VII

Con la pipa entre los dientes, el cuerpo tenso y los ojos fijos en la portería, Adolfo se mantuvo inmóvil más de una hora, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol.

En aquella hora cambió de postura más de diez veces. Se sentó en un banco, se puso en pie, pasó por la estrecha calle del parque, se apoyó en el tronco de un árbol y al rato volvió a sentarse. En aquel momento se hallaba de nuevo en pie.

Tenía los ojos fijos en la portería. La portera, apoyada en el quicio del portal, hablaba con una vecina. Por décima vez, Adolfo consultó el reloj.

Las nueve de la noche. Hacía más de tres horas que se despidió de Daniel en la ermita. Y más de tres horas y media que Atalí, convertida ya en su mujer, regresó a casa, con la esperanza de reunirse en el pequeño piso a las nueve de la noche. Impaciente, estuvo a punto de atravesar la calle y pasar ante la portera con absoluta indiferencia. Pero, ¿qué diría ésta al verle subir a aquella hora? Le conocía. Todos le conocían en la ciudad. No podía comprometer a Atalí. Necesitaba ocultarse como un ladrón para verla.

Había luz en la ventana del piso. En una sola, pues las demás, junto con el mirador, permanecían en la más completa oscuridad. De vez en citando veía la figura de Atalí recortada en la ventana. Miraba a un lado y a otro con creciente nerviosismo. Se perdía de nuevo en el interior y al rato volvía a asomarse. No podía verle a él, pues se hallaba en la penumbra, oculto en el parque, situado frente a la acera de casas lujosas, donde vivían todos los opulentos de la ciudad. Todos menos él, que tenía su mansión casi en las afueras.

Sonrió esperanzado, observando cómo la vecina se despedía de la portera y se perdía en el portal. La portera se retiraba temprano. Lo sabía de otras veces.

La pipa se apagó. Despidió un olor acre. La golpeó impaciente contra el tronco del árbol y procedió a llenarla de nuevo. Apretó el dedo en la cazoleta y se ocultó entre la arboleda para encender el mechero. Inmediatamente volvió a su postura, fijos los ojos en el portal.

Un señor grueso, de aspecto bonachón, atravesó la calle en dirección al portal. Las luces de ése se habían encendido. Adolfo pudo ver perfectamente a don Ruperto, el viejo solterón de quien todo el mundo murmuraba. Decían que si sus doncellas se vestían demasiado bien, que si don Ruperto era un zorro de primera, que ocultaba bajo su aspecto apacible sus deseos libidinosos.

Adolfo rió, evocando la figura de la doncella de don Ruperto, llamada Fina. Fue su amiga durante más de seis meses, hasta que un día don Ruperto lo descubrió. La doncella, al parecer, estaba comiendo a dos carrillos y esto ofendió mucho al solterón. El muy charlatán no dijo lo que él hacía con la doncella, pero sí lo que hacía el golfo de Montes del Llano, y hubo de intervenir su abuela y hasta don Daniel.

Sonrió desdeñoso, sin dejar de mirar hacia el portal. Don Ruperto se detenía junto a la portera y hablaba animadamente. Adolfo se impacientó aún más. Ya no veía la silueta de su esposa en la ventana. La luz había sido apagada, y sólo aparecía en el ventanal una tenue claridad, venida de sabe Dios dónde. Quizá de una luz portátil del saloncito. Imaginó a Atalí esperándole nerviosa. Pensó en sus bonitos ojos parpadeantes, en su cuerpo túrgido, agitado, en sus manos nerviosas, una apretada contra la otra. Sintió como si la sangre afluyera a su cuerpo y lo agitara violenta y apasionadamente.

Pensó en sí mismo, en sus sentimientos. Eran muy distintos. Todo era diferente a lo que había Sentido hasta entonces. Atalí suponía para él una vida entera. No la necesitaba tan sólo para saciar sus apetencias. De hecho esto era, por lo pronto, algo muy importante. Pero había algo más profundo en todo aquello. Nunca sintió deseos de formar un hogar. Siempre pensó que, una vez en posesión de la herencia, compraría un pasaje y se iría a recorrer el mundo. A la sazón, eso no le preocupaba en absoluto. Ni siquiera pensaba en el dinero que un día heredaría. Muchas veces, durante aquellos días, a solas con su sinceridad, pensaba en un hogar junto a Atalí, aquella muchacha de grandes ojos verde gris, que tenía para él como un halo intensísimo. Algo diferente. Era la pura verdad. La única verdad de su vida.

Don Ruperto se despidió de la portera y se alejó. Al rato la vio perderse en la puerta que conducía al sótano. Seguramente iba a cerrar la calefacción. Era el momento indicado para atravesar la calle y subir en dos saltos la escalera. Lo hizo así. Miró a un lado y a otro y la atravesó a paso largo. Penetró en el portal. La puerta del sótano estaba abierta y Adolfo pudo oír el canto monótono de la portera allá en el fondo.

Subió las escaleras de dos en dos y al instante introdujo la llave en la cerradura del piso de su esposa. Entró y cerró tras de sí. Aspiró hondo. Quedó envarado en el hall, como si acabara de pasar un equinoccio.

—Adolfo, ¿eres tú...?

La voz suave se filtraba a través de las puertas, produciendo en Adolfo una extraña y honda emoción.

No contestó. Avanzó despacio. De súbito, la figura femenina apareció ante él. Fue como si a Adolfo le clavaran de pronto en el suelo. Quedó frente a ella. La miró cegador.

—Atalí —susurró—. Atalí...

La joven no dijo nada. No podía hacerlo, porque algo, como una emoción intensa, le cerraba la boca y hacía oscilar su pecho. Vestía una bata de casa, larga hasta el tobillo. Descotado y sin mangas, de un tejido tan fino, que se apreciaban bajo ella todas sus delicadas formas. Con el cabello recogido en lo alto de la nuca, con chinelas por las que asomaban sus menudos dedos, más que una mujer, fue para Adolfo una aparición.

Mudos ambos, se quedaron uno frente a otro sin saber qué decir. Era indudable que la emoción los paralizaba. Fue ella, quizá más serena, pero más ansiosa, quien, sin avanzar, susurró tan sólo:

—Has... has tardado mucho.

¿Qué les ocurría de pronto? Se sentían cohibidos uno junto al otro. Como si de pronto la realidad de su boda fuera sólo un mito. Adolfo observó que ella temblaba perceptiblemente. Fina y delicada, le pareció imposible que aquella muchacha de acusada personalidad, de femineidad extremada, le perteneciera. Quizá para cerciorarse de ello, aturdido, dio un paso al frente. Entonces ocurrió algo muy natural. Dado el primer paso, ella avanzó también y se encontraron a mitad de camino.

* * *

La contempló en toda su belleza. Ella bajó los ojos, menguada por el rubor, estremecida de ansiedad; perdida un poco aquella rígida personalidad que todos conocían, incluyéndole a él, se dejaba contemplar, roja como la grana.

—Por favor —susurró—. No seas así.

—Soy tu marido.

Lo era en verdad. Ella también era su mujer. Jamás creyó que causara tanta alegría serlo.

—Aun así.

—¿Eres tonta?

Hablaba inclinado sobre ella. La besaba lentamente, causando en la joven un goce que llegaba a lo más hondo de su ser.

—Adolfo...

El reía. Era su risa íntima, queda, ya familiar para ella.

—Dame la bata —musitó bajísimo.

—Te la pondré yo.

Horas..., ¿cuántas horas? Empezaba a amanecer. Una tenue claridad se filtraba por la ventana. Hacia frío. Pero ni él ni ella lo sentían.

No se la puso. Reía junto a ella, le decía cosas. Infinidad de cosas, que ella escuchaba con los párpados entornados. Parecía imposible, y así lo creía ella misma, que fuera la misma muchacha que nunca quiso escuchar una declaración de Gerardo, y que cuando a su pesar la escuchaba, no producía en ella emoción alguna. Esto era distinto. Esto que sentía junto a Adolfo era la vida misma, vigorizada por el amor. ¡Amor! ¿Era así? ¿Así?

De súbito, de una joven inexperta, se había convertido en una mujer. Una mujer que estaba junto a un hombre. Adolfo debió de penetrar en sus pensamientos, porque al par que la besaba, le decía:

—Ya no pareces aquella chiquilla ingenua que conocí en el tren.

—A tu lado nadie puede ser ingenuo eternamente —se abrazó a él—. ¿Te das cuenta? —le decía bajísimo—. ¿Te la das, Adolfo, amor mío? A tu lado pierdo la compostura.

—Es algo innato en ti, vida mía. Algo que no podrá nadie destruir aunque lo pretenda. Esa personalidad tuya femenina, ese dar y ese recibir que no altera tu belleza. Nunca pensé que yo..., yo, tan indiferente a todo, pudiera ser tan feliz.

—Tengo frío.

El volvió a reír. Era una risa como una caricia. Buscó su boca. La besó lentamente. Una, dos veces, tres veces.

Muy despacio le puso la bata. Buscó las chinelas, y riendo aún, se las colocó en los pequeños pies.

—Está amaneciendo. Tienes que marchar.

—Es pronto aún. Hasta las siete, la portera no baja.

—Tengo que ir al Ayuntamiento, como si no pasara nada —añadió perezosa.

—Pero sucedió.

—Sí —dijo bajísimo, abatiendo los párpados.

Era lo que más le atraía de ella, aquella tranquilidad tan femenina, aquella postura correcta, aun dentro de la incorrección. A Atalí no podía amársela sólo apasionadamente. Había en ella como una ternura que emanaba de muy hondo, que se extendía por todo lo que tocaba, que flotaba en su torno como algo innato de lo que nunca podría desprenderse. No. El sabía que no sólo le mantenía allí el deseo por una simple mujer. Era algo hondo, infinitamente más hondo, totalmente inherente a sus relaciones amorosas.

—¿En qué piensas? —preguntó tirando de él y abrazándole—. Di, ¿qué pensabas en este instante?

—En ti.

—¿Por qué?

—¿Puedo acaso dejar de pensar en ti? Eres tan completa, tan femenina, y a la vez tan amorosa y suave...

Era ella la que reía ahora junto a sus labios. Se los besaba como él lo hacía. Una sola vez, larga e intensamente. Adolfo se olvidó otra vez de que tenía que marchar. La apretó contra sí.

—Atalí...

—No, no, mi vida. Es muy tarde. Debes irte.

—Te quiero tanto...

—Como yo a ti, ¿sabes? —suspiró—. Eres lo más bello de este mundo para mí. Tú nunca podrás imaginar...

—Lo imagino.

—Loco.

—¿No es asi?

—Lo es.

Otra vez perdida la compostura. Otra vez el cuerpo femenino perdiéndose en su cuerpo. Otra vez corriendo los minutos como si fueran soplos. Cayeron las chinelas al suelo. Rieron los dos. Dejaron de reír. Se miraron...

—No es un sueño —susurró ella bajísimo, rodeando con el dogal de sus brazos el cuello masculino—. No es un sueño, Adolfo mi vida...

—Es una realidad auténtica y la tocamos y la sentimos y la palpamos...

* * *

Ceñía la bata a la cintura. La apretaba ella misma con las dos manos. Los pies, perdidos en las chinelas, parecían aún más menudos. Tenía el pelo suelto y no había pintura en su rostro. Sonrió tímidamente. El la miraba embobado.

—Calas hondo —dijo—. Como una llama que no cura nunca.

—Pero tengo miedo.

—¿Miedo?

—¿Qué va a ocurrir? ¿Crees que podré tolerar que dentro de unas horas cruce por la plaza desde el Ayuntamiento a casa y te vea con tus amigas?

—Tú sabes que debemos cubrir las apariencias, aunque sólo sea en parte. —La atrajo hacia sí. En la penumbra del pasillo, las dos figuras se convirtieron en una sola otra vez—. Voy a ser tu novio, Atalí. ¿Puede algo impedirlo?

—No, pero..., ¿qué dirá tu abuela?

—Dirá que si soy tu novio y sé conservarte, me casaré contigo dentro de dos años.

—¿Y si se descubre?

La apretó contra sí.

—Renunciaré a la herencia. Tú eres antes que nada. Tú siempre antes que todo.

—Si tratamos de sostener estas relaciones... públicamente, dirán que... soy tu amante. Esta ciudad está llena de caciques. El alcalde tiene mucho dinero. Matilde me odia. Siempre odió mi aplicación, mi independencia, mi soltura para estudiar y repetir en el examen lo que estudiaba. Tú aún no conoces a esas muchachas. Yo sí. Nunca te oculté lo que había sufrido.

—Calla. Ahora eso pasó. Ese sufrimiento no volverá a rozarte.

—Pero hay otro mayor. Nunca creí que pudiera haber otro peor, y ahora sé que puede existir.

—No me digas eso. Soy capaz de todo antes de tolerar que alguien te humille.

En la penumbra, ambos perdieron un poco el control de sus nervios. Ella como una garita asustada, buscando el calor de aquel cariño verdadero. El, buscando en sus labios la inmensa ternura de su alma de mujer.

—Es muy tarde.

—Volveré al mediodía. Buscaré un momento en que la portera suba a comer.

—No...

—¿Qué dices? —la apartó un poco para mirarla a los ojos. Ella entornó los párpados de aquel modo. Adolfo se estremeció, atrayéndola suave, amoroso, de nuevo hacia sí—. ¿Crees que podré estar tantas horas sin verte? Será como una agonía insufrible. Yo no soy un héroe, Atalí, querida mía, amor mío. Yo soy un hombre vulgar y corriente, y no puedo pasar sin ti. Ya no puedo vivir lejos de tu ternura y tu amor.

—No podemos exponernos así.

—¿Es que no lo deseas?

—¿Cómo puedes pensar eso? ¿Acaso no me has conocido ya?

—Y te ruborizas para decirlo.

—Es que...

—Tonta. Di lo que piensas, di lo que sientes, sin rubor. Valientemente, porque eres mi esposa.

—No puedo, como tú —dijo en un susurro—, pasar sin ti.

—Dilo otra vez.

—No puedo —suspiró, ya doblegada junto a él—. No puedo, no. Es la pura verdad. Pero ahora, vete. Vete, por favor. Me cuesta separarme de ti, pero es preciso. Vuelve por la noche A la hora de ayer. Vuelve. No me hagas esperar demasiado.

La miraba largamente. Ella enrojeció a su pesar.

—No me mires así —musitó ahogadamente—. No... me mires así.

—¿Cómo te miro?

—Estás... jugando conmigo.

—¡Cristo del cielo! ¡Jugar contigo! ¿Y qué hago conmigo mismo? Debo burlarme para evitar la ansiedad. Y de todos modos la siento... La noto en mí, como una necesidad perentoria del cuerpo y del alma. ¿No te das cuenta?

—Vete, vete. La portera se levantará en seguida. Si te ven salir... —lo empujaba blandamente.

El obedeció y se marchó.

* * *

—Otra noche fuera. ¿Crees que eso es tolerable, Adolfo?

Perdona, abuela.

—¡Perdona, perdonal Siempre la misma cantinela. Es indignante que vayas a cumplir veintinueve años, y sigas comportándote come un mozalbete.

Estaba embriagado de ella. De su recuerdo. De aquellos besos que aún ardían en su boca. Escuchaba a su abuela como si estuviera muy lejos de él. La evocaba tal como la viera...

¡Dios de los cielos! ¿Qué decía su abuela? ¿Es que no comprendía que todo era distinto para él? No, claro, qué iba a comprender. Para hacerlo tendría que saber, y ella no sabía nada...

—Adolfo, ¿me estás oyendo?

—¿Cómo?

—Te hablo.

—Sí, sí, abuela. Dime.

—Has pasado otra noche fuera.

—Pues —«Mañana entraré por la ventana, y no se enterará. No quiero que se entere de mis salidas»—, estaba jugando con los amigos. Pero te prometo que no volverá a ocurrir.

—¿Cuántas veces has dicho lo mismo, y volvió a suceder al otro día?

—Ahora va en serio. Te lo prometo.

Una doncella le sirvió el desayuno. Tendría que ir a la cama y dormir un buen rato. Al mediodía volvería a casa de Atalí. A casa de su mujer. ¡Cielos! Se le hinchaba el pecho ante esta convicción. ¡Su mujer! ¿Qué ocurriría si se lo dijera a la dama? Esta pondría el grito en el cielo. Diría... No, no sabría nada. Nunca podría saberlo. Cuando cumpliera treinta años se iría a Madrid, pediría a Atalí que dejara el empleo del Ayuntamiento y volverían los dos casados. Sí, como si se hubieran casado dos días antes...

—Adolfo...

Elevó los ojos.

—¿Qué pasa, abuela?

—Te garantizo que si sigues así, no cobrarás la herencia ni a los cincuenta años.

—Bueno, bueno, abuela, no te pongas así. Te prometo que voy a echarme una novia.

—Eso sería lo más práctico. Año y pico de relaciones y a los treinta años te casas con Matilde.

—¿Matilde?

—Es la mujer indicada para ti.

—Eso no, abuela. No me busques mujer, porque no podría tolerarlo. Bien que hayáis jugado conmigo mi padre y tú, pero esto no. No toleraré que encima de tenerme sacrificado tantos años, me elijas mujer a la hora de formar mi vida.

La dama se apaciguó.

—Yo no intento coaccionarte, hijo mío. Lo que trato es de que seas feliz. Ten presente que hoy día hay muchas mujeres por el mundo, dispuestas a cazar un marido rico. Tú lo eres mucho. Matilde tiene su capital. Es joven bonita, culta, distinguida. La conocemos de siempre. Sabes que nunca te será infiel, que será una esposa amante y una madre perfecta para tus hijos.

—¿Y el amor, abuela?

—¿Por qué no has de amar a Matilde?

—Porque es mezquina y pobre de espíritu; porque es envidiosa y mala.

—¡Adolfo...!

El sonrió mansamente.

—Disculpa mi impetuosidad para cubrir a Matilde de defectos. Pero los tiene, abuela. Tú no vas a desear para mí una esposa así. No la conoces aún. Hablaba de la secretaria del Ayuntamiento, una muchacha digna, estudiosa, que se educó en el mismo colegio que Matilde por medio de una beca —aquí, impulsivo, pero con aplomo, refirió la historia que ya conocemos—. Después de oírme, supongo que no seguirás pensando que Matilde es digna de mí. Tú eres generosa, jamás te vi humillar a nadie. Aunque sólo sea por temperamento, tienes que despreciar a quien lo hace.

La dama no respondió en seguida. Miraba a su nieto con creciente curiosidad. De súbito, exclamó:

—Es la primera vez que te oigo defender así a una mujer. ¿Acaso es ésa tu futura novia?

—Y espero que sea mi futura esposa.

—¿Quieres decir... que tienes relaciones formales con ella?

—Formales, no. Pero espero que lo sean. Y confío asimismo, abuela, que tú no pongas objeciones.

—Pero..., ¿es en serio?

Había finalizado el desayuno. Se puso en pie. Puso sus dos manos sobre los hombros de la anciana, y murmuró con súbita ternura:

—Tú deseas que sea feliz, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Deseas asimismo que busque una novia y me convierta en un hombre formal durante el tiempo que me queda hasta cumplir los treinta años.

—Desde luego.

—Pues bien, querida doña Sara, voy a tener novia. Se llama Atalí Fano. No tiene dinero. Es secretaría del Ayuntamiento, y deseo que la conozcas. ¿Cuándo quieres que te la traiga?

—Adolfo, mira bien lo que haces. Puede que sea una chica decente. Tu compañía la perjudicará.

—A ella, no, abuela —dijo bajisimo, pero con una entonación que dejó suspensa a la dama—. Ella ha calado hondo..., muy hondo.