IX
Pero volvió al día siguiente.
Llegó a la hora de todos los días y supo, no sabría decir por qué, que se hallaba sola en la casa.
Todo estaba en orden. La asistenta madrugaba, hacía las cosas y se marchaba hasta el día siguiente.
Recorrió pieza por pieza como un autómata. Buscó la bata, se la puso. Cruzó el pasillo y asomó la cara por la puerta de la alcoba masculina. Todo en su sitio. La cama hecha, los baños limpios...
Se fue al consultorio y después al recibidor y luego al despacho de él...
Respiró mejor.
Aún tenía tiempo para reflexionar, para irse, para decidirse a no volver. Pero no. Sabía que no lo haría, que una fuerza superior !a empujaba a ir a aquella casa. A no abandonar a un hombre honesto que si en algo faltaba era en sentir amor hacia ella, el amor que no quiso su mujer, por su actitud, que sintiese por ella.
Jorge Doré era un hombre sencillo, de sanos sentimientos, controlado, equilibrado, normal en todos los sentidos. Un hombre digno de ser amado, admirado y deseado.
En él no había recovecos psicológicos, ni malos propósitos, si acaso, todo lo más que había, y era mucho, sentimientos.
Todo cuanto pensara sería inútil. Una fuerza superior la empujaba a ir a aquella casa. Es más, se acostó pensando en no volver, pero se levantó a la hora de siempre, se vistió serenamente y allí estaba, expuesta a todo y sabiendo, además, a qué cosas se exponía porque sus sentimientos despertaban con los del doctor.
Automáticamente empezó a ordenar los archivos para las visitas que tenía previstas aquel día.
Había hecho lo que habían decidido. Daban horas, de modo que el recibidor casi siempre estaba vacío porque cada enfermo tenía su hora señalada y acudía a la hora en punto y así era recibido por el doctor.
Supuso que el doctor Doré andaría en sus visitas a domicilio o tal vez en su pase por el hospital, donde casi siempre tenía algún enfermo.
A las once llamaron a la puerta. Era el primer enfermo.
—Tengo las once, señorita.
—Pase —dijo automáticamente—. El doctor no tardará en llegar.
Fue al cerrar la puerta e ir a cruzar el pasillo cuando sintió el llavín en la cerradura. Lo vio allí, vestido de marrón claro, serio, con su continente grave, su mirada cálida.
—Has... venido —dijo bajo.
Ella le hurtó los ojos, pero murmuró entre dientes, a media voz, como si le costara pronunciar palabra:
—Sí..., señor.
—Gracias. Gracias. Pero... luego te hablaré —y súbitamente eufórico—: ¿Hay alguien esperando?
—El cliente de las once.
—¡Oh, me he retrasado! Dos gemelos naciendo de nalgas me dieron mucho trabajo —iba pasillo abajo mientras hablaba. Dejaba el maletín sobre su mesa de despacho y se quitaba la chaqueta. Paula ya estaba tras él apoderándose de ésta y abriendo la bata para que se la pusiera—. Me han dado muchísimo que hacer, pero han nacido perfectamente —la miró girando sobre sí al tiempo de abrocharse la bata—. Que pase el cliente, Paula. Ahora mismo... No me gusta hacer esperar a nadie.
Era humilde, considerado. En él no había soberbia ni presunción debido a su profesión. Era un tipo lleno de humanidad, y eso era, precisamente, lo que Paula más admiraba en él.
Pero que no volviera a hablar de sí mismo ni de sus sentimientos, ni de los de ella. Que tuviera la voluntad suficiente para doblegarse, como ella... sí, sí, se doblegaba.
Transcurrió la mañana entre cliente y cliente. Uno cada hora. Ni un minuto de soledad porque él era meticuloso y atendía al enfermo, quienquiera que fuese aquél, con el mayor profesionalismo y conciencia.
A las dos habían terminado y Paula, como si tuviera miedo a quedarse sola con él, se apresuró a quitarse la bata para irse.
Pero oyó su voz.
Desde el fondo del pasillo, afluyendo como si la tuviera tras ella:
—Ahora... te irás a la playa.
No. Se iría a su casa.
No se volvía. Prefería no verle de frente.
Aún se estaba quitando la bata al tiempo de responderle de espaldas:
—No... Me voy a casa.
—No... quieres comer conmigo.
—Señor...
—Podría pedir la comida a la cafetería... Me da grima estar solo. No tengo deseos de ir a comer por ahí. Hace mucho calor... Tampoco dispongo de tiempo para ir a la playa —se iba acercando a medida que hablaba. Lo sentía ya tras de si, y ella tenía la bata arrugada entre sus manos, hecha un ovillo—. A las cuatro he de ir a ver a la parturienta. Pero espero estar de regreso a las cinco menos cuarto, para recibir al enfermo que tenemos citado para las cinco.
Ya lo tenía allí.
Sentía el cuerpo de Jorge en su espalda.
Pegado, cálido, algo tembloroso.
Y después, de súbito, sintió la mano masculina en su hombro, rodando, deslizándose suavemente hacia la garganta.
Quedó tensa.
Temblando, agitada, desarmada... Sí, sí, desarmada...
Fue así, sin aspavientos, sin arrebatos locos, con la mayor delicadeza, que Jorge asió el mentón femenino y tal cual estaba, sin tocarle el cuerpo, le volvió la cara y se mantuvo unos segundos mirándole a los ojos.
Paula abatió los párpados. No era capaz de mirarse en aquellos ojos marrones de expresión acariciadora.
Y fue aquel gesto suave, cálido, tan femenino, tan delator de la sensibilidad de Paula, que obligó a Jorge a buscarle los labios con los suyos.
* * *
Fue un beso lento, raro, estremecedor. No muy largo Como un aleteo, pero, si cabe, para Paula, como un arrebato de intensa pasión.
La conmovió más, la sedujo más, la traumatizó más aquella suavidad, aquel hacer sin lastimar, aquella veneración que parecía llevar en sí el beso tenuemente voluptuoso.
No supo si fue ella quien se separó o fue Jorge que la dejó libre.
Se quedó donde estaba.
Tiesa, temblando.
Pero sin girar el cuerpo, de espaldas a él.
Se diría que una laguna los separaba.
Que un mundo de intimidad los unía.
Que la distancia nada tenía que ver con los sentimientos que los aproximaban.
No hubo ni una alusión al beso dado y recibido. Ni un gesto agrio en ella, ni una disculpa en él. Como si aquello fuera lo más natural del mundo para ambos, porque así lo sentían o porque así lo deseaban.
—No vuelvas —dijo él con bronco acento, quedamente—. Por favor..., no.
Volvería.
Tenía que volver.
No dijo palabra. Avanzaba con la bata aún arrugada entre los dedos.
—Sé que fue el primer besó para ti, Paula —murmuró Jorge a media voz.
Después guardó silencio.
Paula caminaba hacia el cuarto donde guardaba la bata.
Ya no volvió a pedirle que se quedara a comer con él.
Y cuando ella apareció de nuevo tan frágil, tan delicada, tan menguada sobre sí misma, y tan sensible al mismo tiempo, Jorge le susurró sin dar un solo paso hacia ella, firme como un palo, aún enfundado en su bata blanca corta:
—No vuelvas más.
Y después, como Paula ya estaba en la puerta, allí, desde el fondo del pasillo, él insistió bajo, roncamente:
—No tengo derecho. Sé que no lo tengo.
Lo tenía.
Se lo daba ella.
Sabía que «aquello» era superior a las fuerzas de ambos, a sus voluntades, a sus íntimos temores...
—Di algo. Algo, aunque sea para insultarme.
—No.
Su voz era queda.
Bajísima.
—Paula...
—No... diga nada.
—No me tratas de tú.
No podía.
Le perturbaba.
Le inquietaba hasta lo indecible. Se daba cuenta de que no supo en qué instante se había enamorado de él como una loca.
Una desquiciada loca.
—Paula, te lo ruego, no vuelvas. Es peligroso. Yo soy un hombre honesto, pero estoy solo y soy un sentimental y me he casado enamorado y he dejado de amar, pero no ha muerto en mí el deseo de hallar a mi compañera. Nada puedo ofrecerte ahora. Nada, sólo... unas relaciones sucias. Y sé que no seré capaz de evitarlas. No obstante, si fuera libre. Si un día lo soy...
Ella no quería oírle.
Se iba. Tenía el pomo en la mano.
Jorge avanzó a paso largo. Como si de repente le entrara mucha prisa.
—Oye, oye —casi gritó—. Oye..., no quise ofenderte. No quiero ofenderte. Nunca podría hacerte de menos. ¡Jamás! Pero te amo, te necesito. Sé que si seguimos aquí, solos..., solos..., yo...
Apretó los labios.
Paula abrió la puerta y se fue.
Jorge no hizo nada por ir tras ella.
Sabía que no volvería. Tenía toda la razón. Mejor que no volviera. ¿Quién era él para perturbar a aquella muchacha?
¿Qué podía él ofrecerle?
Toda su consideración, todo su amor, todo su afán de futuro...
Pero... ¿acaso él tenía futuro?
Dio una patada en el suelo.
De repente, con genio, él, que tanto sabía controlarse, se quitó la bata, se puso la chaqueta y salió de casa.
Hizo las visitas después de mal comer en una cafetería del centro. Visitó a la parturienta y a las cinco menos diez, como un autómata, volvía a la consulta.
No estaría ella. Un día u otro Paula dejaría de ir por allí. Demasiado joven, demasiado inocente, demasiado mujer para él.
Demasiado todo.
Abrió la puerta y la vio al fondo del pasillo conversando con el cliente de las cinco. Quedó algo envarado.
¿Le amaba aquella muchacha?
Ella, al sentirlo, giró un poco la cabeza.
¡Sus ojos enormes de un verde extraño, con chispitas doradas!
Su boca de largos labios, como perdidos en las comisuras alargándose... Sus senos bajo la bata, adivinándose túrgidos, menudos, de muchacha inteligente, de mujer muy femenina...
Entornó los párpados.
—Buenas tardes, doctor —decía la voz cálida de Paula.
¿Ni rencor?
No, ni eso.
Pero sentía como si la voz de ella fuera más íntima, como si aquel tenue secreto significara una vida en común para ambos.
—Buenas —dijo.
Y también dio a su voz, o quiso dar, una naturalidad que no existía.
Vio como ella iba a su lado y le ayudaba a quitarse la chaqueta y le presentaba la bata blanca. Fue al volverse un poco que la miró largamente.
Otra vez ella abatiendo los párpados.
Otra vez las aletas de la nariz palpitando de modo tenue, denotando su sensibilidad a flor de piel.
—Has vuelto...
Sólo eso.
Ella asintió tan sólo, hurtándole los ojos.