VIII

Lo observaba todo con curiosidad. Las personas y las cosas. Y hechas las observaciones preliminares, cuando aquella noche se retiró al regio aposento que tía Cristina (le gustaba tía Cristina) le había destinado, se tendió en la cama y meditó. Era dado a la meditación y a desmenuzar los temperamentos humanos. Aquélla era, como el que dice, su profesión. Un buen sicólogo para el que nada pasaba inadvertido.

Encendió un cigarrillo y fumó despacio. El ventanal estaba abierto, y por él se veía la clara noche y las estrellas que se perdían en la oscuridad.

Sintió la muerte de Eloy, pero no era hombre — como Elvira no era mujer— que se pasara la vida lamentando lo inevitable. Pero estaba allí, en la casa donde Eloy vivió, amó y tuvo una hija... ¿Qué grado de intensidad ligó a Eloy a aquella casa y aquellos seres tan distintos a como los había imaginado? La última vez que vio a Eloy en Madrid, no parecía muy satisfecho de la vida, y se abstuvo con obstinación de hablar de su esposa. Muy curioso. El imaginó una esposa apagadita, pueblerina, tímida... Y hete aquí, que era todo lo contrario.

¿Y Tomás Gaite? Lo conoció aquella misma noche. ¿Qué papel representaba Tomás en la vida de Elvira? Tía Cristina se lo dijo en secreto:

“—Fueron novios desde niños. Lo dejó por tu hermano, pero ‘ahora parece que la constancia de Tomás vence la resistencia de Elvira.”

¿La vencía? ¡Hum! Había mucho por dilucidar sobre ello. Y no era nada fácil. Elvira no era una mujer sencilla, aunque a primera vista lo pareciera. Era sincera, sí, pero en su misma sinceridad estaba la difícil comprensión. Una paradoja extraña, pero era así.

Que el galeno de ojos apagados la amaba, era indiscutible. Pero... era muy fácil amar a una mujer como Elvira, si bien para hacerla feliz había que comprenderla mucho, y no era tan fácil. Tomás no la comprendía en absoluto.

Tiró la punta del cigarro por la ventana y se quedó, ensimismado. Poseer a Elvira era una ventura y a la vez un tormento. Sí, un tormento delicioso... A él le gustaba aquella clase de tormento. Detestaba las situaciones fáciles, así como las mujeres sencillas. Por eso le gustaba Elvira. Porque sí, le gustaba. Y presentía que aún había que gustarle más. ¿Qué misterio temperamental ocultaba aquella muchacha bajo el brillo azulado e intrigante de sus ojos? Eloy no pudo ser feliz a su lado ni ella pudo serlo. No era Eloy hombre que comprendiera temperamentos como el de Elvira.

Sonrió. Se quedaría allí unos días, tal vez un mes. Pensaba descansar de sus actividades mundanas, y nada mejor que la apacible mansión provinciana.

Se tiró del lecho y procedió a desvestirse. Se dio un baño y volvió a tenderse en la cama.

—Tomás Gaite —deletreó, ya casi dormido.

¿Qué significaba para Elvira? ¿Un desquite? ¿Una pasión? ¿Un pasado? ¿O simplemente un hombre al que se aferra una mujer desorientada?

—¿Y has vivido siempre en esta ciudad?

—Desde que salí del colegio y antes de ir a él.

—Y nunca te aburriste — dijo sin preguntar.

Se hallaban ambos en la terraza, bajo la plácida sombra de una enredadera. Elvira vestía las mismas ropas que el día anterior, y descansaba en la extensible con un cigarrillo entre los labios. Frente a ella estaba Daniel y la contemplaba cocn interés. Fumaba y expelía el humo lentamente, como si con ello sintiera hondo placer.

—Nunca me aburro en ninguna parte. Una simple flor que necesita agua y yo se la sirvo, me divierte.

—¿Y Eloy... también te divirtió?

Esperaba aquella pregunta o una parecida, desde el día anterior. Por eso no se asombró o contestó con naturalidad, lo cual sirvió para definir mejor su carácter ante el hombre observador.

—Eloy fue para mí el hombre maravilloso.

—¿Siempre?

—No. Sólo durante una temporada.

—¿Volubilidad tuya... o inconstancia por parte de él?

—¿Te... interesa mucho saberlo?

—Verás —y se inclinó un poco hacia adelante—, no es que me importe demasiado. Me intriga. Después de conocerte no concibo que te casaras con Eloy.

—¿De quién tienes mal concepto, de Eloy o de mí?

—A ti apenas te conozco. El concepto que siempre tuve de mi gemelo, no fue muy halagüeño.

—Prefiero hablar de otra cosa. — Y con ironía que desconcertó a Daniel, completó: —No me gusta criticar a los muertos.

Daniel echó la cabeza hacia atrás, y dijo bajo, sin mirarla:

—Tienes más madera de amante que de esposa, pero hay que hacerte esposa para que seas amante.

—¿Es... un piropo?

—No, por cierto. Es una definición de tu persona.

—Una definición temeraria, ¿no crees?

—Sé que no te quedarás en la lengua la respuesta.

—Te equivocas. No soy lo bastante madura como para comprenderte, y tu hermano no me proporcionó mucha experiencia.

—¿Y... Tomás?

—Cuidado, Daniel. Detesto las insinuaciones dudosas.

—Perdona. Aquí me he equivocado yo.

Y se puso en pie aproximándose a la balaustrada. Sin volverse, de espaldas a ella, dijo:

—¿Sabes que nunca pedí a una mujer que se casara conmigo?

Elvira no respondió. Con la ceja alzada se quedó mirando la espalda cuadrada de su cuñado. Este se volvió en redondo y añadió de modo indefinible:

—Si sigo mucho tiempo a tu lado, presiento que voy a pedirte que te cases conmigo.

—Y supones que yo aceptaré.

—Exacto.

—Voy a creer que eres un vanidoso.

—Nada más lejos de mí. No se trata de vanidad — se acercó a ella y la contempló analítico desde su altura—. Para mí vas a ser la mujer desconocida a quien hay que poseer para saber exactamente cómo piensa. Por lo regular —añadió un si es o no burlón—, la mujer de hoy lo lleva todo en la sonrisa. Sólo la necesidad de marido que la proteja o la sostenga. Tú no necesitas de ninguna de ambas cosas. En el supuesto de que te casaras conmigo, yo supondría... ¿Sabes lo que supondría?

—Me estoy divirtiendo. Continúa.

—La continuación de Eloy...

—¿Cómo?

—El muerto fue para ti como una especie de enigma. Un hombre que de tan conocido resultó desconocido, porque a la hora de su muerte te desconcertó. Yo sería lo contrario de ese muerto.

—Daniel, eres un visionario.

—Tal vez. Pero, dime, y sé sincera: ¿amaste a Eloy? ¿Fue para ti el hombre que esperabas que fuera, o se convirtió en una lamentable decepción?

—¿Por qué supones que pienso contestarte?

—Porque si no lo hicieras no sería la mujer que yo veo en ti.

—Tienes razón —contestó—. Pienso contestarte. Y te lo diré en dos palabras. Me casé con un hombre y encontré otro en el mismo hombre. ¿Te das cuenta?

—Me la doy.

—Pues ya lo sabes. Hazme el favor de soslayar este tema en el futuro.

—No sé si podré.

—Tendrás que poder si deseas qüe te dé conversación.

—Elvira... ¿Va a estar aquí mucho tiempo?

Ya sabía que era su obsesión. También lo estaba siendo para ella. Era Eloy, pero con algo distinto, algo que le atraía de modo definitivo. ¿Hacer de nuevo daño a Tomás? ¡Oh! Ella no era mujer que mirara hacia los lados. Miraba al frente y buscaba en la vida la satisfacción personal. Que todos hicieran igual.

—No lo sé.

—Te mira tanto...

—No puedo evitarlo, Tom.

—Es cierto. Dijiste que nos casábamos para principios de invierno.

No estaba muy segura de poder hacerlo. Daniel había llegado a estropearlo todo.

Soslayó el tema. Cuando lo vio alejarse no sintió pesar. ¡Si ella pudiera comprender a Tomás! Pero nieso. En el fondo lo despreciaba un poco por ser como era.

—No lo amas —dijo la voz de Daniel, tras ella.

Se volvió y se echó a reír con desenfado. El la admiró; la admiró por su belleza y por aquel temperamento tan distinto de todas.

—¿Y te importa mucho?

—No, ciertamente, pero sigo el proceso un tanto divertido. En cierta ocasión dejaste a este hombre por casarte con otro que te atraía. ¿Nunca mides al amor desde más hondo?

—No lo encontré aún. El verdadero al menos, no.

—Y te gustaría encontrarlo.

—Pues sí — lo miró con franqueza —. Me gustaría sentir un continuo arrebato.

—Eso no es amor.

—Es el único que concibo.

—Te propongo una cosa, Elvira.

—¿Y bien?

—Cásate conmigo. Haz tu maleta, toma a tu hija de la mano y sigúeme a través del mundo y de la vida. Tal vez yo pueda demostrarte que hay amor y arrebato y ternura y placidez en una súbita pasión.

—Y sería tu amante.

—Esposa y amante, todo a la vez. Eloy te perdió porque sólo supo ser tu esposo. Yo seré las dos cosas.

—Y supones que ello me proporcionará la felicidad.

—Estoy seguro.

Se rió alegremente y se alejó sin responder. El no la siguió... Giró en redondo y entró en la salita. Allí estaba tía Cristina, con cara de pocos amigos. Daniel se dio cuenta de que había oído y se dispuso a despejar el ceño fruncido de la dama.

—Tía Cris —dijo, sentándose frente a ella—, ¿por qué quieres, hacer de Elvira una esposa monótona?

—Elvira es un espíritu aventurero —rezongó la dama—. Y me parece que tu llegada aquí la desconcertó.

—Lo cual, a tu entender, hubiera sido mejor que no viniera.

—Eso es. Déjala en paz. Así empezó tu hermano. ¿Y qué? ¿Le dio la felicidad prometida?

—No esperarás que se la dé Tomás Gaite,

—Al menos le dará un cariño reposado y tranquilo.

—Que hastiará a Elvira antes que la comprensión de mi difunto hermano,

La dama, impaciente, exclamó:

—¿Por qué ha de ser así el ser humano? Yo nunca pedí imposibles a la vida. Muy al contrario, me conformé con lo que ésta me proporcionó, y si bien no fui interisamente feliz, fui lo bastante dichosa para no lamentar haber venido a este mundo.

—Si todos pensáramos y sintiéramos como tú, la existencia sería como un juego de pelota simple; pero eso no es posible.

—Daniel, no conozco la retorcida retórica de la vida. Hazme el favor de hacer tu maleta y marcharte. Tu mundo no es éste.

—Perdona, tía Cris, pero no puedo obedecerte. Voy a decirte algo que quizá te maraville, o te alarme. No lo sé.

—Di lo que quieras y acaba pronto, y sobre todo, no busques frases retorcidas ni conceptos para mí incomprensibles. Soy sencilla y entiendo de la vida la parte ídem.

—Es esto. Nunca pensé casarme. Es más, abracé mi soltería hace algunos años. Viví y vivo como un ser libre, y jamás, hasta ahora, sentí deseos de cambiar de estado.

—Magnífico. Pues sigue tu camino. Y deja este hogar tal como está.

—Eso es lo no podré hacer, porque de súbito siento deseos de cambiar de estado.

Tía Cris se agitó.

—¿Con Elvira? —preguntó casi enfadándose.

—Sí, con Elvira. Mi decisión es definitiva.

—Hijo..., voy a detestarte.

—¿Por hacer feliz a una mujer desventurada?

—¿Desventurada? ¿Y tan poderoso te consideras?

—No, muy al contrario. Lo que pasa es que me encuentro con facultades de dar a Elvira aquello, precisamente, que espera de la vida.

Tía Cristina se le quedó mirando y no pestañeó. Daniel Rivas Alejo sonreía beatíficamente.