X

—Perdona, Isabel —dijo Scott quedamente, quedando rigido a pocos pasos de ella.

La muchacha permaneció allí, apoyada en la pared, con el abrigo separado, mostrando la falda estrecha y el suéter ajustado, marcando las sinuosidades de sus senos agitados.

—No pude evitarlo —volvió a decir él.

Y su voz tenía un matiz diferente.

No era arrepentimiento. Era quizá sólo una emoción inquietante.

—Ignoraba que fueras así.

—No sabes cómo soy —dijo ella, ahogándose.

—Del todo, no. Pero sé que no juegas a que te besen los hombres.

—Quizá te equivocas. No eres infalible en tus suposiciones.

—No —admitió Scott roncamente, desconcertándola de nuevo—. En muchas materias no lo soy. Ni siquiera lo pretendo. En ti..., sí.

—Porque me consideras mujer débil —susurró.

—Lo eres. Mucho. Pero a mí me gustan las mujeres débiles como tú.

Y como si no dijera nada ni hiciera nada, ni la perturbara nada, miró en torno y añadió, sonriendo:

— Aún no he visto a mi madre.

Fue a dar la vuelta.

Pero Isabel, de un salto, se le puso delante.

—¿Por qué? —exclamó, excitada—. ¿Por qué?

—Por qué... ¿qué?

—¿Por qué me inquietas así? Lo sabes y te gozas en ello. ¿No es eso? Di, ¿no es eso?

El podía decir muchas, pero tenía que ser cruel. No quiso decir ninguna.

En contra de lo que ella esperaba, Scott alzó una mano y la posó en el gorrito de fieltro.

—No salgas con esos chicos... Por favor..., no salgas.

Era desconcertante.

En aquel momento ni parecía el hombre odioso con su sonrisa relajada, ni el sádico que tantas cosas le dijo en el estudio, ni el apasionado que la besó, ni el que después dijo que iba a ver a su madre.

Era otro hombre.

Un hombre desconocido para Isabel.

Por eso, apartándose de él, apretó los labios doloridos y cerró una mano contra otra desesperadamente.

—Me iré a España —dijo de modo raro, como si se le quebrara la voz.

—¿Te quedarías suponiendo que te pidiera en matrimonio?

La pregunta la dejó paralizada.

Retrocedió hasta pegar la espalda al borde de la repisa de la chimenea.

—Di —apremió Scott con un acento de voz desconocido para ella—. ¿Te quedarías?

Pensó en Mark.

Era distinto.

Mark alegraba la vida. Tenía un sentido del humor indescriptible. Ella podía sentir penas, pero al lado de Mark todas, absolutamente todas, se disipaban.

Lo de Scott era distinto. Sin duda alguna lo de Scott era material; lo de Mark, deliciosamente espiritual.

—Te hice una pregunta.

—Y yo —titubeó— debo contestarla con sinceridad.

—Ya sé que eres sincera.

—¿Qué sabes tú de mí? —retó—. Un beso no retrata a una mujer.

—No te juzgo por un beso, Isabel —apuntó Scott gravemente—. Te juzgo por todo. Te analizo sin que te percates, te desnudo cuando te miro. No tu cuerpo, no soy tan morboso como tú supones ni tan necio como para conformarme con un cuerpo de mujer, cuando los hay a millares por todo el mundo y yo estoy en ese mundo. Sé que eres sincera, como sé que eres cariñosa. Sé que le has tomado afecto a mi madre y sé que ya no te acuerdas del legado de mi padre. ¿O... es que me equivoco?

No se equivocaba, pero le dio rabia que la conociera tan bien.

Le hurtó los ojos; pero aun así, dijo:

—Si sigo mi norma de ser sincera, si es que voy a sostener esa sinceridad, te diré algo que te sorprenderá.

—Quizá no me sorprenda.

—Mucho, tenlo presente. Conozco a otro hombre.

—Sí, me lo has dicho otra vez.

—Un hombre honrado. Un hombre sencillo que no tiene tus recovecos psicológicos. Un hombre que a cada palabra que pronuncia yo la entiendo perfectamente.

—Pero no le amas.

—Le amo —casi gritó.

—No, Isabel. Aferrarte a él. Asirte de su mano y pedirle que te lleve a España, que se case contigo mañana mismo y te ayude a huir de esto que sientes por Scott Raslton.

—Nunca podría ser feliz contigo.

El meneó la cabeza una y otra vez.

Tenía la mano en el pomo de la puerta y sus dedos parecían crisparse hasta quedar blancos los nudillos.

—Serías locamente feliz —dijo secamente—. Locamente feliz, Isabel.

Y sin esperar respuesta abrió la puerta y se deslizó por el vestíbulo.

Isabel quedóse allí, medio encogida.

¿Tendría razón?

¿Y por qué iba a tenerla?

¿Y por qué iba a debatirse en aquella infernal lucha psicológica?

Iba a salir.

Necesitaba aire. El frío de la calle, las risas de las gentes, las voces humanas que la ayudarían a ella a considerarse también un ser humano.

Dobló el abrigo.

Sintió aquel dolor en el pecho. La turbación de sus labios besados...

Cerró los ojos.

No podía pensar.

No quería pensar.

Tenía miedo de sus pensamientos, de las comparaciones que pudiera hacer, de los besos que aún la conturbaban.

Se disponía a salir, cuando Mitsy apareció en el umbral.

—La señora le pide que suba a tomar el té con ella.

¿La señora?

¿Estaba sola?

Estaba con él y ella no pensaba subir. No y mil veces no.

Pero, contra lo que se decía a sí misma, se encontró exclamando:

—¡Ya..., ya voy!

Y quitándose el abrigo se lo entregó a la doncella.

Todo como si fuera un autómata y sus movimientos carecieran de solidez humana.

Después empezó a subir las escaleras y cruzó el pasillo como una sombra. Se deslizó hacia el saloncito y oyó la voz cálida de Scott. Una voz suave, muy distinta a la que ella estaba habituada a oír.

—No lo has visto.

—No, mamá.

—¿Lo has buscado?

—Sí.

—No me mientas, Scott.

—No, mamá querida. No te miento. Ya veo que estabas inquieta esperándome... Dennis volverá sólo cuando quiera. Tienes que pensar eso y no guardar tantas esperanzas...

—Me duele que se haya ido. Me duele, Scott.

—Sí, mamá. Ya lo sé. Pero me tienes a mí aquí, y a ella.

—¡Isabel! —susurró Betty Ralston con unción—. Isabel...

La aludida se estremeció de pies a cabeza.

—Isabel es una chica maravillosa, mamá, y no se irá de tu lado. No se irá, ya verás.

Isabel se agitó.

Claro que se iría.

Se iría, sí. Si él pensaba retenerla por medio de sus lazos corredizos, se equivocaba.

¿Qué diría su madre si supiera en el círculo en que estaba metida? Sojuzgada, sin casi proponérselo, por el cariño de una... ¿loca? Lo que fuera. ¡Qué más daba! Ella la quería.

Y sojuzgada también, sometida por la pasión de un hombre incomprensible...

Dio un paso al frente.

Cuando entró en la salita su semblante parecía sereno. Betty, al verla, extendió su mano.

—Ven, ven, Isabel. Creí que habías salido. ¡Hace tanto frío! ¿No tomas el té con nosotros?

Avanzó.

No quería mirarlo a él. Pero sabía que era mirada intensamente por Scott.

Le negó sus ojos deliberadamente. Y cuando lo vio ponerse en pie, después de tomar el té, casi respiró.

—Cuando te vayas al oratorio, mándame a Isabel al estudio, mamá —dijo, saliendo.

No iría.

Jamás volvería al estudio.

Y no fue.

Eran las siete de la tarde.

Necesitaba encontrarse con Mark. Sentir su risa, su voz suave. Su optimismo, que ella tanto necesitaba.

—Dijo Scott que subieras, Isabel querida. Yo me voy al oratorio. Es mi hora. Voy a rezar por que vuelva Dennis.

No dijo que no subiría.

Sonrió tan sólo, besó a la dama y cinco minutos después, desde el ventanal de su estudio, Scott vio cómo la figura frágil se perdía calle abajo, bajo la bruma.