XII

¡El hogar! Jamás ansió tanto el hogar como entonces. A decir verdad, nunca lo había tenido, porque nunca le tuvo amor. ¡Qué lejos quedaban Tom y Eloy y todo!

Se hallaba sola en aquel instante. Habían llegado el día anterior y Daniel acudió aquella mañana a una reunión de editores. Estaba en el salóncito contiguo a su alcoba, tendida en un mullido diván, con un cigarrillo entre los labios y la mente ocupada en pensamientos que jamás tuvo hasta entonces. Y es que al amar reflexionaba, lo cual nunca había hecho.

Pensaba en Daniel con intensidad. Y cuanto más pensaba más nerviosa se sentía. ¿La amaba Daniel? Esta era una obsesión que la agitaba de continuo. ¿Por qué se casó con ella? ¿Por ser la viuda de su gemelo? No. Antes de casarse nombraba a Eloy, se mofaba, incluso parecía agradarle asociarla al muerto con amor. Pero, una vez casada jamás lo nombró, y ella hubiera jurado que el recuerdo de Eloy era una espina que hacíale daño.

¡Era tan incomprensible Daniel! ¡Tan desconcertante! Aquel su querer arrebatadamente y después una indiferencia casi ofensiva... Y tenía miedo. Miedo de perderlo, porque temía constantemente que Daniel la deseara tan sólo. Ella no supo lo que era el amor ni empezó a vivir hasta que se casó con él.

Eran sus besos como promesas silenciosas que cada día le proporcionaban una emoción y una sorpresa. Y sus caricias como fuego. Y tenía que saber. Un día se lo preguntaría. No podía vivir en aquella incertidumbre dolorosa. “¿Me amas, Daniel?” Sí, un día se lo tendría que preguntar. Y Daniel tendría que ser sincero. Y si le decía que la deseaba, que era para él una mujer seductora nada más, ella se moriría de dolor, porque Daniel ya no era para ella el hombre tan sólo, el hombre emocional que es nuevo cada día; era, por el contrario, el marido, el compañero que se teme perder y cuya pérdida sería el caos, la destrucción de todas sus esperanzas. Necesitaría tener hijos de Daniel y aferrarse a una ternura que era su vida futura...

—¿Dónde estás?

Se incorporó prestamente. Quedó sentada en el diván. Daniel ya estaba allí, de pie en el umbral, y la miraba sonriente, alentador.

—Estoy aquí —dijo bajo, a lo tonto.

Y es que no podía perder aquella timidez que Daniel le inspiraba con su presencia.

—Ya te veo.

Se sentó a su lado. La contemplaba muy de cerca.

—¿No has salido?

—Sin ti..., no.

—¿Cómo debo tomarlo?

—Como es.

—Gracias, gatita.

—Me gustaría saber por qué te parezco una gatita.

La tomó en sus brazos, la dobló sobre su pecho y mirándola a los ojos, murmuró:

—Porque hasta que yo te conocí fuiste una audaz muchacha, deseosa de conocer el secreto de la vida y del amor que otros te hicieron creer que era un paraíso y del cual tú no vislumbraste la periferia. Para mí no fuiste, ni eres, ni serás nunca, esa muchacha audaz; por el contrario, fuiste y serás una gatita sumisa que camina por la vida de mi mano y no tira de ella, se deja llevar.

—Y así deseabas tú que fuera tu esposa.

—Sí. Sólo por eso estaba soltero, porque aún no había encontrado mi gatita. Y donde los demás vieron una mujer gobernadora, yo vi una criatura que iba a dejarse gobernar.

La besó en los labios sin dejarla responder. La besó con intensidad, de aquel modo acaparador.

Y de pronto, con aquel su ademán desconcertante, se puso en pie y dijo:

—Tenemos que ir a la estación.

—Es... verdad.

—A tía Cristina no le gustará encontrarse sola... Vístete, querida.

Siempre así, desconcertante. Apasionado de pronto y de pronto ausente, despreocupado. Tal vez por eso le amaba tanto. Porque nunca lo sabía seguro, todo lo contrario de Eloy y Tomás. Estos vivieron pendientes de ella hasta que la perdieron. Con Daniel, era ella la que vivía pendiente de él.

Se puso en pie y no dijo nada. Entró en la alcoba y Daniel la siguió con expresión reconcentrada.

Cris hacía preguntas y más preguntas. No se saciaba nunca. Daniel la tenía en sus brazos y respondía pacientemente. Tía Cris los contemplaba pensativa. Elvira supo que deseaba hacerle preguntas, pero no tan inocentes como las de Cris. Y cuando Daniel, con la niña en brazos, se dirigió al cuarto que había llenado de juguetes para la niña, tía Cris se inclinó hacia adelante y preguntó socarrona:

—¿Qué tal? Me parece, Elvira, que aquí no has cazado a nadie. Por el contrario, te han cazado a ti en la trampa. Este tipo llamado Daniel Rivas Alejo no es como Eloy ni como Tom. A éstos los dominabas tú de una forma u otra, pero los dominaste al fin y al cabo. Por el contrario, éste te domina a ti. ¿Y sabes? —añadió irónicamente—. Ahora me doy cuenta por qué no fuiste feliz con tu primer marido.

—Tía Cris...

—Meto el dedo en la llaga, ¿verdad cariño? —Se echó a reír alegremente y continuó—: Siempre fuiste un potrito, y claro, nunca te puse atalaje. Eloy tampoco supo ponértelo, por eso no lo amaste ni lo respetaste. Pero apareció Daniel... ¡Muy divertido! ¿Sabes, Elvira? Por un instante temí que Daniel fuera como su hermano, pero gracias a Dios sólo se pareció a su gemelo en el físico.

—Tía Cris, por favor...

—Sí, hija, sí, termino ya. Preguntarte si eres feliz, huelga. Se te ve en la cara. Basta observar cómo miras a tu marido —y con acento sarcàstico—: Y me pregunto, ¿te quiere él a ti del mismo modo?

Aunque tía Cris creyera lo contrario, no metió el dedo en la llaga hasta aquel instante. Pero esto nunca lo supo tía Cris.

Con acento indiferente, continuó:

—Daniel no es de los hombres que hacen números por las mujeres. Se casan con ellas y las estiman, las respetan, pero no las adoran, porque están demasiado habituados a ser adorados.

—¿Te quieres callar, tía Cris?

—Sí, hija. Condúceme a la alcoba que me habéis destinado, que tengo precisión de descansar un rato. ¡Ah! Y no creas que voy a quedarme en este asadero de Madrid el resto de mi vida. Yo no dejo mi villa abandonada. Ni creo que a tu hija, tras de tener tanta libertad, le agrade esta jaula de oro.

—No pensarás dejarnos —exclamó ella alarmada.

—Por un mes o dos no, pero luego os dejo. Y espero que me permitáis llevar a Cris. Te he criado a ti y no lo hice del todo mal. Has salido como un potrito irreflexivo, pero, aun así, has logrado alcanzar la felicidad. A Cris la criaré con rienda más estrecha.

—Cris no se irá de mi lado, tía —protestó enérgicamente.

—Muy bonito. Dice el refrán: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”. Así eres tú. Desagradecida y poco considerada.

—Tía Cris...

Esta, impertérrita, segura de su triunfo, añadió, haciendo caso omiso de la exclamación:

—Tú ya tienes compañía y tendrás más hijos. Yo estoy sola. Lógico es que desee una grata compañía.

—Nos tienes a nosotros. Has de vivir aquí.

—No, no. Yo no estoy habituada a los espacios limitados.

Entró Daniel en la estancia y respondió riendo:

—¿Espacios limitados Madrid, tía Cris?

—Sí, muchacho. Para mí, sí, porque aquí me limitaré a visitar un museo, ir a un cine o un teatro... Y allí, en mi pueblo, salgo a todas horas y puedo ir donde me da la gana sin necesidad de emperifollarme.

—Dice que se va, Dan —murmuró Elvira angustiada —. Y, además, quiere llevarse a Cris.

Daniel se aproximó a su mujer y le puso una mano en el hombro. La miró con ternura y murmuró:

—Se lo permitiremos, gatita. Iremos a pasar las Pascuas con ellas y el verano y muchos días más. Cris, antes de dormirse, acaba de decirme que no le gusta este piso. Que refiere la villa, con la tía.

—¡Ohl

—Tú te quedas bien acompañada, niña —rió triunfal la dama—. No hay que ser egoísta. Procura tener más hijos y Cris y yo vendremos a verlos cada vez que nazcan.

Y con sonrisa burlona, tía Cris salió de la salita.

Todo era silencio en el piso. Elvira consultó el reloj. Las doce de la noche, y desde las diez y media, Daniel se hallaba encerrado en el despacho. La joven se miró al espejo. Vestía una hermosa bata de casa de un tejido espumoso que la hacía parecer un hada. Se peinaba hacia atrás y no llevaba pintura en el rostro. Bajo la bata asombaban los pantalones del pijama.

Iba a acostarse, pero... Daniel, cuando finalizó la cena, dijo:

—Voy al despacho. Necesito poner en orden algunos apuntes. Mañana termina las vacaciones mi secretario y empezamos a trabajar. Tengo dos guiones, un ensayo y el encargo de una obra teatral y necesito activarlo. He holgazaneado mucho.

Se aproximó a la puerta. Iría al despacho. No podía acostarse sin saber lo que hacía Daniel, Atravesó el pasillo y se dirigió al otro extremo del piso, donde su marido tenía el estudio. Titubeó antes de empujar la puerta. Al fin lo hizo. Tras la gran mesa llena de papeles estaba Daniel. Una luz portátil que partía del tubo, daba sobre su cabeza e iluminaba justamente el objetivo de sus manos.

—Dan...

El escritor levantó la cabeza y esbozó una sonrisa.

—Pasa — dijo—. Estaba entretenido.

Avanzó y se apoyó en la mesa.

—¿Qué haces?

—Te has casado con un hombre muy ocupado, gatita. ¿Te das cuenta de ello?

—Me... la estoy dando.

—Pasarán días en que apenas sí te veré. Además de escribir la obra teatral, tendré que dirigirla. ¿Te haces cargo?

—Me veo muy sola...

—Tendrás que admitirme así, Elvira. Un escritor no siempre se debe a sí mismo.

—No sé si... podré asimilarlo.

Daniel la contempló pensativamente. De pronto se levantó y fue hacia ella. Sin decir nada, con aquella calma que lo caracterizaba, la atrajo hacia sí y la dobló sobre su pecho. La miró hondo a los ojos y Elvira parpadeó.

—Gatita — dijo muy bajo, con los labios en la mejilla femenina—, tendrás que asimilar eso y mucho más. Tendrás que ver con calma cómo tu marido aparece en las páginas de los periódicos junto a actrices de teatro y estrellas de cine. Tendrás que pasar muchas noches Sola, porque yo me veré precisado a permanecer horas y horas en los camerinos.

Trató de desasirse.

—No... podré —balbució.

El no la dejó escapar.

—Y pensarás que soy tu esposo y que eres mía. Y que yo soy tuyo. Eso, gatita, será un gran consuelo.

—Pero... —se sofocó—, ¿lo eres en realidad? —y con desesperación, preguntó—: ¿Me quieres?

Al pronto, Daniel no la comprendió. La apartó un poco para mirarla, y de súbito se quedó muy serio, fijos los ojos en los ansiosos de ella.

—Elvira —exclamó roncamente, con un acento que ella no le había oído hasta aquel instante—, gatita mía; ¿cómo lo has dudado? Eres toda mi vida —añadió bajísimo, al tiempo de besarla muy despacio, con ternura indescriptible—. Toda mi vida, gatita. Y vaya o no con otras mujeres, para mí la única eres tú.

—¿Desde... cuándo? —preguntó apenas con un hilo de voz.

El la contempló extrañado. Y, de pronto, la apretó de tal modo que ella perdió la respiración.

—¿Desde cuándo? ¡Cielos! Desde el momento que te vi. ¿Es que no te lo dije nunca?

—¡Nunca!

—¡Dios de Dios, gatita! Es imperdonable. Claro que te quiero. ¡Tanto y de tal manera...! ¡Tanto, sí, que...!

Pero no continuó. La perdía en su brazos. Y la luz portátil pareció sonreír parpadeante y Elvira sintió a Daniel de tal modo dentro de sí, que desde aquel instante, no tuvo miedo a perderlo. Era suyo, como antes lo fue Eloy, pero con una diferencia. A Daniel no podía perderlo y no lo perdería. Daniel no era un muñeco ni un niño. Daniel era un hombre y se lo estaba demostrando.

FIN