XI

—No te paso en brazos —dijo Daniel, riendo—, porque es una ridiculez.

—Pueden gustarme las ridiculeces — replicó ella, mordaz.

—Entonces tendrías que ser la esposa de otro hombre. Pasa. Hazte cargo de tu nuevo hogar. Tal vez — rió irónico— lo encuentres demasiado masculinizado. Tú, con tu femineidad, lo adornarás. Hasta ahora he vivido solo, pues —prosiguió con una sonrisa—, si bien he conocido a muchas mujeres, nunca deshonré mi hogar trayéndolas a él.

Pasaron juntos. El criado les salió al encuentro y quedó envarado en medio del pasillo. Daniel exclamó:

—Matías, aquí tienes a tu ama. Nos hemos casado esta mañana.

Matías parpadeó y dijo muy cortés, al tiempo de hacer una exagerada reverencia:

—Bienvenida sea a su hogar, señora Rivas.

—Gracias, Matías.

—Nos servirás una cena fría, Matías —ordenó Daniel, pasando un brazo por los hombros de su mujer y empujándola suavemente hacia una salita íntima—, con champaña. Y mañana llamas a las nueve en punto.

—Si, señor.

—Si alguien pregunta por mí, dices que aún no he vuelto.

—Perfectamente, señor.

—Saldremos mañana para París. Y dentro de un mes estaremos de regreso. Búscanos servicio, Matías. Pronto aumentará la familia.

Matías alzó un ojo hasta la frente. No concebía que el señor se casara aquella mañana y ya tuviera tan seguro el aumento de familia. Daniel, penetrando en los pensamientos de su criado, añadió burlón:

—Me refiero a la tía de mi esposa y a la hija de mi hermano Eloy.

—¡Ah!

Y el criado se quedó con la boca abierta en mitad del pasillo, mientras la pareja se perdía en la salita.

—¿Quieres ver el hogar ahora mismo o prefieres dejarlo para nuestro regreso?

—Prefiero verlo ahora. Y si me lo permites, antes de comer desearía darme un baño.

—Excelente idea. Sigúeme, pues.

Le siguió a través de toda la casa. Era grande y estaba amueblada con lujo y mucho gusto. El gusto exquisito de aquel hombre desconcertante.

De pronto, cuando le señalaba la alcoba común y el baño contiguo a ésta, él dijo inesperadamente:

—Para amar has tenido que encontrar un hombre como yo.

Se agitó nerviosa. Que él estuviera tan seguro de su amor, la empequeñecía. Con alteración, dijo:

—Aún no sabes, si te amo.

—Querida señora, date un baño y vuelve a la salita. Te espero allí.

—Te he dicho...

—Te oí perfectamente —y burlón palmeó la mejilla con un dedo—. Recuerda que no te has casado con un crío. Soy un hombre y estoy de vuelta de todas partes.

—¿No es... —se sofocó— mucha vanidad por tu parte?

—¡Oh, no! Tú misma te irás dando cuenta de ello.

Y con la misma sonrisa cautivadora se alejó hacia la puerta. Al llegar al umbral repitió:

—Te espero en la salita. No usaremos el comedor para cenar. Prefiero la intimidad del saloncito.

No replicó. ¿Qué podía decir si la tenía fascinada? Y lo peor era que él lo sabía.

Dos botellas de champaña estaban vacías. Aún quedaba caviar en los platos relucientes. Elvira, indolente, adormecida, fumaba un cigarrillo. Frente a ella, Daniel la contemplaba con mirada inflefinible.

—El champaña hace brillar más tus ojos —rió—. ¿Sabes lo que te digo?

—Dilo y lo sabré.

—Pareces una niña.

—No soy una vieja.

—¡Oh; no! Claro. Pero ha desaparecido de tu semblante aquella expresión de mentida madurez.

—Sabes demasiado de mujeres.

—Lo confieso. No en vano llevo muchos años de mi vida moviéndome entre ellas. He de admitir que son los animalitos más deliciosos que hay.

—¡Animalitos!

—Deliciosos, no te olvides.

—¿Hasta ahora..., qué fue para ti la mujer?

—Un espejismo.

—Un...

—Sí. Me gustaría que en adelante fueran mujeres. O mujer, tú, únicamente.

—No te pareces a Eloy. Recuerdo que el día que me casé...

—¡Oh, no! —cortó fino, y ella se asombró—. No irie interesa conocer los pormenores de tu vida junto a otro hombre.

—Era tu hermano.

—Querida Elvira; en cuestiones de amor hay hombres y mujeres. El parentesco es un mito.

—Yo...

—Tú te has casado hoy por primera vez, no lo olvides. Has conocido a un niño y jugaste al matrimonio. Yo te aseguro que desde hoy vas a conocer al hombre. Ese hombre soy yo.

—Eloy era un hombre —dijo terca.

El champaña ponía en sus mejillas dos rosas escarlata. Estaba bellísima. Daniel dejó su apacible lugar y fue a sentarse en el diván junto a ella. Se tendió cuan largo era, con indolencia, y puso la cabeza en el regazo femenino.

—Pon las manos en mi rostro, Elvira —exigió suavemente—. Hazme sentir la sensación de que soy un ser real y estoy casado.

Fue a negarse, pero no pudo. Dócil, hizo la que él le mandaba.

—Olvídate de Eloy —pidió él, más exigente aún—. Olvídate de todo y piensa que has despertado a la vida en este instante... Piensa asimismo que estás en el Paraíso, que yo soy Adán, y tú eres la Eva tentadora.

Estaba de nuevo sentado a su lado y la cerraba contra sí. Empezaba a besarla. Y eran aquellos besos, no como los besos deslumbrantes de Eloy, sino de un hombre que no saciaba jamás. Un hombre que empezaba a hormiguear en sus entrañas, le palpitaba en los pulsos y las sienes, y se perdía en su boca con desgarradora ansiedad.

Era un hombre nuevo cada día, y a veces más desconocido cada minuto transcurrido. París, Londres, Roma... Nunca olvidaría aquellos días. ¿Eloy? ¡Oh, no! Tenía razón Daniel. Eloy había sido para ella el adolescente divertido, el compañero que nunca llegó a su temperamento, que pasó por su vida como un soplo indefinido. Daniel era el hombre, el maestro, el amante magnífico y enigmático, con el cual vivía en la mayor intimidad, y al cual conocía menos cada día.

Una semana, dos, un mes... Estaba dominada, Una personalidad infinitamente más fuerte que la suya la vencía. Y de mujer consecuente se convirtió a su lado en una criatura, y a él eso parecía regocijarlo. Muchas veces decía:

—El hombre nunca puede amar a una mujer superior a él. Tú eres como una gatita.

Pero nunca le decía que la amaba. Tomaba de ella lo que quería y exigía otro tanto, pero en su lenguaje no imperaban las frases amorosas, empalagosas, que Eloy usaba a raíz de su matrimonio. Cuando Daniel decía “vida mía (¡tan pocas veces!), tenía para ella más valor que si le conjugara el verbo entero durante una mañana primaveral. No lo decía, pero se había convertido en una sensiblera sentimental y romántica. Y un concierto la hacía llorar y una función dramática la sugestionaba hasta el punto de enternecerla como a una colegiala. El no lo sabía. 0 al menos ella no lo decía nunca.

Y empezó a sentir celos. Unos celos rabiosos que dominaba a duras penas. Frecuentaban los salones aristocráticos, tanto en París como en Londres, e igualmente en Roma. Daniel Rivas Alejo era conocido como un autor de cine popular. Y las mujeres lo agasajaban. Los hombres lo halagaban, las jovencitas le pedían autógrafos. Ella, a su lado, era una sombra nada más. Todo lo contrrio de lo que fue junto a Eloy. Este era un hombre vulgar y corriente, mientras ella era una mujer hermosa.

Estaba orgullosa de los triunfos de Daniel y la envanecía el hecho de ser la esposa del hombre célebre, pero al mismo tiempo se veía oscurecida a su lado, y temía a cada instante que una de aquellas mujeres que le admiraban y halagaban se lo llevase.

Y un día en Roma, no pudo evitarlo y dijo:

—¿Siempre te halagaron tanto las mujeres?

El se echó a reír.

—¿Me halagan?

—Estás demasiado habituado al triunfo.

—Es para mí —dijo con la mayor sencillez, sin presunción — algo tan natural como el comer.

—¿Sabes que nunca he leído un libro tuyo?

—No eres una mujer de gusto.

—¡Vanidoso!

—Querida mía, ¿qué te parece si tomamos el avión de esta noche? Mis asuntos aquí han terminado.

Deseaba regresar a Madrid. Y vivir en aquel lugar acogedor, y tener a su tía y a Cris junto a ella. Deseaba, sí, que todos participaran de su felicidad. Pero, ¿era auténtica esta felicidad?

‘ —Me parece bien.

—Entonces, permíteme que salga a buscar los pasajes.

—Pídelos por teléfono.

La miró cegador y con aquella naturalidad que la enajenaba dijo riendo:

—¿Es que tienes miedo que huya?

—Puedes hacerlo —dijo con rabia—, y ello me desquicia.

—No hay que demostrar al marido tanto amor.

—¡Eres un...!

—No te detengas. Dilo, bonita mía.

Así un día y otro día. ¿Qué sentía por ella en realidad? Parecía que le divertía jugar con ella y sus sentimientos, y esto descomponía a Elvira, aunque no lo confesara en voz alta. Cuando se disponía a quererla la quería con locura, pero lo hacía como si ello fuera natural en él, no por ser ella la mujer que tenía en sus brazos, sino porque hacía así con todas las mujeres. Y esto desconcertaba a Elvira un poco cada día. Después era capaz de estarse un día entero sin decirle una palabra amable, y la trataba como a una amiga estimada tan sólo. Era, sí, decepcionante. Y los nervios de Elvira saltaban a cada instante, si bien los doblegaba como un santo doblega al pecado.

El avión volaba hacia España. Iban uno sentado al lado del otro. El dijo de pronto:

—¿Qué has sentido durante este viaje?

—¿Qué viaje?

—El que hemos realizado.

—¡Bah! Me pregunto yo, ¿qué te propones?

—¿Proponerme? ¿Crees en verdad que me propongo algo?

—Sin duda.

—Te equivocas, gatita —y le pasó un brazo por los hombros—. No me propongo nada. Me gusta seguir el curso de tus emociones. ¡Cuántas y cuán distintas las sientes cada día!

—¿Qué sabes tú?

—¿De ti?

—De mí, sí.

—Gatita, sé de ti más que supe jamás de otra mujer. No en vano eres la mía.

—Y yo..., ¿sé algo de ti?

—¿No lo sabes?

—¡No!

—¡Oh! ¡Qué ignorante eres, gatita!

—No me llames gatita.

—¿Y por qué no, vida mía?

—Juegas conmigo. ¿Por qué juegas conmigo?

—¿Juego? ¿Crees a un hombre capaz de jugar con una mujer como tú?

—Eso era lo que yo creía.

—¿Y... ahora?

—Ya no lo creo.

—¡Oh! ¡Cuánto lo siento...!

—Te estás burlando de mí.

—Te voy a decir algo, Elvira. Algo que no quiero que olvides jamás. He jugado con muchas mujeres... Todos los hombres jugamos... Y también las mujeres juegan con los hombres. Pero contigo, no. En cambio, tú...

—¿Yo?

—Tú, sí. Has jugado.

—¿Contigo?

—Con otros. Descansa, vida mía. Así, apoya tu cabeza en mi hombro. Y no pienses. Vamos hacia el hogar y pasará mucho tiempo antes de que lo abandonemos. Allí, todos, con la gruñona de tu tía y la hijita querida. — Y de pronto, con íntimo acento: —Elvira, gatita; quiero tener hijos tuyos y sentir sobre mí la responsabilidad de padre.