VII

—No estoy para nadie, Mark —dijo Montgomery, entrando en el saloncito—. ¿Me entiendes? Para nadie y en este nadie incluyo a mi madre, a Janet Ford y a todos los humanos.

—Bien, señor.

—Pero llama por teléfono a la señorita Winter y dile que la necesito aquí dentro de unos instantes.

—Sí, señor.

Regresó Mark minutos después.

—La señorita Winter no se encuentra en casa.

Mont, sentado en el diván con la sortija apretada entre los dedos, la mente más despejada que nunca y los ojos desusadamente abiertos, miraba hacia la alfombra multicolor con insistencia. Mont nunca había pensado en los bienes materiales de este mundo. Nunca ocupó su mente en un problema humano, pero aquella noche estaba pensando y Mont era así, al pensar no tenía paciencia para esperar muchas horas el resultado de sus pensamientos que se llevarían a cabo con premura siempre que hallara en la señorita Winter un auxiliar como hasta ahora.

—Llama dentro de un instante. Son las nueve y no tardará en volver a su casa.

—Sí, señor.

—Y entretanto, prepara mi maleta, Mark. Me marcho de viaje.

—¿Sin mí, señor?

—No, contigo. Yo no podría vivir sin ti y sin la señorita Winter.

—¿Ella... viene con nosotros?

—No. Luego te explicaré.

Mark regresó veinte minutos después diciendo que la maleta estaba lista, así como también la suya.

—Bien. Llama de nuevo a la señorita Winter. Dile que es urgente.

Salió de nuevo Mark, y Mont recordó que aún tenía el abrigo puesto. Se lo quitó con irritación y se dejó caer desalentado en el diván. ¿Querría la señorita Winter ayudarle hasta aquel extremo? ¿Querría? El tenía aquellos días un trabajo delicado que merecía toda su atención y no podría escapar de la petición de Janet, eh el supuesto de que ésta quisiera hacer las paces, y querría. El conocía a Janet, mejor que ésta a él. A él, a decir verdad, no lo conocía nadie, excepto Mark y la señorita Winter, y ésta... ésta...

—Al principio dijo que no podía venir, señor. Pero insistí y ya conoce usted la bondad de la señorita Winter.

—Sí. ¿Viene?

—Sí, señor. Estará aquí dentro de un cuarto de hora.

Sonó el teléfono en aquel instante y Mark se apresuro a descolgar el receptor.

Lo tapó al instante para decir, bajito:

—Es la señorita Janet, señor.

Mont masculló una maldición.

—Di que aún no he regresado. Que esta noche tengo una reunión en el Círculo Mercantil, lo que quieras.

Lo dijo y colgó en seguida.

—La dejé convencida, señor. Dijo que llamaría a las doce y que le advirtiera al señor que con las orquídeas de mañana le enviara el objeto que trajo el señor.

—¡Así reviente! —chilló Mont, sin poder contenerse.

Y Mark lo miró boquiabierto, pues era aquella la primera vez que su amo soltaba tal improperio.

—¿Le preparo una taza de café al señor?

—Sí, Mark, amigo mío, y una aspirina y algo que calme mi desasosiego.

Mark consideró conveniente no preguntar a su amo lo que le ocurría. Salió diligente, y cuando regresó sonaba el timbre de la puerta.

Fue a abrir con la bandeja en la mano. Mont oyó la voz alterada de la señorita Winter.

—¿Sucede algo grave, Timón? ¿Se ha puesto enfermo el señor?

—No, señorita. Pase al salón. El señor la espera.

Mont sintió el taconeo femenino. Lo conocía entre mil y era consolador conocerlo así. El necesitaba un apoyo espiritual como el de la señorita Winter. El necesitaba ayuda como no la necesitó en la vida. El precisaba aquellos días de toda su atención para concentrarla en los libros y sólo una persona como la señorita Winter podría ayudarle a escapar de la llamada de Janet.

—Buenas noches, señor.

Y sintió la cara roja como la grana, recordando que minutos antes él la vio con cigarrillo entre los dedos.

—Pase y siéntese, señorita Winter. Tenemos que hablar.

¿Iba a llamarle la atención porque estaba con sus amigos en la cafetería? ¡Oh, no! ¡No lo permitiría! Después de todo, ella era allí una secretaria, pero no tenía nadie por qué meterse en su vida privada. Era dueña de ella y podía hacer lo que le conviniera.

—Siéntese, se lo suplico. ¿Por qué me mira así?

—Yo... —se azoró.

—Siéntese y escúcheme con atención.

—Sí.

Montgomery Walson era un hombre de una inteligencia privilegiada. Un hombre con una facilidad de palabra extraordinaria y cuando se ponía a hablar todos enmudecían para escucharle. Pero aquella noche por primera vez Mont sintió que la lengua se le volvía en la boca y no atinaba a decir lo que deseaba. Era preciso cuidar cada frase, cada gesto para que la señorita Winter no tergiversara el sentido de las cosas hi la sana intención con que él las pronunciaba.

Así, pues, tardó algunos momentos en hablar. Cuando lo hizo, Vikki Winter se extrañó del acento quedo de aquella voz, de la expresión desalentada de aquel rostro y hasta de la amargura que se adivinaba en cada frase. Sintió imperiosos deseos de ir hacia él, mirarlo muy de cerca y preguntarle, con suave acento :

“¿Qué te pasa, Mont? ¿Qué te pasa? Yo estoy aquí para ayudarte. Ayudarte íncondicionalmente.”

Pero no dijo nada. Escuchó en silencio, y sin dejar de mirar los ojos del señor Walson, los cuales, tras los cristales naturales, parpadeaban sin cesar.

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Mark había salido discretamente de la estancia, y en el saloncito sólo se oía el crepitar de Jos leños en la chimenea y la voz de Mont que empezaba a tomar energía:

—Ya conoce usted lo ocurrido con mi prometida. —Extrajo la sortija y le dio dos vueltas en los dedos—. No quiero que esta joya vuelva a lucir en el dedo de Janet Ford.

Vikki consideró conveniente no decir nada. Ignoraba por qué el señor Walson le refirió lo sucedido con Janet y esperó que él se lo explicara.

—Esto ocurrió otras veces —añadió Mont—. He tenido esta sortija en mis dedos más de seis veces desde que un día mi madre me la entregó para ponerla en el dedo de mi... novia. —Pasó una mano por la frente, y añadió con cierto rubor en las mejillas—: Yo no amo a Janet. Yo no supe nunca por qué, cuándo y dónde me hice su novio. Usted sabe, señorita Winter, mi mucho trabajo, mi distracción, mi falta de memoria... Yo no puedo ocuparme de ciertas cosas de la vida, cuando tengo tantas ocupaciones dentro de mi cerebro. Mi madre consideró que yo debía tener una prometida y casarme algún día, y buscó a Janet.

—Usted no es un ser débil, señor Winter —exclamó ella, con cierta irritación.

—En efecto. Pero no puedo escapar de las obligaciones materiales de esta vida. Quizá aprovechando mi modo de ser... —Volvió a pasar la mano por la frente—. Señorita Winter, la he llamado para pedirle un favor. Le debo a usted los mejores momentos de mi vida. Y para mí la vida, señorita Winter, se compone de tranquilidad. Amo mi carrera como nada amé en este mundo y necesito toda mi atención, sin hallar nada que me desvie, para concentrar mi cerebro en el trabajo. Porque me dejen tranquilo, soy capaz de todo y eso lo sabe mi madre y Janet. ¿Comprende usted ahora? No puedo perder el tiempo en luchar con dos mujeres cuando tengo tantas cosas interesantes que hacer que ocupan toda mi atención.

—Lo cual quiere decir que se hubiera casado usted por no perder el tiempo en decir que no.

—Usted siempre me comprende perfectamente —dijo, contento—. Eso es, señorita Winter. No puedo perder el tiempo en luchar con ellas.

Vikki estaba muy asombrada. No la asombraba lo que decía, puesto que ya lo conocía y sabía de sobra cómo era. La asombraba que ella estuviera allí enviada a buscar por él para referirle aquellas cosas tan íntimas. Otra mujer que no fuera ella, que no lo conociera como ella lo conocía, hubiera creído a Mont un pobre y desorientado hombre dominado por dos mujeres. Ella, Vikki Winter, no podía en modo alguno pensar tal cosa de un hombre al cual admiraba como jamás había admirado a nadie.

—Señorita Winter —dijo Mont, interrumpiendo los pensamientos femeninos—, mañana Janet se presentará aquí a primera hora. Vendrá dispuesta a recobrar la joya y mi palabra de casamiento. Yo tengo mucho trabajo, no puedo distraerlo con la discusión de una mujer. ¿Me entiende?

—A medias, señor.

—Si yo me quedo aquí, ella recuperará la sortija y mi palabra, no porque yo sea un hombre débil, sin voluntad, sino por los manuscritos que he de analizar y en los cuales tengo que concentrar toda mi atención. Por ello he decidido atarme a algo, algo moral que si me atosigan mucho publicaré a los cuatro vientos.

—Ahora lo comprendo menos.

—Verá usted. Yo salgo esta noche de viaje. Necesito que usted acuda todos los días al lugar que yo le diré más tarde. Trabajaremos tranquilos y nadie nos interrumpirá porque nadie conoce mi refugio. Pero un día he de volver, y no puedo tardar mucho, puesto que tengo asuntos urgentes aquí. Quieren darme una cátedra, señorita Winter, y no podré rehuir, y para ello he de estar aquí. —Suspiró, dando vueltas a la sortija entre sus dedos nerviosos—. Una semana, dos..., el tiempo justo para realizar mi trabajo y volver al corazón de Nueva York. Y cuando vuelva, Janet también volverá a mi vida, y es preciso que no vuelva.

—¿Y cómo podrá usted evitarlo, señor?

—También eso lo he pensado, y por eso la he enviado a buscar. Lo evitaré si ya estoy casado.

Vikki dio un pequeño salto en la butaca para quedar inmóvil y rígida como una estatua.

—No creo que eso sea una solución, señor. Si escapa usted de una mujer que no le comprende y se acerca a otra no es incomprensible...

—He pensado en la mujer que me comprende mejor que nadie. Al hablarle de matrimonio no le hablo de una anulación más tarde. Ni tampoco obliga a esa mujer a una boda forzada. Quiero que ella piense bien lo que digo.

—¿Le habló usted ya? ¿Lo sabe ella?

Mont dijo con la mayor sencillez:

—Le estoy hablando ahora. La mujer elegida es usted, señorita Winter.

Vikki dio otro salto y esta vez quedó de pie, temblando como una palmera agitada por el huracán.

—Siéntese, señorita Winter.

—¿Ha dicho usted que yo...?

—Sí, eso he dicho a menos que me rechace usted. No le ofrezco un amor novelero, señorita Winter. Le pido su ayuda y le doy toda mi estimación, todo mi respeto, toda mi consideración y caballerosidad. La necesito y si usted me abandona yo seré un día el esposo de Janet Ford, y me convertiré en un muñeco de salón.

—Pero es que yo...

—Ya sé que es usted menor de edad. Que quizá me considera muy viejo para sus bellos años. Pero a veces... Siéntese, por favor. Aún no terminé de hablar.

Vikki se sentó con un suspiro. Ella sentía algo raro dentro de sí, como una emoción ahogada, domeñada allí, en lo más recóndito de su ser. Pero...

—Mire usted, señorita Winter, he comprendido que sólo a su lado puedo ser feliz. Yo sé que usted no me ama, pero ¿no es la simpatía un camino hacia el amor? Por otra parte, yo no quiero que se conozca este acontecimiento en el supuesto de que usted acceda. Más adelante, cuando Janet me atosigue, cuando no tenga más remedio que hablar, yo hablaré. Pero, entretanto, usted y yo trabajaremos como hasta ahora y nadie sabrá nada. Es necesario para mi trabajo. De saberse, los periodistas no me dejarían tranquilo, volvería la lucha y yo... —se agitó pasando la mano abierta por el cabello —necesito tranquilidad.

—Pero mis padres, su madre, mi tía..., todos...

—Nadie sabrá nada. Tengo amigos adictos, personas respetables que guardarán el secreto y me ayudarán a hacerla a usted mi mujer sin necesidad del permiso de sus padres. Quizá pase mucho tiempo antes de que se sepa O quizá pase muy poco. Pero cuando las cosas están hechas y los que las hacen están de acuerdo, ya sabe usted que no existe ser humano que pueda interponerse entre dos que se necesitan mutuamente. Yo la he visto a usted esta tarde. He comprendido que es joven, quizá demasiado joven, y le gusta vivir la vida tal como es, no esta que yo llevo. Pero yo le hablo. Tengo necesidad de hablarle y pedirle ayuda. Yo no quisiera que usted se separara nunca de mí.

—Pero lo que me pide, señor, es demasiado.

Mont se inclinó un poco hacia adelante y sus gafas se fijaron con insistencia en la mirada verde de la joven.

—Señorita Winter, ¿no me aprecia usted? ¿No se siente a gusto junto a Mark y a mí?

—Sí, señor —murmuró, aturdida.

—¿Y no le basta éso?

—No sé, no sé... Hay un caos dentro de mí.

—Pues si se decide tiene que ser ahora mismo. Hemos de casarnos esta noche y aún tengo que localizar a mis amigos.

—¿Hoy? ¿Esta noche?

—Antes de la madrugada he de hallarme en mi refugio y le advierto que está muy eerca de Jonkers, lo cual indica que no necesitará usted venir a Nueva York todos los días, sino más bien a su casa.

—Mi padre no me perdonaría, señor Walson.

—Los padres no siempre comprenden las necesidades espirituales de sus hijos. Tenga ese prasente.

—He de pensar, he de pensar... — susurró, pasando la fina mano por la frente—. Poe otra parte, si yo le ayudara tendría que ser coa la «condición de... de...

—Dígalo sin reparo. Estoy dispuesto a obedecer.

Vikki clavó en él sus ojos inocentes, llenos de susto.

—Señor Walson, yo le aprecio y estoy dispuesta a ayudarle, pero algún día usted no necesitará mi ayuda, y yo... yo buscaré mi vida lejos de usted. Yo... —parpadeó, nerviosa—, quiero tener derecho a separarme de usted si algún día comprendo que no le amaré nunca. Yo...

—Quiere la promesa de un matrimonio falso.

—Falso, sí, en el sentido exacto de la palabra. Un matrimonio del cual pueda desligarme.

—Usted me conoce, señorita Winter, sabe usted que nunca abusaré de mis derechos de marido. Sólo así el matrimonio puede ser falso, porque la ceremonia... será efectiva. Y si algún día quiero, yo anularé el matrimonio y usted podrá volar.

—No quiero hacerle daño.

—Y no me lo hace. Considero justo su deseo. Espero que el lazo moral que me una a usted sea lo suficientemente sólido para apartarme de Janet.

—Deseo también que nadie sepa nunca...

Mont sonrió con cierta amargura.

—Creí que me apreciaba usted más.

—Y le aprecio, señor —saltó, impulsiva—, pero es demasiado lo que exige de mí y tengo miedo. Soy demasiado joven, no conozco a los hombres y temo que un día pueda enamorame. Yo...

—De acuerdo, señorita Winter. Prometo que nadie conocerá lo que va a ocurrir esta noche. Como asimismo prometo devolverle la libertad cuando encuentre el amor. Pero, dígame: ¿no ha pensado en que el amor puede encontrarlo en mí? Soy un desmemoriado, pero para quererla a usted, estoy seguro de que hubiera tenido memoria. Hay cosas en la vida que no se pueden olvidar.

Vikki se aturdió.

—Ojalá sea así, señor Walson —dijo, muy bajo—. Yo bien quisiera poder amarlo mucho.

—Ahora permítame que llame por teléfono a mi abogado particular, que ya la conoce a usted, puesto que estaba en mi despacho cuando usted se presentó a solicitar el puesto de secretaria... y a un sacerdote amigo mío. Ambos vendrán aquí y no será preciso que salgamos de casa.

—¿Y después, señor?

—Después —sonrió Mont—, usted regresará a su casa y yo saldré hacia mi refugio. A primera hora de mañana, mi abogado irá a su casa...

—Mi tía no puede saber nada —saltó, impulsiva.

Mont meditó un momento.

—Perfectamente. Irá usted a las diez de la mañana a casa de mi abogado. ¿Le parece bien?

—Sí, señor.

Dos horas después, la extraña ceremonia tenía lugar ante los ojos así de grandes de Mark.

Mont se quitó el solitario de su dedo meñique y lo colocó en el dedo anular de Vikki, que sintió como algo frío, escalofriante, recorría su cuerpo de pies a cabeza. ¿Qué estaba haciendo? ¿No era aquello una locura? Cerró los ojos y sintió la voz del sacerdote felicitándola, la voz del abogado, la voz de Mark... Y después, algo frío en su frente. Abrió los ojos. Mont estaba allí, junto a ella inclinada su alta talla y mirándola de modo especial, de un modo que la aturdió.

Después, todo como en sueños, se vio en el interior del auto de Mont camino de su casa, con Mont al volante y ella acurrucada a su lado.

—Espero que no te pese nunca, Vikki —dijo, tuteándola por primera vez.

Ella no respondió.

—Espero, asimismo, que jamás quites del dedo el solitario que yo he puesto en él.

—Tía Vera querrá saber por qué lo llevo. Además, es de un valor que yo no puedo alcanzar. No deseo despertar equívocos en mi familia.

—De todos modos, te agradeceré que no te lo quites ni siquiera para lavarte —dijo, rotundo—. Las mujeres siempre encuentran disculpas. Tú eres una chica inteligente, y nadie puede creer nada malo de ti. Basta mirarte a los ojos para comprender que eres buena y honrada.

—Gracias, señor.

La miró breve.

—Llámame por mi nombre.

—No podré...

—Ya podrás. Te será sumamente fácil. .

El auto se detuvo y Mont saltó al suelo. Abrió la portezuela y la joven descendió presurosa. Corrió hacia el portal.

—Vikki.

—Dígame, señor...

Mont sonrió. En aquel momento se sentía feliz. El amaba a Vikki. Si lo ignoraba, le bastó mirarla a los ojos en aquel instante para comprenderlo así. La amó desde el primer momento y por eso... ideó aquella solución. El amaba en Vikki su bondad, su voz, su compresión, su juventud, su belleza... Amaba el cuerpo de Vikki tanto como su espíritu, pero Montgomery Walson no podía perder el tiempo en hacérselo saber así en aquel momento.

—Mi abogado tiene mis instrucciones. A las once de la mañana estarás en mi casita de la colina, oculta entre valles y montes. Te agradará aquel refugio. Hace muchos años que lo poseo y nadie conoce ni su situación ni siquiera que me pertenece. Al ñnal de la guerra yo regresé trastornado y huí de todo lo que pudiera entorpecer más mi cerebro. Con Mark pasé en aquella casita días deliciosos. Trabajaremos mucho, Vikki, y aprenderás a conocerme mejor. Mi abogado te entregará mañana un coche pequeñito para ti. Es... mi primer regalo. Con él podrás cubrir fácilmente la distancia desde Jonkers a mi casa...

—Mi padre tiene coche. Quizá él me lo hubiera dejado...

—Prefiero que uses uno propio, a menos que rechaces mi regalo.

—No.

—Hasta mañana, pequeña Vikki.

—Hasta mañana, señor.

No se separó. Se acercó más a ella y la miró fijamente a través de la oscuridad.

—Vikki..., si yo te pidiera un beso...

Vikki echó a correr con los ojos dilatados por el espanto y Mont la vio desaparecer sin rencor, seguro de poder llegar al corazón inocente de aquella muchacha.