CAPITULO PRIMERO

—¿Tan imposible te parece a ti, tener relaciones formales con una mujer durante dos años? Entonces, ¿qué harias si empezases a los veinte y te casaras a los treinta, como hacen muchos hombres? Adolfo, te lo digo en serio, yo esperaré por ti el tiempo que haya que esperar. ¡No faltaría más! Te amo, bien lo sabes, y puesto que te amo, aquí me tienes, dispuesta a esperar lo qué sea. ¿Dos años? No son tantos años, Adolfo. Por un novio se hace lo que sea, y..., ¿sabes lo que te digo? Casi estoy por aplaudir a tu padre. Era un hombre inteligente, no cabe duda.

Octavio, que escuchaba la conversación mientras fumaba un cigarrillo, acomodado negligentemente en una butaca, sonrió divertido. Esperó un instante con la ceja alzada, imaginándose la salida de su amigo Adolfo con respecto a la «generosidad» de su novia...

Adolfo apenas si movió los ojos, y mucho menos el cuerpo. Se hallaba tendido en una butaca, con las piernas extendidas sobre la mesa. Tenía la pipa apretada entre los dientes, y sus ojos negros, de expresión cínica, medio se ocultaban bajo el peso perezoso de los párpados.

—El caso es, Marísita —susurró meloso—, que yo no puedo sacrificar tu hermosa juventud en una espera inútil.

—¿Inútil?

—¿No lo es? ¡Dos años! ¿Sabes los buenos partidos qne puedes perder en ese tiempo?

—¡Adolfo! Yo no soy de las que esperan partidos —se alteró—. Yo soy mujer que espera amor. Y lo encontré en ti.

Adolfo no se inmutó. Se diría que estaba tomando muy en serio el desprendimiento de la joven.

Con suave ternura, que a otra que no le conociera más no hubiese engañado, adujo muy seriamente:

—No puedo ni debo obligarte, Marisita..., a un porvenir incierto. Mi padre tuvo la mala ocurrencia de testar, antes de morir. Aunque es lo normal en los padres, ¿no? Pues bien, el mío lo hizo de una forma original. Creo habértelo dicho, no cobraré un céntimo de la herencia hasta que no haya cumplido los treinta años. Y eso, suponiendo que continúe soltero para esa fecha. Mi padre puso como condición severísima, que yo no contrajera matrimonio por lo menos antes de esa edad. ¿Sabes por qué, Marisita?

La joven se impacientó. Sentada junto a él, hubo de inclinarse para ver los ojos de Adolfo, mas, según opinión de Octavio, mudo espectador de la escena, no le fue posible.

—Ya me lo has dicho —gruñó la joven—. Porque no te consideraba hombre suficientemente juicioso, para hacerte cargo de una herencia semejante.

—Eso es.

—Bien. Te faltan dos años —se impacientó—. ¿No es bonito el noviazgo?

—Lo es, mi vida —susurró Adolfo, mansamente engañador—. Pero, ¿por carta? Yo no puedo venir a Madrid todos los días. Este viajecito fue... —mojó los labios con la lengua— extra, querida mía. ¿Y sabes lo que está pasando? Mi abuela cursa todos los días dos telegramas. ¿Quieres que te los lea? Son todos iguales: «¿Qué esperas? ¿Aún no has terminado el dinero? Ven. Tu abuela.» Mira, Marisita —añadió sin moverse, con aquel su acento de voz dulzón, que si bien engañaba a ella, no así a su amigo Octavio—. A mi abuela no la puedo comparar con un sargento de legionarios, porque es mucho peor. Y lo más lamentable es que no poseo fortuna propia. Ya no tengo ni un céntimo. Para emprender este viaje, hubo de prestarme el dinero Octavio. Y si no, que te lo diga él.

Marisa ni siquiera miró a Octavio. Adolfo tampoco. Seguía con la pipa en la boca, el cuerpo recostado en la butaca y las piernas extendidas sobre la mesita de centro. De vez en cuando suspiraba.

Marisita, inclinada hacia él, susurró:

—Yo te amo, Adolfo. Y cuando una mujer quiere a un hombre, ¿qué no está dispuesta a hacer por él?

—Pero no siempre el hombre está dispuesto a soportar humillaciones. Te digo que no tengo dinero. Ni un real. He terminado mi carrera de abogado, a trompicones. ¿Y qué? No recuerdo ni un solo artículo del Código Civil. Jamás hice nada de provecho. Tengo una regia mansión, cuyos criados, los que en ella trabajan, son tan viejos como la casa, pero no les pago yo, ni siquiera mi abuela; les paga el abogado de mi difunto padre. Vivo como un potentado, pero lo cierto es que ni siquiera dispongo de cinco mil pesetas para un traje. Cuando considero que lo necesito y lo pido, mi abogado somete a estudio mi ropero. Es una vergüenza. Nunca perdonaré a mi padre que me haya dejado en esta ridicula situación. Me pagan una pensión mísera, y de ella tengo que fumar, alternar con los amigos y viajar de vez en cuando. ¿Sabes cuánto debo a mis amigos? ¿No? Pues te lo voy a decir: dos millones y medio de pesetas. Todo de préstamos, con sus intereses correspondientes, pues en cuestiones de dinero nadie quiere recordar la amistad. Cuando me haga cargo de la herencia, o huyo al extranjero o me quedo sin un céntimo, pues de pagar lo que debo... seré aún más pobre que ahora.

Suspiró. Octavio hubo de ocultar una sardónica sonrisa.

Marisa, menos amable que minutos antes, aún adujo:

—De todos modos, yo te amo y debo esperar por ti.

—¿Exponiéndote a vivir luego como la esposa de un empleado con poco sueldo?

—Dicen que la fortuna que heredarás es muy grande.

Adolfo se puso en pie y estiró con ademán negligente las mangas de su americana.

Era alto y delgado, de contextura atlética. Se notaba que practicaba el deporte con asiduidad. Muy moreno, tenía el cabello negro, ojos tan negros como su cabello y una expresión en aquéllos cínica y burlona.

Miró a su amigo Octavio y mostró el reloj.

—Mi tren para la ciudad —dijo— pasa dentro de una hora. Todavía tengo que ir al hotel a recoger mi maleta. Lo siento, Marisilla. Te dejo ya.

—Adolfo —susurró ella, yendo hacia él y mirándole largamente—. Vente cuanto antes... Y por favor, escríbeme.

—Seguro —miró a Octavio—. ¿Vamos, amigo? —volvió a mirar a Marisita—. Lo mejor de todo es que no esperes por mí, querida mía. Eres una chica demasiado guapa. Seguro que tendrás pretendientes a docenas. Si dentro de dos años aún estás soltera..., hablaremos tú y yo. ¿Te parece?

Marisita era una de esas muchachas listas que buscan un buen partido. Creyó que Adolfo lo sería, y mucho. Mas si ya estaba empeñado y si su abuela no tenía fortuna propia, tal vez tuviera él razón... Decidió ser cautelosa.

—Cuando vuelvas a Madrid, ven a verme, amor mío.

—Te lo prometo.

La besó en los labios delante de Octavio, le propinó una palmadita en la mejilla y le dijo con ardor:

—Te adoro, Marisita.

* * *

Al llegar a la calle, Adolfo respiró a pleno pulmón.

—¿No te pareció un poco tétrico el pisito de Marisita? —preguntó con gran seriedad, que Octavio ya sabía no existía.

Se echó a reír. Ambos caminaron calle abajo.

—Eres el cínico más cínico de cuantos he conocido, Adolfo.

—Pues anda que ella... —sacó un cuaderno del bolsillo y lo abrió por la mitad. Trazó una línea sobre unas letras—. Hala, ya está.

—¿Quién?

—Ella. Borrada de la lista. Una más que pasó por mi vida sin pena ni gloría. ¿Crees posible que una mujer ame a un hombre en quince días?

—No me digas que no la conociste antes.

—No, lo juro. Quince días hace que llegué a Madrid, y quince que la conocí en una boite. Bailé con ella y la acompañé a su pisito... Como todas. Puaff... Creo que mi padre hizo muy bien poniendo esa cláusula en la herencia. Suponte que me pudiera casar con ella a los veinte años. Tenía dieciocho cuando él murió. Ya debía ser yo un tipo de cuidado y mi padre debió de verlo, porque supo bien cómo frenarme. Estuve perdidamente enamorado más de seis veces, y si pudiera casarme, juro que lo haría con las seis.

Torcieron hacia la izquierda.

—¿Sabes lo que te digo? —añadió, sin que su amigo e interrumpiera—. No censuro que haya redactado el testamento así, pero eso de que ni siquiera me permita tener un auto para mi uso personal, me revienta. Y no me hace gracia estar sometido a mi abuela. Ella tiene el suyo. ¿Crees que me lo deja? Cuando se lo pedí para venir a Madrid, por poco me da con el bastón. Es un asco de vida.

—Pero tú lo pasas estupendamente.

—Bueno —rió cínico—. No puedo quejarme. Claro que permanecer en la ciudad todos los meses del año... es una lata.

—De vez en cuando haces tu escapadita a Madrid.

—¿Pretextando qué? Esta vez una úlcera de estómago. Hube de pasarme toda una semana vomitando sin tener ganas. Me pusieron a leche hervida y a zumo de frutas... Y lo peor no fue eso. Lo más desalentador fue que tuve que sobornar al viejo Arañó y casi prometerle que me casaría con su hija cuando heredara a mi padre.

Octavio se echó a reír.

—Eres una calamidad, Adolfo. ¿No será posible que un día sientes la cabeza?

Se detuvieron ante el hotel.

—¿Y qué haré, después de sentar la cabeza? —preguntó malhumorado—. ¿Ser un padre de familia decente como el señor alcalde, o un marido aburrido como el notario? No, mi amigo. Espérame aquí. Bajo rápido con la maleta. Esto de que un futuro heredero tenga que hospedarse en un hotel de tercera, es detestable.

—Porque quieres.

—¿Sí? —se indignó—. ¿Y con qué puedo divertirme, si gasto en hotel el poco dinero que me dan?

—Te espero aquí.

Al rato bajó Adolfo con el maletín en la mano. Silenciosamente cruzaron la calle.

—Será mejor que tomemos un taxi —adujo Octavio—. Con ese maletín colgado de la mano, pareces un estudiante de primer curso.

—Ojalá lo fuera. ¿Sabes tú lo feliz que fui cuando ingresé en la Universidad? Entonces mi padre me pasaba una pensión espléndida. Pero después... —se alzó de hombros—. Bueno, lo mejor será tomar la vida como viene. ¿Sabes una cosa? Cuando me dan la paga, emprendo un viaje de seis días siempre, claro está, con algún pretexto. Me lo gasto todo en esos seis días y luego, casi siempre, tengo que regresar a la ciudad de polizón en algún tren. Dichoso tú, que eres el eterno opositor. Me están dando ganas de decirle a mi abuela que me permita hacer unas oposiciones. Lo pasaría bárbaro en Madrid.

Octavio gruñó entre dientes:

—Yo no soy un opositor por gusto, debes saberlo.

—Ta, ta. ¿Cuánto dinero te manda tu padre cada vez? Tiene una buena tienda de tejidos. Apuesto a que te sobra el dinero.

—No pienso discutirlo. Pero yo no puedo fiarme de lo que él tenga. Cuando llegues a la ciudad, ve a verle. Dile que espero conseguir este año la plaza de Aduanas.

Adolfo emitió una risita.

—Será mejor que llames un taxi. ¿Tienes dinero para pagarlo? A mí —y volvió el forro del bolsillo— me quedan justamente seis pesetas.

—¿Con qué vas a pagar el tren?

—Ya me las arreglaré. Siempre me arreglo. Como el tren para en la estación una buena inedia hora, el revisor tiene tiempo de pedir el dinero al jefe de estación, que es mi amigo. Siempre hago igual.

* * *

El maletín quedó colocado en la red, y ambos amigos descendieron de nuevo al andén.

Adolfo llenó la pipa con toda parsimonia, y Octavio fumó su quinto cigarrillo de la tarde.

—Oye, Adolfo. ¿No tienes miedo de que Marisita vaya a la ciudad a darte la lata? Es una mujer sin prejuicios. Suponte el escándalo que armaría. Es muy guapa, pero se ve bien a las claras la mujer que es.

—¡Bah! ¡Ojalá lo haga! Será como salir un poco de aquella estúpida monotonía.

—Pero a tu abuela le sentaría como un tiro.

—Mi abuela ya es vieja, no recuerda que la juventud necesita divertirse —se alzó de hombros—. Además, yo no dependo de mi abuela, tú bien lo sabes. Nadie en la ciudad desconoce el asunto, y tú has nacido allí, y allí te has criado, como yo. Cuando mi madre se caso con mi padre, no llevó de dote ni un céntimo. Era hija de una ilustre familia sin dinero. Era muy hermosa, según dicen, y mi padre la adoró. La perdió pronto. Es lo que hace a los hijos cínicos como yo, y sin sentido de la responsabilidad. ¿Crees que yo desconozco mis defectos? Ya sé que estoy lleno de ellos, pero no trato de mejorarlos. ¿Para qué? Me crié sin madre. Uno no se da cuenta de lo que la madre representa, hasta que tiene uso de razón y la hecha de menos. Mi abuela, como bien sabes, dejó su mansión catalana y se vino a vivir con nosotros. Mi padre la quería mucho. Estoy seguro de que fue ella quien le sugirió la idea de redactar así el testamento. Mi abuela siempre fue una mujer muy moralista. Detesta mis genialidades, mis diversiones y mis extravagancias. ¿Piensas que me da un céntimo extra? Ni hablar. A veces tengo que humillarme ante Rogelio, nuestro mayordomo, para que me preste unos cientos de pesetas, y el muy canalla, cuando yo cobro y sabe que estoy en el salón particular recibiendo mi paga, me espera en la puerta como un poste, y encima tengo que darle un interés elevadísimo.

Octavio emitió una risita.

—Eres un caso perdido, Adolfo... Ahora suponte que un día te enamoras de verdad.

—Me enamoré muchas veces. Lo que ocurre es que en seguida se me pasa.

—Dichoso tú.

—Sí —rió cachazudo—. Ya sé que tú tienes novia desde hace seis años. Es lo que no me explico, amigo Octavio, que tengas una novia, la misma durante tanto tiempo. Yo me moriría de aburrimiento.

—Porque nunca te enamoraste de verdad.

Bajó la voz y asió el brazo de su amigo.

—En secreto te diré: No me enamoré de veras, porque todas las mujeres son iguales. Sea por mi belleza masculina —se burló cínicamente—, o por mi fortuna en perspectiva, lo cierto es que no me resistió una sola mujer. Cuando creo estar ante una muchacha decente, le doy una palmadita en la cintura y ella sólo sonríe. Después la tomo del brazo, la llevo a alguna parte y le doy un beso. Más tarde la invito a pasar la velada conmigo, y acepta. Tú comprenderás que yo no voy a formalizar relaciones con semejantes chicas.

—¿Sabes por qué te ocurre eso? Porque siempre buscas las mujeres en un ambiente indecente.

Adolfo soltó el brazo de su amigo y se echó a reír.

—No quiero ser un charlatán, pero... —aquí bajó la voz—, si yo te dijera algunas cosas de chicas que conocemos los dos... Hum...

—¿De la ciudad?

—Ni una palabra. Pero ten eso presente. Tú te has echado una novia y te consagraste a ella como un ingenuo.

—Oye...

—No, si no tengo nada que decir. Solamente que me parece un poco estúpido. Pero de ahí no pasa. Te decía que no conoces a las mujeres.

—Eres un sádico indecente.

—No, no, amigo mío. Soy un tipo que ha vivido lo suyo y conoce el género humano femenino. Y como aún falta media hora para que esta mole de acero emprenda el viaje, lo mejor será que vayamos a tomar una copa.

—¿Otra?

—Ya veo que hasta de eso te apartó tu novia. De comportarte como un hombre.

—Adolfo, no consiento que te inmiscuyas en mi vida. Haz de la tuya lo que te acomode, pero deja la mía en paz.

Por toda respuesta, Adolfo se echó a reír, con aquella mueca indefinida que partía la raya de sus ojos y curvaba la cínica boca en una sardónica sonrisa.

—No te enfades, hombre. Vamos a tomar algo. Entre las seis pesetas que tengo yo y las diez que tendrás tú...

* * *

—Te voy a decir una cosa. Octavio. Si yo pudiera ser un hombre como tú, creer en la vida y en el amor, sería feliz. Pero no puedo. Y tengo poderosos motivos para sentirme así.

—Vamos a ver. Suponte que te enamoras y te casas. ¿Qué ocurriría con la herencia? Y supongo —añadió burlón— que será una espléndida herencia.

—Por supuesto. De varios millones, acciones de diversas sociedades, casas en la ciudad, una finca de campo que produce un interés estremecedor y varías cosas más. Pues te diré lo que ocurriría si yo cometiera la estupidez de enamorarme y casarme antes de los treinta años. Me quedaría sin nada. Todo pasaría a obras benéficas.

—Hum.

—Mi padre sabía bien quién era yo. Consideró antes de morir, que no sería capaz de conservar el patrimonio. Claro que mi abuela también puso su granito de arena, sin duda.

—¿Qué dices tú a eso?

Adolfo sonrió cachazudo.

—Puede que tengan razón, o puede que no la tuvieran. Nunca dispuse de dinero a mi gusto. Mientras fui estudiante, me suministraron. Con abundancia, no creas. Bastante más que ahora. Mi abuela me daba algo por detrás y yo lo pasaba magníficamente. Ahora mi abuela no suelta un céntimo asi la amenacen. Mi paga, como ellos dicen, es exigua.

—Pero presiento que con ella vivirá una familia decentemente.

—Hombre..., la verdad es que yo no sé lo que necesita una familia para vivir decentemente. Lo que sí puedo asegurarte es que a mí me dura seis días como máximo. Y que además de durarme tan poco, si quiero venir a Madrid tengo que inventar una enfermedad o algo parecido. Esto no es vida.

—Suponte por un momento que te echas novia, que esperas esos dos años que te faltan haciendo algo provechoso. Administrar la finca, por ejemplo.

—¿Yo? ¿Tú crees que encima de la faena que me hicieron, voy a trabajar? No, chico. Eso sería si mi padre hubiese procedido decentemente. Pero después de haberme jugado esa mala pasada, que trabaje Rita.

—Te perjudicas tú.

—Sermones, no, ¿eh? Tú haz de tu vida lo que te parezca; yo sé muy bien lo que hacer de la mía.

El camarero se aproximó.

—¿Qué van a tomar?

—Mi amigo un vaso de seltz. Yo una copa de coñac.

Adolfo bufó:

—Eres un indecente —gruñó—. De modo que yo seltz y tú coñac.

—¿Cuántas pesetas tienes? ¿Seis? Yo tengo ocho.

El camarero les sirvió y Octavio, con su parsimonia habitual, vertió la mitad del contenido de su copa en el vaso de su amigo.

—¿Qué haces? —gritó éste indignado—. Has estropeado el sifón y el coñac a la vez.

—Bebes demasiado —rio Octavio—. Tienes que hacer un viaje en tren y no llevas dinero para el billete. Vale más que le expliques al revisor con calma lo que te ocurre, a que te exaltes.

Ambos se echaron a reír. Al rato los dos estaban de nuevo de pie en el andén.

—Este movimiento agitado de la estación —adujo Adolfo—, me recuerda mis tiempos de estudiante, cuando nos daban las vacaciones y todos teníamos prisa por llegar a casa.

—No me has dicho nada aún de Berta Cano, Raquel Arañó, Matilde Canero..., etcétera.

—¡Bah!

—¿No te arreglas con ellas? Son las chicas bien de la ciudad.

—Que las parta un rayo.

—Pero, hombre...

—Si yo te dijera lo que se de todas ellas... Pero no pienso decirlo. No te relamas, que no te lo voy a decir.

—Son decentes. Hijas de honorables familias.

—Por supuesto.

—¿Has tenido asuntos con ellas?

—¡Bah!

—Oye, no serás capaz de calumniarlas, ¿eh?

Adolfo lo miró. En sus ojos negros apareció una sonrisa sardónica. Por supuesto que no pensaba calumniarlas, ni siquiera decir la verdad de cuanto sabía. ¿Decentes y honorables? Bueno, eso era la tapadera. La verdad es que él las había tocado a todas, y ninguna pasó de ruborizarse. ¡Rubores! Como si él no conociera el falso rubor de una mujer.

—Vamos —dijo por toda respuesta—. Creo que el tren va a salir en seguida.

—¿Cuándo volverás por aquí?

—Cuando cobre el próximo mes.

—¿Qué le digo a Marisa si la encuentro?

—Tú eres un hombre decente —rió cachazudo—. No es lógico que encuentres a Marisita. Pero si un día echas una cana al aire y la encuentras..., ve con ella. Es magnífica para pasar a su lado una velada. Ardiente como una llama. Pecadora como una Magdalena. A su lado se olvida uno hasta de la hora de comer.

Como Octavio no contestará, preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Qué estás pensando?

—Eres un cínico y vas a tropezar con una simple piedra.

—La apartaré de mi camino. Suelo hacerlo asi, y no me siento culpable de nada.