III

Don Tomás Goita penetró en el comedor, dio los buenos días con un gruñido, dejó el maletín sobre una silla y se sentó en otra frente a su hermana que le servía el desayuno en aquel instante.

Don Tomás no era un viejo ni mucho menos. Apenas si había cumplido los treinta años y llevaba cinco de profesión como médico titular en su ciudad natal. Pero si bien era joven, su carácter agrio le hacía pasar por un hombre de más edad. Era moreno y tenía los ojos oscuros de bondadosa expresión.

Aquella mañana parecía menos comunicativo que otras veces, y su hermana Esther, dama cuarentona y chismosa, que todo lo sabía, exclamó al verlo llegar y en respuesta a su saludo matinal:

—Esta noche te he sentido salir dos veces. ¿Quién está enfermo?

Tomás no contestó. En aquel instante procedía a untar con mantequilla un trozo de pan y se echaba más azúcar en el café.

—Si ya está muy dulce.

Tomás tampoco hizo objeciones. Tomó el café, comió la rebanada de pan, y luego usó la servilleta.

—Hace un día espléndido —indicó su hermana, que no se daba por vencida tan fácilmente —. El verano rejuvenece a una. ¿Sabes quién llegó ayer? Lo he visto bajar del tren. Yo estaba en la estación, con las niñas de Paloma. Esperaba el periódico. Ya sabes, ¿no?

Tomás indicó que sabía por medio de un gruñido. Esther, que por lo visto estaba habituada a los adustos silencios de su hermano, prosiguió impasible:

—Eloy Rivas. ¿Sabías que iba a Madrid? Yo lo supe por casualidad. Pues regresó ayer. ¿Sabes que lo encuentro muy delgado? Lo hablamos Paloma y yo. Ese hombre desmejoró mucho de un tiempo a esta parte. Yo creo que tendrá la culpa la esposa. ¡Qué mujer más orgullosa! No me explico cómo un día pensaste en ella.

El gruñido de Tomás fue esta vez tenue. Esther continuó como si no se diera cuenta:

—Nunca me gustó Elvira Campomanes. Con tanto dinero y tanto modernismo... En fin. El otro día, mientras el marido estaba ausente, ella aparcó el auto ante la cafetería Central, y ¡hala!, se sentó en la terraza, como una chica soltera y sin compromiso.

Tomás se levantó. Cogió el periódico y fue a sentarse en una extensible, cerca del ventanal. Este mutismo e indiferencia no intimidó a Esther, que, como todas las mañanas, ponía a su hermano al corriente de todos los chismes de la ciudad.

—Dicen que se lleva mal con su marido. Nuestra asistenta, que va a lavar la ropa a villa Elvira dos veces por semana, dice que la servidumbre le contó cosas muy curiosas. Como por ejemplo, que duermen en alcobas separadas. Que apenas si se hablan. Que ella parece indiferente a todo, y que él, Eloy, se pasa la vida tendido en el jardín a la sombra de un árbol o bien jugando en el club. Ya ves tú para qué sirve el dinero. Es lo que yo digo; el dinero no hace la felicidad.

Se levantó y empezó el servicio. Lo puso en una bandeja de plástico, y de pie junto a su hermano que no la “veía”, siguió diciendo:

—Es como a la niña de Estrialgo... ¿No sabes lo que le ocurrió? — Y sin esperar respuesta, añadió—: La dejó el novio compuesta y sin boda. Para morirse. ¿Y ya sabes lo que Encarnita Ensenada? Va a tener un hijo. Una verdadera vergüenza. También dicen que a Ricardo Delgado le tocó la quiniela.

Tomás se puso en pie tras de doblar el periódico. Dejó éste sobre la mesa y alcanzó el maletín.

—¿Qué avisos tengo para esta mañana? — preguntó con su habitual inexpresividad.

A Esther no debió extrañarle la frialdad de la pregunta, porque se limitó a decir:

—Tienes seis. La mujer del carnicero, que está en trance de parto. La hija de los Mella, que tiene sarampión. Ernesto Aguado, que no sé lo que tiene.

—¡Qué extraño —dijo Tomás con ironía — que tú no sepas lo que tiene!

Esther no se dio por aludida. Con indiferencia dijo:

—Es que llamó la criada y no esperó mis preguntas.

—Te he dicho muchas veces que te limites a coger los recados. No tienes que hacer pregunta alguna.

—Bueno, he de saber si son o no urgentes. Tú me lo has dicho muchas veces, ¿no?

Tomás alzóse de hombros.

—Abrevia — cortó—. ¿Quiénes son los otros?

—La hija de Asunción Juesada...

Tomás la miró burlón.

—¿No sabes qué mal aqueja a Asuncionita?

—Bueno..., pues...

—No te esfuerces. Iré al terminar la consulta.

—Pero, Tomás, puede ser algo grave...

El médico alzóse de hombros. Conocía a Asuncionita Quesada y a su hermana. Quesada era un rico chatarrero de la ciudad. Tenía dos coches propios, un palacio ostentoso, y Esther deseaba que Asuncionita se convirtiera en su cuñada. Espera tenía Asuncionita...

—¿Quiénes son los otros dos?

Esther respetaba a su hermano, aunque en cuestión de chismes no diera importancia alguna a sus silencios. Pero cuando se ponía en plan profesional, Esther no ignoraba que ella llevaba todas las de perder. Así, pues, sin insistir, dijo.

—El quinto aviso no dieron nombres. Dijeron que fueras cuanto antes por el primer piso de la calle Real. Y el sexto fue... de villa Elvira.

Los pequeños ojos de Tomás brillaron por un instante. Apretó el maletín, tomó la nota y salió a paso largo.

—Por aquí, señor...

Tomás siguió a la doncella a través del largo pasillo, mullidamente alfombrado. Al final de aquél le esperaba Elvira Campomanes, alta, esbelta, vestida con negros pantalones y un jersey del mismo color, descotado y sin mangas. Se sonrieron amistosamente. Ante Elvira, Tomás no gruñía. Hablaba con cálido acento, y se notaba que aún amaba a aquella mujer que fue su novia y que le dejó plantado sin ninguna explicación.

—¿Qué le ocurre a Cris?

—Pasa. No creo que sea nada extraordinario. Se levantó con fiebre y volvió a acostarse.

Los dos pasaron al interior de la alcoba. Tomás se inclinó hacia la niña y le hizo una carantoña.

—Quiero levantarme, Tomás — dijo la pequeña —. ¿Verdad que no tengo nada?

—Vamos a saberlo en seguida. — Se sentó en el borde de la cama y tomó entre las suyas una mano de Cris —. Me parece, pequeñita, que ayer tomaste mucho sol.

—Estuve en el Pinar con la señorita.

Tomás miró a Elvira de modo reprobador.

—¿Por qué la dejas?

—No quiero que salga una niña enclenque. Me gusta que haga deporte y se habitúe al aire libre.

—Pero en el Pinar hay corrientes.

—¡Bah!

Estaba en pie al lado de la cama. Tomás pensó que era tremendo amar tanto a aquella mujer y tener que renunciar a ella. Si por lo menos Elvira fuera feliz... Pero no lo era. Le constaba que no lo era. En eso sí tenía razón su hermana. Claro que Esther le daba toda la culpa a Elvira. El no. El conocía a Elvira. No en vano creció junto a ella. Elvira era una criatura cuando él ya pensaba casi con sensatez. Y la amó, desde que Elvira hizo la primera comunión. Por eso no podría olvidarla jamás, no podría tampoco guardarle rencor por lo que hizo. ¡Era tan niña cuando se casó!

Auscultó a Cris y se incorporó.

—Nada importante —dijo—. Unas anginas que pasarán cuando haya tomado esto que le voy a recetar. — Miró a Cris—. Y para otra vez, pequeña, ten más cuidado con las corrientes del Pinar.

Salió tras Elvira. Se detuvieron en la antesala.

—Mañana podrá corretear por el jardín.

Le entregó la receta y asió el maletín.

—¿Y Eloy? Regresó ayer, ¿no?

—En el tren de la noche.

—Pasé por Rialto y no le vi allí esta mañana.

—Creo que aún no ha salido de su habitación.

Lo dijo con naturalidad, indiferentemente. Tomás la miró escrutador.

—Elvira— dijo de pronto—, me parece que...

—Que no te parezca nada, Tom. Es lo mejor.

—Lo siento por ti. Y por él también.

—Ya abordamos ese tema muchas veces, Tom — dijo caminando a su lado hacia la escalinata principal—. ¿Y qué sacamos con ello? Si hubiera que repetir, repetiría.

—Lo que demuestra tu terquedad.

—Ya sabes que fui terca desde niña.

—En el pecado llevas la penitencia.

—Te equivocas — rió —. No estoy arrepentida.

Ya estaban en la terraza. Tomás se detuvo y la miró serio.

—Muchas veces te pregunté por qué lo hiciste.

—Sí.

—Y siempre contestas con evasivas. ¿Puedes responder más concretamente?

—¿Y para qué? Tal vez —dijo con su habitual indiferencia — te hubiera ofendido, y no quiero. Eres mi mejor amigo.

—Me amabas.

—¿Estás seguro Yo no, Tom. Eras el primer novio. Eso ilusiona a un jovencita. Cuando apareció otra ilusión, ya ves, me olvidé de ti. Quisiera que me guardaras rencor.

—No puedo.

—Es una lástima —rió tranquilamente—, porque yo no te compadezco.

Siempre terminaban así sus conversaciones. Por eso huía de ella, o creía huir, pues al final corría a su casa en la primera ocasión que se le presentaba. Y era como un cilicio verla, desearla, amarla y saber que nunca sería suya. Y era lo bastante egoísta para sentirse consolado ante la indiferencia que existía en aquel matrimonio.

—Creí que no te levantabas.

Eloy encendió un cigarrillo y expelió el humo con lentitud. La miró. Elvira se hallaba tendida en una extensible de la terraza y tenía una revista de modas desplegada ante los ojos. Fue hacia ella y se sentó enfrente, en otra extensible. Miró a lo alto, y sin bajar los ojos dijo:

—No pensaba levantarme, pero el sol llegó hasta mi cama y me instó.

—¿Desayunaste?

—Sí. Fui a ver a Cris.

—Tomás dice que no será nada.

—No tiene aspecto de gravedad.

—Tú sí lo tienes —exclamó ella de pronto—. ¿Qué te ocurre?

Eloy, sin mirarla, preguntó:

—Pues, ¿qué me ocurre?

—Estás pálido y macilento. De un tiempo a esta parte has desmejorado notablemente.

Eloy emitió una risita ahogada. Con acento jocoso, dijo:

—Te convenía que, en efecto, me ocurriera algo grave.

—No tienes derecho a decir eso.

—Perdona — la miró. No había rencor ni frialdad en sus ojos. Diríase que le profesaba afecto paternal—. No eres feliz a mi lado, Elvira. No supe llegar a ti.

—Pero llegaste.

—¡Oh, sí! Llegué a ti de modo superficial, pero no es así cómo un hombre ha de llegar a una mujer. No hay comprensión por tu parte ni por la mía. ¿Que tengo yo la culpa? Tal vez. ¿O la tendrás tú?

—Hace mucho tiempo que decidimos no hablar de nosotros.

El no contestó a eso. Meditaba, y de pronto exclamó con acento indefinible:

—Elvira, voy a pedirte un favor. Un favor que para ti quizá carezca de importancia, pero para mí la tiene y mucha. Si a mí me ocurriera algo, prométeme que si Daniel, mi hermano, viene aquí a verte, a conocerte y a conocer a su sobrina...

—¿Pero qué estás diciendo...?

Eloy continuó con la misma indefinible entonación:

—Nunca le digas que no hemos sido felices.

—¿Y por qué no lo somos? —preguntó ella por toda respuesta.

—¡Oh, eso es algo que no tiene explicaciones! No somos los primeros ni los últimos. Y tenemos una gran ventaja sobre los demás. Nos respetamos y soportamos esa falta de felicidad que la vida nos niega.

Elvira inclinóse hacia adelante y clavó los hermosos ojos en el pálido semblante de su marido.

—¿Y qué te importa Daniel? —preguntó ella de súbito—. Desde que te he conocido es la primera vez que lo recuerdas.

—Te equivocas. Es la primera vez que lo nombro, pero no la primera que lo recuerdo.

—De todos modos, no permitiré que nadie, ni siquiera tu hermano, se inmiscuya en nuestra vida. Nada tenemos que reprocharnos uno al otro. Nos equivocamos al casarnos. Yo no tengo de qué culparte. No me amas... Confundimos, tanto tú como yo, una simple atracción física con el amor. ¿Puede alguien culparnos de esa equivocación?

—Ciertamente, no. Pero, no deja de ser doloroso.

Elvira se echó a reír con desenfado.

—Querido Eloy... ¿Es que te has vuelto un sentimental? Recuerda que los dos, de mutuo acuerdo, hemos decidido esta vida.

Eloy se puso en pie, y lanzó lejos el cigarrillo. De espaldas a ella quedó contemplando el hermoso panorama del jardín.

De pronto dio un paso al frente y se alejó.

Elvira quedó desconcertada. ¿Qué le ocurría a su marido? No le importaba gran cosa. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. No quería pensar. ¿Para qué? No merecía la pena. Ella había perdido la ilusión de vivir como esposa amante. No culpaba de ello a Eloy. Los dos eran culpables.