V

Elvira no era mujer solapada. Desde niña se acostumbró a dar a cada cosa su nombre y no ruborizarse por ello. Por eso aquella noche, cuando tras la comida entraron ambos en la salita contigua al comedor, ella exclamó:

—¿Sabes lo que dice tía Cris?

Eloy se hundió en una butaca, cruzó una pierna sobre otra y encendió un cigarrillo del que expelió el humo con placer, antes de responder burlonamente:

—Detesto a tu tía.

Elvira vestía un bonito modelo de tarde, de firma cara. Calzaba altos zapatos y el cabello negro, corto y brillante, levemente ondulado, lo peinaba hacia atrás. Estaba verdaderamente seductora, pero a Eloy no pareció impresionarle dicha belleza. Pasó la mirada por el cuerpo de su esposa y la detuvo un instante, un solo instante, en las bellas piernas, coquetonamente cruzadas una sobre otra.

—Hasta hace poco... — dijo Elvira pensativamente— ella también te detestaba a ti.

—Lo sé. No me perdona nunca que dejaras al sesudo Tomás Gaite para casarte conmigo.

—Eso es. Pero ya no te detesta.

Eloy esbozó una burlona sonrisa, si bien no hizo comentarios.

—Desde que asegura que estás enfermo — continuó Elvira indifernte —, te tiene lástima o simpatía.

—Te aseguro que no se lo agradezco. Pero sí me gustaría saber lo que dice con respecto a mí.

—En primer lugar — sonrió Elvira al tiempo de encender un cigarrillo y balancear despreocupadamente el pie primorosamente calzado —, asegura que estás enfermo, que has ido a Madrid a ver a un especialista.

—¿Sí?

—Y asegura, asimismo, que me amas.

Eloy no esperaba aquellas palabras. Alzó vivamente la cabeza y se quedó mirando a Elvira fijamente, como si la conociera en aquel instante, y estuviera observándola desde lo más profundo de su ser. Elvira sostuvo valientemente la mirada y se echó a reír con su aparente despreocupación habitual.

Por un instante se oyó en la salita el tictac del reloj. Tal era el silencio que se cernió de súbito entre los dos. Lo rompió ella para añadir con estudiada indiferencia:

—Supongo que es otra de las equivocaciones de tía Cris.

—En lo que respecta a nuestro matrimonio, tía Cris no se equivocó.

—Sugieres que ahora tampoco...

—Nada nos une...

—Entonces...

Eloy se puso en pie. Como horas antes se acercó al ventanal y miró hacia el jardín. Era bonita la noche, impresionante por su claridad. La luna jugaba sobre los arbustos del jardín y ponía en sus verdes ramas caprichosos arabescos. Sí, era quieta la noche, seductora, invitadora. Pero, ¿qué podía invitarle a él?

—Eloy... — dijo Elvira de pronto, avanzando hacia él—, ¿qué nos ocurre?

El dio la vuelta en redondo y quedó erguido ante ella. Era bastante más alto y su pálido semblante tenía en aquel instante una rara crispación.

—¿Nos ocurre algo, Elvira?

—Es lo que te pregunto. ¿Estamos equivocados? Acaso tengamos careta y ocultemos nuestros verdaderos sentimientos.

—¿Tú... qué crees?

—Pienso analizarme desde este instante. Por dos veces oí esta tarde que te amaba. No soy mujer falsa ni dispuesta a perder el tiempo con engaños fuera de lugar. Eres mi marido, el padre de mi hija. Me casé contigo queriéndote.

—¿Y bien?

—Si te sigo queriendo te lo diré — apuntó rotunda, yendo hacia la puerta—. Espero que tú me imites.

—Yo no te amo — dijo él con fiereza—. Me deslumhraste, me casé contigo ciego. No eres vulgar, eres muy bonita. No hay motivo, pues, para no amarte y, no obstante, no te amo. ¿Quieres más sinceridad

—No. — Y serenamente añadió—: Eres encantadoramente sincero. Buenas noches, Eloy. Espero que no estés tan enfermo como Cris asegura.

—No lo estoy en absoluto.

—Me alegro. Buenas noches.

—Buenas noches.

La vio alejarse y se quedó plantado en medio de la estancia, con las piernas abiertas, las manos en los bolsillos del pantalón y una extraña mueca en los labios.

De pronto giró en redondo, apretó el botón de la luz y la estancia quedó en tinieblas. Se tendió en el diván y entrecerró los ojos.

Como cinta retrospectiva, acudió a su mente la llegada a aquella ciudad. El deslumbramiento que le cegó al ver a Elvira Campomanes. Fue como una ceguera. La quiso y la deseó como un loco. Era la primera vez que amaba de aquel modo. Había amado a una mujer cada día en el transcurso de aquellos años pasados. Pero nunca sintió por mujer alguna lo que sintió al conocer a Elvira. Fue fácil su conquista. Ella demostró sentir por él la misma atracción.

Se casaron a los pocos meses. Fue como un cuento de hadas, un cuento demasiado corto.

¿Si la seguía amando? Durante un tiempo, y dado la frialdad de ella, creyó que el deslumbramiento había pasado. Pero al verse tan cerca de la muerte... Tenía razón Cris. Sí, la tuvo cuando se casaron contra su deseo y vaticinó un fracaso, la tuvo más tarde al darse cuenta de que el espejismo se desvanecía. Y la tenía ahora. El estaba enfermo y amaba a Elvira. Sí, sí, volvía a amar a Elvira. Pero... ¿qué importaba eso? Iba a morir. Y prefería que Elvira lo recordara como un hombre detestable. De ese modo pronto pensaría en otro. Era joven y hermosa, temiblemente hermosa. Otro hombre, más afortunado que él, apareciera en su vida, y Elvira se aferraría a él; porque no la perseguiría ningún recuerdo grato. Había sido cobarde. Lo fué al malgastar su fortuna, al vivir después a costa de su esposa, lo estaba siendo al temblar ante la muerte. Pero al menos, que a la hora de perderlo todo, alguien, Elvira, se diera cuenta de que en medio de su cobardía había sido un valiente.

Era... Era muy doloroso, pero... Se incorporó. Gotas de sudor perlaban su frente. ¿Cuánto tiempo podría disimular? El especialista había dicho que el grave mal minaba silenciosamente, que el corazón no respondía... Sería maravilloso quedarse así y no despertar jamás. ¡Oh, sí! Así, para que nadie comprendiera lo que sufría.

Imaginó lo que ocurriría después. Elvira, tan personal, tan suya, tan temperamental, se negaría a vestir de negro. Y ante los reproches de tía Cris se exasperaría diciendo:

“—No le guardé consideración de vivo, ¿por qué voy a guardársela de muerto?”

Y la dama aduciría por su parte, roja de indignación: ”

—”Fue tu marido, el padre de tu hija. Al mundo no le importa que os hayáis llevado mal.”

“—Nos hemos llevado bien, tía Cris — diría Elvira—. Nunca nos hemos tirado los trastos a la cabeza. Nos hemos dicho todo lo que consideramos conveniente con la sonrisa en los labios.”

Elvira era así. Elvira era mujer para un hombre más inteligente. El nunca supo comprenderla.

Y no vestiría de negro. Le haría un funeral de primera, con órgano y colgaduras brillantes, y luces deslumbradoras. Y Elvira asistiría a aquel funeral y admitiría el pésame de sus amigos con una tibia sonrisa indiferente. Y la vida continuaría para ella. Y un día no muy lejano, Tomás Gaite iría a su casa y le diría:

“—Elvira, podemos reanudar lo que dejamos en aquella época.”

Y Elvira respondería:

“—Tienes razón, Tom; pongamos una laguna entre aquella época y ésta.”

Y serían felices.

Se puso en pie y apretó las sienes con las dos manos. Sentía que el corazón palpitaba locamente. Las piernas se negaban a sostenerlo. Tambaleándose, fue hacia el conmutador de la luz, pero no pudo alcanzarlo. Cayó de rodillas y se quedó así, inclinado hacia adelante, mirando a Elvira en brazos de Tom. Era una visión horrible. El... la había querido. Era tremendo que Elvira no se diera cuenta de ello. Muy desolador. De pronto, algo muy dulce, consolador, le invadía. Era una sensación de gracia, de paz. Como si todos los sufrimientos cesaran allí. Como si el cuerpo y el alma se separaran y ambos le produjeran una infinita paz.

Elvira se desperezó y abrió un ojo. Qué ruidos más raros había en la casa. Le pareció incluso que alguien gritaba. Fue a tirarse del lecho cuando la puerta se abrió y apareció tía Cris en el umbral, blanca como el papel.

—Elvira — dijo sofocada—. Elvira.

Esta se tiró del lecho y se puso la bata con precipitación.

—¿Qué ocurre? ¿Qué hora es? ¿Y qué haces aquí?

—Calma. Son las siete de la mañana.

—¡Cielos! ¿Desde cuándo madrugas así?

—No es ocasión de ironizar, Elvira. Ocurre algo grave, muy grave.

—¿Cris?

—¿Por qué Cris precisamente? ¿Es que no tienes más ser querido que Cris?

—Detesto la retórica en momentos graves — adujo yendo hacia el tocador y pasando el cepillo por e] pelo—. Presiento, tía Cris, que vas a darme una mala noticia.

—En efecto. Tu marido apareció muerto en la salita. Arrodillado junto al conmutador de la luz.

Elvira no se movió rápidamente. A través del espejo miraba a su tía, fija e hipnóticamente.

—Elvira... ¿Me has oído?

Asintió con un movimiento de cabeza.

—Los médicos, entre ellos Tomás, están en la salita. Parece ser que fue debido a un colapso. ¿Me oyes, Elvira?

Asintió otra vez. Dio la vuelta y fue a sentarse en el borde del Jecho. Miraba el suelo con fijeza, como si estuviera sola, y de pronto perdiera la noción del tiempo y de las cosas.

—La doncella — siguió informando la dama—, cuando lo encontró allí, decidió llamarme a mí primero. Yo le di orden de llamar a los médicos.

Elvira levantó los ojos.

—Eres — dijo inexpresivamente — muy previsora. Me vestiré en seguida. Bajaré... Ve tú abajo.

La dama la contemplaba escrutadoramente.

—¿Es todo lo que tienes que decir?

—No — replicó bajo—. Tengo mucho que decir. Sí, podría decir mucho más, pero, ¿para qué? ¿Acaso me comprenderías?

—Creo — exclamó reprobadora — que no te comprendí nunca.

Y salió. Minutos después, una Elvira serena y ecuánime se hallaba en el salón junto al cadáver de su marido. Lo miraba con obstinación, como si de pronto no se diera cuenta de nada y estuviera tratando de identificar al muerto.

—Elvira.

Miró. Tomás dijo bajo:

—Padecía una mortal enfermedad.

—¿Cómo?

—El lo sabía. Mi colega, el doctor Fanjul, lo envió a Madrid a ver a un especialista. El doctor Fanjul puede informarte.

Este, un señor entrado en años, de inteligente ojos, se inclinó ante la joven y, tras de besarle la mano, dijo:

—Sí. Fue hace pocas semanas.

Estaba como anonadada. Entonces, ¿tenía razón tía Cris? Y si la tenía en aquello... también la había tenido en lo otro...

—No le dije lo que tenía — decía el doctor Fanjul en aquel instante —. Le di una carta y se fue a Madrid, a ver a un colega. Hace unos días recibí un comunicado de dicho compañero en el cual me participaba lo ocurrido. Su difunto esposo le exigió que le dijera la verdad. Y mi colega se la dijo.

Saltó tía Cris, asombrada:

—¿Indica usted que Eloy conocía la gravedad de su estado?

—Por supuesto.

—Pero él nada dijo.

—No es el primer caso. No deseaba inquietar a la familia. Mi colega decía en su comunicado que el corazón no resistiría, como así fue, en efecto. Y hemos de dar gracias de que todo se desárrollara así, pues de lo contrario hubiera sufrido mucho. Señora, lo siento. Puedo certificar la muerte de su esposo sin ninguna duda.

—Gracias... — Y volviéndose hacia su tía—: Tía Cris, ayúdame a llevarlo a su alcoba.

—Eso, no — saltó Tomás—. Lo haremos nosotros.

—No, Tom... He de ser yo.