VI

Guardó silencio.

Paula no sabía qué decir. Entendía que nada tenía que decir.

—No lo hice por orgullo —añadía Jorge a media voz—. No, nunca fui orgulloso. Pero sí fui digno. Me casé con Beatriz porque la amaba. Fue como si hallara una vela encendida y me iluminara todo de repente. Y necesitara aquella luz para vivir —sonrió, bebió otro trago—. Pero de repente la vela se fue extinguiendo. Sola, sin más. Sin soplar siquiera. Cuando me quedé sin luz me sentí cansado y solo e incomprendido. No se trataba de esnobismo. No, ¡qué disparate! Yo buscaba la verdad. Esa verdad mía que yo llevo dentro. Que la llevé toda mi vida. Creí hallarla, y era mentira. ¿Entiendes eso?

—Creo entenderlo, doctor.

—No, eres muy niña No sabes ni puedes entender esas terribles decepciones que nacen dentro de uno. Que destruyen, desconciertan y desoían. Así me sentí yo. No soy festivo, es verdad. No me gusta la sociedad en que vive mi mujer. No, no la soporto. Yo buscaba un hogar, unos hijos, una intimidad.

Guardó silencio.

Bebió otro trago.

Paula hubiera deseado irse.

Pero algo la tenía como clavada en la silla.

Lo vio más pálido que otras veces, incluso su pelo parecía más negro y más castaños sus ojos. Hasta le pareció que aquellos ojos de hombre se humedecían.

—Yo hubiera dado por tener hijos..., ¡qué sé yo! Mucho. Fui hijo único y costo criarme, sacarme adelante. Yo ganaba dinero, tengo una profesión que amo... me gustaba tener hijos, dos, seis... Los que fuesen. ¡Me gustaba mucho! Pero Beatriz no quería. Beatriz decía que los hijos eran estorbos y que...

Paula dio un salto en el butacón para quedar de nuevo inmóvil.

—Paula, ¿te ocurre algo?

Paula tragó saliva.

Después, tímidamente, dijo:

—Estaba pensando, señor.

—¿Pensando?

—En ustedes..., en el motivo de demostrar nulo el matrimonio.

—No entiendo...

Paula no quería explicarse.

El doctor podía confiar en ella, pero ella... no sabía cómo demostrarle lo que estaba pensando.

—Dime, Paula. He dicho algo que te hizo dar un salto.

—Si ellos desean demostrar nulo el matrimonio, ya tienen el motivo si es que tiene usted testigo de lo que acaba de decir.

—¿Y qué he dicho?

—Que su esposa no deseaba tener hijos.

—No. No los deseaba. Decía que además de ser un estorbo, podían deformar su cuerpo... Cosas de la vanidad femenina.

—Señor, pero es que por esa causa le pueden demostrar nulo su matrimonio.

—¿Sí?

—Sí, señor. Lo he oído muchas veces.

—Bueno —rió él cansado—, bueno. Si es así... ya se encargarán ellos de conseguir lo que quieran. Ese tipo de gente siempre consigue lo que se propone —lanzó una mirada sobre el reloj—. Debo ir al hospital. Es mi hora.

Rápidamente, como si ya todo quedara dicho y no le interesara añadir más, se quitó la bata, que Paula recogió de inmediato y la llevó a la lavadora. Quitándose también la suya.

Al encontrarse con él en el vestíbulo, Jorge portaba su maletín de piel, y el mismo cansancio en los ojos.

—De paso para el hospital te llevo a tu casa. Me queda de camino.

—No se moleste, señor.

La miró largamente.

Sentía paz a su lado.

A veces una paz consoladora. Otras una paz inquietante, algunas una paz hasta morbosa.

Era cálida y sencilla.

Joven.

Bonita.

Bajo su mirada, Paula enrojeció un poco.

—Vamos, Paula.

—Señor..., yo puedo ir a pie.

Le puso una mano en el hombro y la empujó con blandura.

—Es una lástima —dijo.

Pero no explicó por qué lo era.

Descendieron juntos escalera abajo. Vivían en un primer piso y la distancia era corta.

Al llegar al portal, Jorge se detuvo y la miró de nuevo.

—¿No tienes novio?

—No..., señor.

—¿Ni amigos más o menos íntimos?

—Pandillas, señor.

—No te gusta ninguno.

—No.

—Nunca te has enamorado —dijo sin preguntar. Salían ambos a la calle, lo cual aprovechó Paula para no responder.

La intimidad entre ambos se hacía mayor.

¿Peligrosa?

Sí.

Paula lo presentía.

Empezaba a tener un poco de miedo. De sus confidencias, de sus desazones, de sus desengaños. De sus melancolías.

Abrió el auto y dijo:

—Pasa, Paula.

La joven titubeó.

Vestía un modelo de tarde azul oscuro. De fino hilo, zapatos del mismo color. Gentil. Bonita, y con aquel modelo aún lo parecía más. Era de corte sencillo, pero sin embargo daba una elegancia especial femenina a su esbelta silueta.

—No me has contestado —dijo él poniendo el auto en marcha.

—¿Contestado, señor?

—Si te has enamorado alguna vez.

—No... —titubeante—. No, señor.

—Es bonito amar y entregarse —dijo pensativo—. Muy bonito. Es como si uno se durmiera y viviera en aquel sueño reparador. Lo peor es el despertar —guardó silencio. Conducía con mano segura—. Es como si te dieran un mazazo en la cabeza.

—Vivo aquí, señor.

—Es verdad —dijo él como si se aturdiera—. Cuando me pongo a hablar... no me doy cuenta de nada. Y lo curioso es que hablo pocas veces —detuvo el auto—. Buenas tardes, Paula.

—Buenas, señor.

—No te molestes en hacerme el desayuno mañana. Ni madrugues más por ello. Lo pediré a la cafetería.

—No me es molesto, señor...

—De todos modos..., prefiero que no madrugues.

—Como usted diga, doctor.

Descendía.

El aún dijo a media voz, suave y cálida:

—Buenas tardes, Paula...

*   *   *

No quiso ir al cine. Paseaban ella y Ana.

Ana era su amiga de la infancia.

Después fueron juntas a la escuela y después hicieron el bachillerato en el colegio de monjas. Más adelante, Ana fue para magisterio y ella para enfermera.

La amistad continuó, como los padres continuaron siendo amigos de los suyos.

—La pandilla nos espera en Dragón.

No quería ir.

—Prefiero pasear. Ni tengo deseos de ir al cine ni de reunirme con la pandilla.

—Estás rara hoy, Paula. ¿Ocurre algo? ¿Has decidido lo tuyo con Ignacio?

No.

Ya sabía que Ignacio no le gustaba para novio y luego para marido.

—He discutido eso con él —dijo.

—¿Se lo has dicho? ¿Le has dicho que no?

—Claro.

—Pero... te conviene.

—Lo sé. Pero una cosa es que convenga algo determinado y otra que lo desees.

—Eso es cierto.

Claro que lo era.

Más sabiendo ya lo que sabía.

También el doctor se había casado enamorado y, sin embargo.

Era amargo aquello.

Resultaba desolador.

No caería ella en la misma trampa. ¡Oh, no! O se casaba segura de conocer al hombre que iba a compartir su vida, o se quedaba soltera.

—Hoy andas muy silenciosa.

—Es posible.

Pero no era sólo silenciosa.

Se sentía confusa.

Turbada hasta lo indecible.

Las causas, no las sabía. O tal vez fuesen las confidencias del doctor.

Hubiera deseado ignorar todo aquello.

Entendía que un hombre como el doctor Doré, tan sencillo, tan humano, tan lleno de bondad y comprensión, no merecía un desengaño semejante.

—¿Qué clase de problema tienes? —preguntó Ana.

—Ninguno —mintió.

O no sabía si mentía.

Tal vez, sin darse cuenta, hacía suyo el problema íntimo del doctor.

—¿No te va bien en la colocación?

—Oh, sí.

—Dicen que el doctor anda con problemas con su mujer.

—No sé —mintió de nuevo.

Y eso que con Ana tenía plena confianza. Pero aquellas cosas no eran suyas propias, pertenecían a otra persona, y ella era discreta hasta el máximo.

—Ella es una loca.

—No la conozco.

—¿No? Pero si anda siempre por ahí con unos y otros.

—¿Tanto?

—Por supuesto. Cada vez que voy a una fiesta social de envergadura, me la encuentro. Bebe bastante.

Guardó silencio en espera de que Ana diera más explicaciones o no las diera.

Tampoco le interesaba demasiado saber demasiadas cosas de todo aquello.

Era sucio y feo.

Y, sobre todo, doloroso para la persona que ella admiraba mucho.

—Dicen que el doctor no vive en casa de su mujer, ¿es cierto?

—No sé.

—Pero tú eres su enfermera, tienes que saberlo.

—Ya sabes cómo soy yo.

—Sí, una despistada. Una que no quiere saber nada de los demás. A veces pienso que eres egoísta.

Se lo habían llamado ya varias veces.

Pero en aquel momento no creía serlo. Sólo defendía la discreción que merecía el caso.

—¿No para en casa, es decir, en la consulta?

—Claro.

—¿Mucho o poco?

—No sé. Yo sólo estoy allí las horas de consulta.

—Ah, claro, es verdad. Pues eso se dice. Que viven separados.

No respondió.

Todo aquello le resultaba de lo más confuso, de lo más inquietante aunque no quisiera.

Durante meses vio al doctor como un señor mayor, sesudo, reflexivo, silencioso.

De repente lo veía como un hombre decepcionado, solitario y locuaz para sus confidencias.

—Yo creo que debiéramos ir hasta la pandilla. He quedado con Raúl...

—Pues ve tú, Ana. Yo prefiero volver a casa.

—Cómo estás, chica.

Estaba. No podía negárselo a sí misma.