Delincuente

En la profundidad de la noche, mientras el retumbo palpitante del helicóptero se reducía primero a un zumbido lejano y luego a un murmullo, la decepción se posó como un manto sobre los hombres acurrucados en torno al fuego chisporroteante. Durante largo rato, nadie se movió. Sentado sobre el maletín con los hombros encorvados, Erik escuchaba con atención en espera de que el helicóptero diera la vuelta y regresase; al ver que esto no ocurría, sintió una opresión en el pecho. El silencio dejado por el aparato en su estela era una pesada carga sobre sus espaldas. El frío y el dolor cabalgaban sobre sus huesos como jinetes crueles y tenía la boca seca como no recordaba haberla tenido nunca. Solo quería acostarse, pero temía no volver a levantarse.

No sabía bien cuánto tiempo había pasado hasta que consiguió obligarse a mirar de nuevo a sus pasajeros. A su derecha, Larry fumaba de pie, iluminado por el resplandor rojo del ascua de su cigarrillo. Le temblaba la mano cuando se lo llevaba a la boca, y vio que se estremecía. Le rogó que se sentara, pero Larry se negó.

—Estoy bien —dijo, pero Erik no le creyó.

Ahora una gruesa capa de nieve envolvía el abrigo que Larry había extendido sobre Scott, que temblaba incesantemente. Incluso Paul, que había estado parloteando sin interrupción desde hacía rato, no intentaba ya entretenerlos, y por más que sus chistes hubieran molestado a Erik, habría hecho cualquier cosa por oír uno en ese momento. Paul, enmudecido, daba caladas a un cigarrillo como si fuera el último del mundo.

—Hay demasiado silencio —apuntó—. Esto no me gusta.

Quizá los rescatadores los habían abandonado. La idea impulsó a Erik a ponerse en pie. Él era el culpable de la situación, y, herido o no, a él le correspondía ayudar a los pasajeros supervivientes.

—Voy a accionar el interruptor de la ELT —anunció. No tenía nada más que ofrecer.

—¿Cree que funciona? —preguntó Paul.

—Si cuando amanezca no nos han encontrado, lo sacaremos y lo traeremos aquí —dijo Erik—. Si no funciona, intentaremos arreglarlo. —Inestable, se tambaleó y le sobrevino una tos acompañada de un borboteo.

—¿Por qué no descansa? —aconsejó Larry.

—Sí, piloto —dijo Paul—. Ya voy yo.

Erik negó con la cabeza a la vez que levantaba la mano. Pese a su sufrimiento, estaba vivo. Eso era más de lo que podía decirse de los otros seis que seguían dentro del avión. Avanzó a trompicones por el sendero hacia los restos del aparato y en el camino se agachó para echarse un puñado de nieve a la boca.

Paul pensó en todas las veces que había orinado en el sendero al ir a buscar leña.

—Cuidado con esos huskies que rondan por ahí, y no se coma esa nieve amarilla —entonó, alzando la voz en dirección al piloto, pero nadie se rio.

Cuando Erik llegó al fuselaje, se apoyó en él pesadamente y sucumbió a otro arranque de tos. Notó un sabor a sangre en la boca y apuntaló las manos en las rodillas, intentando recobrar el aliento.

«¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!»

No podía asumir lo que había hecho. Comprendía vagamente que había permitido que la presión —las expectativas de la compañía, la necesidad de los pasajeros de llegar a casa, el intenso deseo de conservar el trabajo— se impusiera a su intuición, que le había dicho que no volara. Pero no alcanzaba a explicarse qué había ido mal durante el vuelo. En su obsesión por llegar a High Prairie, había cometido el pecado imperdonable de descender antes de dejar atrás la radiobaliza del aeropuerto, bajando a casi dos mil ochocientos pies sin saber cuál era su posición exacta. Y, sin embargo, estaba convencido de que se hallaba cerca.

Todo era muy confuso. Su mente traumatizada fue incapaz de relacionar el exceso de carga del aparato, el hielo en las hélices, tan grueso que, al romperse, los pedazos golpeaban el fuselaje como martillazos, y la imposibilidad de comunicarse con High Prairie por radio. No entendía cómo había podido incurrir en ese error de novato.

Avanzó lentamente, palpando con una mano el flanco del avión en su sección trasera hasta encontrar el panel abierto de la ELT. Tardó un momento en localizar el interruptor de palanca, y otro en obligar a sus dedos a accionarlo. Mientras regresaba con paso vacilante por el sendero hacia la hoguera, la única pregunta a la que no encontraba respuesta era: ¿por qué?

Erik había perdido la conciencia situacional: la comprensión de lo que ocurría en torno a él. Circunstancia asombrosamente frecuente en los percances aéreos, según la Dirección Federal de Aviación de Estados Unidos, la pérdida de la conciencia situacional es la causa hasta del quince por ciento de los accidentes fatales. En su mayoría se producen cuando los pilotos vuelan en la oscuridad o con mal tiempo.

Una noche tórrida y brumosa de mediados de julio de 1999, John F. Kennedy Jr. volaba con su esposa, Carolyn Bessette-Kennedy, y la hermana de esta, Lauren, cuando su Piper Saratoga se precipitó a las aguas del Atlántico ante la costa de Martha’s Vineyard. La Comisión Nacional de Seguridad en el Transporte determinó como causa probable un error del piloto debido a la desorientación espacial. Relativamente inexperto, Kennedy volaba sin la ayuda de visión periférica o ambiental, percepciones que permiten a los pilotos juzgar y mantener la actitud de vuelo adecuada. Volando por la noche con niebla, no distinguía, literalmente, arriba o abajo ni izquierda o derecha.

Richard Leland, director del Instituto de Formación Aeromédica de Southampton, Pensilvania, explica que en tales circunstancias:

El cerebro consciente puede verse rápidamente desbordado, y pueden perderse importantes indicios para la conciencia situacional (es decir, altitud, régimen de descenso, etcétera). Las tareas en la cabina de mando son más difíciles. Cuesta más encontrar los interruptores y leer los indicadores con condiciones de iluminación débil en la cabina. Eso añade una mayor carga al cerebro consciente y, a la vez, aumenta las posibilidades de desorientación espacial no reconocida y de pérdida de la conciencia situacional.

La pérdida de la conciencia situacional no se limita a la industria de la aviación. Se sabe que se produce también en diversas actividades de alto riesgo, como el alpinismo, el paracaidismo y el submarinismo. No obstante, el fenómeno se ha estudiado más en aviación que en ningún otro campo. Cuando se trata de ciertas compañías de aerotaxis, muchos pilotos padecen un factor coadyuvante llamado a veces «fiebre de seguir adelante»: la presión para volar cuando no se debe. A menudo jóvenes e inexpertos, los pilotos que vuelan para pequeñas aerolíneas comerciales se ven metidos en entornos sumamente competitivos que los inducen a forzar los límites para llegar a su destino. La principal fuerza en la toma de decisiones es la emoción, no la lógica. Esta presión para tener éxito a toda costa intervino asimismo en dos malhadadas expediciones al Everest de 1996, narradas en el libro de Jon Krakauer Mal de altura: crónica de una tragedia en el Everest. Los jefes de la expedición y los escaladores se toparon con el equivalente en montañismo a la «fiebre de seguir adelante», impulsándolos a desatender la hora establecida para dar media vuelta en su obsesión por llegar a la cumbre, razón por la cual la noche los sorprendió en la montaña y estalló una tormenta.

Ya sea en aviación, en la montaña o en otras situaciones de alto riesgo, diversos factores pueden predisponer a los individuos a perder la conciencia situacional. En líneas generales, estos factores son ambientales, psicológicos y fisiológicos. Erik experimentó los tres. El mal tiempo redujo su información visual a cero, y la intensa formación de hielo había reducido la velocidad sobre tierra hasta tal punto que le faltaban veinte millas más de las que él calculaba para llegar a su destino. Los factores psicológicos —los que imponen una carga de procesado añadida al cerebro consciente— mermaron la capacidad de Erik para establecer su ubicación exacta usando la navegación por estima y lastraron su capacidad para tomar decisiones. Experimentó un estado conocido como saturación de tareas. Viajando solo, sin un piloto automático fiable, necesitaba manejar más información de la que podía procesar su cerebro en extremo estresado, y pasó por alto indicios importantes que lo habrían alertado del peligro. La saturación de tareas explica por qué Erik se permitió descender a una altitud tan poco segura, y permanecer allí hasta que no tuvo tiempo de corregir el rumbo. Los factores fisiológicos, muy en especial la fatiga, también disminuyeron su capacidad de actuación. La fatiga es con diferencia el factor fisiológico más común en los percances de aviación, y la falta de sueño acumulada por Erik en los días y semanas anteriores al accidente había limitado su capacidad de concentración hasta el punto en que estaba, literalmente, abocado a un accidente.

Mientras recorría el ya muy hollado camino de regreso a la fogata, Erik no podía descifrar esa mortífera sucesión de circunstancias. Al llegar junto a los supervivientes, bordeó el perímetro del claro con andar inestable y casi tropezó con Scott, ahora cubierto de nieve. Incluso en el tenue resplandor del fuego, se veía a Erik pálido y demacrado.

—Voy a desmayarme —anunció.

Paul se levantó de un salto y dio un rápido paso al frente justo cuando el piloto empezaba a desplomarse hacia el fuego. Cogiendo a Erik en brazos, lo depositó en el suelo, donde permanecería durante el resto de la noche.

Después de que Erik perdiera el conocimiento, la tarea de alimentar el fuego recayó exclusivamente en Paul. En las últimas horas había perdido la cuenta de las veces que se había adentrado en el bosque en busca de leña. Cada vez había vuelto más exhausto y desanimado. Cada quince minutos el fuego se consumía hasta quedar reducido a brasas, y Paul se veía obligado a levantarse una vez más.

Jamás en la vida le había apetecido menos moverse. Sacó el paquete de tabaco de Larry, lo abrió y miró dentro. Solo quedaba un cigarrillo. Lanzó una mirada a Larry. Este permanecía en pie, al otro lado del fuego, absorto en sus pensamientos, con la cabeza un poco gacha, brillando su amplia frente en el tenue resplandor. Tenía los ojos cerrados, y alrededor magulladuras oscuras y cortes allí donde las gafas se habían aplastado contra su cara.

—Voy a por leña —dijo Paul, y enfiló el sendero. Cuando se alejaba de la hoguera, sacó el último cigarrillo del paquete y lo encendió.

—Yo también voy —se ofreció Larry.

Paul apretó el paso, pero cuando llegó al árbol caído a través del sendero, se detuvo. Larry necesitaría su ayuda para pasar por encima. Cuando Larry lo alcanzó, él sujetó la boquilla del cigarrillo entre los labios y guio a Larry por encima del árbol.

—No me vendría mal uno de esos —dijo Larry al oler el humo.

Tras un largo silencio, Paul contestó:

—Se nos han acabado.

Hasta ese momento, Larry había conseguido mantener el equilibrio, pero la contestación de Paul lo alteró de manera irracional. «El muy capullo fuma como un carretero», pensó, arrepintiéndose de haberle confiado el tabaco.

Los dos hombres caminaron en absoluto silencio por el sendero que serpenteaba junto a los restos del aparato y luego siguieron unos ciento cincuenta metros más, adentrándose en la zona del impacto. Allí, el avión había arrasado una franja de bosque y era más fácil avanzar, pero donde antes el suelo estaba salpicado de grandes ramas rotas, ahora solo quedaban ramitas. A lo largo de la noche, los dos habían desarrollado una especie de ritmo: Larry a remolque de Paul, sujetándose con la mano a la espalda de su cazadora vaquera; Paul caminando despacio por delante, ensartando chistes para darle conversación. Ahora penetraban más en el bosque y se detenían a menudo, pero sin hablar. En vano, Paul intentó desenterrar de la nieve ramas más pesadas y cortar con la navaja las más pequeñas que crecían en estas. Los dos hombres se afanaron en silencio hasta que Larry dijo:

—Hábleme de su familia.

A Paul aquello le tomó por sorpresa. No era lo que esperaba. Pero, a regañadientes, empezó a hablar.

Paul era el mayor de cinco hijos, le respondió: tres hermanos y una hermana. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía diez años. Pocos años después, su madre se había liado con un policía provincial de Quebec llamado Jean-Pierre Marceau, un borracho mezquino y maltratador. Su madre, Gayle, se llevó la peor parte de los malos tratos. Un día Paul, al llegar a casa, se encontró a su madre magullada, ensangrentada e inconsciente debajo de una silla. Jean-Pierre, borracho como de costumbre, limpiaba su pistola. Paul, encolerizado, se arrojó sobre él y le propinó una brutal paliza. Acto seguido se marchó de casa. Tenía quince años.

Durante unos años, dio tumbos entre Aylmer, Quebec y Toronto, Ontario, donde vivía su padre. Aunque no lo reconoció ante Larry, le encantaban el alcohol y la hierba, y cuando estaba colocado tendía a apropiarse de objetos ajenos. A los diecisiete años, dichos «objetos» incluían coches. Vivía con su padre en Toronto cuando una noche, después de una juerga hasta altas horas de la madrugada, se encontró en la otra punta de la ciudad. Decidió hacer un puente en un coche para volver a casa. Pocos días después la policía fue a buscarlo a casa de su padre y lo metió en la cárcel.

Eso ocurrió en 1976, y desde entonces había cumplido cuatro años de condena en centros penitenciarios de Ontario y Columbia Británica por varios delitos de allanamiento y robo. Al salir en libertad después de su última etapa en prisión, volvió a su casa de Aylmet y consiguió un empleo de mantenimiento en el club de golf Gatineau. El 12 de septiembre de 1983, mientras trabajaba allí, alguien entró por la fuerza en el club y robó diez mil dólares. Paul, acusado del delito, huyó al oeste.

Podría haberle contado a Larry muchas anécdotas sobre su periodo entre rejas, pero se las guardó. Si hubiese querido, habría podido entretener a aquellos hombres en torno al fuego durante toda la noche, mostrándoles cómo comía en la cárcel, encorvado sobre el plato, con los codos muy separados como alas de gallina, el tenedor firmemente agarrado en el puño. O les habría obsequiado con la historia de que, cuando trabajaba de mecánico en una cárcel, bajaba las revoluciones de todos los coches de policía que llevaban a reparar. Si le hubiese apetecido, podría haberles enseñado el tatuaje del águila en el bíceps derecho, que se había hecho durante un periodo en el trullo, o la serpiente verde enroscada que le había tatuado en el pecho un recluso durante otra condena. Pero para Paul la anécdota más disparatada de todas era la que lo había llevado a ese puto lío.

A primeras horas del domingo 5 de agosto, había salido con paso vacilante de la taberna del hotel Park de Grande Prairie. Aunque todavía era verano, empezaba a refrescar por las noches y se percibía en el aire la tenue promesa del frío otoñal. Tras tambalearse por un momento, se echó a caminar para cruzar la ancha acera, bajó el bordillo y atravesó la calle.

Los dobladillos raídos de sus vaqueros rozaban el asfalto y un coche pasó a toda velocidad dando un bocinazo. Entrando al trote en el Germaine Park, un solar abandonado que frecuentaban los borrachos y camellos de la zona, se ocultó entre las sombras para orinar. Luego, haciendo eses, se encaminó hacia el este, en dirección a la avenida 100, y dejó atrás las flechas de neón rojo intermitentes de Al’s News y la fachada de ladrillo pintada del restaurante Imperial Garden. Se detuvo a encender un cigarrillo mientras, en la acera de enfrente, el Corona Pizza cerraba sus puertas por esa noche. Había perdido la noción del tiempo que había pasado desde que, después de fregar los platos, dio por concluida su jornada en el popular bar restaurante del barrio y se marchó a tomar unas cervezas con su amigo Blackie. Ahora que los bares habían cerrado y ya no podía seguir bebiendo, sabía que era hora de volver a casa.

Paul hundió las manos en los bolsillos del vaquero y cerró los dedos en torno a un juego de llaves. Pertenecían a un amigo que le había ofrecido su apartamento mientras él trabajaba en los pozos petrolíferos; era una solución temporal, pero a Paul le encantaba la sensación de disponer de un techo seguro sobre su cabeza. El apartamento se hallaba hacia la mitad de la manzana siguiente, a menos de un minuto a pie: una de la media docena de viviendas encajonadas en la segunda planta de un insulso edificio comercial de fachada plana en el centro de la ciudad.

Siguió hacia el este hasta llegar al edificio, en cuyos bajos tenían sus establecimientos Lee’s Sub Shop y Baldwin Pianos; en la primera planta pasaba consulta un médico. Se detuvo ante la puerta de cristal con marco metálico. A través del amplio cristal veía la empinada escalera que subía hacia el rellano poco iluminado desde donde se accedía al apartamento de su amigo. Introdujo la llave en el ojo de la cerradura e intentó en vano hacerla girar. Recordó que el cerrojo tenía truco y movió un poco la llave. No hubo suerte. Accionó la llave más vigorosamente a la vez que tiraba del ancho picaporte metálico de la puerta. Al oír unas voces que se acercaban, se interrumpió y volvió la cabeza para mirar. Un hombre y una mujer jóvenes aparecieron en la acera, procedentes del bar. El hombre rodeaba con el brazo la cintura de la mujer, hundiendo la mano bajo la tela de los vaqueros ceñidos. Ella se reía.

Paul siguió observando a la pareja hasta que esta dobló la esquina y se perdió de vista; a continuación se volvió de nuevo hacia la puerta y probó otra vez. Sacudió la llave violentamente, y al final, en un arrebato de rabia, asestó un fuerte puntapié a la puerta. El cristal se hizo añicos y las esquirlas volaron hacia él como flechas traslúcidas antes de esparcirse ruidosamente por la acera. Tambaleante, retrocedió y miró alrededor, pero no había nadie. Sacó la llave de la cerradura, metió la mano a través del cristal roto y descorrió el cerrojo. Una vez dentro, subió por la empinada escalera enmoquetada, sujetándose a la gastada barandilla de madera. Al llegar al rellano, avanzó a tumbos por el corto pasillo hacia la puerta del apartamento de su amigo, abrió y entró. Sin encender las luces, se descalzó y fue a tientas hasta el dormitorio. Abalanzándose a través del umbral, tropezó con la cama y cayó de bruces en ella. Se dio la vuelta y se quedó mirando el techo. La cama parecía mecerse bajo él, y tras lo que tal vez fueran minutos o quizá horas, cerró los ojos. En algún lugar a lo lejos sonó una sirena. Paul se preguntó por un instante si iban a por él e intentó levantarse del colchón. Pero, rendido ya al alcohol y el agotamiento, se encontró con que los brazos y las piernas, pesados como el plomo, no le respondían. «No pasará nada», se dijo. Acto seguido lo venció el sueño.

Al cabo de unas horas, la policía estaba ante su puerta. Sacaron a Paul a la calle, donde esperaban más agentes. Cuando él los vio, enloqueció y, agitando los brazos, intentó echarse a correr. Los agentes lo inmovilizaron en el suelo, casi asfixiándolo, antes de llevarlo a la comisaría. Lo encerraron en una habitación de cemento sin ventanas, donde durmió en el suelo. Al despertar, llamó al celador.

—¿Qué quieres? —preguntó el hombre.

—Tengo que salir de aquí para ir al trabajo.

Paul era el encargado de mantenimiento en el Corona Pizza y su jornada empezaba a las doce del mediodía. Para él, era importante llegar puntualmente. Theodore Bougiridis, el dueño griego del restaurante, se había arriesgado a aceptarlo, y Paul no quería decepcionarlo. Por alguna razón, se había comportado honradamente con Teddy desde el primer momento, poniéndolo al corriente de su historial delictivo. Para sorpresa de Paul, el viejo le ofreció un empleo, a pesar de todo, y siempre lo había tratado con respeto.

Paul no podía decir lo mismo del celador, que hizo caso omiso de su súplica. Furioso, empezó a aporrear la puerta de acero.

—Gilipollas de mierda —vociferó—. Soy un ser humano como vosotros.

Golpeó con los puños la puerta hasta que la pequeña mirilla en el centro se abrió y apareció el rostro del celador.

—¡A ver si te callas! —ordenó.

—Tengo que ir a trabajar.

El celador lo observó desapasionadamente y cerró la mirilla.

—¿Es que queréis que robe para vivir? —preguntó Paul a gritos.

—Por lo que se ve, no tienes mucho inconveniente en violar la ley —contestó el celador desde detrás de la puerta cerrada.

—¡Vete a la mierda!

Una vez más, Paul descargó el puño contra la puerta. Furioso, empezó a pasearse por la celda, maldiciendo y golpeando la puerta en sus idas y venidas. Al final, a eso de las cuatro de la tarde, después de firmar un documento en el que se comprometía a comparecer en el juzgado más adelante ese mismo mes, acusado de daños contra la propiedad, lo pusieron en libertad. Al detenerlo, iba descalzo, así que tuvo que volver a toda prisa al apartamento de su amigo para recuperar las zapatillas y después ir corriendo al trabajo. Muerto de hambre, cogió algo de la cocina y pidió al camarero de la barra que le sirviera una cerveza para aplacar los nervios. Fue entonces cuando Teddy lo vio.

—¿Quieres venir aquí a beber pero no a trabajar? —preguntó—. Estás despedido.

Sus palabras fueron un golpe devastador para Paul, que disfrutaba con el trabajo y estaba orgulloso de la creciente confianza que Teddy había depositado en él. De un tiempo a esa parte, su jefe le permitía ingresar la recaudación nocturna. Apreciaba a sus compañeros de trabajo y le gustaba el hecho de que Teddy y su mujer, Donna, los trataran más como miembros de la familia que como empleados. Además, Paul, hacía poco, se había enamorado de una camarera del restaurante llamada Sue Wink.

Al día siguiente, regresó a la comisaría para prestar declaración. Se ofreció a pagar los daños si la policía lo dejaba ir sin cargos, pero para entonces tenían ya una copia de sus antecedentes penales y le preguntaron si podía ayudarlos con ciertos robos ocurridos en los últimos meses.

—Claro —mintió Paul—, pero no sé de nadie que se dedique a la mercancía robada. Si me entero de algo, se lo haré saber.

Se marchó de la comisaría preguntándose cómo la policía podía ser tan tonta como para pensar que delataría a otro hombre. Y aunque Grande Prairie se había convertido en el único hogar que había conocido desde que vagaba por el país, supo que no le quedaba más remedio que hacerse otra vez a la carretera.