X
Adolfo oyó el llavín en la cerradura y se dirigió a la puerta.
Eran las dos menos veinte de la tarde. Hacía más de una hora que esperaba allí. Se había separado de su mujer a las seis de la mañana, y a la una, aprovechando un descuido de la portera que hablaba por teléfono en la cabina, de espaldas al portal, atravesó éste y echó a correr escalera arriba. Estaba seguro de no haber sido visto por nadie en aquellos días. Pensaba inquieto en cómo se resolvería el problema en adelante. Indudablemente, él no podía decir que estaba casado, pero tampoco podía prescindir de su mujer. Dos años son muchos días para pasar inadvertido en aquella casa de vecindad. ¿Y si se atreviera a decírselo a su abuela? No, no podía. Su abuela era rígida en extremo. Cierto que Atalí le agradaba, pero eso no era suficiente para saltar por encima de los deseos de un muerto, a quien en vida respetó y quiso mucho.
Al ver a su mujer, todas sus inquietudes se disiparon. Salió a su encuentro. Ella sonrio pálidamente. Adolfo aún no notó que le ocurría algo. La tomó en sus brazos, la doblo en ellos y buscó su boca. La encontró fría, helada más bien. La apartó un poco sin soltarla y la miró a los ojos.
—Cariño..., ¿estás enferma?
La muchacha trató de esbozar una sonrisa, pero no pudo. Era más bien un sollozo contenido lo que curvaba sus labios.
—¡Atalí! —gritó él, asustado—. ¿Qué te pasa?
La joven se desprendió de sus brazos. Lo hizo con cansancio. Se diría que de pronto había perdido el ansia de vivir.
—Atalí, Atalí... ¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás enferma? —agitado así sus manos tratando de calentarlas—. ¿Te sientes mal? ¿Qué pasa? ¿No puedo saberlo?
Atalí se desmoronó en una butaca y echó la cabeza hacia atrás. Le dolía el alma. ¿Puede doler el alma? A ella le dolía. Algo dentro de su ser se retorcía de indignación y ansiedad. Algo que había sido muy bello. ¿Qué podía hacer?
Adolfo, inclinado hacia ella, encuadrando el rostro tan querido entre sus manos, besaba sus ojos y su boca y preguntaba a la vez:
—Atalí, vida mía, amor mío, dime..., dime qué te pasa.
Se desprendió de sus brazos y quedó sentada en el sillón mirándolo como si no lo viera. Era una mirada la suya que él jamás apreció en sus pupilas. Una mirada vaga, como si de súbito el mundo dejara de existir para ella y sólo sintiera dolor en el interior de su ser.
—Nos..., nos... —ahogó un sollozo—. Nos... han descubierto.
Adolfo, que se inclinaba hacia ella, retrocedió un paso y cayó pesadamente en el sillón frente a ella.
—Dices... que...
—Sí.
—¿Cómo? ¿Quién?
—No lo sé. Tengo que presentar la dimisión hoy mismo, dentro de unas horas.
—¿La... qué?
—Tengo que marchar —dijo roncamente—. Marchar, ¿entiendes? Si no marcho de esta ciudad, por mi gusto, me echarán como una apestada.
—¿Quién?
—Adolfo, por favor, comprende. El alcalde, sus secuaces, los caciques...
—¡Oh, no! Eso no, querida. Eso jamás. Yo diré la verdad. Diré que si existe una mujer digna de todos los respetos, esa mujer eres tú. Y si me apuran, diré..., diré... que no puedo decir otro tanto de Matilde Cañero.
—¡Adolfo!
Lívido, de pie ya, temblándole la boca a causa de la indignación, no parecía el Adolfo apacible de otras veces. Alzó una mano y agitó el brazo en el aire como si amenazara a toda la casa consistorial.
—No lo permitiré bajo ningún concepto. ¿Me entiendes, Atalí? Eres mi esposa, y te defenderé con todo mi ser. ¡Oh, no! Eso no ocurrirá mientras yo tenga poder para evitarlo.
—Cálmate. Hemos de tratar esto como dos personas sensatas. Yo me voy a Madrid. Tú ve a verme siempre que puedas. No debes, ni te lo permitiré, descubrir la verdad. ¿Sabes lo que ello supondría? Yo vivo bien sin dinero. Nunca lo tuve —desdeñó—, y así no lo echo de menos. Pero tú eres responsable de algo muy importante, muy poderoso Adolfo. El recuerdo de tu padre, su última voluntad. No puedes ni debes hacerlo, renunciar a algo que te pertenece por derecho. Algo que necesita tu nombre ilustre para darle auge precisamente.
Adolfo había ido inclinándose hacia ella, hasta sentarse en el brazo del sillón que la muchacha ocupaba. La cogió por los hombros, apoyó la cabeza femenina en sus rodillas y le acarició las sienes y el pelo. Muy bajo, totalmente apaciguado, susurró:
—El dinero no significa nada para mí, querida mía. Eres tú..., tú, lo único que me interesa.
—Sí, amor mío —susurró ella atrayendo hacia sí la cabeza masculina y cerrándola contra su pecho—. Lo sé, pero... no puedes hacer nada. Ellos desean dañarme. Lo harán. Nadie podrá evitar ese desenlace, pero si he de decirte la verdad, lo presentía desde el primer momento. No me han tolerado. Esperaban un desliz por mi parte, para echarme de aquí. Al principio, Federico León me galanteaba. El señor juez me miraba con cierta oculta simpatía. Desde hace más de seis días, todos parecen volverse contra mí. Ni tú ni yo podemos luchar contra ellos. Ten la plena certidumbre de que se saldrán con la suya, aun declarando tú las relaciones íntimas que nos unen.
—Pues no voy a permitirlo, querida. Pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, no permitiré que la ciudad te señale con el dedo.
—Adolfo...
El, loco de pasión, la abrazó contra su pecho. Sobre su boca susurró:
—Eres mía, porque Dios lo ha querido así. Aprendí a tu lado a ser un hombre de honor. No más liviandades, no más aventuras. A tu lado, en tus brazos, en tu boca, aprendí algo que creí no existía, y por nada ni por nadie pienso renunciar a ello.
* * *
Rogelio, el portavoz del chismorreo, se lo refería a doña Sara. La dama escuchaba en silencio, sin parpadear.
No, aquello era una majadería. Un bulo levantado sin duda, por el mismo alcalde, despechado por el desprecio que Adolfo hacía a su hija. No. Ella no podía creer que aquellos ojos puros de Atalí Fano, ocultaran la perversidad.
—Dicen que la van a echar. La gente habla por las calles. Forman corrillos. No hay otra cosa que decir. Estimo, doña Sara, que el señorito Adolfo se ha extralimitado.
—Calma, Rogelio. Las cosas hay que analizarlas desde el fondo. Muchas veces se trata de comprar un edificio de bonitas fachadas, y los cimientos son de barro. O viceversa.
—No entiendo a la señora.
—Será mejor que vayas a casa de la señorita Fano y le dirás que venga a verme. Si el señorito Adolfo está allí, diles que vengan los dos.
—La van a echar de la ciudad como si fuera una apestada.
—Puede que no.
—Lo dice la gente.
—Está bien, está bien, Rogelio —se impacientó—. Haz Jo que te digo.
—Sí, sí, señora.
—Ven pronto. Lleva el auto. Tráelos aquí. Dime, tú que lo sabes todo. ¿Ya conoce la señorita Fano lo ocurrido? ¿Ya sabe que... tiene que dejar la ciudad?
—Sí, señora.
—No te detengas. Ve a buscarla.
* * *
Benita le anunció la visita del señor Cañero. La esperaba. Doña Sara Sánchez Valle, tenía como un sexto sentido para intuir las cosas.
Cómodamente sentada en un sillón forrado de cuero verde oscuro, con el bastón sobre las rodillas, esperó la visita del caballero.
Este pasó, se inclinó respetuosamente y besó los dedos que la dama le tendía.
—Señora..., supongo que ya conocerá usted lo ocurrido.
—No. Ocurren tantas cosas en esta ciudad. ¿A cuál de ellas se refiere?
El alcalde mojó sus labios con la lengua. Nunca le fue fácil hablar con aquella elegante y anciana dama. Era tan seria y su continente tan grave, que frenaba a un héroe, cuanto más a él que sólo era un hombre provinciano.
—Le escucho, señor alcalde. ¿Ha muerto alguien?
—Peor que eso, señora. Su nieto visita a cierta dama... Bueno, eso de dama es un decir.
—¿Se refiere a su hija, señor alcalde?
El señor Cañero dio un respingo.
—Señora —se estiró—, me estoy refiriendo a la secretaria del Ayuntamiento.
—Y dice usted...
—Que... su nieto visita a altas horas de la noche la casa de esa joven.
—Bueno —sonrió la anciana tranquilamente—. Que son prometidos, ya lo sé. Que se visiten a altas horas... no, pero tenga usted presente que Atalí Fano se pasa el día en la alcaldía.
—Cuando se es una joven decente, señora, debe abstenerse de recibir visitas a esas horas, aun siendo su prometido quien las hace.
—Supongo que no ha venido usted a mi casa, tan sólo a decirme eso.
El alcalde volvió a mojar los labios con la lengua. La verdad era que aquella dama no parecía muy dispuesta a admitir la culpabilidad de la secretaria.
—He venido a pedirle mis disculpas, por lo que me veo obligado a hacer. El Ayuntamiento en pleno ha convocado reunión, y hemos decidido destituirla. Como sabemos que su nieto la visita...
Como se detuviera, la dama repitió mansamente:
—Como mi nieto la visita...
—Pues..., debemos evitar equívocos.
—¿De qué indole?
—Señora, no podemos tolerar que la secretaria de un Ayuntamiento tan respetable como el nuestro, tenga relaciones ilícitas con un hombre, aunque éste sea su nieto.
—Bien. ¿Y qué me dice a mí? Cuando su teniente de alcalde tuvo un desliz, no vino usted a pedirme consejo. Entre los dos, lo quitaron de en medio. Cuando usted abusó de la inocencia de la hija de uno de mis colonos, negó el asunto con toda su cruel frialdad. Arregle el asunto que ahora tiene entre manos, como mejor le acomode. No creo que pueda conseguir gran cosa. Ahora, como supongo que no tendrá más que decirme, permítame que llame a Benita con el fin de que le acompañe a la puerta.
No, el alcalde no tenía nada más que decir. ¿Cómo era posible que aquella dama que nunca salía de su casa, conociera su incidente con el colono y la falta de Federico León?
Salió de allí congestionado el rostro, como si mil demonios lo pincharan.
* * *
Ya los tenía allí a los dos. Cogidos de la mano, dispuestos sin duda, a juzgar por su apariencia, a defenderse mutuamente como fuera y contra quien fuera. Esto, secretamente la llenaba de orgullo.
—Bueno, os he mandado a llamar con el fin de que me participéis qué vais a hacer con todo lo que se os viene encima.
—Señora —susurró Atalí, pálida y temblorosa—. Yo le juro..., le juro..., que no es cierto cuanto dicen.
—Lo es en cierto modo —atajó Adolfo.
—No —gritó la joven—. No... lo digas. Yo me iré. No volveré aquí. Cuando pase el tiempo, cuando tú puedas... —sollozaba. Doña Sara los miraba sin parpadear—. Cuando puedas ir a buscarme..., si es que no me has olvidado...
Adolfo la apretó en sus brazos, como si ignorara la presencia de la dama.
—No lo consentiré, ¿me oyes? Eres mía. Dios del cielo. ¿Cómo puedes pensar que te voy a dejar marchar? Tú..., con la cabeza baja. Tú, que eres el objeto de mi más alta veneración. Tú fuiste la única mujer que me demostró que existía la decencia. Tú...
Doña Sara pensó que ambos se habían olvidado de ella. Mejor, así podía contemplar a su sabor el debate. El debate y lo que uno deseaba del otro.
—No, Adolfo, amor mío. No puede ser. ¿Sabes lo que significará que yo me quede? Sufrirás tú, sufriré yo... Volveré. Te prometo que volveré.
—Calla, calla. No digas eso siquiera. No lo pienses. ¿No sabes que te amo? ¿Es que aun ahora tengo que repetirte de la forma que te necesito? —de súbito se volvió hacia la dama—. Abuela, por el amor de Dios, ayúdame a convencerla. ¿No ves que es toda mi vida? ¿No lo ves...? —ocultó el rostro entre las manos. Atalí corrió hacia él y se abrazó a su cuerpo por la espalda—. Atalí, Atalí —susurró él desesperadamente—, querida mía. Amor mío..., sepárate de mí y me matarás. No podré tolerarlo. Será... como arrancarme la vida a dentelladas.
—Volveré. Te prometo que lo haré.
—Bueno —exclamó la dama mansamente—. Será mejor que os sentéis y toméis una taza de tila. La cosa se pone fea.
—Es mi mujer, abuela —gritó Adolfo desesperadamente, arrodillándose al mismo tiempo ante la dama—. Es mi esposa. Me he casado con ella. Por eso...
—¡Adolfo! —gritó Atalí, cayendo a los pies de la dama, junto a su marido—. Adolfo, no debiste hacerlo. No tenías que decirlo.
Doña Sara sonrió. Ella tenía un sexto sentido para todo. Lo presintió nada más verlos en su casa días antes. Era fácil para ella, para su experiencia, descubrir aquel secreto.
Les puso la mano en la cabeza. Una mano en cada cabeza, y permaneció asi unos minutos.
Atalí susurró como desfallecida, sin levantar la cabeza:
—Tuve la culpa yo, abuela. Yo..., por amarlo tanto y no poder rechazarlo. Nos... casó Daniel.
—Renunciaré a todo, abuela —saltó Adolfo mirándola con ansiedad—. A todo. He descubierto algo hermoso, abuela. Se puede ser feliz sin dinero. Ella me dio toda su vida —le pasó un brazo por los hombros, la miró largamente—. Toda su vida, abuela, y estaba dispuesta a darme su honor.
—Calmaos.
—¿No nos desprecias?
—¿Por qué? ¿Existe algo más hermoso que un amor así, dispuesto a saltar por encima de todo?
—¡Abuela!
—Bueno, será mejor que os pongáis en pie. No me miréis así. A decir verdad, la noticia no me cogió desprevenida. Conociendo el temperamento emocional de Adolfo y tu apasionamiento, hija mía... No me mires así. Me bastó verte un día. Soy anciana, pero tengo la suerte de ver bien. Las miradas que posabas en... tu marido, no eran corrientes. Nunca vi a una mujer mirar así a un hombre, excepto mi hija a su marido.
—Abuela..., no nos condenas.
—¿Por haberos casado? Debiera hacerlo, pero no lo hago porque has acertado, hijo mío. Sí, ya sé que existe un testamento por medio. Pero... —aquí emitió una risita sardónica—, yo poseo una carta privada, y el abogado de tu padre otra, en la que se dice que si tú te enamoras de verdad y sientas la cabeza... el contenido de la cláusula será nulo. El otro día, cuando comprendí lo mucho que os amabais, estuve a punto de mostraros la carta, pero aun así, temí que fuera un espejismo por tu parte ese amor. Ahora ya vi lo duramente que fue probado. Poneos en pie y olvidad este asunto. Iros de viaje. Coged el auto y mandad todo esto al diablo. Yo me encargo de dar la noticia. Seguro que va a sentarle al señor alcalde como una bomba.
Los dos, puestos en pie, reían y lloraban a la vez. Miraban a la dama, la besaban y se miraban después uno a otro, como si de súbito una llama los abrasara.
—Idos, idos —dijo la dama—. No me enternezcáis.
—Oh, abuela; oh, abuela...
—¡Abuela! —susurró Atalí—. Yo no sé... si dar gritos de alegría o romper a llorar como una criatura.
—Idos, tontos. ¿Qué esperáis? Y no tardéis mucho en volver. Siento la necesidad de teneros aquí. Posiblemente, aún conozca a mis biznietos.
* * *
La noticia corrió por la ciudad como un reguero de pólvora. El alcalde miraba a su hija, quien, derrumbada sobre el sofá, sollozaba desgarradoramente.
—Bueno, bueno —rezongó el alcalde—. Ha sido una buena plancha. Estaban casados. Y en cuanto a la herencia, era un mito inventado por la dama, el abogado. y el muerto. Todo esto nos está bien empleado, por estúpidos.
Una doncella dijo desde el umbral, que la señorita Berta llamaba a la señorita Matilde por teléfono.
—¿Oyes, Matilde?
—No me pongo. Habla tú si quieres con ella.
—Hum —rezongó el alcalde—. Hum.
Pero se dirigió al teléfono.
—¿Y Matilde? ¿Ya sabe la noticia?
—Sí.
—Casados. ¿Quién iba a decirlo? Y lo de la herencia, un cuento.
—Bueno, hija. ¿Algo más?
—¿Dónde está Matilde?
—Durmiendo.
—¿Cómo puede dormir después de su fracaso?
El señor alcalde rezongó algo entre dientes y colgó.
—Zorra.
La doncella decía algo en la cocina.
—No sé lo que la señorita Berta le habrá dicho a señor, porque éste al colgar, la llamó zorra.
La cocinera se limpió las manos en el delantal y bur Ionamente dijo:
—Les está bien empleado a todos. Yo fui el otro du a buscar unos papeles al Ayuntamiento y la señorito Atalí me los dio en el momento. Ellos jamás los dan Hacen dar mil vueltas, y después dicen que los tendrán la semana próxima. Hala, que revienten ahora.
* * *
—En coche no —susurró ella colgándose del brazo de su marido.
Adolfo la miró ardientemente.
—¿No? Nos lo dejó la abuela.
El auto corría por las calles de la ciudad. Atalí hizo presión en el brazo masculino con sus dos manos. Lo miró largamente.
—En tren —susurró bajísimo—. Para evocar de nuevo aquella noche...
—¡Cielos! ¿Cómo no se me había ocurrido? En tren, naturalmente.
Dejaron el auto en la estación. El tren estaba a punto de salir. Como una flecha llevando de la mano a su mujer, Adolfo corrió hacia la gran mole que empezaba a moverse.
—Salta —gritó—. Salta, mi amor.
—Si vamos sin billetes —gritó ella por el aire.
Adolfo la recogió en sus brazos. El auto quedaba allí, el tren se deslizaba lentamente, cogiendo marcha.
Los dos, jadeantes, se miraron, y de súbito rompieron en una alegre carcajada.
—Esta vez, vida mía, tendrás que pagar tú de nuevo. Yo no he traído un céntimo.
—Yo sólo dos mil pesetas. Las que tenía.
—Nos bastan.
Cruzaron el pasillo. La noche era oscura. La calefacción del tren ofrecía un grato refugio.
—Tengo que adorarte a la fuerza. Adorarte, Adolfo de mi vida.
—Buenas noches —dijo una voz atiplada tras ellos.
Ambos, como avergonzados, se separaron. El revisor estaba allí, los miraba ceñudo sin reconocerlos, pero de súbito les recordó y dio un paso atrás.
—Sí —rió Adolfo poniéndose en pie—. Somos nosotros. Le presento a mi mujer.
—Oh...
—No tenemos dinero, señor revisor.
—Hum.
—Ni billetes —rió Atalí felicísima.
El empleado rezongó algo entre dientes. Pero después se echó a reír como ellos, giró en redondo y ya desde la puerta susurró:
—Desarman ustedes a cualquiera.
—¿No espera cobrar?
—Ya me pagará el jefe de estación de Villalíe.
Se alejó canturreando.
Adolfo estiró el pie y cerró la puerta de golpe.
—Hagamos la cama —dijo después—. Ayúdame, mi amor.
—¿Una sola?
La miró largamente:
—¿Y qué falta nos hace la otra?
Atalí fue hacia él y se le quedó mirando, pegada a su cuerpo. Adolfo la apretó en sus brazos, la sentó en el asiento y se inclinó hacia ella.
Un beso, miles de besos. El tren seguía corriendo, y el revisor, al otro extremo del tren, pensaba que sería grato ser joven, sentir como ellos, vivir así...
Y eso que no sabía cómo vivían ellos en aquel instante...