VIII
Una noche larga y penosa.
Como si todo gravitara sobre ella.
Como si el mundo, con todas sus penas y sus alegrías, se le viniera encima.
¿Qué entendía?
¿Qué le ocurría?
Mamá se lo notó por la mañana.
—¿Qué te pasa a ti hoy en la cara?
Se la tocó como si los sentimientos estuvieran reflejados allí.
—Pues... ¿qué me pasa?
—No sé. Estás pálida.
—¿Pálida?
—Y ojerosa —dijo la madre.
Parpadeó.
Aquello (lo que fuera, que aún no sabía lo que era) le pertenecía. Era muy suyo y de nadie más. Ni de su madre, con ser su madre, su gran amiga.
Pero... para sus confidencias, sus más íntimas confidencias, ni su propia madre, ni Ana, ni nadie. Respetaba la discreción en los demás; cómo no respetar la suya propia.
—Pues tienes expresión cansada, Paula. Nunca te has tomado unas vacaciones. ¿Por qué no lo haces ahora? ¿Por qué no le hablas al doctor?
¿Dejarlo solo en aquellas circunstancias?
No podía.
Que nadie le preguntara por qué.
No podía. Era lo que sabía. Que no podía.
—Llevo seis meses a su lado, mamá —adujo—. No tengo derecho a unas vacaciones.
—Pero es que primero es la salud.
—¿Qué salud? —preguntó a lo tonto.
La dama la miró asombrada.
—La tuya. Estás alicaída. Inquieta. ¿Ocurre algo que no sepa, Paula?
Podía ocurrir.
Presentía que podía ocurrir.
Ojalá Jorge (para ella empezaba a ser Jorge) no volviera a mencionarlos a ambos en común, en un solo sentimiento.
Porque ella no era tonta y si bien tenía dieciocho años y él treinta, bien sabía lo que él sentía, lo que él indicaba, lo que él, con su confusionismo natural, pretendía decirle.
—No, mamá. ¿Qué puede ocurrir?
—Eso digo yo....
Mejor que lo creyese así.
Pero ocurría. Ella sentía en sí que algo ocurría.
—Tengo que irme —dijo.
Y automáticamente pensó que iba a verse con él, que todo volvería a empezar. Pero... ¿de qué forma?
Se fue a la consulta y ya estaba allí él. Claro, vivía allí, ¿por qué no iba a estar? No había nadie en el recibidor. Pudo ponerse la bata y recorrer la casa hasta que apareció él aún sin la bata puesta.
—Ya he regresado del hospital —le dijo con naturalidad.
Se lo agradeció.
Que no volviera a perturbarla con sus miradas, con sus medias frases.
—Buenos días, doctor.
—Ha muerto el señor Barro.
—Oh.
—Era de esperar —hizo un gesto doloroso—, pero lo sentí. Lo sentía aunque estaba previsto. No hay peor cosa que ser médico. Si volviera a nacer no lo sería. No me habitúo a la muerte, al dolor, al fracaso —y después, con brusquedad—: Estoy estudiando.
—Las haré después de la consulta.
Ni una palabra de lo del día anterior.
Se lo agradeció en el alma y tuvo miedo, durante el resto de la mañana, de preguntarse a sí misma qué cosa le perturbaba tanto al verle a él.
Jamás le había ocurrido.
Jamás se sintió tan menguada y tan crecida a la vez. ¿Paradójico?
Lo era.
Todo lo que sentía lo era.
Desconcertante y paradójico.
No hizo mención alguna de lo hablado entre ambos (o más bien él solo) la tarde anterior. Pero tampoco la retuvo a la hora de dejar la consulta.
No obstante, en los días que transcurrieron, que fueron muchos, notó su mirada fija en ella. Una mirada cálida, suave, delatora...
Crecieron sus inquietudes.
Era como pinchazos que se le clavaban dentro, en la carne misma, en los sentimientos, en cada evocación del día, y tenía muchos días...
Iban transcurriendo.
Fue uno de ellos.
No supo cuál. Uno, ¿qué más daba uno que otro? Muchos después de aquella tarde en que ambos tomaron café y él dijo aquellas cosas.
Se iba ya, cuando él de súbito apareció ante ella en el vestíbulo, sin bata, con el maletín en la mano.
—Si quieres..., te llevo.
No dijo que sí.
Asintió tan sólo con una cabezadita.
Vestía pantalones y casaca de manga corta.
Pantalones demarcando sus caderas, anchos abajo. La casaca haciendo juego.
Dos collares colgando. Zapatos descalzos.
—¿Nunca vas a la playa?
—Algunos domingos.
El rió.
Una risa que pretendía ser suave y confidencial.
—De los domingos.
—¿Vas... sola?
Los dos salían de casa a la vez. Se rozaron en la puerta. Quedaron ambos como un poco expectantes.
¿Conmovidos?
Sí, sí, conmovidos.
Súbitamente Jorge la asió del brazo. Estaba desnudo aquel brazo. Sintió ella los dedos nerviosos en su piel. Cálidos y fríos a la vez. Como si se estremecieran.
Unos segundos así.
Los ojos en los ojos.
Los dedos aprisionando su piel.
—Voy con mis amigos —dijo ella presurosa.
Jorge soltó aquel brazo y caminó detrás de ella.
Sabía lo que sentía.
Tendría que decírselo.
Y pensaba decírselo aquella misma tarde, conduciendo, sin mirarla.
Que no volviera.
Que era peligroso para él.
Para ella.
Para los sentimientos que mandaban más que la voluntad.
—Vamos —dijo.
Y bajaba detrás con paso incierto.
El, tan equilibrado, le fallaba algo. No sabía aún qué. ¿La voluntad tan sólo? ¿O es que por encima de la voluntad estaban los sentimientos?
Estaban.
Lo sabía ya.
* * *
Y el deseo.
Tanto como repudió a su propia esposa, sentía con fiereza el deseo imperdonable.
Porque tratándose de Paula, él mismo se lo condenaba a sí mismo.
Llegaron a la calle.
Sin pronunciar palabra ni uno ni otro se acercaron al auto de color azul oscuro.
Jorge abrió la portezuela para que ella se acomodara y después dio la vuelta al auto.
—Paula —dijo.
Y a la vez, deteniendo la voz, ponía el auto en marcha.
Ella no preguntó qué quería.
Iba tiesa, firme, como clavada en el asiento.
Las manos cruzadas nerviosamente una contra otra en el regazo. La mirada quieta en la calle solitaria.
—Paula.
Tenía que responder.
Decir algo.
—Sí.
Fue lo único que dijo.
Jorge iba a decirle que la quería, que la deseaba, que era toda su vida, que poco a poco se había ido metiendo en él. Que era su pareja, su mujer, sin más. Su único ideal femenino.
Pero en contra de lo que iba a decir, dijo únicamente:
—No se andan con chiquitas. El asunto está en la Rota. Aducen lo que yo pensaba. Lo que yo puedo jurar.
Le miró.
Un segundo nada más.
Animado Jorge, añadió con bronco acento:
—Que ella no quería tener hijos.
—¡Ah!
—Han buscado testigos.
—Pero pueden ser falsos.
—¿Qué importa? Es la pura verdad. Ellos, los testigos, pueden testificar falsamente, pero la verdad es ésa. Me han notificado ayer mis abogados que el asunto está en marcha y con fácil solución. Es un asco.
—¿Qué es lo que le parece asqueroso?
—Todo lo que hace el dinero.
—Es la pura verdad, ¿no?
—Pero ¿lo sabe alguien más que ella y yo?
—La vida es así.
—Un asco.
—Ya.
—Paula...
Las manos se crispaban más en el volante.
El no supo cuándo deslizó una suya hasta las dos de ella.
Las apretó con suavidad.
—Paula..., no vuelvas.
—Volveré —sin mirarlo.
—Tú sabes...
No quería saber.
Que él no lo dijera.
Todo estaba bien así, como estaba.
Que él aprendiera a reprimirse.
Ella sí sabía.
Sabía, si él no la atosigaba.
Si la hostigaba, no sabría.
No era tan fuerte.
—Es mejor que no vuelvas.
Paula apretó los labios.
—Volveré.
—¿Aun sabiendo?
No.
Que no dijera eso.
Pero Jorge lo dijo.
Tenía que decirlo.
Le ahogaba aquello...
—Paula, es que yo te amo.
Así.
Con la sencillez que le caracterizaba. Aun si fuese un sinvergüenza. Un sádico...
Pero era él. Todo lo contrario.
Todo un hombre honesto.
Todo un desgraciado.
—Por favor —dijo tan sólo.
Jorge apretó sus dos manos cruzadas. Las oprimió mucho.
Ella no supo en qué instante abría sus manos y asía los dedos masculinos en los suyos.
Un rato así.
Un rato que parecía eternizarse.
—Ya lo sabes, Paula...
—Mi casa está ahí...
—Oh, es verdad —y después, soltando los dedos femeninos—: Por favor, no vuelvas... Es peligroso. No quiero hacerte de menos por nada del mundo, y si continuamos así..., aunque no quiera..., aunque no quiera...
Ella bajó del auto sin que él añadiera nada más.