? ¿No sales hoy? Tus amigos te llamaron por teléfono. Dijeron que te esperaban en la cafetería Fontaine.

—Ya.

—¿No vas?

—Sí, luego, más tarde. Ahora permíteme que me quite los zapatos, que me tienda en el diván y descanse un poco. Hoy he recorrido más de seis kilómetros a pie.

—¿Y eso?

—À Mark se le antojó poner setas, y como no las conoce, me lancé yo. a buscarlas.

—Pero, Vikki, ¿es que eres allí una doncella?

La joven sonrió.

—Soy secretaria, ayudante de cocina, auxiliar espiritual del jefe, camarada de éste y amiga íntima de Mark.

Vera permaneció pensativa varios instantes.

Luego se sentó frente a su sobrina y la miró escrutadora.

—Vikki, estoy pensando que quizá si tu padre supiera lo que ocurre, no permitiría que estuvieras un día más en esa casa. ¿Crees que hago bien al ocultárselo?

—¿Por qué no? A mí me divierte cuanto ocurre en aquella casa. Me agrada el jefe, con su falta de memoria, su falta de cariño verdadero, su falta de comprensión en las personas más allegadas a él. ¿Sabes tú por qué vive solo y de ese modo? No me lo dijo nunca, por supuesto, pero yo tendría que ser ciega para no verlo. No encuentra en su casa lo que su espíritu necesita. Su madre es una dama encopetada que sólo piensa en fiestas y bailes y en casar a su hijo con una rica heredera. La novia se siente orgullosa de tener un prometido como el famoso Montgomery Walson y le agrada pasearlo por los salones. Mark es demasiado ignorante para comprender a un hombre tan inteligente como él.

—Vikki, no irás a decirme que eres indispensable en la vida de tu jefe.

—No. Pero soy necesaria.

—Niña —observó Vera, con el dedo alzado—, esto no me gusta. No me gusta nada. ¿Me entiendes? Ese jefe tuyo me desagrada en extremo.

Vikki abrió los ojos así de grandes!

—Pero, tía Vera, si Montgomery Walson es el mejor hombre del mundo. Ei es incapaz de hacer daño a nadie. Si se compadece de todo el mundo, si es...

—¡Vikki!

—Perdona, tía Vera, pero es que yo lo admiro tanto.

La dama frunció el ceño.

—¿Y él a ti? ¿Te admira él a ti? Porque has de saber que ni buscada con un candil encontraría una mujer tan espiritual, desprendida y bondadosa como tú.

—Me halagas, querida tía. El me estima, pero no creo que me admire porque para un hambre tan inteligente como él, no creo que exista mujer alguna, ni ser alguno en esta vida que pueda causarle admiración.

La daba iba a responder, cuando sonó, prolongado, el timbre del teléfono.

—Seguramente que son tus amigos. Vístete, ponte bella y ve a divertirte como Dios manda. Vas a cumplir diecinueve años y es hora de que encuentres marido.

Vikki se alzó, y descalza, fue hacia el teléfono. Descolgó el auricular y preguntó :

—Dígame.

—Señorita Winter —dijo una voz sofocada al otro lado—, ¿puede venir usted un momento? Tome un taxi, por favor.

—Pero, señor Walson...

—Es urgente. .

Y colgó.

Vikki miró desolada a tía Vera y ésta cruzó los brazos sobre el pecho.

—Oye, esto me está dando a mí que pensar. ¿Qué diablos quiere ahora? Tus horas de trabajo ya terminaron. Así que llámalo otra vez y dile que no puedes ir, que no es tu obligación.

Vikki puso cara de inocente.

—Pero si me necesita, tía Vera...

—¿Necesitarte? Nunca vi yo empezar un trabajo a las nueve de la mañana y volver para comer presurosa, regresar y dejar el trabajo a las ocho de la noche. ¿Cuántas horas, niña?

—Me pagan un sueldo extraordinario.

—Menguado comparado con el trabajo que haces.

Vikki se ponía los zapatos.

—No tengo más remedio que ir, tía Vera.

—Ve, pero adviértele que no vuelva a llamartae una vez dejes la oficina. Dile que tú no eres una doncella. Que eres una empleada distinguida y que yo, tu tía, no pienso consentir este desorden.

Vikki ya corría hacia la puerta poniéndose el abrigo gris de corte inglés. Recogió el bolso por el aire y salió disparada. No encontró taxi en la parada y hubo de cruzar la calle. Desembocó en una plaza muy elegante. De un cine salía gente a aquella hora. Era un cine elegante que no estaba al alcance de su bolsillo. Vio los autos aparcados y las gentes vestidas elegantemente que se dirigían a ellos. Admiró un abrigo de vison en una dama joven, distinguida, que se acercaba a un coche último modelo y un chófer uniformado le abría la puerta. Suspiró. Ella nunca podría tener aquellos abrigos, ni un chófer ni un coche como aquél. Ella vivía bien, tenía un padre respetado en Jonkers y ganaba dinero. Pero para comprar aquellas cosas, ni hablar. Ella séria siempre una simple empleadilla, de la cual disponía su jefe a su antojo. Sintió cierta rebeldía, pero luego se resignó. ¿No era feliz? Claro que sí. ¿Para qué anhelar más? ¿Serían aquellas mujeres tan felices como ella teniendo abrigos de visón, coches escandalosos y palacios en barrios residenciales? Tal vez no.

Al fin encontró un taxi y se perdió en su interior. Dio la dirección y se recostó en el asiento. Cerró los ojos y quiso imaginar que era una dama encopetada, cubierta con un rico abrigo de visón, que el portero le abría la portezuela y que ella suspiraba lánguidamente.

Abrió los ojos y se echó a reír divertida.

Cuando el taxi se detuvo pagó y saltó al suelo. Corrió hacia el elevador y se metió dentro. Llamó a la puerta y el mismo Montgomery le abrió ésta.

—Señor...

—Pase, pase, señorita Weinter. Estoy en un terrible apuro.

Vikki hubo de contener la risa. En aquel instante, el famoso y desmemoriado historiador no parecía eso, sino un cocinero de casa pobre, con un delantal en torno a la cintura, un ridículo gorrito blanco en la cabeza y las gafas colgándole de la nariz.

Al sentir sobre sí la mirada femenina, él se aturrulló, farfulló una disculpa, y, presuroso, se quitó delantal y gorro.

—¿Qué sucede, señor Walson?

—Pase al salón. Mire usted, señorita Winter, Mark se disponía arreglarme las setas, cuando le dio una especie de desmayo. Parece ser que un escarabajo le mordió en un dedo, y Mark es muy impresionable. Allí lo tengo tendido en el diván, con la cara más blanca que el papel. Y resulta que del susto aún no recobró la palabra. Y como yo no sé si a las setas se les echa sal...

Vikki dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo con desaliento. Entró en la sala y miró a Mark. Hubo de soltar la carcajada y Mark abrió los ojos perezosamente.

—Señorita Winter —balbució Mark.

—Pero, Timón, ¿desde cuándo teme a los escarabajos?

Mark suspiró mostrando el dedo mordido. Y Vikki contempló con los párpados entornados a su jefe a través del espejo que colgaba sobre la chimenea.

Vestía pantalón gris de franela, un jersey negro de cuello subido, sin camisa debajo y calzaba zapatillas de fieltro. Sonrió regocijada. Cualquiera que viera en aquel instante al famoso historiador, lo hubiera sacado en una crónica gráfica sólo para que el mundo se diera cuenta de lo que significaba un hombre de aquella talla en su intimidad. Tenía el delantal arrugado en la mano y el gorro asomaba por un bolsillo del pantalón.

Se volvió en redondo, lanzó una breve carcajada, y dijo:

—Me ofrezco a arreglarle las setas, señor Walson.

El pareció respirar.

—¿Lo dice en serio, señorita Winter?

—Completamente en serio, señor. Pero tenga en cuenta que esta noche a las once en punto ha de ir al domicilio de su prometida a recogerla para llevarla al palacio de la Opera.

Mont puso cara consternada.

—Se me había olvidado —dijo, malhumorado—. ¿Está usted segura de que depo ir?

—Naturalmente, señor. Al menos así consta en las notas del día.

—Bien. Yo le ayudaré a hacer las setas. Pasemos a la cocina. Permítame que le ayude a quitarse el abrigo.