III

Pero la voz de Beatriz sonó vibrante y rara. Como si en el fondo algo se le desgarrara:

—¿No crees que debemos hablar tú y yo? Es hora, pienso, de que aclaremos cuestiones personales. No es que a mí tu indiferencia me hiera, nada de eso. Vivo mi vida. La vivo como quiero vivirla, pero no puedo olvidar, tal vez desgraciadamente para ambos, que tengo un marido. Un marido que a su vez tiene deberes para conmigo. ¿O es que también eso prefieres olvidarlo?

Jorge se volvió en el lecho. Se incorporó un poco en la cama, sobre la almohada que dobló con suavidad, sin apresuramiento.

Por lo visto, Beatriz ponía las cartas boca arriba. Había que darle una solución al asunto o callarse, y si bien él no tenía ningún deseo de polemizar, comprendía que aquél era un asunto que había que hacerle frente.

—Cumplir con los deberes inherentes al matrimonio, no es difícil, Beatriz —dijo mansamente—. Pero estoy seguro de que así tú no deseas que yo los cumpla.

—Por lo visto, hasta el deseo ha muerto.

Jorge asió un cigarrillo de la mesa de noche y lo encendió pausadamente. No se sentía nervioso, ni agitado, ni siquiera culpable. Algo había muerto entre ambos. Algo que no era posible resucitar. Tanto si era mencionado por ella como si él quisiera darle una vida que ya de por sí no volvería a tener.

Fumó despacio entretanto Beatriz se sentaba en el borde de su lecho y miraba a su marido con atención.

—No puedo pensar que estés enfermo —dijo mirándole escrutadora.

Jorge se miró a sí mismo, aspiró el humo, lo expulsó y sus facciones quedaron como difuminadas entre las espesas volutas.

—No creo estarlo —murmuró—. No, no creo.

—Para mí, sí que lo estás.

En vez de responder, Jorge hizo una pregunta clara y escueta:

—Pero a ti no te importa, ¿verdad?

También ella, con duro acento, hizo otra pregunta en vez de responder:

—¿Te importaría mucho que a mí me importase?

—No lo sé. Me gusta cumplir con mis deberes de cualquier índole que sean, no obstante... éste me sería molesto.

Beatriz se mordió los labios.

—Me lo dices así, con esa frialdad hiriente.

—Podíamos soslayar esta conversación, ¿no te parece? Es molesta para ambos.

—Algún día tendremos que hacerle frente. Hace varios meses que nos apartamos más y más cada vez. Habrá una razón.

—¿No existe en ti? —preguntó Jorge con acento cansado.

Le miró desconcertada.

Estaba hermosa, incitante incluso con aquel camisón de encaje, aquel aire desmadejado, aquellos senos casi al descubierto.

Pero Jorge sintió una absoluta indiferencia.

—En mí existe tu incomprensión, Jorge.

El sonrió.

Consideraba que la incomprensión partía de ella, no de él. Pero no se molestó demasiado en hacerle saber su opinión.

En cambio dijo apaciblemente:

—Es mejor para ambos que lo dejemos así. Al menos eso opino yo.

—Y seguir separándonos espiritual y físicamente más y más.

—Vienes de divertirte —dijo Jorge con la misma ofensiva mansedumbre—. Mañana duermes hasta las dos de la tarde o más. No tienes ocupación alguna concreta, salvo tus diversiones —bostezó—. En cambio yo tengo que madrugar y si me llaman al amanecer no me voy a quedar en la cama. Tú sabes que soy un médico vocacional y que jamás me olvido de un enfermo que me necesita. La diferencia entre tú y yo es notoria. Tal vez eso mismo nos separa, Beatriz. Es lamentable, pero es así.

Y como ella iba a decir algo que Jorge sospechó ofensivo, añadió sin permitirle hablar:

—Siempre se puede cumplir con un deber hacia la esposa, pero entiendo que tú no me necesitas. Tus partidas de tenis, tus jugadas de pinacle, tus reuniones en fiestas sociales, llenan tu vida. A mí no serían capaz de llenármela. Yo necesito algo más humano, más positivo.

—Quieres decir que Jo nuestro no tiene más razón de ser que la apariencia.

—No lo sé, Beatriz, créeme. Me siento desconcertado. No te deseo —dijo con suave dureza—. Siendo así, ¿cabe en mí un engaño hacia mí mismo que, de rechazo sería hacia ti? No cabe. Me conoces bastante. Yo no tenía intención de sacar a colación este asunto. Lo has sacado tú, tienes las respuestas.

—Pero eso es odioso.

—¿Para ti o para mí?

—Tienes sangre de horchata, Jorge.

—No lo creas, Beatriz. Estoy cansado. A las horas que yo llego a casa tú no estás, y cuando llegas, mi cansancio físico es mucho. Por otra parte, desde hace esos meses que tú has mencionado, no has dado pruebas de necesitarme.

—¿No temes que como mujer necesite al hombre? ¿No temes —la voz se le alteraba sin querer pese a su esmerada educación— que busque ese hombre entre mis amigos?

—El día que eso ocurra, dímelo —dijo Jorge despiadado, aunque sin desear serlo—. Te dejaré sola.

—Me abandonarás.

—Sí...

—Y, sin embargo, eres tú el que me empuja a la situación equívoca.

Jorge aplastó lo que quedaba del cigarrillo y alisó la almohada. Se disponía a dormir. Le quedaban pocas horas, y eso suponiendo que no le llamasen de cualquier hogar en cualquier momento.

—No lo creas. Tengo la conciencia tranquila. Me casé buscando un hogar, una comprensión, un por qué vivir, y hecho el recuento de mi vida afectiva, no me queda nada, y hecho mano de mi vida profesional para llenar el vacío...

Dicho lo cual, giró en el lecho y se dispuso a dormir.

—No tardes mucho en apagar la luz, por favor.

—No tengo gota de sueño —gritó Beatriz incapaz de dominarse—. Tendrás que aguantar la luz. Pienso leer un buen rato.

Jorge no lo pensó dos segundos. Se tiró del lecho, agarró el batín y miró a su esposa sin ningún rencor, pero completamente convencido de lo que iba a hacer.

—Lo siento, Beatriz. No puedo imponerte mi deseo, pero tampoco tengo por qué aguantar el tuyo. Hay más lechos en la casa. Me iré a uno de ellos.

*   *   *

—Tiene aspecto de cansado, doctor. Trabaja demasiado.

El contraste.

Siempre ocurría igual.

La miró con sumo agradecimiento.

—Empecemos, Paula —dijo—, y gracias por tus acertadas observaciones.

—¿Una taza de café, doctor?

—No creas que me viene mal, pero de momento vamos a trabajar. Si acaso más tarde me haces uno.

La consulta no la tenía en su casa, por supuesto.

Cuando se casaron, los Berenguer, pese a que ambicionaban un tipo más opulento para su hija (él no pasaba de ser un médico joven, casi recién salido de la facultad), regalaron a su hija un bonito chalecito para vivir, y en él vivían ambos con dos muchachas y un chófer. Realmente él ganaba mucho, pero no para mantener aquel tren de vida. Fue lo primero que quiso imponer, y no le sirvió de nada. Beatriz estaba habituada a vivir así y era inútil frenarla.

Transigió. Aceptó la situación. De mala gana, pero se vio obligado a aceptarla, aunque hacía todo lo posible por prescindir de todo lo que daban los Berenguer.

Beatriz no supo adaptarse a su vida, más bien pretendió que su marido se adaptase a la suya, cosa imposible dado el modo de ser de Jorge Doré. No es que él protestase, es que, silenciosamente, quiso desde un principio puntualizar la situación, lo cual sólo sirvió para que surgiera la primera disputa. Después siguieron muchas y a la sazón había dejado el cuarto que hasta entonces había compartido con su mujer. Suponía, por supuesto, que un día cualquiera habilitaría una alcoba en la consulta y terminaría por quedarse allí.

Pese a la conversación sostenida con su mujer la noche anterior, no creía que Beatriz le echara de menos. Realmente no la creía, tampoco, capaz de llevar una vida irregular con otros hombres, pero un día cualquiera surgiría aquel hombre determinado y Beatriz no tendría escrúpulo alguno y se dejaría llevar por la corriente...

Tampoco eso dolía.

—Paula —dijo de súbito—. Tengo, en efecto, demasiado trabajo. Muchas veces vendría a estudiar aquí, a mi despacho... Es silencioso, no oigo ruidos, y para el estudio la paz es importante... Llama a una casa decoradora y pide que me pongan una habitación habitable en el cuarto de la derecha.

Paula quedó un poco suspensa.

—¿Es que pretende... vivir aquí?

El rió.

Sentía cansancio.

Aunque pareciera insensible a ciertas cosas, todas le afectaban, y la conversación de la noche anterior le había afectado.

Había dormido poco, y a las cinco de la mañana le llamaron por teléfono para asistir a una parturienta.

Hubo de precipitar una cesárea y no salió del hospital hasta la hora de hacer sus visitas particulares y luego se personó en la consulta cansado y maltrecho.

—No exactamente —adujo con desgana—. Pero a veces estoy estudiando y me entra el sueño y tengo que salir, subir al auto, irme a casa, y cuando llego a mi cuarto ya no sé nada del sueño que momentos antes apretaba mis ojos.

Paula pensó muchas cosas.

En la esposa.

En el cansancio de aquel hombre.

En su expresión siempre agotada y melancólica.

—Lo haré, señor. ¿Debo hacerlo hoy mismo?

—Cuanto antes, Paula.

—Hoy, señor.

Lo hizo nada más abrir la consulta de la tarde. Llamó a una casa de muebles y pidió lo preciso y un decorador.

Dijo que fuese cosa sencilla, austera, aunque algo alegre.

Y cuando cerraron la consulta, ella se quedó en la casa esperando a los decoradores con los muebles.

Fue una labor fácil. Ella no era decoradora, pero le gustaba cambiar de trabajo y se entretuvo en ayudarles.

Por la noche, le contaría a su madre:

—Es raro que el doctor Doré haya mandado poner una alcoba habitable en el piso del consultorio. Lo hemos hecho esta tarde. Ha quedado muy bien.

La dama le miro asombrada.

—No sé qué dirán los Berenguer.

—Supongo que sería con el consentimiento dé su mujer.

Pero ella misma dudaba de lo que decía.

Realmente, el doctor no le parecía un hombre feliz. Un hombre cargado de trabajo, solitario y taciturno, sí, pero feliz... distaba mucho de parecerlo.

No quiso contarle a su madre lo que pensaba. Sabía que la autora de sus días se metería en muchas preguntas y prefería soslayar las respuestas, y para no tener que darlas o hacerlas, lo mejor era el silencio.

—No entiendo ciertas cosas —comentaba la dama, entretanto iba de un lado a otro disponiendo la comida de la noche—. Me da la sensación de que ese matrimonio fue una tremenda equivocación. Ni la Berenguer dejó de hacer su vida social intensa, ni el marido parece compartirla, puesto que se dedica de lleno a su profesión, y vivir para ambas cosas sería muy fatigoso. ¿Tú qué opinas, Paula?

—Yo no opino, mami.

—Pero algo pensarás. Eres la persona que más cerca vive del doctor Doré.

Cada día más.

A veces sentía la vaga sensación de que él iba a contarle algo.

Algo muy íntimo, muy suyo, muy profundo.

Ella prefería que no lo hiciera.

Le gustaba su trabajo, sentía un gran afecto por el doctor, pero maldito lo que su vida íntima le interesaba.

—No me gusta pensar en la vida de los demás, mamá. Esa es la verdad.

—¿Ni ante mí?

—¿Y qué quieres que te diga a ti?

—Nada —rió la madre sirviéndole la comida—. Tienes toda la razón. Pero a veces, viendo tu indiferencia para las vidas ajenas, me pareces muy egoísta.