X
No fue aquel día, ni al otro, ni en dos semanas.
Se notaba, eso sí, que entre ambos había como una corriente nueva, pero ambos, uno por cada lado, esquivaban la intimidad como si nada en la vida les causara mayor temor.
Era una lucha oculta, intima, indescriptible, y ambos debían saberlo. Porque ella sabía las suyas y él no desconocía las que sentía.
No obstante, todo parecía continuar igual.
Es más, hasta se diría que pretendían ambos, con su aparente actitud natural, dar a sus relaciones la misma severa austeridad de antes. Pero no era así. Los dos sabían que ya nunca, ¡jamás!, nada podría ser igual, que algo roía, minaba, se sentía con intensidad, y si bien se doblegaba a ratos, en otros estaba allí, gritando la verdad de sus sentimientos en común.
Pero aquella tarde llovía debido a una fuerte tormenta que caía con aparato eléctrico y agua en abundancia.
La consulta había terminado.
Parecía que anochecía debido precisamente a la oscuridad natural de la tormenta. Fue ella la que encendió las luces y la que recogía los aparatos que él había usado. No quedaba nadie en el recibidor, ni esperaban más clientes.
El apareció en el ancho pasillo con la bata puesta, mirando abstraído a un lado y otro.
—Hace un día horrendo —farfulló molesto—. No sé qué cosa voy a hacer hoy. No tengo visitas previstas —se había recostado en el marco de la puerta del recibidor, donde ella recogía los ceniceros que previamente había limpiado—. No tengo que ir al hospital. Me pondré a estudiar —y después, con curiosidad amable—: ¿Qué vas a hacer tú, Paula?
Le miró.
Después de tantos días, se diría que aquel recuerdo ya no existía. Pero no, estaba allí, latente, palpitante..., como si se estuviera viviendo cada minuto y en todos los instantes.
—Me iré a casa.
—No has traído paraguas.
—No. Quién iba a pensar que... estallaría así la tormenta.
Fue cuando él lo dijo, con cierta timidez, como si le diera apuro molestarla:
—Si me hicieras un café...
La muchacha tuvo como un sobresalto íntimo, como un titubeo visible. Pero, sin decir nada, se acercó a la puerta donde él estaba recostado.
Fue cuando Jorge elevó la mano y la puso en el hombro femenino.
Paula quedó paralizada.
—Oye..., si no quieres...
No le miraba.
El luchaba por encontrarle los ojos, pero ella se los hurtaba.
—Quiero, doctor...
—No me llamas... Jorge.
—Por favor.
No pudo.
No quiso.
No supo.
De una forma extraña bajó los brazos y la envolvió en ellos. La cerró en su cuerpo.
—Doc...
—¡Dios mío! —susurró él—. ¡Dios mío!
Y la besó.
En plena boca.
Largamente.
De una forma como si toda su vida le fuera en ello.
Hurgó en sus labios.
La obligó a abrir los suyos.
Se quedó así, pegándola contra sí, paralizado, con aquella boca perdida en la suya.
No supo si un segundo o miles de ellos.
Sabía que no podía más.
Que la amaba.
Que la necesitaba.
Que era su ideal de mujer.
Que cuanto más recordaba a su esposa, más cuenta se daba de que su mujer, la que él quería, la que él necesitaba, la que le entendía era aquélla, aquella que estaba inmóvil en sus brazos y aceptaba sus besos y se moría de vergüenza.
La soltó.
Quedó algo jadeante.
—No..., no me hagas el café —dijo ahogándose—. No, Paula.
—Sí —dijo ella a media voz, hurtándole la mirada—. Sí...
Y se fue hacia la cocina.
—Repróchame lo que he hecho —dijo Jorge fuera de sí.
Dio un manotazo en el aire.
—No quiero dañarte, Paula. ¿Oyes? ¿Oyes? Vete. No me hagas el café. Piensa que...
Ella le miró.
De frente.
De una forma fija, fija.
—Paula.
—Te hago el café —dijo.
Su voz era cálida y honda.
Jorge corrió hacia ella como deslumbrado y le asió una mano.
—Paula, tú me entiendes. Yo no quiero... encerrarte en este lazo íntimo. Esto que siento. Esto que me destroza. Esto que necesito.
—Lo sé.
—Pero estás aquí y yo..., yo soy un hombre.
Ella lo dijo.
Con firmeza.
Pero algo temblorosa la voz.
—Y yo una mujer.
—Paula —gritó—. No me hables así.
—Estás loca.
—¿Y después?
—¿Después?
—Sí, ¿qué importa que sigamos doblegándonos? ¿Cuándo llegará ese después? Todos los días. ¿No es así?
Quedó desarmado.
Silencioso.
La vio cruzar a su lado e irse a la cocina.
Fue tras ella.
Sumiso, mudo. Temiendo decir algo. Temiendo abalanzarse sobre ella, temiendo seducirla...
Y no podía.
Era su ideal de mujer. La que él más respetaba y veneraba, la que más quería. La que debió querer nada más conocerla, porque fue cuando empezó a ver los múltiples defectos de su mujer.
Entró en la cocina detrás de ella y se sentó.
La veía ir y venir por la pieza.
Poner el hornillo. Enchufar, abrir la alacena...
Continuaba lloviendo.
Necesitaban luz eléctrica en la cocina.
* * *
Quisiera pedirle a gritos que se fuera.
Pero a la vez no era capaz de hacerlo. Aquel momento, como algunos otros en circunstancias parecidas, eran para él los más hermosos de su vida. Ni enfermos, ni pasado, ni futuro.
Sólo aquel presente.
Aquella mujer joven llena de vida.
Aquel silencio.
Aquel mirarse muda y calladamente.
De repente aquel silencio lo rompió él con voz bronca:
—El día que den nulo mi matrimonio, me caso contigo, Paula. ¿Vas a querer?
Ella se volvió.
Ya no tenía la bata puesta.
Una falda beige, una camisa de manga corta marrón, dos collares colgando. Zapatos semialtos haciéndola más gentil.
—Sí.
Así.
Sin más.
Con aquella sinceridad que producía casi escalofríos.
—Eres muy joven.
—Sé lo que soy.
—Paula...
—No me digas nada ahora...
—¿Del futuro?
—¿Existe?
—¿No quieres que exista?
Existía.
Los dos lo sabían.
Estaba allí, a la vuelta de la esquina. Tal vez concentrado en aquella misma tarde lluviosa y oscura.
—Dirás que soy tonto, pero... tengo celos. De tus amigos, de tu madre, de la calle que pisas, de tus amigas con las cuales cuentas tus confidencias.
Paula ponía el servicio de café en la mesa.
Despedía un aroma delicioso.
—No tengo amigas para hacerles confidencias. Nunca las hago.
Le asió la mano.
Se la retuvo entre las dos suyas.
—Paula, escucha, escucha. Vete ahora mismo. Déjame aquí con mi café. ¡Déjame! Yo... no soy tan fuerte como creía. No soy tan controlado. No sé controlarme contigo. Tengo miedo. Nunca tuve miedo.
Por toda respuesta ella le entregó el azucarero.
—Azúcar, Jorge.
—Jorge —susurró él—. Jamás mi nombre sonó mejor.
—Por el amor de Dios...
—Paula —dijo él fuerte—. Oye, escucha... Si te quedas un momento más aquí...
Ella le miró.
De frente.
Parpadeante, pero de frente.
—Me quedo —dijo fuerte—. Me quedo...
Tiró de aquella mano.
Del brazo. La pegó a su cuerpo.
Le alzó la cabeza.
—Paula, ¿sabes lo que dices?
No lo sabía.
Pero sí sabía lo que sentía.
—Paula, Paula..., vete. Es mejor. Vete Esta tarde es..., es invitadora. Por el agua, por la oscuridad, por la soledad, por los sentimientos...
Le mandaba irse y la retenía más. Fue cuando le buscó de nuevo la boca.
Y la encontró en seguida. Suave, cálida, diluyéndose suavemente en sus labios.
—No sabes besar —le susurraba—. No sabes.
Aprendió. Aprendió con él, sí...
Un día, otro día...
¡Aprendió con él!