XVI
No se detuvo en el vestíbulo.
Era muy tarde ya, pero más temprano que otros días. Era la hora en que Betty se la pasaba en el oratorio. Por eso decidió perderse en su cuarto hasta que Mitsy la llamara para comer.
Subió corriendo las escalinatas, y como si de repente le entrara una prisa enorme procedió a hacer las maletas. Empezó a sacar cosas de los armarios y a doblarlas con precipitación. Las iba perdiendo en las profundidades de las maletas, sin un suspiro. Necesitaba alejarse de aquel avispero. Cuanto antes. Nunca le diría a su madre nada de lo ocurrido. Ya inventaría una piadosa mentira para eludir el asunto del legado.
Había mil formas. Además, su madre no era ambiciosa. Aun suponiendo que le entregara dicho legado, estaba firmemente segura de que Susana Santelmo jamas le pediría cuentas de él.
Era suyo y su madre respetaba la propiedad ajena, aunque ésta correspondiera a su hija menor.
—Señorita Isabel —dijo Mitsy desde el umbral, pues la puerta estaba entreabierta.
—Dígame, Mitsy.
—El señor la espera abajo. Le ruega que baje en seguida.
—Ahora mismo.
Cerró la maleta con seco golpe y cerró sobre sí.
No dudó un segundo. En realidad sentía imperiosos deseos de terminar cuanto antes con todo aquello. Ni siquiera le interesaba ya conocer las causas por las cuales fue arrancada de España con una mentira. ¿Qué más daba? Todo iba a quedar allí, y ella, en España, esperaba recuperar la tranquililad, y un día, sabe Dios cuándo, recibir a Mark en el aeropuerto de Barajas, con sus ropas estrafalarias, sus abundantes cabellos y su enorme corazón de hombre.
Bajó despacio, pero con enormes deseos de correr.
Atravesó el vestíbulo y vio a Mitsy señalando la salita de la planta baja, donde, según parecía, la esperaba Scott.
Entró sin detenerse. Vio a Scott en pie, vestido de gris, correcto, elegante, con aire maduro de profunda reflexión.
—¡Ya estoy aquí! —dijo ella de modo raro.
Scott no se volvió en seguida. Cuando lo hizo, su expresión era grave y tensa.
—Siéntate, Isabel. ¿Quieres? Ayer subiste a mi estudio a hacerme unas preguntas. Al menos ese propósito era el tuyo. Hoy... te las voy a contestar sin que insistas en tu deseo.
—¿Es preciso?
—Para mí, no —rotundo—. Para ti. sí. Absolutamente preciso. Dices que te marchas a tu patria. No puedo retenerte, aunque, repito, como ya repetí en distintas ocasiones, estoy enamorado de ti. ¿De qué forma? —se alzó de hombros con cierto aire de desencanto—. Como un tonto. Pero no te he pedido que bajaras sólo para hablarte de mi amor. Quieres saber por qué has venido a Nueva York y voy a decírtelo. ¿Permites que te cuente una pequeña historia? No seré muy extenso ni me detendré en detalles que no van al caso. Sólo deseo que me escuches y disculpes en algo, si puedes, mi proceder. No lo hice por ti ni por mí. Lo hice por mi madre —hizo una pausa que Isabel no interrumpió. Sentóse en el borde de un sillón, cruzó las manos en el regazo y miró al hombre que, silencioso, se sentaba a su vez y encendía nerviosamente, un cigarrillo. ¿Temblaban los dedos de Scott? ¿Cómo era posible, en un hombre de roca como él?—. Hablando de mi madre —añadió con ronco acento— te habrás percatado de su... pacífica demencia.
—Sí. No estaba totalmente segura, pero...
—Está loca —atajó Scott, como si le costara hablar de ello—. La tuve interna algún tiempo... Mis amigos, sus médicos, convinieron conmigo que lo mejor sería traerla a casa. Llora, ríe, habla de Dennis... Esa es toda su demencia.
—Si te cuesta hablar de eso...
—Cuesta cortó breve—, pero es preciso. Te debo una explicación...
—Me parece, Scott —susurró la joven¿ temblorosa—, que vas a referirme una tragedia. Casi preferiría, egoístamente, irme ignorándola.
—No eres egoísta, Isabel. De eso estoy plenamente seguro. Tampoco quiero ganar tu amor a fuerza de presentarme como tin héroe. Ni soy sádico ni siquiera un hombre sexual indeseable. Represento mi papel. ¿Podía presentarme ante ti como un hombre normal y corriente sin darte una explicación plausible a tu... digamos venida a Nueva York? No. En cambio, apareciendo ante tus ojos como un sinvergüenza sexual, aferrado a sus pasiones... egoístas, la explicación... no era precisa.
—Cuéntame, si ello descarga tu conciencia. Hasta ahora no tengo motivo alguno para considerarte un héroe.
El sonrió.
Una sonrisa extraña qué apenas si es esbozada, pero que ponía en su rostro la expresión triste de Betty Ralston.
—Empezaré por el principio. Bret y Betty se casaron. Eran muy felices. Tenían dinero, amigos, negocios prósperos... Mi padre hablaba mucho de su primo. Intentó traerlo una vez. Según parece, tu madre no se atrevió, y tu padre amaba mucho a tu madre, de tal modo que prefirió vivir modestamente en España a atravesar el charco. No lo censuro. Cuando se ama a una mujer, la vida se da por ella. Empezamos, ya desde niños, a consideraros como de familia. Nos encariñamos con la idea de ir algún día a España. Nunca pudimos...
Otra, pausa que parecía interminable, y que Isabel, no supo por qué, no se atrevió a interrumpir.
—Yo era el mayor. Dennis era un muchacho taciturno, absorto. Empezó a gustarle la música ya a los diez años. Era un gran pianista.
—¿Era...?
—Sí, era. Permíteme continuar. A los veinte años, mis padres estaban locos con él. Yo tenía algunos años más y no me agradaba la música en ningún sentido. Pero sí la pintura. No obstante, estaba destinado a continuar a mi padre en sus negocios de publicidad. Yo adoraba a Dennis. Era de esas personas que hay que quererlas y admirarlas a la fuerza. De una sensibilidad extremada. De una ternura casi femenina. Y, sin embargo, era un hombre verdadero. Un día llegó a casa con una chica. Ciertamente la chica era preciosa. Dijo que era su novia y que pensaban casarse en seguida. Mis padres no se opusieron. Yo consideré que no me extrañaba nada que un muchacho tan sensible como Dennis adorara a aque lla muchacha y deseara casarse con ella. Se casaron. Papá les regaló una casa preciosa no lejos de aquí. Creí mos que eran felices, aunque, yo tenía mis dudas al res pecto.
Otra pausa.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro.
Fumó muy aprisa.
Isabel se inclinó un poco hacia adelante.
—¿Te cuesta hablar de eso?
—No. A ti, no —añadió tras un silencio—. Dennis llegó a casa desolado. Parecía un niño. Lloraba. Nunca vi llorar a Dennis. Mamá trataba de consolarlo; papá se agitaba dentro de su alta orejera como si presintiera la causa de aquel llanto. Conseguimos al fin que Dennis nos refiriera la causa de sus lágrimas. Su mujer, aquella Liz de cara preciosa, de ojos infantiles, se había ido con otro. Fue algo horrible. Para una persona tan sensible aquello era la muerte. Tratamos de consolarlo sin ningún resultado. La mujer pidió el divorcio, aludiendo malos tratos. Dennis era incapaz de maltratar a nadie. Se descubrió después que lo único que Liz quería de Dennis era su dinero. No tenía un solo centavo en reserva cuando se fue. Gastó la fortuna de Dennis en menos de un año, y todas sus ganancias, que eran ciertamente fabulosas. Y cuando Dennis trató de organizar de nuevo su vida, ella se le fue con otro más rico que él. Odió el dinero. No sé lo que sintió Dennis. Era demasiado espiritual para pensar en dinero. Pensaba en ella. La amaba y la perdía sin esperanza alguna de recuperarla. Durante un mes, no fuimos entre todos, mi padre y yo, capaces de conseguir que se tranquilizara. Y un día, una tarde lluviosa como ésta, húmeda, por este tiempo..., Dennis subió a mi estudio, abrió la ventana y se lanzó a la calle. Mi madre estaba en el balcón de la planta baja. Tenía un macetero en la mano y el cuerpo de Dennis, al caer, se lo arrebató.
—¡Dios mío!
—Fue así que se volvió loca. Empezó a decir que Dennis se había ido de casa y odió a mi padre, porque, según ella, Bret lo desheredó. Eso fue todo. Enterramos a Dennis y llevamos a mi madre a una casa de salud. El resultado... ya lo ves. Sigue pensando que Dennis volverá algún día. Y mi padre falleció con la angustia de aquel rencor que mi madre le profesó hasta la muerte. Yo le sigo la corriente y es lo único bueno que puedo hacer por ella. A la muerte de mí padre —añadió seguidamente, sin hacer pausa, como si tuviera una prisa loca por contarlo todo— encontramos una carta dirigida a tu madre, fechada poco antes de morir, pero que nunca fue enviada al correo. Le pedía a tu madre que permitiera que una de sus hijas viniera a hacer compañía a su esposa durante algún tiempo. Refería todo lo ocurrido y deseaba, al final, que su hijo, el único hijo que le quedaba, se casara con una española, a ser posible una de sus hijas. Aquello, de momento, me causó gracia y tristeza, pero luego empecé a madurar el asunto. Debido a mis negocios dejaba sola a mí madre, entre criados que, si bien la amaban y conocían su silenciosa tragedia, no eran hijos suyos. Un día mi madre me dijo: «Scott, ¿por qué no invitas a una hija del primo Bret?» Yo me quedé mirándola. «Quizá Dennis, cuando vuelva, se enamore de ella y se case.» Me senté a su lado y tomé una de sus manos entre las mías. «No es posible, que venga, mamá. ¿A qué fin?» Ella me dijo algo que me sorprendió. «A la hora de su muerte, Bret, me pidió que le escribiera a Susana. Yo pienso, querido Scott, que me gustaría tanto tener aquí a una de sus hijas...».
—Me escribiste tú...
—Pero antes hablé con ella. No podía engañarla. Tenía que explicarle, de forma que ella pudiera entender, la mentirá qué yo iba a decir. Le hablé, sobre poco más o menos, así: «Escucha, mamá, voy a decir la mentira mayor de mi vida, y tú me ayudarás. Tengo tontos deseos como tú de conocer a las hijas del primo de Bret (desde la muerte de Dennis, tanto ella como yo, llamamos Bret a papá; ella por el rencor, yo porque papá así me lo pidió, como haciendo causa común con mi madre). Pero so es posible que ésta venga así, por las buenas, sólo por medio de una Invitación convencional, por mucho afecto que nosotros pongamos en ello.!» No creo que mamá me haya entendido.
—Te entendió, puesto que cuando llegué aquí fue ella la que inició la extraña explicación.
—Pero recuerda que no supo seguir. En realidad no sabe qué decir, porque ya no recordaba para nada cuanto yo urdí aquel día. «Quizá las hijas del pariente de Bret —añadí— sean ambiciosas. ¿Por qué no inventar la mentira de un legado, mamá?» Y aún dije: «Si es tan ambiciosa como pudiera ser, le entregaremos el legado y que regrese a su patria.» Mi madre palmoteó como una niña. La mentira era absurda y zaña, pero era la única forma de conocer á nuestros, parientes.
—Te disculpó, Scott —dijo Isabel suavemente—. Continúa.
—Es poco lo qué me queda por decir. Inmediatamente de llegar comprendí que no eras ambiciosa y que no fue el legado el qué te trajo a Nueva York, sino tu tremendo deseo de expansiones, de perfeccionar el idioma, de conocer seres y costumbres distintas. Pude contártelo, todo aquellos días —movió la cabeza tristemente—, pero no lo hubieras comprendido en toda la magnitud de su terrible tragedia. Ahora creo que lo comprendes bien.
Hubo un silencio.
—No quieres parecer un héroe —murmuró Isabel bajísimo—, pero lo eres.
—Sólo soy un hijo cariñoso. Adoro a mi madre y sé cuánto sufre, pese a su pacífica demencia. He recorrido medio mundo con ella durante un año, buscando la forma de poner tregua a sus penas. Es mejor llorar a un hijo muerto qué vivir con la esperanza de su regreso. Pero todos mis esfuerzos fueron inútiles —emitió una risita sibilante—. No soy un héroe, Isabel. Ni siquiera un hombre esencialmente honesto. Mi personalidad ya la conoces. Soy hombre apasionado y te quiero y me gustaría vivir contigo la aventura de un matrimonio feliz.
La joven se puso en pie.
* * *
—Me marcho mañana —dijo, al tiempo de acercarse al ventanal y apoyar la frente en el cristal—. Mañana, en el avión de las cuatro quince. Tengo el equipaje hecho y ahora que sé tantas cosas sólo puedo prometerle a tu madre que volveré.
Scott se puso en pie también y fue hacia ella.
Se quedó tras su espalda. Alzó una mano y la posó en el hombro femenino.
—Y... ¿eso es cierto? —preguntó con un acento de voz ronco y extraño.
Isabel se volvió.
Le miró largamente y sin apartar los ojos permaneció varios minutos.
—No lo sé, Scott. Debiste hablarme claro desde un principio. Desde que supiste cómo era. Tienes psicología suficiente para saber que el dinero no es mi fuerte. Quizá tenga algún parecido con Dennis... Soy tan sentimental y tan tontita, que espero al amor como una romántica. Como si retrocediera miles de años y fuera una de aquellas chicas que se extasiaban contemplando una puesta de sol y escuchaban a su trovador tocar bajo su ventana —sonrió tibiamente—. Soy así y creo que nací con algunos años de retraso, porque doy al amor una importancia vital, en contra de lo que es norma hoy día.
La mano de Scott subió por la garganta femenina sin que Isabel parpadeara.
—A mí me gusta, pese a mi ser material, las puestas de sol y la muda contemplación de un rostro femenino como el tuyo.
Era tan alto y ella tan frágil que le bastó un simple movimiento para atraer aquella cabeza hacia sí. Buceó en sus ojos.
—No te retengo ahora —murmuró sobre sus labios, sin que la joven pudiera apartarse de él—; iré a buscarte a España y sé que vendrás conmigo.
Luego, de pronto, añadió:
—Es así, Isabel, así... como debemos querernos los dos.
—Es el pecado de mi incertidumbre —susurró la muchacha huyendo de él y quedando medio encogida, con las manos crispadas, en el brazo de un sillón y la cabeza hundida en el pecho—. Igual que te quiero a ti... creo amar a otro hombre.
—Sí..., Isabel, ya lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Sabes que vivo en esta incertidumbre? ¿Lo sabes y me besas... así... turbándome tanto..., tanto?
Y sin esperar respuesta, giró en redondo y corrió hacia la puerta.
En aquella puerta estaba Betty, que entraba.
—Querida, querida mía..., me dice Mitsy que tienes el equipaje preparado. ¿Es posible? ¿Y por qué, querida mía? —se agitó cual si alguien la golpeara. Los dos, casi a la vez, corrieron hacia ella. La sujetaron uno por cada brazo. Se olvidaron de sí mismos sólo para pensar en la pobre enferma que se estremecía sacudida por un ahogado sollozo—. Mi pobre Dennis no te verá, Isabel. ¿Te das cuenta? Yo, que le estoy esperando de un momento a otro. ¿Sabes, Scott? Soñé esta noche. Soñé que regresaba Dennis. Con su pelo rubio y sus ojázos azules... Y me besaba, Scott. De aquel modo que besaba siempre Dennis. Dando el alma en sus besos y mirándome con aquellos ojos suyos acariciadores. ¿Por qué te vas, Isabel? Yo siempre pensé que te casarías con Dennis.
—Se va a casar conmigo, mamá —dijo Scott de repente.
Betty lanzó como un grito. Miró a Isabel. Esta, parpadeante, no sabía qué decir.
—¿Vas a España por eso, Isabel? ¿Sí? ¿Iremos allí a casarte? ¿Iremos, Scott?
—Sí, mamá.
—¡Oh, oh...! Pues entonces vete cuanto antes, Isabel. Dile a tu madre... Dile..., ¿qué le decimos, Scott? ¿Que irá Dennis a la boda?
—Posiblemente Dennis no llegue a tiempo, mamá —murmuró Scott con ronco acento—. Pero tú y yo iremos a España...