III
Adolfo aspiró hondo. Por supuesto, el que la chica aquélla le prestara el dinero, no le entusiasmaba en absoluto. Miró al revisor y sorprendió en el rostro de éste una sonrisa desdeñosa, como diciendo: «Un chulo que vive a costa de las mujeres». Fue como si le propinaran una bofetada. En otro momento cualquiera, aquel incidente hubiera servido únicamente para divertirle. Ignoraba por qué causa, en aquel instante, el incidente le estaba resultando sumamente molesto.
Por lo visto, la muchacha, que aún tenía el libro en la mano y el pitillo entre los finos dedos, esperaba la aprobación de Adolfo para sacar el dinero. El revisor los miraba, primero a uno y después al otro, con la misma expresión desdeñosa. Adolfo, irritadísimo, perdiendo un poco su habitual humorismo, se enfrentó con el revisor y gritó exasperado:
—¿Qué es lo que está pensando usted, maragato? Le advierto que no soy un gigoló. Jamás admito dinero de las mujeres. Y no pienso pagarle. ¿Entendido? Llame usted a quien le dé la gana. Lléveme preso o tíreme por la ventanilla —de súbito se volvió hacía la joven, a quien aún no había dado respuesta, y dijo dignamente—. Gracias, Atalí. Pienso viajar sin billete. Lo hice muchas veces. Soy harto conocido en la ciudad, y el jefe de estación se encargará de pagarle a este señor.
¿Atalí? ¿De qué la conocía? Adolfo debió leer en sus ojos la asombrada interrogación, porque se apresuró a aclarar:
—Así la llamaba el joven que vino a despedirla.
Atalí sonrió a su pesar. Era la primera vez que un tipo semejante se enfrentaba con ella. A decir verdad, desconocía aquella clase de hombres. Dudar de su personalidad sería absurdo. De su buena posición social, igual. Bastaba ver su traje, su anillo de brillantes, el reloj que había mostrado minutos antes, sus zapatos, su corbata y hasta su modo de hablar. Todo en él indicaba al potentado que, por causas que no hacían al caso, se encontraba sin dinero.
Entretanto, el revisor trazaba sobre el bloc unas líneas. Parecía muy ajeno al insulto del joven. Impaciente, pues aún tenía que recorrer todo el tren antes de echar un sueñecito, alargó la hoja cubierta.
—Tenga. Son seiscientas pesetas con quince céntimos.
Adolfo volvió a exaltarse.
—Oigame usted. Ya le he dicho que se lo pagará el jefe de estación. ¿Por quién me ha tomado? ¿Cree usted posible que yo tome dinero de una mujer? ¿Qué clase de ombre es usted?
—Déjese de argumentos. O paga, o se apea en la próxima estación.
Como no contestara, el revisor guardó el papel y dio media vuelta.
—No sea usted terco —dijo la joven antes de que el revisor desapareciera—. Ya me lo devolverá en la ciudad.
—¿Y si no se lo devuelvo? ¿De qué me conoce usted?
—De nada —sonrió divertida—. Si no me lo devuelve, iré a su casa y se lo pediré a su familia.
—Supóngase que mi familia se desentiende.
—No lo creo —miró al revisor que aún esperaba—. Tenga, señor revisor. Ya me las pagara a mí.
—Oigame, señorita...
—Por favor, caballero, que yo no lo considero un ladrón.
Se había puesto en pie y entregaba el dinero al revisor. Este contó los billetes, los guardó en el bolsillo y alargó el recibo.
Inmediatamente miró a Adolfo con desdén. Fue como si a éste le propinara una bofetada. Irritadísimo, como si de súbito perdiera el control, se abalanzó sobre el empleado, lo asió por las solapas y lo sacudió nerviosamente.
—Mamarracho, indecente —gritó—. ¿Qué está pensando usted?
—Déjeme.
—¿Qué piensa? ¿Quién se cree que soy yo? Voy a romperle la crisma.
Atalí se metió entre los dos y trató de separarlos, momento éste que aprovechó el revisor para echar a correr. Atalí, muy calmosa, cerró la puerta y se quedó mirando al desconocido viajero que jadeaba como un animalito.
—Maldito gusano, cochino, hijo de...
—Calma, calma.
—Me llamo Adolfo Montes del Llano —dijo, estirando las mangas de la americana—. Ya conocerá usted a mi abuela. Es dura como esto. No estoy muy seguro de que le dé el dinero, y no podrá recuperarlo de momento.
Por toda respuesta, Atalí se sentó y cruzó una pierna sobre otra con la mayor soltura. Adolfo depuso su furor inmediatamente, incluso se olvidó del dinero prestado. Miró las piernas de la joven, intensamente. Ella debió seguir la trayectoria de aquellos ojos masculinos, porque rápidamente las descruzó y juntó las rodillas, como si se las prensaran.
Adolfo recuperó su personalidad. Emitió una risita cínica, y encendiendo un cigarrillo, masculló:
—Apuesto a que me considera usted un mentecato.
Atalí pensó que no lo consideraba precisamente un mentecato. Era agradable en extremo, muy viril, muy distinto... Un tipo simpático, dentro incluso de su cinismo. No le extrañaría nada que le hiciera una proposición ofensiva. Sí, era de esa clase de hombres despreocupados, que son capaces de todo por pasar un rato agradable.
—¿Fuma usted? —preguntó amable.
—No, gracias. Acabo de fumar.
—Bueno, estará usted pensando horrores de mí.
—No acostumbro a hacer juicios prematuros.
—¿A qué va usted a la ciudad? ¿Acaso es la maestra...?
Atalí sonrió. ¡Cielos, qué dientes, qué boca! Adolfo mojó los labios con la lengua. La miró analítico, descaradamente.
—Es usted guapísima —dijo bajo, inclinándose hacia delante—. Puedo asegurarle que he conocido muchas mujeres.
—Me lo imagino.
—¿Por qué se lo imagina?
—Basta verlo.
—Vaya. ¿Sabe usted mucho de hombres?
Atalí se alzó de hombros.
—Lo bastante para conocer a los tipos como usted.
—Hum... ¿En qué clase me ha catalogado?
—Deme un cigarrillo —pidió ella de súbito.
* * *
Adolfo se puso en pie y fue a sentarse junto a ella. Olía a perfume de jazmín. Fresca, joven, bonita..., bella en verdad.
«Apuesto —pensó— que Octavio no me imagina tan bien acompañado.»
—Fume.
Le entregó la pitillera abierta. Con sus finos dedos. Atalí tomó un cigarrillo y lo llevó graciosamente a los labios. Adolfo contempló aquellos labios con expresión cegadora. Ella sonrió.
—Atalí... ¿Puedo llamarla así?
—Como quiera.
—Atalí..., nunca vi una mujer más bella que usted. Y no es precisamente que sea auténticamente bella. Sus facciones son irregulares. No tiene usted la belleza clásica, sino algo..., un atractivo subyugador.
—¿Debo agradecerle sus galanteos?
—Bueno, no se ría de mí. Tome fuego.
Se inclinó hacia ella con el mechero encendido. Atalí lo prendió y abatió los párpados. Adolfo suspiró, temblándole el mechero entre los dedos.
—Demonio —masculló—, va a ocurrirme algo.
—¿Más de lo que ya le ha ocurrido?
—Se está usted mofando de mí.
—En modo alguno. Me pregunto dónde ha dejado usted el dinero. ¿O es que viaja siempre sin él?
—Es una larga historia. Ya se la contaré. Supongo que en la ciudad seremos buenos amigos.
—No voy a la ciudad a divertirme —dijo ella serenamente, no perdiendo en ningún momento su gravedad—. Voy a trabajar. Seguro que usted no sabe lo que es eso.
—¿Trabajo?
—¿Me equivoco?
Adolfo llevó los dedos al pelo y se alisó éste maquinalmente.
—Hum —gruñó—. No se equivoca. No, no he trabajado jamás. Me hice abogado por casualidad. Hube de presentarme muchos años seguidos para aprobar los artículos del Código, y le aseguro que ya no recuerdo ninguno.
—Y eso le parece divertido.
Adolfo rió cachazudo.
—No. Divertido tansólo, no. Divertidísimo. ¿Qué se saca con partirse el cuerpo y el alma? La experiencia me demostró, que viven igual los que trabajan que los que permiten que trabajen los demás. Pero nos apartamos de la cuestión. Yo le hablaba de su belleza. ¿Quiere usted que olvidemos lo del dinero? —rió sarcástico—. Se lo pagaré tan pronto llegue. Quizá mi abuela se niegue a dármelo, pero ya se lo pediré a un criado.
«Un niño bien», pensó Atalí un tanto desdeñosa.
El debió captar aquella expresión, porque se inclinó hacia ella y se apresuró a exclamar:
—No me juzgue demasiado severamente. Es la primera vez en mi vida que me gustaría ser amable y cortés con una mujer.
—¿Por qué razón?
—Ah, eso es lo que no sé.
El tren se detuvo en aquel instante. Se oyeron pasos por los largos pasillos, voces en el andén, ruido de paquetes, de gente que subía y bajaba.
Adolfo consultó el reloj.
—Las doce de la noche. ¿Sabe usted que pensaba dormir hasta mañana a las ocho en que lleguemos a Villalíe?
—Duerma.
—¿Junto a usted? ¿Viéndola aquí? Es usted demasiado seductora para que yo cometa la vulgaridad de dormirme. Dígame, Atalí, ¿a qué va usted a la ciudad?
—Soy la nueva secretaria del Ayuntamiento.
Adolfo quedó con la boca abierta.
—¿Usted la secretaria...? —exclamó sin salir de su asombro—. Vamos, no se burle de mí. Fíjese bien —añadió exaltado—, aunque lo jure, no me lo creo. ¿Sabe usted cómo era su antecesora? Murió de paperas complicadas con el corazón. Fíjese usted qué vulgaridad. Era la mujer más estúpida, repulsiva y odiosa que he conocido. Dios le haya perdonado todos sus defectos físicos y morales. No, Atalí. No la imagino como secretaria de ayuntamiento.
—Pues lo soy.
—¿Universitaria?
—Sí, abogado como usted.
—¡Cielos! ¿No podemos tutearnos?
Atalí sonnó. Un cínico simpático. ¿Cuánto tiempo tardaría en pedirle un beso?
* * *
—En seguida te contarán mi historia. No hay nada peor —gruñó— que un pueblo pequeño, donde todo el mundo se conoce. Yo soy allí como la peste. Pero las chicas desean cazarme, ¿sabes? Y los padres de las chicas... Soy un buen partido —rió sin que ella le interrumpiera—. Dentro de dos años seré millonario. Pero antes no. Cosas de mi padre... Seguramente consideraba que no tenía bastante juicio para heredarle cuando murió, y cometió la estupidez de legarme su herencia, con la condición de que no heredara hasta tanto no cumpliera los treinta años. Y si me casaba antes... —hizo un gesto significativo—, me quedaba sin herencia.
—Muy curioso.
—A mi me parece una idea detestable.
—¿Tanta prisa le corre casarse?
—¿No quedamos en que nos tutearíamos?
—De acuerdo. Repito, ¿tanta prisa te corre casarte?
La miró fijamente. Aquellos ojos verde gris le producían palpitaciones en todo el cuerpo. Jamás vio ojos más puros que aquéllos. Además, ella abatía los párpados al hablar, y él sentía unas cosas...
—Atalí, no sé qué me pasa desde que te conozco. No, no me corre ninguna prisa. Es decir, no me corría. Porque ahora —se inclino peligrosamente hacia ella—, desde que te conozco, presiento que voy a desearlo fervientemente.
Atalí lo empujó suave, pero enérgicamente.
—Corrección, Adolfo. Un poco de corrección. Puede que las chicas del pueblo estén locas por cazarte. Yo no.
—Ya sé. Tú no eres capaz de enamorarte.
—¿Yo? ¿Por qué lo sabes?
—Gerardo. Dime, ¿quién era Gerardo?
—Vaya —rió divertida—. ¿Dónde estabas que has oído toda la conversación?
—Ahí. Como un santito, tapadito mi rostro por el sombrero, con los brazos cruzados sobre el pecho. Pensaba echar un suñecito, pero llegaste tú con aquel energúmeno... ¿Sabes una cosa? No me extraña que no le ames. Eres más mujer tú que todo eso. Seria un regalo excesivo para Gerardito.
La muchacha se echó a reír alegremente. Adolfo quedó mudo de asombro. Riéndose, era aún más atractiva. Enervado como estaba, se inclinó más hacia ella, pero Atali dejó de reír y lo empujó enérgicamente.
—Cuidado, ¿eh? Mucho cuidado, Adolfo. Mira bien lo que haces. No me ofendas. A mí me importa un bledo tu dinero. Gerardo tiene tanto como puedas tener tú, y no pienso casarme con él.
—¿Nunca has tenido novio?
—Nunca.
—Y lo dices con fiereza.
—Es que no quiero que te sobrepases. Lo lamentaría.
—¿Te soy simpático?
Lo miró con aquellos sus ojazos inmensos.
—Sí —afirmó rotunda—. Mucho. Pero no quisiera que estropearas este fortuito encuentro que puede cuajar en una amistad verdadera, con esas... libertades.
—Ajajá —exclamó perplejo—. Ya sabes que soy un hombre..., digamos... fresco.
—Basta mirarte. Hazme el favor de no aproximarte tanto a mí. Puedes hablar sin tocarme —rezongó enojada—. Hace un rato que estoy sintiendo tu codo en mi cadera. ¿Quieres hacer el favor de retirarlo?
A su pesar, a Adolfo le ocurrió algo que jamás le había sucedido. Retiró rápidamente el brazo, y encima se disculpó un tanto cortado.
—Como voy a vivir en el mismo pueblo que tú —dijo ella con cierta aspereza—, quisiera dejar las cosas bien en su sitio. Yo no soy una chica moderna, de ésas que se pasan la vida experimentando sensaciones pasionales. Si fuera moderna, hubiera elegido otra profesión. Azafata, intérprete de hotel de moda, candidata a Ministerio, etcétera, y como podrás observar, elegí una profesión tan antigua como la tila.
—Vaya, vaya.
—Y no me mires así. No soy un monstruo. Soy una mujer.
—¿Sin amar?
—Por ahora.
—¿Esperas hacerlo?
—¿Y por qué no? Tengo un corazón y una sensibilidad como las demás. ¿Tiene algo de particular que me enamore? Y no vayas a pensar, si algún día lo hago, que me casaré inmediatamente.
—Lástima —rezongó poniéndose en pie—, que no pueda casarme yo. Te pediría ahora mismo relaciones formales.
Se hallaba de pie ante ella, con la pipa entre los dedos. La llenaba parsimonioso, y a la vez la miraba a pequeños intervalos.
—Tú no eres hombre que se case. El día que cumplas treinta años y heredes la fortuna de tu padre, saldrás de la ciudad y no volverás a ella hasta que hayas gastado dicha fortuna.
—Ya veo que has formado un pésimo concepto de mí.
—No, por cierto. Lo que ocurre es que te han mimado demasiado.
—¿Mimado?
—Eso es. Las chicas, los padres de ellas los abuelos y los amigos. No hay nada peor que un hombre mimado por las mujeres y la vida.
—¿Gerardo lo es?
—No hablemos de Gerardo.
Adolfo se dejó caer frente a ella. La miró fijamente. Hablando era aún más atractiva. ¡Secretaría de ayuntamiento! ¿Cómo era posible que una mujer como aquella se convirtiera en algo tan vulgar? Suspiró.
—Será mejor —dijo Atalí— que durmamos un rato. Nadie nos molestará. Yo duermo en cualquier parte. Me basta apoyar la cabeza en un respaldo y cerrar los ojos. ¿Qué hora es?
Adolfo consultó su reloj de oro.
—Las dos de la madrugada.
—Hum. Yo soy muy dormilona. Buenas noches.
* * *
No había transcurrido un cuarto de hora, cuando Adolfo ya se hallaba de nuevo hablando. Atalí, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados, sonrió tan sólo. Se le formaron dos hoyuelos en las mejillas, y Adolfo creyó desvanecerse de ansiedad.
Le ocurría una cosa muy curiosa con aquella desconocida, secretaria de ayuntamiento. Cierto. Era sólo eso, pero..., él no se atrevía a propasarse. Si viajara con otra joven cualquiera, ya la hubiese besado. Con aquella era todo muy distinto.
—¿Dónde piensas hospedarte? —preguntó él de pronto.
—Duerme, Adolfo.
—Por favor, no me pidas eso. Voy a pensar que eres mi esposa, y voy a tomarte en mis brazos para tenerte junto a mí.
Atalí abrió rápidamente los ojos. Lo miró de tal modo, que Adolfo volvió a sentir aquel súbito malestar, que indicaba desagrado de sí mismo.
—Cuidado con lo que dices —exclamó ella casi colérica—. No soporto a los cínicos.
—Dicen que yo lo soy.
—Pretendes serlo. En el fondo eres un gran muchacho, pero nadie alimentó aún esa gran fuerza interior.
—Ajajá. ¿Es que estudias sicología, a la par que la carrera de abogado?
—La vida me enseñó. Es la mejor maestra.
Adolfo se inclinó un poco hacia delante, para verla mejor.
—Oye, Atalí. Yo te conté lo más importante de mi vida. ¿Por qué no me dices tú algo de la tuya?
—Porque yo no tengo historia. Y además..., ¿qué puede interesarte a ti la vida de una muchacha vulgar?
—De vulgar nada, amiguita. Eso es lo extraño. Que no siendo vulgar, hayas elegido la profesión de secretaria de ayuntamiento. Ya te veo enredada con el teniente de alcalde. ¿Sabes cómo se llama? Federico León, y es el hombre más simpático que existe. No vayas a pensar que es un viejo. A la par que es médico, hace las funciones de teniente de alcalde. Recuerdo que estudiamos juntos el Bachillerato. El tenía una novia que yo le quité —se echó a reír como si le causara regocijo la evocación—. El tenía veinte años. Siempre fue muy atrasado en los estudios. Yo quince.
—No seas fanfarrón.
—Te aseguro que no lo soy. Contigo no me serviría de nada pretender serlo. Eres de una penetración sicológica, aguda. Le quité la novia, como te decía. Y a los quince años, ya sabía mucho de mujeres. No te ofendas por mi lenguaje, pero permíteme que te diga, que a los trece, me entendía con una muchacha de veintidós.
—Prefiero ignorar ciertas cosas.
—Ya sé que eres una puritana.
—No —secamente—. Soy una mujer decente y detesto las groserías.
Otra vez se sintió Adolfo fuera de lugar. Se mordió los labios y gruñó entre dientes:
—Por lo visto, voy a tener que enamorarme de ti.
—Menos majaderías.
—¿De qué puedo hablarte, si todo te resulta molesto?
—Duerme.
—Federico León te hará el amor. Es su costumbre.
—No me preocupa el teniente de alcalde. No soy mujer impresionable.
Adolfo se incorporó y la miró desde su altura.
—¿Qué ocurriría si yo me enamorara de ti de verdad? Porque yo jugué a amar a las mujeres, pero jamás me enamoré de una determinada. Nunca he sufrido por amor, Atalí, y presiento que ahora..., voy a padecer por ti.
Ella, a su pesar, y en contra de lo que acababa de decir de que no era impresionable, se impresionó. Sí, ¿qué ocurriría? A ella, Adolfo Montes del Llano le era simpático. Era la primera vez que le ocurría esto junto a un hombre, que a las pocas horas de conocerlo, se sentía un tanto atraída por él. Sonrió como si no diera importancia ni a sus palabras, ni a sus pensamientos.
—Faltan aún muchas horas para llegar. Será mejor que me permitas echar un sueñecito.
—Hablemos.
—Pero..., ¿de qué?
—De ti, de mí... —se agitó perceptiblemente—. Es como una necesidad.
—De mí... ¿Qué puedo decir de mí? No soy hija de opulentos señores. No tengo dinero. He estudiado con beca...