Rescate

En el crepúsculo matutino del sábado 20 de octubre de 1984, Paul Archambault se hallaba dentro del Piper Navajo destruido. Aunque poco antes deseaba que llegara la luz del día, en ese momento hubiese preferido que fuera aún de noche. A la luz del día lo veía todo con horripilante detalle.

Vacilante, tocó el brazo de uno de los pasajeros muertos, notándolo frío y pegajoso, como una piel de serpiente. El hombre tenía los ojos entreabiertos y la cara hinchada. Una esfera de hielo del tamaño de una pelota de raquetbol colgaba de su boca.

Paul se llevó la mano al bolsillo y extrajo la cámara de Erik. No habría sabido decir por qué, pero en algún recóndito rincón de su subconsciente pensó que debía dejar constancia de lo sucedido. Tomó un par de fotos de los fallecidos, y cuando se disponía a salir del avión, algo vagamente familiar captó su atención: el petate. Lo abrió y revolvió sus escasas pertenencias, y sacó lo único que le importaba: dos fotografías de su familia y el billetero, que contenía los ahorros de toda su vida: 66,35 dólares. Se metió el billetero y las fotos en los bolsillos, se echó al hombro el petate, y cuando estaba a punto de volver a la fogata, vio un objeto pequeño y oscuro semioculto entre la nieve, casi al fondo del fuselaje. Al acercarse, reconoció el maletín de Scott. Paul desprendió el maletín a tirones e intentó abrirlo, pero estaba cerrado con llave. Lo sacudió y oyó el golpeteo de la pesada arma en el interior. Agarrando el maletín, regresó a la fogata, donde repartió la ropa del petate entre Erik y Larry.

Scott solo era vagamente consciente de que Paul llevaba mucho tiempo ausente cuando alguien lo sacudió. Al abrir los ojos, vio ante él el rostro de Paul.

—He encontrado su maletín.

Scott examinó a su detenido sin saber qué pensar y enseguida vio que Paul dejaba el maletín a su lado. Scott fijó la mirada por un momento en el rostro de Paul y luego la dirigió más allá, hacia los árboles. En la débil luz, todo ofrecía un aspecto descarnado. La espesa niebla que antes ocultaba incluso las copas de los alisos deshojados era ahora más clara. Oyó la voz de Paul, como si hablara desde muy lejos, mientras describía la horripilante escena que acababa de ver dentro del avión. Scott no podía responder, y en ese momento no le importaban los muertos. Bastantes problemas tenía él para conservar la vida.

En algún lugar a su derecha, fuera de su ángulo visual, estaba Erik. Scott ignoraba si vivía o había muerto. Miró hacia la izquierda y vio a Larry encogido en el suelo en posición fetal, con la ropa salpicada de nieve y los ojos cerrados.

—¡Larry! —exclamó Scott, y la voz salió de su garganta en un susurro quebrado—. ¡Larry, despierte!

Larry gimió y se movió un poco. Con un parpadeo abrió los ojos y fijó al frente una mirada inexpresiva. Pensaba en su casa, su mujer y sus hijos. A diferencia de los otros supervivientes, sabía que su casa estaba cerca de allí, a solo unos kilómetros. La frustración de hallarse a tan corta distancia resultaba desgarradora. Observándolo, Scott vio cambiar la expresión en su rostro.

—¡Oigo ruido en el bosque!

Larry, dolorido, se puso en pie con dificultad, manteniendo la cabeza ladeada.

Scott también aguzó el oído, pero no oyó nada salvo el motor de un avión muy lejano.

—Debe de estar colocado o algo —dijo Paul.

—Me voy a buscar ayuda —anunció Larry a los demás. Estaba seguro de haber oído unas motonieves a lo lejos.

—Van a encontrarnos aquí, así que nos quedaremos juntos —afirmó Paul.

Larry se mantuvo en sus trece. Con paso vacilante, se alejaba ya del fuego cuando Paul tiró de él para obligarlo a retroceder. Le recordó que no veía más allá de un palmo de su cara, y que incluso en el supuesto de que viera, si abandonaba el lugar del accidente y se perdía en el bosque, nadie lo encontraría jamás. Erik y Scott sumaron sus propios argumentos para disuadirlo. Finalmente, Larry se rindió.

Scott temía que Larry, al igual que él, estuviera perdiendo la capacidad de pensar con claridad debido a la hipotermia.

—La verdad es que necesitamos ayuda, Viejo —susurró Scott en voz alta—. No vamos a durar mucho más.

A las ocho y media de esa mañana, la base de las Fuerzas Canadienses en Edmonton, previendo una mejoría del tiempo, envió un Twin Otter para que intentara volar por debajo de las nubes. Solo un minuto más tarde el piloto fue informado de que el Hercules había avistado una fogata en tierra. Ahora existían grandes esperanzas de que el pequeño avión pudiera ver el lugar del accidente. El comandante Dewar emplazó de nuevo a la tripulación del helicóptero Chinook y a los técnicos SAR, que habían ido a un hotel cercano para dormir un rato.

Poco después de las nueve, cuando Scott miraba a lo alto, vio abrirse una porción de cielo azul en la densa niebla. Mientras contemplaba ese claro, un avión amarillo lo surcó de pronto como un ave brillante y hermosa. En silencio dio las gracias al Viejo por responder a sus plegarias.

El avión desapareció por un momento al escorarse e iniciar el regreso hacia la abertura. Cuando reapareció, Larry y Paul, ya de pie, gritaban y agitaban frenéticamente las prendas de Paul. El avión dio un brusco viraje hacia la derecha, cambiando el rumbo drásticamente. Esta vez trazó un cerrado arco de regreso a la abertura, y los supervivientes, cuando el aparato los sobrevoló justo por encima de los árboles, vieron que ladeaba las alas para saludarlos. Y con la misma claridad con que veían el cielo sobre ellos, vieron la cara del piloto que los miraba.

En la localidad de Slave Lake, Brian Dunham y el resto de la tripulación del Chinook habían vuelto apresuradamente al aeropuerto, y llegaron justo cuando el segundo Hercules tocaba tierra. Dos técnicos SAR se apearon para unirse al equipo de Dunham en el Chinook. Estaban ya todos a bordo preparándose para el despegue cuando el piloto del Twin Otter informó por radio de que había avistado el avión caído y a cuatro personas en torno a una fogata ennegrecida. Al confirmarse que había supervivientes, los esfuerzos de búsqueda y rescate se redoblaron. A las 9.12, el Chinook que transportaba a Dunham, a otros técnicos SAR y a un equipo médico de cinco miembros estaba en el aire, acercándose rápidamente al lugar del accidente.

En la ladera noroeste del monte alto, justo por debajo de los supervivientes, el grupo de agentes de la Policía Montada y voluntarios, todos agotados y ateridos, despejaba el último kilómetro de monte que los separaba del lugar del siniestro, e informaron de que acababan de ver el Chinook pasar estruendosamente por el barranco cercano. Hoppy, por el transmisor-receptor que supervisaba desde hacía doce horas, oyó a uno de sus hombres exclamar: «¡Dios santo! Ese helicóptero ha pasado por debajo de nosotros».

En el interior del Chinook, Billy Burton escrutaba la sólida y blanca capa de nubes. Pasadas las doce de la noche, el joven técnico SAR había obligado a su cansado cuerpo a salir de la cama. La noche anterior, ya tarde, Burton había regresado a la base después de una ausencia de dos semanas por unas prácticas en Columbia Británica. Agotado, tenía previsto dormir hasta tarde. Pero lo despertó una llamada que le comunicaba que se requería su presencia en una misión urgente. Se puso el mismo traje de vuelo sucio de color naranja que se había quitado solo dos horas antes y se encaminó al trabajo. Cuando el novato, de metro ochenta y siete y cien kilos, llegó allí, se enteró de que debía participar en una misión de búsqueda y rescate organizada en respuesta a una importante catástrofe aérea. Era su primera gran misión y estaba ilusionado por tener la oportunidad de llevar a cabo la labor para la que se había preparado.

Cuando el Chinook se aproximaba al lugar del accidente, Burton vio aparecer un pequeño claro, como si de repente un trozo de cielo hubiese abierto un agujero perfecto en la capa de nubes ininterrumpida. Entre los miembros de los equipos de búsqueda y rescate, esas aberturas se conocen como «agujeros aspiradores», porque pueden atraer a un aparato aéreo a una zona de tiempo en apariencia benévolo, pero luego las nubes pueden cerrarse en torno a ellos. El piloto del helicóptero alteró de inmediato el rumbo y voló directo hacia la ventana abierta en el cielo. Burton aguzó la vista cuando el aparato se acercaba al orificio, y pronto avistó un paisaje blanco en el que sobresalían los árboles como manchas negras. Entre sus ramas austeras y deshojadas le pareció ver una gran canoa azul.

Lo primero que Burton pensó fue: «Qué raro». Intentó entender qué hacía una canoa en medio del bosque. De repente cayó en la cuenta: no era una canoa, sino el fuselaje vuelto del revés de un avión pequeño. El corazón se le aceleró.

Pronto el helicóptero se hallaba suspendido sobre el lugar del accidente, esparciendo la nieve acumulada en los árboles de alrededor con sus dos enormes rotores y levantando una polvareda blanca. El piloto enseguida comprendió que el denso bosque y los árboles caídos impedirían el aterrizaje y permaneció en una posición estática a unos cien metros de donde se hallaban acurrucados los supervivientes para que no los afectara la intensa deflexión descendente del Chinook. El jefe de equipo Brian Dunham ya se había puesto el arnés y había cogido las raquetas de nieve, una radio portátil y un equipo de penetración para bajar a tierra. Junto a él, los otros técnicos SAR lo imitaban, aprovisionándose de raquetas de nieve, equipos de oxígeno y material médico, y preparando el equipo de extracción para bajarlo y tenerlo todo listo en previsión de lo que pudieran encontrarse en tierra.

Dunham prendió el gancho del cabrestante a su arnés. Recibió la señal de seguridad, avanzó hacia la puerta abierta en la parte delantera del helicóptero y aflojó un trozo de cable. Asomándose, escrutó el terreno en busca de peligros justo debajo de ellos: el espacio de riesgo operacional conocido como «zona de la muerte». Más adelante, un poco a la derecha, vio el avión boca arriba, y justo debajo del helicóptero, una maraña de maleza parcialmente oculta por la nieve que levantaban los rotores. No era el sitio idóneo para descender, pero tendría que bastar.

Con un Chinook tan cargado como ese, e inmóvil en el aire a una altitud peligrosamente baja, setenta y cinco pies, necesitaba desprenderse rápidamente del cable suspendido en cuanto tocara tierra para poder alejarse del helicóptero sin pérdida de tiempo. Dunham aguardó a que el ingeniero de vuelo le diera el visto bueno. Cuando lo recibió, un tripulante empezó a bajar a Dunham a tierra. Al acercarse al suelo, se preparó para una descarga eléctrica. Las puntas de los rotores de un Chinook se mueven a velocidad supersónica, creando una cantidad tremenda de electricidad estática, y Duncan sabía que, como era el primero en tocar tierra, iba a sufrir el impacto. Lo que no se esperaba era la intensidad de la descarga. Cuando se soltó del cable y se dejó caer en la nieve, una sacudida lo levantó dos palmos del suelo. Cayó bruscamente de espaldas y permaneció inmóvil durante medio minuto, con un intenso escozor en las extremidades, paralizadas. Para cuando volvió en sí y se puso en pie, otro técnico SAR estaba a su lado y un tercero bajaba. Se calzaron las raquetas y, avanzando con dificultad por la espesa maleza y la nieve, se encaminaron hacia la fogata.

A veinte metros del fuselaje aplastado, Dunham veía claramente la pequeña hoguera. Distinguió a dos hombres de pie en torno al hoyo de nieve fundida y a otros dos tendidos en él, con los rostros recubiertos de sangre seca. Un hombre de mediana edad y piel aceitunada con una gabardina que no era de su talla los llamó casi de inmediato.

—No se preocupen por nosotros —dijo, señalándose a sí mismo y al joven desaliñado junto a él—. Son los que están en el suelo quienes necesitan su ayuda.

Dunham, atento al triaje, siguió su indicación y fue derecho a los heridos más graves.

—¿No llevarán por casualidad un termo de café en la mochila? —preguntó el hombre desaliñado.

—Lo siento pero no —contestó Dunham.

Los técnicos SAR evaluaron rápidamente a los supervivientes y luego corrieron hacia el aparato a través de la nieve de medio metro de profundidad. Cuando Dunham se acercó a los restos del avión, cabeceó en un gesto de incredulidad, sin entender cómo era posible que hubiera sobrevivido alguien. La masa de metal era apenas reconocible. No tenía morro ni alas, y la sección delantera derecha había quedado reducida a un amasijo. Dunham entró por la compuerta abierta y contuvo el aliento. Dentro había cuatro pasajeros muertos. Retrocedió, circundó la cabina hasta la parte delantera y, entrando a rastras, encontró a otros dos fallecidos. Un pasajero tenía cercenada la parte superior del cráneo y otro había quedado empalado. Dunham tardó un momento en recobrar la calma; luego, por medio de la radio portátil, informó del lúgubre hallazgo: seis negros, cuatro rojos.

En términos de búsqueda y rescate, «rojo» alude a los supervivientes que requieren tratamiento y evacuación inmediatos; «negro» hace referencia a los muertos. Mientras Dunham transmitía su información, el tráfico aéreo civil en la zona empezaba a ser un problema. El informe inicial del piloto del Twin Otter que vio a los supervivientes en tierra se había difundido entre otros que permanecían atentos al canal 122.8 de VHF, y pronto varios medios de comunicación tenían aviones sobrevolando la zona con la esperanza de obtener una primicia. Considerándolos un peligro para los esfuerzos de la búsqueda y rescate, la Policía Montada enseguida declaró zona de exclusión el amplio espacio aéreo sobre el lugar del accidente. Pero cuando Dunham y su equipo se preparaban para izar a los supervivientes a bordo del Chinook, una pregunta importante rondaba por la cabeza de todos aquellos que se habían enterado de que en tierra había supervivientes: ¿quiénes eran los afortunados?

En su casa de High Prairie, Alma se había retirado al piso de arriba con sus tres hijos menores para huir de la muchedumbre de vecinos congregados en su cocina y su sala de estar, y para alejarse de los periodistas reunidos en la calle más allá del camino de acceso. También ella tenía ya noticia de que habían encontrado a cuatro supervivientes en el lugar del siniestro. Eran casi las diez de la mañana, y sus hijos, Larry y James, y su hija, Joan, acababan de llegar de Edmonton. Al romper el alba, el piloto jefe del Gobierno de Alberta, John Tenzer, había comunicado que ya era posible volar sin peligro a High Prairie, y los chicos, junto con Bob Giffin y Hugh Planche, habían subido a bordo del King Air oficial de nueve plazas para emprender el vuelo. El avión llegó solo hasta Slave Lake, porque en High Prairie el mal tiempo aún impedía aterrizar. Así pues, los hijos de Alma pidieron prestado un coche a un concesionario local y recorrieron por carretera los cien kilómetros restantes.

Giffin y Planche, entre tanto, permanecieron en el aeropuerto de Slave Lake, aguardando intranquilos la llegada de los cuatro supervivientes que, una vez allí, serían trasladados a Edmonton a bordo del Hercules que los esperaba.

Más o menos a la misma hora que el avión oficial abandonó Edmonton, Sandra Notley estaba en la cafetería del motel y recibió un aviso en el busca para que atendiera una llamada urgente. Uno de los ayudantes de su marido le dijo que el avión de Grant se había estrellado cerca de High Prairie la noche anterior. Pero tenían noticias esperanzadoras. El avión caído había sido localizado y se había visto con vida en tierra a cuatro personas.

«Recuerdo que pensé en lo complicado que sería organizar las idas y venidas al hospital, de tan segura como estaba de que Grant era uno de los supervivientes —rememoró Sandra—. Luego me dije que quizá ni siquiera estaban tan heridos como para tener que ingresar en el hospital.»

La Policía Montada local se ofreció a llevarla a Fairview. Cuando llegó, sus tres hijos conocían ya la muerte de su padre. Rachel, la hija de veinte años de Sandra —en la actualidad miembro de la Asamblea Legislativa de Alberta por el Nuevo Partido Demócrata— dio a su madre la terrible noticia.

«Creo que ya lo sospechaba, porque los agentes de la Policía Montada habían apagado la radio», dijo Rachel.

En medio del tumulto del rescate, Paul, de pie con una manta térmica sobre los hombros, fumaba nerviosamente un cigarrillo que había gorroneado a uno de los rescatadores. En lo alto, un enorme helicóptero levantaba una gran polvareda blanca, y el grave chop, chop, chop de sus dos gigantescos rotores le resonaba en los oídos. Mientras observaba cómo izaban a Erik, se preguntó por un momento si saldría en las noticias y qué dirían sus padres en la otra punta del país si veían en televisión a su hijo ausente desde hacía tanto tiempo. Se pelaba de frío y se moría de ganas de largarse de allí. Mientras esperaba impacientemente a que los rescatadores entablillaran a Scott antes de subirlo al helicóptero, sacó la navaja de bolsillo que había encontrado en el avión y empezó a juguetear con ella. Scott, al verlo, le pidió que se acercara.

—¿Qué hace con esa navaja? Deshágase de ella.

Paul tiró la navaja a la nieve y reparó en el maletín de Scott. Lo cogió y se lo entregó a uno de los rescatadores.

—No puede dejárselo porque lleva dentro la pistola y las esposas.

El rescatador dirigió a Paul una mirada de perplejidad antes de aceptar el maletín. Luego Scott desapareció en medio de una nube de nieve revuelta.

A continuación los auxiliares sanitarios metieron a Larry en una bolsa de evacuación y subieron la cremallera hasta taparle completamente la cabeza. Mientras esperaban a que bajara el cable del cabrestante del Chinook, Larry le pidió a Paul:

—¿Puede abrir esto para que vea lo que está pasando?

Una sonrisa asomó al rostro ensangrentado de Paul. El viejo no había visto nada en toda la noche, ¿por qué, pues, ahora le preocupaba tanto si veía o no? De todos modos, Paul lo complació.

El helicóptero había abandonado por un momento su posición fija encima de ellos, pero volvió a ocuparla una vez más, generando otra intensa deflexión descendente y atronando con sus poderosos rotores. Uno de los rescatadores indicó a Paul a gritos que se pusiera a cuatro patas y se protegiera. Él obedeció de mala gana, pero la maniobra pareció prolongarse una eternidad. Al final, aterido y harto, perdió la paciencia. Se irguió, tiró la manta, y se alejaba ya de la ventisca cuando un rescatador tiró de él para obligarlo a volver. El hombre le puso el arnés y se prendieron los dos al cable del cabrestante.

A las 11.25, quince horas después del accidente del vuelo 402 de Wapiti Aviation, fue izado el último superviviente, Paul Archambault. Por encima de él, los rotores palpitaban con un latido ensordecedor; por debajo, el lugar del accidente desaparecía en medio de un remolino blanco de nieve. Paul estaba helado, dolorido y famélico, pero entonces eso no habría podido importarle menos.

«Fue la sensación más maravillosa del mundo», escribiría más tarde.

Erik Vogel, como piloto de aerotaxi a los 21 años, sentado en lo alto de un «arrastracola» C-185 cuando volaba para Simpson Air en el norte de Canadá.

Larry Shaben estrecha la mano al premier Peter Lougheed durante la toma de posesión del cargo en la Asamblea Legislativa de Alberta en 1975. En la mesa puede verse el Corán de Larry.

La familia Shaben en el jardín de su casa de High Prairie, en 1979. Carol Shaben, la autora de este libro, aparece en el centro.

Un helicóptero Chinook suspendido en el aire sobre el lugar del accidente. A la derecha está la «canoa azul», el vientre vuelto hacia arriba del avión. A su izquierda, aparecen los restos ennegrecidos de la fogata en torno a la que los supervivientes pasaron la noche. A la derecha de la fogata hay dos técnicos SAR que, tras recuperar los cuerpos de los fallecidos, se preparan para ser izados a bordo del Chinook.

El Piper Navajo Chieftain accidentado de Wapiti Aviation, después de haber sido enderezado. Erik Vogel iba sentado en el asiento delantero izquierdo o del piloto, y Larry Shaben en el asiento inmediatamente posterior al suyo. Los pasajeros en los otros asientos visibles no sobrevivieron al accidente.

Una foto nunca antes publicada del avión caído. La compuerta abierta y la ventanilla rota por la que escapó Paul Archambault están a la derecha.

Mapa del lugar del accidente dibujado a mano por Paul Archambault, procedente de su manuscrito inédito «Me llamaron héroe», 1985. En el mapa se detalla la posición en la que quedó el avión (boca arriba); los espesores de la nieve y de la maleza cercanas; la posición de cada pasajero y también del piloto tras el accidente; la situación de las bengalas luminosas de emergencia, y los diferentes senderos por los que se aventuraban los supervivientes para buscar leña o para hallar una salida.

Scott Deschamps, al ser trasladado al Hercules que esperaba en Slave Lake para transportarlo a un hospital de Edmonton.

Erik Vogel poco después del rescate.

Paul Archambault cuando lo sacaron del helicóptero Chinook a su llegada a Slave Lake.

Byron Christopher, periodista de la CBC, entrevista a Paul Archambault frente al juzgado de Grande Prairie después de ser exonerado el 22 de octubre de 1984. Bajo el brazo, Paul lleva en una bolsa de basura todas sus pertenencias.

Paul Archambault en la investigación del accidente realizada por la Comisión de Seguridad Aérea Canadiense, en el Golden Inn de Grande Prairie, el 26 de febrero de 1985. Sus compañeros supervivientes lo recuerdan con su manuscrito inacabado, titulado «Me llamaron héroe».

Juntos, Larry Shaben y Paul Archambault disfrutan de un cigarrillo durante un descanso en las sesiones de investigación del accidente.

Paul Archambault (de pie) posa para las cámaras junto a Erik Vogel, durante la investigación del accidente llevada a cabo en 1985 por la Comisión de Seguridad Aérea Canadiense.

Los supervivientes, juntos por primera vez desde el accidente, durante la investigación llevada a cabo por la Comisión de Seguridad Aérea Canadiense. De izquierda a derecha: Erik Vogel, Scott Deschamps, Paul Archambault y Larry Shaben.

Scott Deschamps observa a Paul Archambault mientras este recibe el premio por salvar vidas, en Grande Prairie, el 1 de marzo de 1985.

Paul Archambault y Sue Wink en Grande Prairie en tiempos más felices, en el año 1985.

Erik Vogel y Scott Deschamps al final de su excursión de cinco días por el Sendero de la Costa Oeste, en 1985.

Scott Deschamps y su hermanastra, Joanne Deal, delante de la casa de Scott, en la única visita de esta a Canadá, en1998.

Erik Vogel en el cuartel de bomberos en sus primeros días como bombero. Última fila, de izquierda a derecha: Tom Chapman, Kris Andersen, Erik Vogel (centro), Norm King, John Titley. Sentados, de izquierda a derecha: capitán Bob Zetterstron, teniente Brian Davis.

Erik Vogel (derecha) y su compañero Brent Mclean, piloto de West Coast, en el patín de un De Havilland DHC-6 Twin Otter, durante los últimos días de Erik como piloto comercial.

La autora en su casa con los supervivientes en su reunión de octubre de 2004, veinte años después del accidente. De izquierda a derecha: Erik Vogel, Larry Shaben, Carol Shaben y Scott Deschamps.