V

Adolfo Montes del Llano penetró en su regia mansión, dirigiéndose directamente a su aposento. Sentía dentro de sí una felicidad extraña. Algo que jamás hasta entonces había sentido. Era como si de súbito le hubiesen formado de nuevo. ¡Atalí Fano! ¡Hermosa mujer, maravillosa muchacha! ¿Cómo era posible que en unas horas, en una sola noche, naciera en él aquel sentimiento profundo, arraigado, como si se lo hubieran injertado en el pecho?

Un criado que salía por una puerta de la planta baja, al ver al joven, se detuvo exclamando:

—Buenos días, señor. No sabíamos que regresaba hoy.

—Hola, Gabriel. ¿Dónde está la señora?

—Es muy temprano, señor. Supongo que no se habrá levantado. ¿Ha tenido buen viaje, señor?

—Magnífico.

—Si nos hubiera avisado, hubiéramos ido a buscar al señor a la estación.

—No importa, no importa. Voy a descansar un rato, Gabriel. Cuando se levante la señora, le dices que he llegado.

—Sí, sí, señor.

Inició el ascenso por la escalinata alfombrada, hacia el vestíbulo superior. A mitad de aquélla se encontró con la doncellita. En otra ocasión cualquiera, le hubiera dicho una galantería picante, incluso la hubiese rozado con su cuerpo e intentado besarla. Era su norma, su costumbre, su hábito. En aquel instante no se le ocurrió ni siquiera mirarla. La saludó con una vaga sonrisa y siguió ascendiendo. La doncella lo miró un tanto asombrada. Por lo visto, el señor galanteador, de cínica sonrisa, regresaba de Madrid, harto de mujeres.

Al llegar a lo alto del vestíbulo, se topó con Rogelio, el mayordomo.

—Buenos días, señor —exclamó aquél—. ¿Cuándo ha llegado el señor?

Adolfo se detuvo y aspiró hondo. Todo en torno suyo le parecía más puro, más verdadero. Aturdido se preguntó qué podía tener aquella muchacha llamada Atali Fano, para que él sintiera aquella borrachera de ella, aquel enajenamiento que le embargaba.

—Buenos días, Rogelio.

De súbito recordó que aquel hombre con barbilla puntiaguda y ojos ratoniles, era su Banco de España en los momentos de apuro. Recordó asimismo que pedir a su abuela el dinero del billete, era como dar golpes en sus propias rodillas, a sabiendas de que no tenía reflejos.

—A propósito, Rogelio. Dime, ¿cómo andas de dinero?

—Mal —rotundo—. Muy mal.

Era la respuesta de siempre.

Adolfo sonrió sarcástico, inclinándose hacia él.

—Tendrás que dejarme mil pesetas. Te las devolveré a primeros de mes, con un interés del veinte por ciento.

—Lo siento, señor. No puedo. No dispongo ni de un céntimo.

Tieso ante Adolfo, parecía una estatua. Ni un músculo de su pétreo rostro iniciaba una sonrisa. Se diría que de pronto, todo en él era mecánico.

—Hablaremos de eso más tarde, amigo Rogelio. Ahora voy a descansar.

—Como guste el señor.

Se dirigió a su cuarto y tendiéndose en la cama cuan largo era, encendió un cigarrillo, puso una mano bajo la nuca y se detuvo a pensar. El pensaba pocas veces. Nunca como aquel día. Siempre consideró que no merecía la pena. Pero de pronto, todo su ser se agitaba, todo en él era un intenso pensamiento centrado en Atalí Fano, la secretaría de ayuntamiento, que de todo tenía menos de apariencia de pálida secretaria.

«¿Ha llegado el amor a mi puerta? —pensó quietamente—. ¿Es esto que siento? ¿Es tan distinto, que purifica cuanto de cínico y canallesco hubo en mí? ¿Qué dirían Octavio y Marisita, y tantas Marisitas que pasaron por mi vida sin penetrar en mi corazón? ¿Cómo es posible que un hombre como yo, despreocupado, indiferente a los sentimientos humanos verdaderos, se enajene de este modo por una mujer, en una sola noche?»

Alguien tocó en la puerta. Con desgana, malhumorado, por privarle de pensar a solas con Ta verdad, dijo de mala gana:

—Sí, pasen.

Se abrió la puerta y apareció la menuda figura de su abuela apoyada en el bastón. Con su rostro rugoso, su pelo blanco, su andar un poco vacilante, la dama pasó, cerró tras de sí y avanzó lentamente, siempre apoyada en su bastón, hacia el lecho. Adolfo se puso de un salto en pie y le salió al encuentro. La besó por dos veces. La dama lo miró severísima y sacudió el bastón delante de sus narices.

—Espero, Adolfo —dijo con lenta gravedad—, que sea la última vez que vas a gastar a Madrid tu paga.

—No volveré a hacerlo, abuela. Puedes tenerlo por seguro.

La dama se dejó caer en la butaca. Miró al joven y pidió secamente:

—Toma asiento. Vuelve, si quieres, a descansar tu cuerpo en el lecho.

—Ya veo que estás enfadada conmigo.

—Mucho. Eres un cínico indecente. Y perdona que use un lenguaje tan poco digno de mí, pero tan propio de ti.

—Te prometo que no volverá a ocurrir. Creo que voy a sentar la cabeza.

—Siempre dices igual —aseveró la dama fríamente—. Tu padre tuvo mucha razón al redactar el testamento en tales términos. Ten presente que a este paso, no podrás recuperar tu herencia ni a los treinta años.

Adolfo se sentó en el borde del lecho y miró a su abuela con expresión sardónica. No podía remediarlo. Algo había cambiado en él, sin duda, pero ante su abuela sentía el mismo cinismo de siempre.

—¿Qué ocurriría si me casara? —preguntó burlón—. Suponte que me enamore de verdad. Que encuentre una mujer, no ya digna de mí, puesto que conozco el concepto que tienes formado de mi persona, sino digna de ti. ¿Qué ocurriría si yo te dijera que estaba dispuesto a contraer matrimonio?

—Inútil. No podrás casarte antes de los treinta años. Debes tener eso presente. La cláusula del testamento está bien clara. Si te casas antes de cumplir esa edad, todo irá a parar a instituciones benéficas.

—Y aún te atreves a decirme que mi padre fue admirable.

—No suele decirse tal cosa de los yernos —adujo la dama, inmutable—, pero yo puedo decirlo bien alto. Tu padre era el hombre más admirable de cuantos he conocido —se puso en pie—. Ten presente que estoy autorizada para rebajar tu paga mensual. Si vuelves a irte a Madrid sin advertirme, sin someter a mi consideración si puedes o no ir, daré orden al abogado de que en adelante te entregue la mitad de lo estipulado hasta ahora. Creo que ya me conoces. Sabes muy bien que no me ando por las ramas cuando puedo pisar tierra firme.

—Abuela, compadécete un poco de tu pobre nieto.

—Eres un Canalla sin juicio. No me compadezco de quien lo tiene todo y no sabe aprovecharlo.

—Te prometo que en adelante seré formal.

La dama, ancianita ya, pero con todos los sentidos en su sitio, agitó el bastón y aseveró con cierta aspereza:

—Eres un mentecato absurdo, hijo mío. Nunca creeré en tus promesas. Miles de veces me has dicho lo mismo. Sería tonto por mi parte creerte ahora. Duerme. Supongo que vendrás cansado. Piensa en lo que te he dicho.

—Espera. No te vayas aún. Tengo que pedirte un adelanto.

La abuela, que ya estaba en la puerta, se asió al pomo y agitó el bastón amenazadoramente.

—¿Un adelanto? ¿Y te atreves a pedírmelo a mí? ¿A mí? No lo esperes, muchacho. No esperes ni cinco pesetas para una cajetilla.

—Escucha, abuela. Tengo una deuda. Una persona... Ejem, me... me prestó el dinero para el billete. No me mires así, abuela. Después de todo, soy joven, ¿no? Me tenéis amarrado aquí. Soy una víctima de las genialidades de papá.

—¡Basta!

Adolfo no pudo dormir. Entre lo dicho por su abuela y el recuerdo de Atalí, la inmovilidad de la cama le resultaba insoportable. Se desvistió, se dio una ducha, cambió de traje y bajó al vestíbulo. Encontró a Rogelio inspeccionando en torno a sí con sus ojillos ratoniles que siempre lo veían todo.

—Rogelio —llamó desde la puerta de la biblioteca—. Ven un momento.

El mayordomo muy estirado, con el pelo un poco enhiesto, se dirigió hacia él.

—Pasa, ¿Qué ocurre con el dinero que te pedí? Son mil pesetas. A primeros de mes te daré el veinte por ciento. Ya sabes que suelo cumplir mi palabra.

Mudamente, el avaro mayordomo extrajo un planchado billete del bolsillo y se lo entregó.

—Gracias, Rogelio. Eres mi salvación.

—El veinte por ciento —dijo el mayordomo secamente, por toda respuesta—. No lo olvide el señor.

—Puede que sea la última vez que te lo pido, usurero Rogelio.

—Ejem —carraspeó el mayordomo tranquilamente.

* * *

Miró en torno con expresión feliz. Sí, era la primera vez que tenía un hogar propio. Podía no creerse, mas era la pura verdad. Veintitrés años y siempre de fonda, pues aun en vida de su padre, si bien dormía en el piso humilde, tenía que comer en cafeterías o restaurantes baratos.

Era un piso acogedor. Pequeño, pero moderno y confortable. Había recibido la visita del teniente de alcalde. Sonrió, evocando su figura atildada, el asombro reflejado en sus ojos cuando la vio, pues quizá esperaba hallar un adefesio lleno de arrugas. ¡Federico León! Médico profesional, según dijo. Dedicado a teniente de alcalde por amor a la patria, pero no por vocación. Era un cursi imponente. Menos mal que se fue pronto.

Se derrumbó en una butaca y estiró las piernas. Una noche sin dormir era demasiado. Pensó en Adolfo Montes del Llano... ¿Qué iba a ocurrir? Ella era una mujer decente, y Adolfo, según parecía, un cínico sinvergüenza. Bien, habría que cortar aquellas relaciones, incipientes y dedicarse por entero a su trabajo. Por lo pronto iba a dormir. No tenía sueño, pero su cuerpo, habituado siempre al descanso, se resistía a permanecer de pie.

Abatió los párpados. ¿Y si durmiera allí? No tenía deseo alguno de moverse. Jamás experimentó tal laxitud.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Se puso en pie con desgana. Otra visita, tal vez de algún miembro del Ayuntamiento. O quizá la muchacha que el alcalde le prometió que iba a enviarle. Sí. No podía vivir allí sin una muchacha que se ocupara de la casa. Por lo pronto, la portera se había ofrecido para hacer la limpieza. Si la muchacha no aparecía pronto, tendría que seguir la costumbre de comer en alguna parte.

El timbre volvió a sonar.

—Ya voy —murmuró quedamente—. Ya voy.

Vestía una simple falda de gruesa lana, perfilando las bien formadas caderas. Una blusa blanca, camisera, abierta hasta el principio del seno, y por fuera de la falda. Calzaba chinelas. El cabello rubio, de un rubio oscuro, lo peinaba hacia arriba. Lo primero que había hecho al llegar a casa, fue darse un baño, recoger su pelo y perfumarse con agua de baño. Se sentía más ligera.

Abrió la puerta y quedó envarada en el umbral.

—Hola —dijo Adolfo, dando un paso y cerrando tras de sí.

Atalí, sin parpadear, le miraba censora.

—¿A qué... has venido? Me... me estás comprometiendo.

—Perdona, querida. Estoy en deuda contigo.

—Pasa —admitió, aún estremecida—. Pasa. Todo está revuelto. ¿Quién... te dijo dónde vivía?

—Pasé por el club y me encontré con el tontaina de Federico León, hablando de ti con sus amigos. ¿Quieres saber lo que decía? —se derrumbó en una butaca con toda familiaridad—. «Muchachos, qué mujer. Jovencísima, guapísima. ¡Qué ojos, qué boca, qué cuerpo...!»

—¡Adolfo!

El se aturdió a su pesar.

—Perdona. Son... términos de los hombres.

—Que resultan molestos repetidos ante las mujeres.

—Ciertamente.

La miró. Hubo como un destello en sus ojos. Se puso de súbito en pie y se acercó a ella.

—¿Sabes una cosa? Sentí deseos de retorcerle el pescuezo por hablar de ti en ese tono. Puede que no lo creas o lo consideres inconcebible, pues supongo que el alcalde, que dicho sea de paso, me desea para su hija, te habrá dicho de mí lo peor que se puede decir de un hombre.

—No fue muy considerado —adujo Atali nerviosamente—. Por supuesto, que le bastó la sonrisa para definirte.

—Y sin embargo, de buen grado sería el padrino de mi boda con su hija Matilde. Ya la conocerás. Y a las otras. A todas. Soy un canalla, un cínico, juego con las mujeres —exclamó indignado—, pero todas cargarían de muy buen grado con mis lacras, sólo por ser las señoras de Montes del Llano y sus millones.

—Adolfo, cálmate y toma asiento. No me interesa lo que los demás digan de ti. Yo no soy mujer que se deje guiar por dichos de pueblo. Pero quiero que tengas presente una cosa. Soy una mujer decente, he vivido para ganar honores y los he ganado. Perderlos sería estúpido. Y más aún si fuese por una inconsciencia juvenil. No quiero, ¿me oyes? Perdona mi sequedad, pero no quiero que vuelvas a mi casa.

—Es imposible.

—¿Qué dices?

—Que te amo. No lo creas, échame si quieres. Pero lo cierto, lo asombroso, lo desconcertante para mí, es que te quiero.

—No puedes quererme. Me has conocido ayer. No hace aún veinticuatro horas.

—No creo que sea preciso conocer mucho a una mujer para sentir por ella lo que yo siento. Sé que no puedo casarme contigo, a menos que me exponga a perder mis bienes, y pese a mi poco juicio, pienso que no soy nadie para renunciar a algo que es absolutamente mío. Pero si no puedo casarme contigo a la vista de todos, no tendrás más remedio que ser mi esposa en secreto.

Lo dijo rotundo, sin dejar lugar a dudas. La joven fue retrocediendo asustada, hasta, tropezar con el brazo del sillón. Hubo como un súbito aleteo en sus pupilas y un loco palpitar en su pecho. Adolfo fue hacia ella y la asió del brazo.

—No..., no me toques.

—Lo deseas...

—Por favor...

—Atalí..., es nuestro destino. No puedes ni puedo luchar contra esto. Ni tú ni yo somos héroes. Sólo somos un hombre y una mujer, y por extraño que parezca, nos necesitamos el uno al otro.

—Oh, no, Adolfo. No me asustes. No me obligues...

—A lo que sientes.

—A lo que no quiero ni debo sentir.

—¿Y por qué no? Di, ¿por qué no? ¿Hay algo más humano y natural que dos se amen y lo demuestren? Ya sé que tú eres una mujer decente. Si no lo fueras, si yo no lo intuyera primero y lo confirmara después, hubiera pasado la noche de ayer a tu lado de modo muy diferente. Sí —sonrió con ternura—. No me mires así, Atalí. Es la más dolorosa verdad que he dicho en toda mi vida. Jamás dejé de respetar a una mujer, si ésta era digna de ser respetada. Y también es cierto que jamás abusé de una mujer decente. De no amarte, al saber que eres... como eres, te hubiera dejado tranquilamente. Me habría olvidado de ti. Me pasó muchas veces. Yo no soy un sádico. Soy un hombre únicamente, con sus deseos, sus pasiones, sus mezquindades si quieres, pero éstas son para las mujeres que, como yo, son mezquinas. Tú eres el objeto de mi más alta veneración. ¿Comprendes, Atalí?

La tenía sujeta por los brazos. Ella, paralizada, le escuchaba sin parpadear. Temblaba como una chiquilla asustada. Adolfo comprendió que era la primera vez en su vida que se encontraba con un hombre como él.

Ardientemente, sin que ella pudiera salir de su inmovilidad, añadió:

—Casémonos, querida mía. Casémonos en secreto y que este piso sea testigo de nuestra pasión.

—Estás loco —susurró ella como en un gemido—. Completamente loco.

Por toda respuesta, muy despacio, con una fuerza que la inmovilizó, la atrajo hacia sí, venciendo la débil resistencia femenina. Ella le miraba con aquellos sus ojazos grandes, pasmados. Sentía en sí que no podía rechazarlo, y ello le causaba un gran desconcierto, porque era la primera vez que le ocurría.

—Atalí...

—Vete, vete. Te..., te lo ruego...

Atalí hizo un esfuerzo. Sentía algo que la dominaba y la vencía y no quería. Ser una más, ella precisamente, que siempre alardeó de fortaleza moral, para Adolfo, era una ofensa que se hacía a sí misma y que no podía tolerar ni asimilar.

Ella quedó jadeante, con la espalda pegada al respaldo del sillón.

—No —susurró estremecida de dolor—. No.

—Pero, querida...

—¡Oh, no! Vete. Vete lejos. Olvídame...

—Ojalá pudiera. Tienes como un imán cegador para mí. Nunca sentí eso, Atalí. Y no puedo renunciar a ello. ¡Oh, no! Ante todos o por detrás de todos, has de ser mi mujer. Luchar contra este sentimiento sería... como matarme a mí mismo.

—Ahora... —susurró ella—. Ahora..., vete.

Adolfo, dócilmente, un poco más pálido que de costumbre, dirigióse a la puerta.

—No vuelvas —pidió ella ahogadamente—. No vuelvas...

Adolfo se volvió desde el umbral. Tenía la mano agarrotada en el pestillo, y antes de levantarlo, exclamó sordamente:

—Si pudiera no volver..., no vendría —movió la cabeza lentamente—. Pero vendré. Volveré eternamente, aunque me condene. Y quiero que sepas una cosa, Atalí, querida mía. Lo que más me arrastra hacia ti, es esa debilidad tuya tan femenina. Ese negar y ese dar a tu pesar. Eso no lo olvida un hombre como yo, Atalí.

—Calla, calla —gritó ella desesperadamente, tapando el rostro con las manos—. Calla y vete. Vete por Dios y no vuelvas. Piensa que no tienes derecho a turbarme así...

—Hasta luego, querida.

* * *

Necesitaba aire. Era la primera vez que un hombre la besaba. Podía parecer imposible, pero era así. La primera vez, y se sentía tan acobardada, como jamás lo estuviera.

Caminó a lo largo de la calle. Vestía la misma ropa, con un abrigo de corte inglés, abrochado hasta el cuello. Calzaba altos zapatos.

Atravesó la plaza y se dirigió como un autómata a la primera cafetería que halló al paso. Independiente como era, pensó que estaba en Madrid. Que llegaría a la cafetería y se encontraría con rostros desconocidos, a los que no volvería a ver en toda su vida. Pero, no. Aquella era una ciudad pequeña. La desconocida era ella, si bien todos empezaron a mirarla y a murmurar entre sí.

Ella oyó un comentario en un grupo próximo a la barra donde se había apoyado pidiendo un té.

—Es la secretaria del Ayuntamiento.

No se volvió. Pero tras tomar el té y dar la vuelta, se encontró con un grupo de elegantes muchachas que rodeaban una mesa. Por primera vez en su vida se sintió muy sola.

Una de las muchachas exclamó:

—Pero si es Fano...

Atalí quedó como paralizada.

Otra de las muchachas no pudo por menos de murmurar:

—La ferroviaria.

Atalí se envaró. En aquel instante sintió, más bien presintió, la presencia de Adolfo allí.

No miró. Sabía que estaría plantado en la puerta. La cafetería era pequeña. Todos se conocían. Todos menos ella, pero a ella, por desgracia, también la conocían dos de aquellas elegantes muchachas.

—Hola —dijo al fin, secamente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la hija del alcalde—. No nos digas que eres la secretaría del Ayuntamiento.

—Lo soy.

Matilde Canero se echó a reír, hiriente, como hacía siempre. Fue ella precisamente la que dijo a sus compañeras que era una becada. Una becada pobre, hija de un ferroviario.

—No sé por qué te causa tanta risa.

Noni Ruiz, otra de sus verdugos durante su vida estudiantil, contestó por Matilde:

—No nos dirás que después de terminar el bachiller, te animaste a continuar una carrera.

—Por supuesto. Soy universitaria. Yo... nunca dejo las cosas a medias. —Y con gentil sonrisa, ya totalmente recuperada, aun presintiendo la proximidad de Adolfo, añadió—: He tenido mucho gusto en saludaros. Ignoraba que fuerais... provincianas. Buenas tardes.

Se alejó sin esperar respuesta. Pasó ante Adolfo, que seguía plantado allí, cerca de ella. No lo miró. Siguió adelante malestática, hermosa en verdad, personalísima. En la mesa hubo un murmullo de contrariedad. Matilde gruño furiosa:

—Provincianas. ¿Habéis oído?

Adolfo estaba allí. Sonreía socarrón.