XII

Tenía un teléfono junto a la cama.

Trató de alcanzarlo para hablar con Mark, pero los dedos le temblaban.

¿Qué hora sería?

Las cuatro, por lo menos, de la madrugada. Suspiró e intentó moverse. Nada. El cuerpo parecía de plomo y un simple movimiento producía en ella miles de pin chazos.

Abrió los párpados y volvió a cerrarlos.

Podía enviar a buscar a Betty. Pero, no. ¿Para qué asustarla? ¡Era tan sensible aquella mujer y estaba tan azotada!

Llamaría a Mark por teléfono. Le diría... Le diría... «Me siento mal, Mark. Me dan estos achuchones de vez en cuando; ya me daban en España por el invierno, cuando regresaba tarde de la Universidad y me mojaba o me humedecía la bruma. Son las anginas. Nuestro médico de cabecera siempre me animó a operarme, pero yo..., no quise. Soy muy miedosa, Mark. Muy miedosa.»

No pudo alcanzar el auricular y sus dedos crispados cayeron sobre la cama.

Casi inmediatamente alguien tocó en la puerta.

¡Pero si eran las cuatro de la madrugada! ¿A quién se le ocurría interrumpirla a tales horas?

Dio la vuelta en el lecho y le parecía que todas las estrellas del cielo se crispaban en sus carnes.

«Debo tener fiebre. Sí..., me sube hasta cuarenta grados cuando me pongo así. ¡Qué mala suerte! ¿Por qué tengo que ponerme enferma?»

Los golpes volvieron a sonar. Le daba la sensación de que machacaban sus sienes y se las agujereaban con algo punzante.

—Pasen —dijo con vocecilla somnolienta.

Mitsy apareció en la puerta. Un montón de luz natural entró en ella. Isabel parpadeó y abrió los labios.

Pero volvió a cerrarlos y dejó caer los párpados como si le pesaran libras a centenares.

—Señorita Isabel..., ¿no se siente bien?

La muchacha trató de incorporarse.

Sólo pudo balbucir:

—¿Qué hora es?

—Las doce del día.

—¡Oh! —y al pretender saltar de la cama lanzó un grito agónico—. Me duele todo el cuerpo. ¡Oh...!

Quedó de nuevo relajada en el lecho.

Mitsy salió corriendo, y al segundo apareció Betty asustadísima.

—Hijita, hijita..., ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? —y como si su desequilibrio mental se pusiera más de manifiesto que nunca, añadió tartamudeante—: Bret empezó así y se nos fue. ¡Oh! Se nos fue... Lo llevaron a aquella casa blanca de la finca. Allí está Sam, y Paula, y la doncellita que se ocupaba del teléfono, que también cerró los ojos a los veinte años. Fue horrible. ¡Dennis cuánto lloró! Mi Dennis.

Besaba y acariciaba a la joven como si fuera su Dennis, y hablaba tanto y decía tantas cosas que por un segundo Isabel cerró los ojos y se mantuvo inmóvil. Como si toda aquella cháchara le hiciese bien, aunque cuanto decía le causara tremendo sobresalto.

—Llamaré a Scott. Scott siempre sabe qué hacer en un caso asi. ¿Te duele algo? Cuando Bret se puso enfermo por primera vez, Scott le puso una inyección y se recuperó en seguida. Tardó mucho tiempo en irse a la casa blanca de la finca. Yo le llevé las florecillas amarillas, ¿sabes? Con rayitas violeta. ¿No eran violeta, Betty? —hizo memoria sin dejar de acariciar a la joven—. Sí, moradas. Estoy bien segura.

De repente se volvió hacia la puerta sin que Isabel dijera una sola palabra. Mitsy estaba allí, con su uniforme negro y su delantalito de encaje y su cofia haciendo juego. Isabel veía su sombra como si se desdibujara. Costaba ver las facciones de Mitsy. Seguramente estaban crispadas.

Oyó la voz de Betty agitadísima:

—Llama a la oficina. Dile a Scott que venga, que la señorita Isabel se nos ha puesto mala.

No. Mil veces no.

No quería sentir los dedos de Scott, sinuosos y pecadores, en su hombro, en su brazo, en su frente ni en sus dedos. No quería.

Intentó decir algo. Ella creyó decirlo, pero ni un solo sonido fue capaz de articular.

La sombra que era Mitsy para sus ojos desapareció del todo y oyó la voz de tía Betty murmurando atropelladamente, como si la enfermedad de la españolita la aterrara.

—¡Oh, Dios, Dios! ¿Qué dirá Bret cuando sepa que Isabel está enferma? Tendré que disculparme. Yo no sé por qué han de pasar estas cosas. Siempre pasan cosas. Se rompió la teja de la pajarera y las florecillas amarillas se marchitaron. Y luego se fue Dennis. Yo lloré sobre la enredadera marchita. Y Scott me agarró del brazo y me llevó junto a Bret. Y éste me miró. «No llores, Betty, no llores. Verás cómo vuelve.» Pero Bret no tenía razón. Dennis no volvió —apretó los dedos dé Isabel con desesperación—. ¿Te sientes mejor, hijita? ¿Tienes sed? ¿Hambre? ¿Quieres que te traiga unas galletas? ¿No?

La enferma no decía nada.

¡Le pesaban tanto las sienes, y los párpados, y todo...!

Betty arrastró una silla y empezó a hablar otra vez. Cosas sin sentido. Evidentemente la enfermedad de la joven precipitaba su aturdimiento. Hablaba de Dennis, de Bret, su marido; de Scott, de la servidumbre, de lo mucho que lloró a la doncellita encargada del teléfono.

Isabel quiso pensar en todo aquello, pero no le fue posible. Cerró los ojos. La voz de Betty, confusa ya, apenas si llegaba a sus oídos. La oyó llorar y lamentarse del abandono de Dennis, de la muerte de su esposo, de lo mucho que tardaba Scott.

Ella cerró los ojos. Tenía que cerrarlos. Quisiera coordinar, pero no le era posible...

* * *

Cuando abrió los ojos de nuevo vio a Betty en una butaca al otro lado de la estancia, junto al ventanal cerrado. Miraba hacia la calle. Parecía absorta o ausente, o quizá fatigada.

Vio que una alta figura masculina se inclinaba hacia Betty, y pasándole la mano por el pelo decía con una voz desconocida para ella:

—No te agites, mamá. No te preocupes. Verás cómo no es hada. ¿Quieres ir a descansar, mamá?

—Sí, hijo —susurró Betty con vocecilla de niña—. Cuando la hayas curado, llámame. Y procura que no le ocurra lo que a Bret.

Siempre llamaba Bret a su marido. Desde la periferia de su subconsciente, Isabel pensó que era muy raro todo aquello. Algo había en aquellas vidas y aquellos seres que aún era inédito para ella. ¿Dennis? ¿Bret? ¿Acaso le mintieron doblemente? ¿No existió nunca legado ni Bret? Pero..., si no existió el hombre, ¿cómo era posible todo aquello?

Respiró hondo. Se agitó, y al ruido de la cama, Scott se volvió en redondo. Sus negros ojos se fijaron en la mirada azul casi inconsciente.

Y seguidamente después, como si ignorara la presencia de su madre allí, se acercó al lecho. No se quedó de pie.

Sentóse en el borde de la cama y asió los dedos femeninos, y luego prendió los suyos en la muñeca de Isabel.

—No—susurró ella débilmente.

—Cállate, Isabel —pidió Scott quedamente—. Tienes mucha temperatura.

Obrabas como un profesional; pero Isabel no lo vio así. Más que nunca, quizá debido a la fiebre, sintió aquel terrible temor. El temor de ser seducida por la seducción de Scott, y llorar luego sobre sus pecados sin hallar para éstos una disculpa.

Pero Scott no miraba a la mujer en aquel instante. Scott era médico, y aquella muchacha española, llegada a su casa de modo tan particular, se hallaba bajo su responsabilidad, y aun cuando Isabel creyera lo contrario, para Scott eso significaba mucho.

—Me parece que tienes unas anginas como casas, Isabel. ¿Me dejas que te mire?

—No, no —se agitaba en el lecho como una criatura desvalida—. ¡Oh, no!

Pero él la auscultó sin tener en cuenta su agitación.

Durante un largo rato no dijo nada. La palpó por aquí y por allá, la obligó a abrir los labios y la arropó otra vez.

Ni una mueca, ni una sonrisa irónica, ni una frase sarcástica. Firme como un garrote, serio como un ministro, grave como un sesudo padre de familia, Scott dijo tan sólo, al tiempo de incorporarse:

—Mandaré a Tomás que te inyecte. Lo tengo adiestrado para eso. Unos antibióticos y pasado mañana andarás por la casa como si nada.

—¿Qué... qué... tengo?

—Cuarenta grados de fiebre y unas anginas tremendas. ¿Padeces de eso con frecuencia?

—Sí...

—Me lo suponía. Estáte bien tapada. A mi regreso de la oficina volveré a verte. Cuando venga Tomás no te pongas tan tonta —inclinó su altísima talla, la miró a los ojos largamente—. No te vas a morir, Isabel. No me lo perdonaría a mí mismo. Además, ésta es «tu enfermedad» y ya estarás habituada a ella.

Asintió con un simple movimiento de cabeza. ¡Le dolía tanto ésta!

Scott le pasó los dedos por el cabelló con infinita ternura. Los dejó resbalar hasta la garganta, y bajando mucho la voz, sin apartar aquellos dedos extraños que acariciaban hasta desvanecer, susurró:

—Me gustaría besarte ahora. Mucho, y poder tenderme a tu lado y decirte un montón de cosas bellas.

Y como si no dijera nada, se incorporó otra vez.

Al volverse se encontró con su madre, que continuaba en el sillón mirando hacia la calle como una estatua. Sin expresión en los ojos, sin una mueca en los labios. Como un ser muerto que sólo manifiesta vida por el brillo de sus ojos.

Isabel, como entre sueños, algo inconsciente por la fiebre, observó cómo Scott metía la mano en el bolsillo de la americana, sacaba un frasco, de éste una gragea y se la daba a su madre mudamente.

Betty la recogió con ademán de autómata. La llevó a la boca como si fuera algo rutinario para ella.

Después alzó los infantiles ojos y miró a su hijo largamente.

Isabel, como inconsciente, vio la mirada de los ojos de Scott. Una mirada larga, suave, acariciante, fija en el rostro casi infantil de Betty Ralston.

—Te pondrás pronto bien, mamá.

Y aquella voz infinitamente suave produjo en Isabel la sensación de que Scott sabía lo que tenía su madre, y sabía asimismo que jamás se curaría. La trataba como si fuera una niña pequeña.

Pero... ¿Por qué? ¿Por qué?

Oyó los pasos recios que se alejaban y después algo rozó sus dedos. Abrió los ojos y vio a Betty, como una madrecita, sentada a su lado, acariciando sus dedos una y otra vez.

—Te pondrás bien en seguida, hijita. Mira, cuando a mí me duele la cabeza y me quedo así..., sin pensar, Scott me da una gragea y siento en mí que todo se reanima. ¿No quieres dormir? ¿Quieres que te cante? No pienses en tu madre. Estoy yo aquí... ¡Me gustaría tanto tener una hija como tú!