XIV
Hasta la una no consiguió localizarlo.
Betty estaba allí y la escuchaba con atención, como una niña pequeña ante su madre.
—¿Dónde te has metido toda la mañana, Mark?
—¡Isabel! —susurró como extasiado—. Isabel, españolita querida, te estuve esperando. Creí que te habías ido a España y me sentí terriblemente solo y decepcionado.
Como Betty seguía mirándola, tapó un poco el auricular, susurrando:
—Es un amigo, tía Betty. Uno de esos amigos que se encuentran en la calle y que resultan buenos. ¿Puedo decirle que venga a verme?
—¡Oh, sí, claro que sí!
Destapó el auricular.
—Mark, ¿me escuchas?
—Claro. Estoy pendiente de ti como un niño está pendiente del biberón que le prepara su madre.
— No seas guasón, Mark.
—Dime, dime, querida españolita. ¿Por qué... no has salido? Estuve a punto de llamar a tu casa esta noche. Rondé por él barrio qué sé yo el tiempo. Vi a un hombre alto entrar...
—Es... mi primo.
—Dime, querida. ¿Te espero hoy?
—Estoy enferma, Mark.
—¡Cristo¡ ¿Qué te pasa?
—Anginas. Siempre me ocurre por este tiempo. La humedad del otro día... No sé. Me levantaré esta tarde. ¿Por qué no vienes a verme? Tía Betty está aquí conmigo y dice que puedes venir.
—Iré... Oye... ¿me dejarán pasar los criados?
—Se lo diré a Tomás ahora mismo. Que te dejen pasar en cuanto vengas.
Le dejaron. Nadie le puso impedimentos. Le miraron con algo de asombro. ¡Era tan fina la señorita Isabel y tan linda! Y aquel tipo tenía todas las trazas de ser un «ye-yé» en vacaciones descuidadas.
El joven en cuestión era muy grande, muy alto, con aquella melena de un rubio claro y aquellas gafas ahumadas, de patillas de metal. Las ropas, estrafalarias. Al menos para aquellos seres, que vivían una vida real, muy distinta a la exterior. Pantalones de abanico de un color pardo. Chaqueta a cuadros, muy ajustada y abierta por los lados. Camisa de un rojo vivo.
Le introdujeron en una salita de la planta baja y le pidieron que esperara un segundo.
Al rato bajó Isabel.
Vestía pantalones negros de lana suéter tejido por Betty, de cuello subido, algo holgado, de un blanco lechoso. Calzaba mocasines y llevaba el cabello, rubio oscuro, como el trigo a medio madurar, recogido en la nuca con un sencillo moño.
—¡Isabel! —exclamó Mark, mirándola con arrobo—. Isabel querida. Españolita mía.
—Tenía ganas de verte, Mark. Muchas ganas. Como si de pronto me sintiera en un lugar extraño donde nadie habla mi idioma y me topara con un ser de mi tierra, mi vecino, mi amigo o mi hermano.
Mark reía.
Una risa alegre, como a ella le gustaba. Una risa que enseñaba todos los dientes y formaba, junto a los labios, montones de finas arruguitas.
—Me agrada verte así, Mark. ¡Hace tanto tiempo que no veo a nadie reír de ese modo!
Le asió las dos manos, se las apretó con cálida ternura.
—¿Cómo te encuentras, españolita mía? Estuve a punto de trepar por la ventana y odié al tipo alto que entraba en la casa con un portafolios bajo el brazo.
—Es Scott Ralston.
—Tiene millones; pero es lo único que tiene que yo no tenga.
—No pienses en él, Mark. Siéntate. Cuéntame cosas.
¿Pretendía evadirse? Pero ¿de qué?
¿Compensar su inquietud con la tranquilidad que Mark imprimía en ella? ¿No era absurda su reacción?
¿Qué complejos sentimientos agitaban a Isabel Santelmo?
Ella quisiera dilucidarlos. Desmenuzarlos todos y analizarlos uno por uno. Pero cuanto más lo anhelaba, más vacuidad encontraba en sí misma, en cada uno y todos sus anhelos.
No obstante, a medida que transcurría el tiempo y se hacía de noche, mayor era su serenidad.
Cuando Mark se puso en pie para marcharse, ella pensó que estaba, más tranquila. Ya no le importaban tanto los besos de Scott. Ni su forma de mirarla, ni la agitación que despertaban en ella sus dedos cuando la tocaban.
—¿Vengo a verte mañana, españolita querida? —preguntó Mark al dirigirse a la puerta.
—No... Saldré yo.
—Puedes recaer...
—Espero que ño ocurra —y de súbito—: Mark...
—¿Qué? Es raro el acento de tu voz.
Lo era.
Estaba tomando una determinación.
—Regreso a España.
Mark casi dio un salto.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Y por qué?
—Ya te lo explicaré otro día. Es muy largo, Mark. Muy largo y muy complicado.
—¿No puedes adelantarme nada?
—Ahora mismo, no. Mañana. Quizá mañana me haya encontrado a mí misma. Estoy camino de conseguir llegar a un callejón sin salida.
—No te entiendo.
—Ya me entenderás. Adiós, Mark.
Apretó su mano. La apretó de tal modo que ella tuvo la sensación de que. iba a llevársela.
—Un día tendré que besarte —dijo él—. Y después estoy seguro de que te seguiré al fin del mundo.
No contestó.
No tenía qué decir.
Le vio perderse en la calle, entre la bruma, y cerró la puerta. Subió lentamente las escaleras y oyó pasos junto a la galería.
Oyó la voz de Betty. Sin duda estaba sola. Scott regresaba muy tarde. Jamás le esperaban para comer.
—Dennis..., querido Dennis...; tenemos una chica aquí, española, Dennis. Es rubia y tiene los ojos azules. Pariente de Bret. Bret, no te echará más de casa, Dennis. Ahora ya no existe. Vuelve, Dennis...
Y, de súbito, a aquella voz la estranguló un sollozo.
«Un día, antes de irme, tendré que preguntarle a Scott, aunque sea lo último que le pregunte, qué le ocurre a su madre y por qué no viene Dennis, y por qué jamás llama a Bret, su marido. Sí, un día...»
Los sollozos dé Betty eran ahora suaves, como caricias a un niño pequeño. Como suspiros de una criatura. Y a la vez, mezclados con aquellos entrecortados suspiros, Isabel oyó el tenue rasgueo de una guitarra.
Asomó la cabeza.
Vio a Betty perdida en un sillón, eon la guitarra de Dennis entre los dedos.
—Tía Betty —susurró enternecida.
La dama elevó los ojos. Emitid una risita lagrimosa.
—Ven, ven, Isabel. ¿No ves? Estoy con las cosas de Dennis.
Se acercó. Le pasó un brazo por los hombros y empezó a hablar quedamente:
—Quizá te consuele hablarme de Dennis, tía Betty. ¿Por qué se fue? ¿Cómo se fue?
—Se fue un día... —dijo la dama a lo simple—. Un día así. Llovía y hacía frío. Yo me asomé a la ventsna al sentir el grito. Y vi a Dennis en la calle... —se tapó el rostro con las dos manos—. Estaba en la calle... En la calle, sí...
El grito se hizo desgarrador. La guitarra cayó al suelo y Betty Ralston apretó el rostro con las manos, como si algo, un recuerdo, la desgarrara.
En aquel instante una alta figura se recostó en el umbral.
La miró. Isabel tuvo la sensación de que Scott la odiaba en aquel instante.
Fue hacia su madre, le quitó las manos del rostro y la ayudó a levantarse. A ella como si no existiese.
Los vio ir juntos. Scott apretaba a su madre contra sí y le acariciaba el pelo y le decía bajísimo:
—Tranquilízate, mamá. Tranquilízate. Te daré tú pildorita. Verás cómo duermes. Necesitas dormir —y de modo extraño—: La enfermedad de Isabel te perturbó. Verás cómo duermes.
Isabel quedó allí. Rígida, extraña, como si se sintiera culpable de no sabía qué.
Al rato vio de nuevo la alta figura.
—No tienes piedad —dijo despiadado—. Ni una gota de piedad. Creí... creí... —pasó los dedos por el pelo y lo alisó con gesto desesperado, un gesto que Isabel jamás vio en él—. No se hace eso. Obligarla a recordar lo que tanto la perturba. ¿De qué estás hecha tú?
Podía contestar un montón de cosas.
Pero Isabel no contestó nada.
Nada podía contestar porque Scott no se lo permitió.
Giró sobre sí y salió de la galería pisando fuerte.
Le oyó entrar en el estudio y dar un portazo.
¿Qué ocurría allí?
¿Qué tenía que ver Dennis con todo aquello? ¿Era posible que un hijo, sólo por haber dejado el hogar, perturbara de aquel modo a Betty Ralston?
También ella pasó los dedos por el cabello.
Empezó a caminar y, al verse en el vestíbulo superior, miró hacia lo alto. Tenía que hablar con Scott. No se consideraba culpable de nada. Y tenía que decírselo.
No había comido. No tenía apetito.
Encontró a Mitsy en la escalera.
—¿No come la señorita? —preguntó respetuosamente.
Isabel la agarró por el brazo.
—¿Estabas aquí... cuando se fue Dennis?
Mitsy la miró poco menos que espantada. Pero sus labios no se abrieron. Movió la cabeza afirmando, como si de pronto tuviera un resorte en ella.
Isabel la soltó. No supo por qué..., no se atrevió a hacer más preguntas.
Pero sí subió al estudio.