V
Paula abrió la puerta y se encontró con aquel señor alto y fuerte, de gran continente.
No lo conocía como cliente asiduo y se limitó a preguntarle:
—¿Es la primera vez que viene, señor?
—La primera, sí.
—Por aquí, por favor —y le mostraba un pequeño rincón donde había una mesa y unos sillones en torno a la misma, amén de un ancho fichero colocado adosado a la pared—. Tomaré sus datos.
Patricio Berenguer se sentó y aguardó.
Paula, enfundada en su bata blanca, joven, preciosa, se sentó a su vez y extrajo de un cajón de la mesa una ficha en blanco.
—¿Su nombre, señor?
El padre de Beatriz decidió dar su segundo apellido para no despertar suspicacias:
—Patricio Laguna de la Hoz.
Después sus años, su dirección y demás detalles. Inmediatamente que todo quedó anotado en la ficha recién abierta, le preguntó qué clase de enfermedad padecía o qué síntomas tenía.
A Patricio no le costó trabajo inventarse unos cuantos síntomas y después se quedó más tranquilo. Seguidamente Paula lo llevó hacia el salón de recibo diciéndole antes de cerrar la puerta tras él:
—Tiene usted el número doce.
Inmediatamente sintió el timbre y acudió al consultorio. Jorge, enfundado en su bata blanca más bien corta, despedía al cliente, que Paula acompañó hasta la puerta y recibió al otro que le correspondía, abriendo y cerrando la puerta tras llamar al número seis.
Era tarde ya, y aquel día, por haber tenido el doctor un enfermo grave en el hospital, la consulta se retrasó dos horas.
No obstante, a las siete quedaban dos enfermos en el consultorio, y cuando Jorge tocó el timbre y Paula apareció en la puerta, el doctor le dijo:
—Acompaña al señor Sánchez y ven un minuto.
Así lo hizo, sin llevarse, como en cualquier otro momento, al enfermo de turno.
—Tengo deseos de fumar un cigarrillo —le dijo Jorge al verla—. ¿Quieres fumar conmigo?
—No fumo —dijo Paula—. Ya lo sabe, doctor.
—Es verdad, siempre se me olvida. De todos modos siéntate. Necesito unos minutos de descanso. ¿Cuántos quedan?
—Dos. El señor Barros que, como sabe, padece leucemia y un señor nuevo que no he visto nunca.
Jorge se hallaba sentado tras su mesa y fumaba. Se apreciaba cansancio y fatiga en sus ojos y en el rictus dé sus labios. Tenía como una curvatura crispada.
—Esta tarde me siento hecho polvo —y de súbito—: ¿Cómo se llama el cliente nuevo?
—Don Patricio Laguna de la Hoz.
Jorge casi dio un salto.
—Si es mi suegro.
—Su...
—Sí —dio dos cabezaditas—. Mi suegro sin duda omitió el Berenguer para no levantar sospechas —sonrió apenas—. No creo que tenga nada grave. Es hombre fuerte —parecía pensativo—. Bien, ya veremos —y después como si hablando despejara un poco su cabeza—: He nacido en casa de unos labradores. Han tenido que trabajar la tierra para pagar mis estudios. Han trabajado mucho... —meneó la cabeza—. Nunca fui un tipo opulento. Recuerdo que cuando iba a la Universidad me ponía suelas a los zapatos —sonrió—. Es grato recordar eso. No sé por qué lo recuerdo ahora. Tal vez porque mi suegro es un tipo de mucho cuidado y con tanto dinero que cree que el sol sale cuando él lo compra. No lo entiendo.
Paula no le preguntó qué no entendía.
Era la primera vez que el doctor le hablaba de sí mismo y sintió, si cabe, mayor simpatía y admiración hacia él que así se reflejaba sin ningún rubor y como si dijéramos orgulloso de proceder de humilde cuna.
—No me asusta tomar el café en la cocina —añadió como si hablara para sí solo, pero el caso es que miraba a Paula—. Jamás, en casa de mi padre, comí en un comedor, porque en nuestra casa de campo no existía —sonrió divertido—. Los Berenguer en cambio no han pisado jamás la cocina de su casa. Ni siquiera mi esposa pisó la suya, con ser tan bonita. Yo, en cambio, iba a tomar agua a la cocina todas las noches aunque sólo fuera por verla. Me gusta ese recinto familiar y las voces humanas que se oyen allí. Y el ruido de las cacerolas —se alzó de hombros, aplastando el cigarrillo sobre el cenicero que tenía sobre la mesa—. Que pase el siguiente, Paula. Te parece tonto por mi parte que recuerde estas cosas.
—No, señor.
Y se fue a buscar al nuevo enfermo.
Fue rápida la consulta. El caso del señor Barro era un caso desesperado. Consuelo, buenas palabras, aliento y no quedaba nada más que esperar. Paula se maravillaba de la dulzura del doctor Doré para aquellos enfermos incurables que iban a su consulta más que a curarse (cosa imposible), si a buscar un consuelo.
—Es lamentable —comentó cuando Paula regresó a su lado—. No sé ya qué decir. Me da una pena horrenda —y luego—: Amo mi carrera porque la amé siempre, pero más desde que vi morir a mis padres uno tras otro sin poder hacer nada por ellos. —Pasó los dedos por el pelo y añadió quedamente—: Creo que por eso estudio tanto. Busco siempre fórmulas nuevas, nuevos inventos, nuevos medicamentos. ¡Qué sé yo! —Y bruscamente—: Que pase mi suegro, Paula.
—Señor..., si le parece, ya me marcho, lo he recogido todo, y no queda más que... su suegro en la consulta.
—No te marches —dijo pensativo—. Creo que no deseo que te marches aún.
—Como guste, doctor.
—Hazle pasar...
* * *
No quisiera oír, pero oía.
La casa no era tan grande y ella, por fuerza, tenía que permanecer en la entrada, ante el pequeño mostrador donde recibía a los enfermos.
No oía apenas lo que decía el doctor, pero los gritos del suegro hablaban por sí solos y a través de lo que él decía, se adivinaba la respuesta del médico.
Se sentía molesta, inquieta. Hubiera deseado dar un brinco y escaparse o enterrarse en uno de los baños y taparse los oídos, Al fin y al cabo nada de aquellas vidas le interesaba, aunque sí empezaba a interesarle el doctor en sí.
Sus confidencias.
Su sencillez.
Su tremenda e inconmensurable humanidad profesional y personal.
—Tú dirás las causas. Tiene que haberlas. Tú me las podrás decir. No creo que mi hija sea como para despreciar.
No oía lo que decía el doctor. No era fácil que nadie pudiera obligarle a levantar la voz. La tenía suave, inalterable, profunda, pero tenue aunque algo bronca.
—No es razón. Vuestras desavenencias me interesan y las condeno. No creo que mi hija tenga la culpa —gritaba Patricio Berenguer.
Oyó el murmullo del doctor y después la voz destemplada del suegro:
—Si es así, lo mejor es solicitar la nulidad del matrimonio. Hay motivos. No habéis tenido hijos. No os amáis, no os entendéis. Mis abogados buscarán las causas...
No fue receptora de la respuesta.
Pero por lo que decía Patricio Berenguer a gritos, sí lo adivinaba:
—Nunca me has gustado. ¿De dónde demonios has salido? ¿De una aldea? Ya se sabe. No has podido ponerte jamás a la altura de mi hija. Tu mujer jamás debió elegirte por marido. No lo entenderé nunca. ¿Qué cosa ha visto en ti? Porque por dinero tú no te has casado con ella...
La respuesta tenue.
Y después la voz alteradísima de Berenguer:
—¿Cómo? ¿Es que quieres decir que ella es mundana? ¿Y qué va a ser? ¿Enterrarse como tú, que parece que te da vergüenza alternar en sociedad? No, muchacho, no estoy de acuerdo. Allá tú con tu carrera de mierda y tus estudios de la puñeta. Eres médico. ¿Quieres serlo en su totalidad? Pues muérete. Pero ni tú ni nadie hace de menos a mi hija. Tampoco te atreverás a decirme que ella te faltó en algo...
La misma respuesta tenue.
La misma voz alterada atronadora que llegaba como un trallazo a los oídos de Paula:
—¿Cansancio? ¿Dices cansancio? ¿Cómo puedes decírmelo a mí? Tú, con tu maldita suavidad hieres a un santo. Pues no, se acabó esto. Hoy mismo inicio los trámites de anulación. Después muérete solo si quieres, pero no pienses que mi hija se va a cerrar en casa.
Tampoco oyó la respuesta.
Sabía que la daba, pero inalterable y suave.
Patricio no era ni suave ni controlado.
Desbarraba. Decía a gritos:
—Pues claro que no. Estaría bueno que la obligaras a permanecer en casa. Ya sé que a ti te importa un pito lo que haga Beatriz. Mejor para todos. Estás dispuesto a que se dé nulo el matrimonio, supongo. Ah, mejor. Porque si te opusieras, ten por seguro que nada ibas a lograr. Y ve por la casa de tu mujer y recoge las cosas que allí te quedan porque Beatriz hoy mismo se viene con nosotros. Un buen matrimonio ha hecho contigo. Que me parta una centella si te entiendo. Te casas enamorado. Me consta. Te casas además, un aldeano como tú, con una niña rica, de la alta sociedad, y te cansas. ¿Cansarte? ¿De qué? ¿De falta de comprensión como tú dices? ¿Qué rayos es la comprensión? ¿Acaso no es suficiente que te respete?
No quería oír más.
Al fin y al cabo a ella aquellas cosas le tenían sin cuidado.
Se fue a la cocina.
Aún allí se oían las voces.
Después se fue a un baño y se cerró dentro.
Las voces se oían como desfiguradas. No se sabía lo que decían.
Estuvo allí hasta que surgió el silencio.
Después, cuando oyó pasos, salió y miró en todas direcciones.
Vio a Jorge tranquilo y sosegado al final del pasillo, aún con la bata blanca. Encendía luces. Era verano y apenas las ocho, no hacía falta encender luces, pero Paula vio que él las encendía, lo cual indicaba que, de algún modo, estaba nervioso.
Al girar la vio a ella en mitad del pasillo. Le sonrió con una mueca desdibujada.
—Andaba buscando una copa de brandy —dijo—. Nunca bebo o bebo muy poco, pero hoy lo necesito.
—Aquí, señor.
Y ella misma se fue a la salita y sacó una botella y una copa. Le sirvió. Lo tenía ante ella ido, abstraído.
Como a mil leguas de distancia.
—Su copa, señor.
—Oh, sí, gracias, gracias.
Y al asir la copa rozó sus dedos.
Paula sintió una sensación rara. Como de turbación, de ahogo, o simple estremecimiento ante aquel contacto.
El no pareció enterarse. Dio dos vueltas a la copa entre los dedos y la llevó a los labios.
—¿Quieres tú?
—No, doctor. Gracias.
El mostró la copa distraído.
—A veces se necesita.
—Sí —dijo ella.
Posó la copa en una mesa de centro y cayó hundido en un butacón aún sin quitarse la bata.
—Siéntate un rato, Paula. A veces... se necesita alguien que nos escuche, aunque no diga nada. Sólo escuchar.
Ella se sentó en silencio.
Vio como Jorge sacaba una cajetilla y encendía un cigarrillo, después aspiraba y expelía el humo y tomaba unas gotas de brandy.
Echaba el humo por la nariz y por la boca con cierto apresuramiento desusado en él.
—Has oído, ¿verdad?
Así.
Sin más.
Era inútil escapar de aquella conversación. Tampoco tenía motivos. Pero costaba quedarse allí y a la vez necesitaba hacerlo porque le parecía que él precisaba compañía en aquel instante.
—He sabido de sacrificios múltiples —decía como si se diera una explicación a sí mismo—. No fue fácil salir adelante. Pero he salido y me lo debo todo a mí mismo y a mis padres muertos. Para montar esta clínica —miraba en torno con vaguedad, cansado, domo hastiado—, he vendido la hacienda de mis padres. No era grande, pero me produjo lo suficiente para establecerme. En realidad..., no les debo nada a los Berenguer. Nunca quise deber nada a nadie.