IX

Matilde Canero, Berta Cano y Noni Ruiz, visitaban con mucha frecuencia a la anciana abuela de Adolfo. Aquella tarde de domingo, las tres jóvenes tomaban con ella el té, en el saloncito de la planta baja. Era una pésima tarde de invierno y al calor de la chimenea, las tres muchachas le referían a la anciana dama, todos los chismes de la ciudad. Indudablemente, Sara Sánchez las escuchaba complacida. Tenia tan poco quien la entretuviera. Adolfo, desde su regreso de Madrid, apenas si paraba en casa. Ocurría algo raro con el muchacho. Anteriormente, si bien tampoco se detenía en casa con frecuencia, jamás faltaba a las horas de comer y, además, siempre estaba pidiendo dinero. A la sazón no acudía a las horas de la comida y no se preocupaba del dinero en absoluto. ¿Acaso tenía Adolfo algún asuntillo amoroso serio? Sería la primera vez y, casi casi..., venturoso, si fuera así.

—Hace dos días que no vemos a Adolfo —dijo Berta, un tanto sarcástica—. ¿Lo ve usted mucho, doña Sara?

—Poco, hijita. No sé dónde se mete. Hoy domingo, salió a las ocho de la mañana y aún no ha vuelto —miró el reloj de pared que presidía la fachada principal del salón—. Son las seis. ¡Este muchacho! ¿Qué hacéis vosotras que no lo retenéis?

Al hablar miraba a Matilde. Sabía que la joven lo amaba. Sabía, asimismo, que sería del gusto del alcalde que entre ambos se celebrase una boda. Ella, por su parte, también lo deseaba así. Recordó las palabras de Adolfo días antes. La secretaría del Ayuntamiento. ¿Sería ésta la mujer que lo retenía lejos de su casa? No se atrevió a hacer la pregunta directamente, por dos razones. Por evitarle a Matilde un disgusto y por no descubrir algo que quizá a Adolfo no le agradara. Pero aun así, decidió saber qué clase de mujer era aquélla. Los criados hablaban de ella entre sí, y luego Rogelio, el ma yordomo que era tan viejo en la casa, se lo refería todo. Sabía que la muchacha madrileña era muy bella y muy joven. Sabía, asimismo, que llegó a la ciudad el mismo día que Adolfo regresó de Madrid, lo cual podía significar que se conocieron en ej tren. De todos modos, y aun sabiendo que era bella y joven, cualidades éstas estimables para un tipo temperamental como Adolfo, ignoraba si era una mujer decente o una ambiciosa criatura, capaz de todo por conseguir un marido rico.

—Lo vemos tan poco como usted —replicó Matilde a la velada alusión.

En aquel instante la doncella les sirvió el té. Doña Sara aprovechó para preguntar:

—¿Qué me decís de la secretaria del Ayuntamiento? Dicen que es muy joven...

Noni se echó a reír desdeñosa.

—La conocemos.

Doña Sara no demostró la sorpresa que sentía en aquel instante.

—¿Ah, sí? Bueno, es lógico que sea así. En esta ciudad nos conocemos todos.

—No se trata de eso —dijo Matilde—. Estudió con nosotras en el pensionado madrileño.

Caramba. ¿Era una muchacha rica? No, claro ya Adolfo le había contado la historia de la beca. Sí, ahora recordaba. Matilde y Noni la odiaban. ¿O serían figuraciones de Adolfo?

Matilde, ignorante de los pensamientos de la dama, se apresuró a decir burlonamente:

—Estudió con beca.

—¡Ah!

—Era una pobre muchacha absurda. No me explico qué pretenden los pobres de muchachas así. Su padre era ferroviario.

Doña Sara no hizo objeción ninguna, pero en su interior evocó su infancia. Ella había sido hija de un vulgar empleado municipal.

Matilde, ignorando que estaba perdiendo puntos en el concepto de la dama, se apresuró a decir:

—Nos hemos divertido mucho a su costa. Figúrese que pretendía ser como nosotras. Era orgullosa. Yo pensé muchas veces que una chica así no debía tener susceptibilidad.

—¿No? —puso expresión inocente.

—Lloraba mucho por las noches. Recuerdo que una vez yo me enfrenté con ella, porque, por un descuido, una hermana pretendió colocarla a mi lado en el pupitre. ¡No faltaba más! Le dije que no la quería ni a mi lado. Ella me dijo: «Eres mala.» Yo me reí. No se trataba de mi maldad, sino de su ignorancia. ¿A quién se le ocurre pretender semejante cosa?

—¿No era un ser humano? —preguntó doña Sara mansamente.

—Un ser humano, desde luego —se alteró Matilde, aún sin darse cuenta de lo baja que estaba quedando ante la dama—, pero de distinta clase social. Cada uno debe vivir en su ambiente.

La dama no respondió. En aquel instante tomaba el té a pequeños sorbos. Evocaba las palabras de Adolfo. «Es dura, envidiosa, cruel con el prójimo». Sí, lo extraño era que ella no lo hubiese descubierto hasta entonces.

—A las siete y media estamos citadas con los chicos en el club, Matilde —recordó Berta.

—¡Ah, sí, es cierto! Sentimos dejarla, doña Sara. Otro día volveremos por aquí.

—Sí, hijas, sí; por mí no os preocupéis.

Al quedar sola, reflexionó un rato. Tanto tiempo tomando el té con aquellas jóvenes, y nunca penetro en aquella suciedad moral de Matilde.

* * *

Se peinaba ante el espejo. Sobre la bonita combinación de encaje, aún vestía la bata de casa.

Tras ella mirándola largamente a través del espejo, Adolfo se mantenía inmóvil. Sólo de vez en cuando, en uno de aquellos impulsos tan suyos, se inclinaba hacia delante.

Un día entero para quererse, y cuando más pasaban las horas, más se necesitaban uno a otro. Era un cariño como un manantial inagotable. Como una fuente, cuyo caño mana y mana sin cesar jamás. Ella nunca pensó que el amor fuera así. Que el matrimonio encerrara en su lazo íntimo tantos goces. Y existían. Eran tan intensos, turbadores y verdaderos, que temía que todo fuera un sueño. Pero no lo era. Adolfo estaba allí para demostrárselo.

—Si es que me llevas a visitar a tu abuela —dijo con un hilo de voz—, aléjate un poco de mí... He de terminar de peinarme y de vestirme.

—Son las siete y media. Tenemos tiempo.

—Adolfo..., tengo miedo.

La miró cegador. Eran sus ojos muy negros. Tenían en el fondo de las pupilas chispitas desconcertantes. En aquel instante rutilaban sarcásticas.

—Tonta. ¿Qué temes? ¿A mi amor? ¿Al genio de doña Sara? Hay mucha pantalla, tiene bastón y todo, pero en el fondo es un alma de Dios. Te agradará. Y sé que tú le gustarás a ella, un su juventud, no fue una mujer brillante. Se lo he oído decir muchas veces. Su padre era un empleado municipal, e hizo de su única hija una señorita. Cuando la caso con mi abuelo, consideró que ya había dado bastante. Pero te repito que su buena educación fue a base del esfuerzo y sacrificio de sus padres.

—Pero ella desea casarte con Matilde Cañero.

—Porque no la conoce bastante.

Hablaban muy cerca el uno del otro. Ella se peinaba, él jugaba con su pelo.

—No me dejas terminar.

—Me es tan difícil verte y no tocarte.

—Adolfo... —lo miró largamente a través del espejo—. ¿Sabes desde qué hora estamos juntos?

El rió. Era su risa feliz. La risa del hombre satisfecho de la vida, que lo tiene todo.

—Sí. Desde las ocho de la mañana. Dormías aún cuando llegué. Hube de esperar a que la portera desapareciera por la puerta del sótano —la tenía sujeta por los hombros, perdía sus dedos nerviosos en la nuca estremecida—. Y encontré a don Ruperto en el rellano. Me miró furioso. Se conoce que aún recuerda cuando le quité a su doncella.

Atalí se estremeció a su pesar.

—¿Que... encontraste a don Ruperto?

—Sí, pero no te preocupes. Hay muchos pisos en este edificio.

—Oh, tengo miedo. Suponte que haya sospechado.

La tomó en sus brazos. Jugó con sus labios, hablaba y besaba a la vez, con aquella lentitud que la enajenaba.

—Estate quieto.

—¿Puedo?

—¡Oh, cariño! Empiezas, y yo...

—Tú ardes como yo ardo.

Siempre igual. Hubo de perder sus labios en la boca masculina. Un minuto o una eternidad. Lánguidamente se desprendió. El la miraba ardientemente.

—Tengo que terminar. Por favor...

—Te ayudo.

Rieron los dos. Era una risa nerviosa, de quien desea terminar y ser interrumpido a la vez.

La puerta de la alcoba estaba abierta. Adolfo fue hacia ella y la cerró con el pie.

—¿Qué haces?

—Iremos mañana a ver a mi abuela.

—¡Oh, no! Tiene que ser hoy. Mañana trabajo.

—Después del trabajo —ya estaba de nuevo a su lado. Le quitaba la bata. Ella temblaba en sus brazos—. No puedo estar contigo en otra parte. Tendría que mirarte y me delataría. Te amo tanto...

—Dios mío... ¿Y yo a ti? ¿Puede ser esto normal? ¿Pueden dos seres necesitarse tanto?

—Calla, mi amor. Un día más, un día que no olvidaremos.

Hablaba sobre la comisura de la boca femenina. Ella pensó que sí, que al día siguiente, o al otro, o algún día, irían a ver a la abuela de su marido. En aquel instante era imposible salir de allí. La estancia ofrecía una grata intimidad. El agua en los cristales, producía un ruido adormecedor...

* * *

La portera abrió mucho los ojos. Ella no era una chismosa, sabía muchas cosas de los inquilinos, pero éstos eran tan viejos como la casa. En cambio, la secretaria del Ayuntamiento había entrado allí pocos días antes. ¿Por qué guardarle consideración?

De modo que don Adolfo Montes del Llano, el sinvergüenza faldero, saliendo a las doce de la noche del piso de la secretaria. ¡Hum! Seguro que al alcalde no le agradaría nada en absoluto saber aquello. Por dos razones, desde luego. Porque aquella mujer era como una autoridad en la ciudad, y por ser don Adolfo un medio prometido de la señorita Matilde.

Adolfo no vio a la portera. Corrió escaleras abajo, abrió el portal con su llave y se perdió en la noche lluviosa. La portera, doña Remí para todos, salía en aquel instante de ver la televisión de casa de una vecina. No siguió su camino. Penetró de nuevo en la casa.

—¿Qué ocurre, doña Rémi?

—Ay, señora, acabo de ver un fantasma.

—¿Qué..., qué dice?

—Un fantasma humano, se lo aseguro. Don Adolfo Montes del Llano, saliendo de la casa de la joven secretaría del Ayuntamiento.

—¡No!

—Sí, sí. Además, tenía llave del portal. ¿Se da cuenta? La muy lagarta, tiene cara de santita.

—Jesús, Jesús, que cosas se ven.

—No lo diga a nadie, ¿eh? Al fin y al cabo, es una vecina.

La señora sabía que doña Remi, a pesar de su recomendación, al día siguiente lo diría ella misma en la carnicería, después en la carbonería, y más tarde en la botica. Sonrió. A ella le importaba un bledo lo que ocurría en el piso vecino. Ella también tenía sus cosas, como seguramente las tema doña Remi y tantas otras.

—Será mejor olvidarlo —apuntó maliciosa—. Hasta mañana, doña Remi.

La puerta se cerró, y doña Elvira, viuda de un militar, sin hijos y sin familia, abrió la puerta contigua a la salita y dijo:

—Salga usted, don Ruperto.

—Esa cotorra —salió bufando el vejestorio—. ¿A qué diablos viene? ¿Sospecha acaso que usted y yo somos buenos amigos?

—No lo sé. Lo que sí sé es que esta noche vio bajai a don Adolfo Montes del Llano, de casa de la secretaria del Ayuntamiento.

—Ta, ta —gruñó el viejo verde de expresión inocentona—. Yo ya lo he visto más veces. El otro día subió a las dos menos cuarto de la tarde, y no bajó hasta las seis de la mañana.

—Hummm...

* * *

—Abuela..., ésta es Atalí.

Doña Sara miró largamente a la joven, con expresión analítica. Tenía unos grandes ojos inocentes y una boca suave, que no ocultaba crueldad.

—Pasad —invitó—. Pasad aquí. Adolfo ya me habló de usted. ¿Qué tal se encuentra en la ciudad?

—Bien.

Los tres se sentaron en tomo a la mesa.

—Supongo que merendaréis conmigo —dijo amablemente, sin dejar de contemplar a la joven.

Era muy bonita en verdad. Pero más que bonita era atractiva. Había algo puro en el fondo de sus ojos, algo parecido también a la melancolía.

Muy bien vestida, muy elegante, no parecía una cría y era, sin embargo, muy joven. Estaba pálida, y grandes ojeras circundaban sus ojos. Pero aun así, su aspecto era bello e interesante.

—Os esperaba ayer —dijo la dama, rompiendo el embarazoso silencio, una vez sentados los tres en torno a la mesa de centro—. Tuve la visita de las chicas distinguidas de la ciudad. Precisamente me hablaron de usted, Atalí.

—Sería Matilde —atajó Adolfo con desagrado—. No creo que te haya hablado bien de Atalí.

—Ni bien ni mal. Dijo que estudiaron juntas en el mismo pensionado madrileño.

—Así es —adujo Atalí suavemente—. Estudié en aquel pensionado todo el bachillerato.

—¿Fue feliz?

—No —sonrió tibiamente. A doña Sara le encantó aquella sonrisa—. No se puede ser feliz en un colegio estudiando de caridad. Es lo que nunca haré con mis hijos, suponiendo que los tenga y carezca de medios para darles estudios. Debo reconocer que mis padres hicieron lo que creyeron más conveniente para mí. Mi padre era ferroviario, y mi madre lo ayudaba al mantenimiento de la casa, bordando para una tienda de ropas de niños. Sólo me tenían a mí, y papá hubo de luchar mucho para conseguir esa beca... Nunca se debe buscar un ambiente que no nos pertenece. Es sufrir vejaciones y desplantes. Pero una se resigna.

—Matilde y Noni, seguro que no fueron muy buenas para usted —apuntó, esperando secretamente la respuesta.

—¡Bah! Ya sabe usted lo que ocurre cuando se es joven y cree uno poseerlo todo.

—Por supuesto.

—¿No merendamos, abuela?

—¡Oh, sí, naturalmente! Atalí —pidió con cierta oculta ternura—. ¿Quiere llamar a ese timbre? Está más a su alcance que al mío.

—Desde luego, señora.

—No la trates de usted, abuela. Te aseguro que si un día me caso, lo haré con ella. Supongo que... no tendrás inconveniente en darnos tu bendición.

—Aún faltan dos años casi —dijo simplemente—. De aquí a allá, pensaréis de modo distinto.

—Nos amamos —dijo Atalí soltando el timbre—. Yo no tengo dinero. Soy muy pobre...

—Ese no es obstáculo para quererse, Atalí. Yo no poseía ni un céntimo de dote, y me casé con un hombre rico y de nombre ilustre. Fui muy querida y respetada. Lo esencial es que el amor salve todas las pruebas.

Una hora después, cuando la despidió, la besó en la mejilla. La miró a los ojos y dijo quedamente:

—Pareces una chica buena, Atalí. Yo considero que no hay mejor dote que la bondad y la comprensión.

* * *

Cuando Adolfo regresó a su casa, ya muy entrada la noche, su abuela lo esperaba en el saloncito.

—Abuela..., ¿no te agradó?

—Mucho, pero..., tú no puedes casarte hasta que hayas cumplido los treinta años. ¿Crees que ella sabrá esperar? Además, ten presente que Matilde no se quedará de brazos cruzados. Ni el alcalde tampoco.

—Esas dos ratas me tienen muy sin cuidado.

Y evocó nuevamente aquel rostro lindo de Atalí, aquellos sus labios apasionados, sus manos aladas, que al perderse en su cuerpo parecían tener electricidad.

La dama movió el bastón, lo besó en la frente y mudamente se dirigió a su cuarto.

* * *

El señor Cañero regresó a su casa restregándose las manos. Parecía muy satisfecho. En cambio, encontró a su hija nerviosa y malhumorada.

—¿Qué te pasa, hijita?

—Todo el mundo dice que Adolfo corteja a la secretaria. Dicen que ayer la llevó a presentársela a su abuela.

—Bueno, bueno, tú sabes algo, pero yo, querida hijita —exclamó riendo—, sé mucho más.

—¿Sí? ¿Se casará con ella?

—¡Qué disparate! Adolfo sigue siendo el mismo de siempre. La visita por las noches. Una chica ligera, ¿sabes? Su amanté. Pero las amantes se olvidan pronto.

—Dices que...

—Acaba de decírmelo el boticario. Al parecer, es el chisme que corre hoy de boca en boca por toda la ciudad. Empezó en la carnicería y terminó en la botica.

—¡Oh, cuenta, cuenta!

—Ya he formulado la protesta. León y el señor juez se han sentido muy satisfechos. Tenemos un motivo poderoso, testigos que pueden demostrar que no mentimos al echar de la ciudad a esa joven desvergonzada.

—No me digas —saltó Matilde loca de alegría— que eso es cierto.

—Y tan verdad como que soy el alcalde, la primera autoridad de esta ciudad. Esta misma tarde pienso llamarla a mi despacho. Se lo diré muy clarito, para que no proteste, coja su maleta y se marche.

—¡Oh!

—¿A dónde vas?

—A decírselo a mis amigas. Es la mejor noticia que podías darme.

El señor Cañero se llevó el dedo a la frente. La verdad es que él no entendía a la juventud. Su hija, enamorada de Adolfo, y consideraba una gran noticia el hecho de que tuviera una amante. Bueno, tema razón al decir que la juventud había cambiado.

Restregándose las manos se dirigió a su despacho. Matilde, al teléfono. Al rato, lo sabían todas sus amigas.

* * *

Por la tarde, a las cuatro y diez, alguien advirtió a Atalí que la reclamaba el señor alcalde.

Ocurría muchas veces, por tanto, el hecho en sí no le llamó la atención. Pero sí se la llamó el rostro rubicundo de la primera autoridad, totalmente rígido.

—Dicen que me llama usted.

—Así es —no la mandó sentarse—. Han llegado a mis oídos ciertos rumores con respecto a usted, y su modo un tanto dudoso de vivir. Sabe usted, o debe saberlo —añadió sin permitir a la joven defenderse—, que la autoridad que lleva consigo su cargo, o al menos lo que representa, debe ostentarla una persona respetable.

—Señor alcaide...

—No he terminado, señorita Fano. Se trata de sus dudosas relaciones con el canallita del pueblo. Se lo advertí a usted, el día que fui a recibirla a la estación, y lo vi a su lado. Siento lo ocurrido, créame, pero no tengo más remedio que formalizar una denuncia.

—Oiga...

—Lo mejor será que presente usted misma la dimisión, pues de lo contrario, me veré obligado a echarla de esta ciudad sin ninguna contemplación.

Atalí, palidísima, estaba a punto de llorar. ¿Quién había visto a Adolfo salir de su casa? ¿Qué más daba? Lo habían visto, y el resultado no podía ser más cruel. ¿Qué podía hacer? ¿Presentar la dimisión? Sería un bochorno, una mancha, una humillación horrible. Y tampoco podía presionar a Adolfo para que dijera a todos la verdad. ¿Quién era ella para privar a Adolfo de algo que era tan suyo? ¿Algo a lo que no debía renunciar, porque era su patrimonio, el legado honrado de sus padres?

—Ya lo sabe, señorita Fano. Será mejor que presente la dimisión cuanto antes. Es un buen consejo que k doy. De no hacerlo, la protesta, o la denuncia, como usted quiera mejor, será formulada. La cursaré mañana mismo. Tiene usted unas horas para pensar. Puede retirarse.

¿Hablar? ¿Para qué? ¿Podría aquel hombre comprenderla, si precisamente estaba deseando tener algo que decir de ella?

Giró en redondo. Salió del despacho pisando fuerte. Quería hacerse la valiente, pero la verdad es que estaba deshecha. Totalmente deshecha.