CAPITULO PRIMERO
—¿Dónde estás?
Daniel Rivas Alejo dio un salto en el sillón. Lo que menos esperaba era ver a su hermano en Madrid y en su propio piso.
—¡Diantre! —exclamó—. ¿De dónde sales?
—De la estación —replicó Eloy, palmeando la espalda de su hermano gemelo—. Cogí un taxi, me hice conducir hasta aquí y tu criado me abrió la puerta, se inclinó y dijo: “Buenos días, señor”, lo que indica que me confundió contigo
—Toma asiento — y riendo comentó —: Matías es miope, de lo contrario no te hubiera confundido. Hace unos años nos parecíamos, pero hoy... — Y, mirándolo fijamente, preguntó—: ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
— ¡Bah!
—La salud es cosa grande, muchacho. Pero siéntate, diantre. ¿Cuántos años hace que no nos vemos?
Eloy se derrumbó en una butaca y paseó la mirada por el lujoso despacho. Con vaguedad, dijo:
—Vives como un rey.
—Sólo como un hombre — rio Daniel—. Un hombre soltero, sin compromisos y libre de preocupaciones perentorias.
—Hace siete años — dijo Eloy — que vivimos separados. ¿Sabes, Dan, que son muchos años para haber venido al mundo en el mismo día, a la misma hora y de la misma madre?
—No filosofees y dime qué haces en Madrid.
Eloy estiró las piernas, y tras alcanzar un cigarrillo de la caja que había sobre la mesa de despacho de su hermano, lo llevó a la boca, y Daniel le acercó el mechero encendido. Chupó fuerte, expelió el humo con placer y siguió guardando silencio. Daniel, en pie a su lado, se dejó caer en una butaca frente a él y le palmeó las rodillas.
—Vamos, muchacho; a ti te ocurre algo y has venido a decírmelo. No contaste conmigo para casarte. Ni siquiera para participarme tu dirección, y me intriga que después de siete años me busques y me encuentres.
—Fue fácil — suspiró Eloy—. ¿Quién no conoce en Madrid al ilustre escritor Rivas Alejo?
—Cierto —admitió Dan sin presunción—. Pero pude hallarme en el extranjero. Viajo casi constantemente.
—Leí en la Prensa que llegabas a España la semana pasada. Y me dije: “De ésta no pasa”. Así que hice la maleta, me despedí de Elvira, le di un beso a mi hija, y aquí me tienes.
Daniel estaba serio. Era, como su hermano gemelo, un hombre de pelo rubio, ojos pardos, alta talla y fuerte tórax. Claro que, mientras los ojos de Eloy eran apagados e inexpresivos, los de Daniel brillaban inteligentes, pensadores y enigmáticos. Y mientras Eloy conservaba todo su cabello, Daniel tenía unas grandes entradas, denunciando la próxima calvicie. Tenían treinta y tres años, y si bien Daniel parecía mayor, el otro estaba mucho más viejo, acabado. Daniel era la prosperidad; Eloy la ruina.
Siempre se habían querido bien, pero mientras Daniel conservó su patrimonio, finalizó su carrera y se abrió un camino brillante en la vida, Eloy dilapidó su fortuna, nunca terminó la carrera y se casó demasiado joven. La vida los separó pronto, y si bien ambos se recordaban, nunca demostraron interés en vivir uno cerca del otro.
—Ignoraba que tuvieras una hija — dijo Daniel, de pronto.
—¡Ah! Ignoras tantas cosas de mí.
—Bien, vamos a comer y me contarás alguna cosa de tu vida. Aunque vivo enfrascado en mis asuntos, que por cierto son bien múltiples, todo lo tuyo ha de interesarme. Ven, vamos a comer. Estoy trabajando en el despacho desde hace cuatro horas. He de ultimar una crónica para un periódico londinense. Salgo para Londres pasado mañana.
—Dichoso tú.
—Eh, eh... Que estás casado, tienes un hogar y una hija y una esposa muy bonitas.
—¡Bonita! ¡Si no la conoces!
—Tengo aquí la fotografía de vuestra boda. Has de saber que si bien no pude asistir, os recordé, os recuerdo y os llevo en mi maleta.
Eloy esbozó una tibia sonrisa.
—Vamos a tomar algo, sí —dijo—. Estoy hambriento.
Fumaban sendos habanos. Matías sirvió el café y los licores, luego se alejó. Eloy se repantingó en la butaca y dijo:
—Es magnífico vivir así. Uno tiene la sensación de que está en pleno paraíso.
—¿A qué has venido, Eloy? —preguntó de pronto Daniel, como si el deseo de saber lo acuciara.
Eloy mordió el habano, miró en todas direcciones.
—Vives como un príncipe.
—Naturalmente, No irías a pensar que vivía como un pordiosero.
—No lo imaginé nunca. Lo que sí siempre pensé fue que jamás podrías vivir mal. Somos gemelos, y no obstante, siempre fuimos diferentes. ¿Qué importa el físico? Unos ojos, un pelo, unas facciones... ¡Bah! Nuestro temperamento fue distinto desde que nacimos.
—Supongo que no habrás venido a decirme eso.
—No.
—Eloy, ¿qué te ocurre? Pareces desanimado, y tú nunca tomaste muy en serio la vida.
—Cierto. Pero nunca tuve la responsabilidad de un hogar, una hija y una esposa.
—¿Sucede algo grave?
—No, claro.
No estaba dispuesto a decircle que si estaba en Madrid no era debido al deseo de verle. ¿Para qué inquietarlo? Nadie le pedía cuentas de sus actos. Ni siquiera Elvira... ¡Mejor! Si Elvira no preguntaba, que era su esposa, ¿qué le importaba a Daniel? Era su hermano. Y no vivían unidos, ni cerca uno del otro. El quería bien a Dan, no deseaba por tanto llenarlo de inquietud. El había sido siempre un maldito cobarde, un hombre irresponsable. Era hora, al fin, de demostrar que podía ser un hombre valiente, y lo iba a ser.
—Nunca debiste casarte joven —dijo de pronto Daniel.
—¿No? ¿Y por qué? Además, ya no era tan joven. Tenía veintisiete años.
—Y no habías terminado carrera alguna.
—Bueno... Viví bien.
—¿Viví? ¿Es que hoy no vives?
Eloy se sonrojó.
—Naturalmente —se apresuró a decir—. Vivo como antes. Es una ciudad pequeña y hay un buen club. Juego al póquer todos los días. Me acuesto tarde y me levanto a la una... No puedo quejarme.
—Si hiciera esa vida —dijo Dan, desdeñoso— me moriría de tedio. ¿De qué vives? ¿Tu esposa es rica?
Eloy se echó a reír. Un buen observador hubiera notado que bajo su sonrisa se ocultaba el desencanto, pero Daniel, pese a ser un gran psicólogo, en aquel instante no estaba estudiando a su hermano.
—Tampoco yo estaba desnudo.
—Desde luego... Pero aún no has contestado.
—Es rica.
Y cortó la conversación con sequedad. Fue entonces cuando Daniel comprendió que algo no marchaba bien en el matrimonio de su hermano, y quiso saber. Había vivido muy al margen del problema sentimental de Eloy. En aquel instante tenía ocasión de saber, y de pronto se dio cuenta de que deseaba saber muchas cosas de Eloy y Elvira.
—¿Más coñac? —preguntó.
—Bueno.
Sirvió sendas copas. Eloy apuró la suya de un trago.
—Estás delgado, Eloy. Y tienes mal semblante. ¿No te encuentras bien de salud?
—Claro que sí... Pero estoy cansado — añadió —. ¿No podría dormir unas horas?
—Por supuesto... Matías te preparará una alcoba. ¿Cuántos días vas a quedarte aquí?
—Te despediré en Barajas. ¿No dices que pasado mañana te vas a Londres?
—Sí.
—Pues hasta que te marches me quedaré a tu lado, si es que no te molesto.
—Muy al contrario, muchacho.
—Si me ofreces un lecho donde dormir, te lo agradeceré. Llámame a la hora que te convenga y saldremos por ahí.
—Oye, Eloy; Elvira..., ¿qué hace?
Eloy entornó los párpados. Parecía que iba a decir una agudeza, pero no fue así. Reposadamente, murmuró:
—¿Qué va a hacer? Lo que todas las mujeres de las ciudades pequeñas.
—Nunca viví en una ciudad de ésas.
—¡Bah! —se puso en pie y aplastó la punta del habano en el cenicero.
—¿Qué... hace? Recuerdo cuando me escribiste anunciándome tu boda. Estabas loco por ella.
—Sí.
—¿Sigues... tan loco?
—Bueno, uno no puede ser siempre novio, ¿no?
—Un marido enamorado siempre es un novio. —Y riendo, explicó—: Por eso no me casé aún. No encuentro mujer que me inspire el deseo de someterme a esa cautividad.
—Dichoso tú que dominas las pasiones.
Y como Matías acudía a la llamada de su amo, Eloy dijo al asombrado criado:
—Matías, tengo sueño. Prepáreme algo donde descan sar.
Estaban sentados en la terraza de un café de la Gran Vía. Daniel vestía de gris y fumaba un largo cigarro. Eloy, de azul marino, y no fumaba. Con los ojos entornados contemplaba el ir y venir de la gente por la ancha calle. El sol caía de plano sobre el asfalto. Hacía mucho calor.
—Decididamente —dijo Daniel por milésima vez—, te encuentro distinto. Hace siete años eras un hombre feliz y vigoroso, dinámico y...
—Bueno, bueno, no irás a pensar que los años pasan en vano.
—Me siento como hace siete años.
—Tú, sí.
—Pues igual tú...
—¿Yo? Bueno, tal vez.
—¿Te sientes mal?
Pudo esquivar sus preguntas aquel día y otro día. Y llegó el de la partida de Daniel. Lo estaba deseando. Daniel sólo quería saber. ¿Tenía él algo que decir en realidad? ¡Bah! Se hallaban en Barajas. El avión despegaría media horas después. Eloy se apoyó en la barra del bar y contempló a su hermano de soslayo. Estaba fuerte y vigoroso y era feliz. Mejor para él. Sintió que se empequeñecía. No vería a Daniel nunca más. De esto estaba bien seguro. El especialista no quería decírselo.
“—¿No tiene usted familia?”
¡Bah! ¿Y para qué quería él la familia en aquel instante? Elvira pasaba bien sin él, y Cristina, su hija... todos. También Daniel, que nunca sabría nada. ¡Nadie tenía que saber!
“—No tengo familia. Dígame lo que sea. ¿Cuánto puedo vivir aún?”
—El siempre fue un cobarde. Pero ahora ya no lo era. Tampoco Elvira tenía la culpa. Se amaron a lo loco, se casaron a lo loco... Fue una llama demasiado viva, que tan pronto vio el aire, se apagó... No tenían la culpa ni uno ni otro. Fue la juventud, la inexperiencia.
“—No lo sé. Poco.”
“—¿Cuánto?”
“—Un año. Menos. No sé.”
Pagó y salió. Le pareció que el sol brillaba menos y que Madrid era odioso. Fue entonces cuando decidió ver a Daniel por última vez, ¡Daniel, su querido gemelo! Recordaba cuando eran niños y vivía su madre. Dormían en la misma alcoba. Daniel estudiaba. Era un gran estudiante y se pasaba la vida entre los libros. Escribía cosas que luego le leía por la noche, y él le tiraba la almohada y Daniel se enfadaba... ¡Tiempos aquellos que no volverían jamás!
—¿En qué piensas, Eloy?
Se sobresaltó.
—¿Pensaba? —preguntó a lo tonto—. No lo creo. Mira, ya está listo el avión.
—Eloy...
—¿Qué?
—Siento que nos hayamos encontrado después de siete años y nos separemos así. Cuando regrese a España, iré a esa ciudad asturiana. Me gustará conocer a Elvira.
—Y la niña.
—Sí. ¿Quieres mucho a tu mujer?
—¿Cuántas veces me lo has preguntado?
—Es que me marcho con la sensación desagradable de que algo ocurre en tu vida.
—Nada en absoluto.
—¿Os falta algo? ¿Puedo ayudarte?
—Ya te he dicho que no.
—Has gastado tu fortuna, Eloy. Eso lo sé. ¿Puedo...?
—¡Oh, cállate y ve al avión! ¿Por qué ha de faltarme algo? Elvira es una de las chicas más ricas de la ciudad.
—Pero tú...
—Soy su marido —corto seco.
—Bien, bien.
Se abrazaban. Daniel notó algo extraño en Eloy. Siempre fue indiferente a los afectos familiares, y de pronto se dio cuenta de que lo abrazaba con emoción y le costaba separarse.
Le miró fijamente.
—Eloy...
—Vete... El avión...
Daniel, de mala gana asió el maletín y atravesó la pista. Eloy se quedó allí, muy quieto, fijos los ojos en la alta silueta de su hermano.