SESIÓN VEINTIDÓS

No estoy lista para hablar de lo que pasó, pero tengo que hacerlo. Necesito encontrar la forma de exteriorizarlo o los recuerdos me van a comer viva. Cada vez que cierro los ojos, se me vienen encima como una avalancha y me ahogo en un mar de pánico. Me despierto en plena noche, con el corazón desbocado y el cuerpo empapado en sudor, la cabeza a punto de estallar. Y con un pensamiento que se repite una y otra vez: «Si te paras, si dejas de correr, morirás».

El terror me impulsó hacia el bosque y el sonido de un río. Un segundo más tarde me di cuenta de que debería haberme dirigido a la carretera, donde al menos tendría alguna oportunidad de pedir auxilio, pero ya era demasiado tarde. Mientras corría por el bosque, los árboles y las ramas me arañaban los brazos. John gritaba mi nombre en el campamento. Ally no dejaba de chillar.

—¡Ally! ¡Calla! ¡Tienes que callarte!

Instigaba a mis piernas con todas mis fuerzas, saltando por encima de los troncos desperdigados. Me dolían los brazos con el peso de Ally. John volvió a gritar mi nombre otra vez. Corrí más rápido.

«¡Sigue, sigue, sigue!».

Corrí por la orilla por encima del río, con la esperanza de que el rugido del agua sofocase el ruido de mis pasos. Tropecé con la raíz expuesta de un árbol y resbalé por el margen en pendiente hasta alcanzar la orilla del río. El móvil se me cayó del bolsillo y fue a parar al agua, y estuve a punto de aterrizar encima de Ally. Ella gritó y le tapé la boca con la mano.

—¡Chisss! —Tenía la cara pálida, reflejo del pánico. Me arrodillé a su lado—. Súbete a mi espalda y ponme las piernas alrededor de la cintura.

Cuando se encaramó a mi espalda y comprobé que iba bien sujeta, eché a correr de nuevo. Estaba siguiendo la orilla del río, abriéndome paso por la espesura del follaje, trepando por los árboles caídos, resbalando por las rocas cubiertas de musgo y esquivando ramas cuando oí a John gritar en el bosque.

—¡Sara! ¡Vuelve!

Una nueva inyección de adrenalina me recorrió todo el cuerpo y eché a correr con toda mi alma, tropezando y resbalando con las rocas. Perdí el equilibrio cuando Ally desplazó el peso de su cuerpo y me caí sobre la rodilla izquierda. Extendí el codo para impedir que se cayera ella también y me hice sangre al rascarme la palma de la mano con la superficie de una roca.

«¡Levántate! ¡Corre!».

El sonido del caudal del agua se hacía cada vez más intenso a medida que nos acercábamos a la parte superior de una cascada. Delante de mí, la orilla terminaba en una pared de arbustos densos y troncos acumulados tras las inundaciones del invierno. Estaba atrapada. Inspeccioné la orilla desesperadamente. ¿Cómo iba a conseguir sortear aquello?

Miré hacia la orilla opuesta del río, pero la corriente era demasiado rápida. Levanté la vista hacia arriba, a mi izquierda, y vi una abertura estrecha entre las ramas más bajas de un abeto. Empecé a trepar por la orilla, el peso de Ally entorpeciendo cada paso que daba. Al final, logré meterme por la abertura y luego seguí un sendero unos pocos metros hasta comprobar que se doblaba sobre sí mismo e iba a parar al borde de la cascada. Por lo visto, los animales habían abierto un camino por el lateral de la cascada, pero era arduo y muy empinado.

Al mirar hacia abajo, sentí un ataque de vértigo. Me agarré a una rama y cerré los ojos. No podía bajar hasta allí llevando a Ally. ¿Qué podía hacer? No tenía ninguna posibilidad de dejar atrás a John. Oí la voz de Julia en mi cabeza: «Estuve escondida en el bosque durante horas…».

Podíamos escondernos. Sí, pero luego, ¿qué? Tarde o temprano tendría que salir con Ally y él aún seguiría en el bosque… esperando. Aquello no iba a acabar nunca. Un urogallo salió despavorido de entre el brezal que teníamos delante, arrastrando las alas y fingiendo estar malherido para que no advirtiésemos que protegía a su cría. Eso era justo lo que yo necesitaba: un señuelo, algo que lo distrajera. Miré hacia el bosque y luego hacia el río. El río…

John me había dicho que no sabía nadar.

Me volví hacia la izquierda y me adentré en el bosque. Por suerte, sólo tuve que andar unos pocos metros cuando vi una pequeña cueva en una pared de roca. Dejé a Ally en el suelo junto a la cueva y me puse de rodillas delante de ella.

—Ally, ahora necesito que me prestes mucha atención. Quiero que te quedes quietecita en esta cueva, y no puedes hacer ningún ruido ni decir nada, pero nada de nada, hasta que yo venga a buscarte.

—¡Nooo! —Empezó a llorar—. No me dejes, mami… Por favor… Estaré muy, muy calladita.

Las lágrimas me asomaron a los ojos, pero la tomé de las manos y se las estreché con fuerza.

—No quiero dejarte, cariño, pero voy a hacer que salgamos de aquí. Te lo prometo.

La voz de John se abrió paso entre la espesura del bosque.

—¡Saraaa…!

Estaba cerca.

—Ahora tienes que ser súper valiente, tesoro. Voy a ponerme a hacer un montón de ruido y a gritar tu nombre sin parar, pero es sólo para engañarlo. Todo será de mentira, así que no puedes salir, ¿de acuerdo?

Ella asintió con la cabeza, con los ojos abiertos como platos. Le di un beso fuerte en la mejilla.

—Y ahora vete, rápido, como un conejito. —Cuando se volvió para escabullirse en el interior del agujero, le dije—: Recuerda, Ally. Estas ayudándome a engañarlo, así que pase lo que pase, no salgas.

Mi cerebro empezó a visualizar la truculenta imagen de su esqueleto encontrado años más tarde y me pregunté si estaría haciendo lo correcto. La cogí de la mano y le besé los deditos una última vez.

Cuando comprobé que se había metido lo más adentro posible de la abertura, le susurré:

—Volveré muy pronto. Hasta luego, tesoro.

—Hasta luego, mami —me contestó con un susurro ella también.

Respiré hondo y dejé a mi hija allí.

Volví directamente sobre mis pasos por el sendero y hacia el río. Justo antes de salir del bosque y encaminarme a lo alto del sendero que me llevaría por el lateral de la cascada, me detuve para comprobar si oía a John, pero con el rugido del agua era prácticamente imposible. Sabía que no disponía de mucho tiempo, así que me deslicé por el camino empinado avanzando a gatas, aferrándome a helechos y ramas para evitar precipitarme por el borde. Luego llegué al fondo, donde la cascada desembocaba en una laguna verde jade de agua helada.

Me quité las zapatillas de deporte y bajé la vista hacia el río.

—¡Sara! —vociferó John desde arriba, desde el interior del bosque.

Aspiré profundamente y me tiré de cabeza. El agua helada me cortó la respiración y salí a la superficie tosiendo y resoplando. Después de aspirar una bocanada de aire, me sumergí de nuevo, y cuando volví a emerger a la superficie, grité «¡Ally!» tan fuerte como pude… aterrorizada ante la idea de que hubiese olvidado mi advertencia y acudiese corriendo. Me sumergí varias veces más. Entre inmersiones, oteé la orilla para ver si veía a John.

Al final lo vi bajando por el sendero lateral. Empecé a golpear el agua frenéticamente, dando vueltas alrededor de mi cuerpo, y luego me zambullí de nuevo y reaparecí gritando a pleno pulmón.

—¡Ally! ¡Que alguien me ayude!

Me sumergí de nuevo y cuando resurgí, John estaba de pie en la orilla con un rifle en la mano. Las furiosas marcas rojas de la grasa le surcaban la cara y tenía la frente escarlata y llena de manchas.

—¡John! ¡Ally se ha caído y la corriente la ha arrastrado a la cascada! —Impregné mi voz con hasta la última gota de miedo y terror—. ¡Se ahogará!

Echó a correr y se detuvo justo al borde de la roca lisa que sobresalía junto al agua.

—¿Por dónde se ha hundido?

Mientras vadeaba el agua, negué con la cabeza y mascullé:

—No lo sé. No la encuentro. —Me castañeteaban los dientes al hablar—. Ayúdame. Lo siento, John. ¡Ayúdame!

Dudó un momento y luego dijo:

—Deberíamos comprobar río abajo. La corriente puede habérsela llevado más lejos.

Alargué la mano hacia la roca plana en la que estaba John como si fuera a encaramarme a ella, luego dejé resbalar mis manos por la superficie húmeda y volví a sumergirme en el agua. Él se agachó sobre el agua y extendió la mano. Me acerqué nadando.

Sólo tenía una oportunidad.

Apoyé los dos pies en una roca grande justo debajo. Le agarré una de las manos y deslicé los dedos entre los suyos para que tuviera que inclinarse aún más hacia delante para alcanzarme. Cuando hubo inclinado todo el torso sobre el agua, lo agarré de la mano y tiré con todas mis fuerzas al tiempo que ladeaba el cuerpo.

John cayó al agua por detrás de mí. Salió a la superficie boqueando y chapoteando con las manos.

—¡Sara, no sé nadar!

Rápidamente me acerqué vadeando a la orilla y traté de encaramarme a la roca, pero él me agarró la parte posterior de la pierna y tiró de mí hacia abajo, con él. Me hundí y empecé a tragar agua.

Me zafé de él y pataleé de nuevo a la superficie, jadeando para recuperar un poco de aire. Me había agarrado la camisa y subió conmigo. Le clavé las uñas en la cara y le hinqué la rodilla con fuerza en la entrepierna. Me soltó y logré impulsarme hacia atrás.

El forcejeo nos había arrastrado corriente abajo, más cerca de la orilla, donde el agua era menos profunda. John no tardaría en hacer pie. Toqué con los pies las piedras sueltas del lecho del río y empecé a subir. John volvía a estar detrás de mí, pero el pánico le impidió darse cuenta de que sólo había unos pocos metros de profundidad. Se agarró a mi cintura y tiró de mí hacia abajo. Cuando salí a tomar aire, pataleé de nuevo con los pies y le acerté con el talón en la barbilla.

Palpé con las manos las rocas bajo el agua y las utilicé para darme impulso y alejarme. Esta vez, él también logró apoyarse en las rocas y empezó a subir detrás de mí.

Mis manos se toparon con una enorme roca afilada e irregular. Me volví justo cuando estaba a punto de alcanzarme.

—Sara, sólo estaba intentando…

Me erguí en el agua y lo golpeé con la roca en la sien con todas mis fuerzas. Sus dedos llegaron a tocar la herida cubierta de sangre que se le abrió en el costado de la cabeza. Cayó de rodillas.

—Sara… —masculló con la voz entrecortada.

La sangre le manaba a raudales de la herida.

Me puse en pie con un movimiento tambaleante. Sujetando la roca con ambas manos, le asesté un golpe duro y rápido, y la descargué sobre su sien con un fuerte crujido. La roca se me resbaló de las manos y desapareció unos metros río abajo.

Él cayó de bruces en el agua y luego se incorporó a medias sobre las manos y las rodillas, balanceándose. Negó con la cabeza y extendió los brazos hacia mí mientras yo retrocedía. Su torso cedió y aterrizó sobre mis piernas. Me aparté a un lado y me puse en pie. Se levantó tambaleándose. Le di una patada de lado en la rodilla. Él tropezó, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Me abalancé sobre él y cargué todo el peso de mi cuerpo sobre su pecho. Su cabeza se hundió en el agua y empezó a mover los brazos furiosamente, arañándome las piernas. Dejé una rodilla clavada en su pecho y le apreté la otra con fuerza contra la garganta. Volvió a retorcerse violentamente y estuvo a punto de derribarme. Busqué a tientas otra piedra en el agua. Lo golpeé en la cabeza. Se resistió aún más, agarrándome las piernas con las manos. Lo golpeé una vez más, y otra, y otra más. Me di cuenta de que estaba gritando. El agua a su alrededor se tiñó de rojo.

Se quedó inmóvil.

El corazón me latía con fuerza mientras jadeaba para tragar el aire. Seguí allí arrodillada mucho más tiempo del que él podía aguantar la respiración bajo el agua. Al final, aparté la rodilla y me levanté, tambaleándome hacia atrás sobre unas piernas desfallecidas. Su cuerpo flotó levemente hacia la superficie. Su rostro era una máscara de asombro, con la boca abierta, el pelo rojo mezclado con sangre. La brecha en el costado de la cabeza dejaba al descubierto un fragmento de hueso blanco.

Trepé por las rocas resbaladizas hasta llegar a la orilla y a continuación, me hinqué en el suelo y empecé a vomitar agua y miedo sobre la arena.

Lo había matado. Había matado a mi padre. Me quedé mirando el cuerpo inmóvil, viéndolo flotar a la deriva en la corriente mientras el mío se convulsionaba dando una sacudida tras otra.

Volví a enfilar hacia el camino con paso vacilante. Agotada, resbalé varias veces, agarrándome a las raíces y los helechos para tirar de nuevo de mi cuerpo magullado. Una vez conseguí llegar arriba, me desorienté y no logré encontrar la senda que conducía al bosque donde había dejado a Ally. Pasé unos minutos exasperantes desandando el camino hasta que reconocí el viejo tronco retorcido de un cedro y encontré la cueva.

—Ally, soy yo, ya puedes salir. Ahora ya es seguro.

Al ver que no respondía, me asusté, pero entonces oí un movimiento y se arrojó a mis brazos con tanto ímpetu que estuvo a punto de tirarme al suelo. Nos abrazamos las dos, llorando a lágrima viva.

Al final se apartó.

—Te he oído gritar, pero me he quedado escondida como tú me dijiste.

—Lo has hecho muy bien, Ally. Estoy muy orgullosa de ti.

Arrugó la nariz.

—Estás toda mojada.

—Me caí al agua.

Miró a su alrededor, abriendo desorbitadamente sus enormes ojos, y luego susurró:

—¿Dónde está el hombre malo?

—Se ha ido, Ally, y no va volver nunca.

Me abrazó con fuerza.

—Quiero irme a casa, mami.

—Yo también.

De vuelta en el campamento, aún se veían los rescoldos del fuego y al ver las sartenes en el suelo y la silla de John tirada de lado, un escalofrío me recorrió la espalda. Había perdido el móvil en el río y tenía la esperanza de que él se hubiese dejado el suyo en la caravana o en la camioneta. Sin embargo, tras echar un rápido vistazo no lo vi por ninguna parte, como tampoco las llaves del vehículo.

A medida que la adrenalina dejaba de circular por mis venas, los temblores del cuerpo eran cada vez más intensos. Me puse una chaqueta que John había dejado colgada en la caravana y sentí náuseas al percibir su olor mezclado con el humo de la madera. Busqué las llaves de la camioneta. Después de diez minutos buscándolas sin encontrarlas, me entró el pánico. Ally, aterrorizada por la terrible experiencia, me siguió a todas partes mientras yo ponía patas arriba la caravana y la camioneta.

John debía de llevar las llaves encima, estarían en su cadáver, en el río. Barajé mis opciones: o bien volvía a bajar hasta el río y comprobaba si las llevaba en el bolsillo o me dirigía a la carretera con Ally en busca de ayuda. John había estado conduciendo durante mucho rato y no había oído que se cruzara con ningún otro vehículo. Ally se cansaba enseguida, y no sabía cuánto tiempo podría llevarla a cuestas.

Todavía estaba tratando de decidir qué hacer cuando Ally dijo:

—Tengo hambre.

Mientras rebuscaba entre las provisiones de John, sentía un escalofrío cada vez que descubría algún nuevo detalle sobre su vida. Le gustaba la leche entera y el pan blanco. Tenía comida basura almacenada en todas partes. Le gustaba la naranjada Orange Crush y las barritas de chocolate Coffee Crisp. Fue eso último lo que más me trastornó: eran mis barritas favoritas. Al final encontré un tarro de mantequilla de cacahuete y le preparé un sándwich a Ally.

—Ally, vas a tener que esperar aquí un ratito mientras yo voy al río, ¿de acuerdo? —le dije.

—¡No!

Se echó a llorar.

—Ally, es muy muy importante. No será mucho tiempo y puedes esconderte en la caravana si…

Se puso a chillar.

—¡No, no, no, no!

Soltó el sándwich y se arrojó a mis rodillas. No podía dejarla, pero tampoco podía permitir que viera el cadáver de John.

Llevábamos más de una hora andando cuando por fin oí un vehículo aproximándose por la carretera. Al volverme y ver la camioneta blanca del servicio forestal, sacudí los brazos. La camioneta se detuvo a nuestro lado y un hombre sonriente algo mayor bajó la ventanilla.

—¿Se han perdido, señoritas?

Me eché a llorar.

La policía sacó el cadáver de John del agua e inspeccionó la escena. Encontraron su cartera bajo el asiento de la camioneta. Se llamaba Edward John McLean, y después de hacer las comprobaciones pertinentes, descubrieron que era un herrero que viajaba por toda la provincia. Lo del herrero encaja con las muñecas de metal, y Billy dijo que los ruidos de fondo que había oído en algunas de las llamadas probablemente eran caballos. Desde entonces, han encontrado su remolque con todas sus herramientas aparcado en un motel cerca de Nanaimo.

Sandy está bien. Sufrió una conmoción cerebral y pasó un par de días en el hospital en observación. Evan y ella coincidieron allí al mismo tiempo. Justo después de prestar declaración el día que maté a John, hice que me llevaran directamente con Evan. Cuando la policía le dijo que Ally y yo habíamos desaparecido, quiso esperar antes de pasar por el quirófano, pero aun así tuvo que operarse porque los cirujanos dijeron que era demasiado arriesgado esperar. Acababa de despertarse de la anestesia cuando Ally y yo llegamos al hospital, y lloró al vernos.

Ally y yo le llevamos flores a Sandy. «Gracias por intentar salvarme», le dijo Ally al dárselas, y Sandy parecía al borde de las lágrimas. Creí que me interrogaría acerca de todo lo que había pasado con John, pero no dijo nada, ni siquiera cuando Ally le contó que se había escondido en una cueva. Estaba tan acostumbrada a ver a Sandy siempre tan encendida, tan furiosa, que se me hacía raro verla con aquella palidez y aquel aire deprimido. Seguramente le daba rabia no haber llegado a matar a John con sus propias manos.

Billy ya me había puesto al corriente de cómo John había conseguido secuestrar a Ally. Había provocado un incendio al cabo de la calle, en el cobertizo de algún vecino, así que el policía de guardia salió a investigar. Luego escondió la camioneta en la entrada al garaje de nuestro vecino de al lado y pasó de una casa a otra por el jardín de la parte de atrás. Debía de estar fuera en el jardín, seguramente a punto de entrar, cuando Sandy desconectó la alarma y abrió la puerta cristalera para que Alce pudiera salir a orinar. John se abalanzó sobre ella y Sandy cayó al suelo, aunque no antes de desenfundar su arma. Había dejado la puerta de atrás abierta y Alce salió huyendo, un vecino lo encontró más tarde, ese mismo día.

Ally estaba en su dormitorio cuando el «hombre malo» entró y le dijo que Sandy quería que la llevara a ver a su mamá al hospital. Al principio, Ally no le creyó, pero John le dijo que Alce ya estaba en la camioneta. Fue así como la convenció.

A la policía no le hizo ninguna gracia que me hubiese largado dejando a Sandy herida, pero ahora ya no pueden hacer nada. Sin embargo, sí tuve que prestar declaración sobre cómo maté a John y ahora la fiscalía abrirá una investigación, pero Billy dijo que es imposible que no lo consideren legítima defensa.

Evan también me pegó una bronca de campeonato por ir en busca de Ally yo sola y no esperar a la policía, pero luego se le pasó. Creo que estaba bastante conmocionado por lo cerca que había estado de perdernos. Y no es el único.

Supongo que me parezco todavía más a mi padre de lo que creíamos. Sé que fue en defensa propia, pero aun así, he matado a un hombre. Y no a cualquier hombre: a mi propio padre. Me pregunto qué le parecerá eso a Dios. Todavía no sé qué me parece a mí misma. Creo que lo que más me asusta no es que lo hiciera, sino que ni siquiera dudé en hacerlo.