Búsqueda
Alas 22.45 horas, el subteniente Everett Hale, de cuarenta y siete años, estaba de guardia en la base de Edmonton cuando recibió aviso de que su escuadrón debía emprender el vuelo de inmediato. Momentos antes, el SARSAT había captado una señal, y se creía que era del aerotaxi siniestrado. Ya vestido y listo, Hale perdió poco tiempo en llegar a la pista para preparar el CC-130 Hercules —uno de los aparatos de mayor tamaño del ejército canadiense— antes del despegue. En el plazo de media hora había llenado los depósitos de combustible, arrancado los motores y completado las comprobaciones de rigor. A las 23.10 estaba en el aire y, con su tripulación de vuelo y de búsqueda y rescate, volaba rumbo a la zona de diez kilómetros cuadrados delimitada por el satélite que orbitaba muy por encima de ellos.
Mientras el avión avanzaba vertiginosamente hacia el norte a trescientos cincuenta millas náuticas por hora, Hale ocupaba el asiento del ingeniero de vuelo entre el piloto y el copiloto, ligeramente por detrás. Mantenía la mirada fija en el enorme panel central formado por treinta y dos indicadores de neón verde dispuestos en hileras como una bandeja de placas de Petri radiactivas. Su función consistía en supervisar los sistemas del Hercules —la hidráulica, el combustible, la electrónica, la presurización y la potencia— y permanecer alerta a cualquier señal de aviso. Fuera, más allá del parabrisas, una espesa niebla aumentaba la negrura de la noche. El tiempo en esa zona era pésimo; el techo de nubes oscilaba entre quinientos pies y cero, y la visibilidad entre una milla y un octavo de milla. El Centro de Coordinación de Rescates informó asimismo a la tripulación de que un Cessna 182 había captado recientemente una ELT en una demora de ciento diez grados, a una distancia de High Prairie de entre treinta y cuarenta kilómetros al sudeste, y que había intentado obtener un contacto visual del lugar del siniestro, pero no había podido situarse por debajo de las nubes. A Hale no lo sorprendió. Con las condiciones meteorológicas de esa noche, las posibilidades de vuelo eran mínimas y la esperanza de ver tierra casi nula.
Por debajo de un impenetrable manto de nubes y copos de nieve, los supervivientes oyeron por un momento el zumbido de una avioneta que volaba muy alto, parecido al de un mosquito. Cruzaron miradas en torno al fuego. Paul comentó lo guapos que estaban, tan maltrechos y ensangrentados.
Larry se pasó las manos por la cara. La tenía dolorida a causa de los cortes y las magulladuras, y lo atormentaban las costillas y la rabadilla. Aun así, se sentía afortunado. Acudió a su memoria una conversación que había mantenido hacía ya mucho tiempo con un colega, un expiloto de la Segunda Guerra Mundial. Habían realizado un vuelo juntos con mal tiempo, y cuando el avión oficial aterrizó, el colega de Larry comentó: «Siempre que te bajas de un avión, puedes considerarte afortunado».
Larry entendía ahora lo que quería decir. No había dedicado mucho tiempo a su religión en los últimos diez años de frenética vida política, pero en ese momento, en silencio, dio gracias a Dios y rezó por aquellos que no habían tenido tanta suerte.
Vio a Erik alejarse del fuego, renqueante, para ir a buscar leña, y se compadeció del joven piloto. No era mucho mayor que sus hijos. Al obtener su escaño en la Asamblea Legislativa de Alberta en 1975, su primogénita contaba trece, y la menor, ocho. Larry se había entregado a su carrera política y había ascendido rápidamente en la Administración. Pero ¿a qué precio? Durante su primer periodo en el cargo, era un desconocido, un diputado sin funciones específicas a quien solo se le exigía estar presente en la Asamblea dos veces al año durante periodos de seis semanas cuando el Gobierno comparecía en las sesiones. Pero en 1979, el premier había incorporado a Larry a su gabinete, donde pronto se forjó una reputación de sabio o algo por el estilo, un interlocutor sensato y reflexivo que gozaba de la atención y el respeto de los otros miembros del gabinete.
Larry no solo pasaba los días con sus colegas, sino también las veladas. Su vida política estaba llena de ventajas: la seducción del poder y la autoridad, y el tiempo ilimitado y la independencia para consagrarse plenamente a su trabajo. Pero mientras él estaba así de ocupado, sus cinco hijos habían crecido, habían acabado secundaria y se habían marchado de High Prairie al mundo más amplio. Linda, la mayor, vivía en Estados Unidos, y Carol, la segunda, trabajaba de periodista en Jerusalén. Costaba creerlo, pero los otros tres eran ya jóvenes adultos, y, aunque vivían con él en su apartamento de Edmonton, su apretada agenda de trabajo no le permitía compartir mucho tiempo con ellos.
Y también estaba Alma, claro, sola en la amplia casa de High Prairie que habían construido juntos. ¿Cómo era la vida para ella mientras esperaba su regreso el fin de semana? ¿Mientras lo esperaba en ese preciso momento?
Larry había deseado con desesperación una buena vida para su familia, pero la había deseado también para sí mismo. Su ambición se había visto alimentada, en parte, por el arrepentimiento. Su padre, Albert, había llegado a Canadá del valle de Bekaa, en el Líbano, a los trece años. Corría el año 1919. Como no sabía hablar inglés, empezó en el colegio por el curso más bajo. Tardó un año en avanzar hasta sexto y lo atormentaron cruelmente. Pero cuando llegó a la edad adulta, Albert era un hombre de negocios de éxito y tenía dos tiendas de abastos en Endiang, una pequeña comunidad agrícola de quinientos habitantes donde Larry y sus cuatro hermanos nacieron y vivieron en la infancia. Las tiendas mantuvieron a Albert y a su familia durante la Depresión, pero en la zona no había musulmanes ni mezquita. Así pues, cuando un grupo de musulmanes apareció por el pueblo recaudando dinero para construir en Edmonton la primera mezquita de Canadá, Albert decidió trasladar a su familia, y en 1945 se mudaron a la ciudad. Compró otra tienda de alimentación, a tan solo unas calles de la mezquita. La tienda se convirtió en destino habitual para numerosos miembros de la incipiente comunidad musulmana de la ciudad, y el padre de Larry prosperó. Más adelante abrió una juguetería al por mayor que se convertiría en una de las principales del oeste de Canadá.
El hijo mayor de Albert, Edward, entró en el negocio familiar al terminar secundaria, pero su padre tenía otros planes para Larry. Quería que su segundo hijo, un estudiante brillante y capacitado, obtuviera un título universitario. Era una rara oportunidad y representó cierto sacrificio para la familia, pero Larry no supo aprovecharla. Haraganeó y, tras suspender el primer año, abandonó la Universidad de Alberta. Recordaba el momento en que anunció a su padre su fracaso como uno de los peores de su vida. Amargamente decepcionado, Albert murió antes de que su hijo demostrara su valía.
Tras la muerte de su padre, Larry fue tirando durante un tiempo a trancas y barrancas, ganándose apenas la vida como viajante de comercio y gerente de unos grandes almacenes. Pero cuando aumentó su familia, cada vez le costaba más llegar a fin de mes. Alma recuerda que se quejaba de que un paquete de cuatro braguitas de goma protectoras, que ponía encima de los pañales de tela de sus bebés, tenía el mismo precio que una cajetilla de tabaco —veinticinco centavos—, y rara vez disponían de dinero suficiente para permitirse las dos cosas. En airado silencio, remendaba las braguitas de goma rotas con celo mientras fumaba desesperadamente y buscaba la manera de dar de comer a su familia.
En 1967, Larry trasladó a su familia de Edmonton a High Prairie. Su única conexión con esa remota comunidad septentrional era cierta familia musulmana, los Houssian, que regentaba la tienda local de ropa para hombre. Alma y él habían visitado a sus amigos unos años antes, y durante ese viaje Larry tuvo ocasión de conocer a la vecina de la casa contigua, dueña de la tienda de abastos del pueblo. Por entonces Alma y él tenían cinco hijos de menos de seis años, y él dirigía una bolera en Edmonton. Pese a que no tenían dinero, arrancó a la dueña de la tienda la promesa de que lo avisaría si algún día se decidía a vender.
Fiel a su palabra, la dueña al final lo llamó, y Larry, aprovechando la oportunidad de su vida, vendió su único bien —una casa vieja e incómoda con vistas al valle del río Edmonton— y se trasladó a aquella pequeña población agrícola septentrional de dos mil quinientos habitantes. Pero los pocos miles de dólares obtenidos con la venta de la casa no bastaron para comprar la tienda. Su plan era obtener un préstamo bancario para cubrir la diferencia, pero los directores de los bancos comerciales locales no compartieron su visión. Ninguno de ellos estaba dispuesto a correr riesgos con un forastero sin garantías ni historial previo y de cuya solvencia no existía prueba alguna. En las siguientes semanas, Larry empezó a perder el pelo y desarrolló un grave caso de herpes, pero no se rindió.
Finalmente el director de Alberta Treasury Branch, una pequeña institución financiera propiedad del Gobierno provincial, accedió a prestarle el dinero que necesitaba para adquirir el establecimiento. A lo largo de la década siguiente, la tienda no solo le sirvió para dar de comer y vestir a su familia, sino que también permitió al hijo de un buhonero árabe inmigrante establecerse como líder de la comunidad.
Casi parecía un milagro que Larry fuera ahora uno de los políticos más poderosos de la provincia. Tenía cuatro ayudantes personales y un departamento gubernamental formado por cientos de personas para ayudarlo a realizar su labor. Pero allí, en aquel oscuro e inhóspito paraje, ciego y maltrecho, aguardando a que alguien lo rescatara, nada de eso tenía el menor valor para Larry.
Poco antes de las doce de la noche, la tripulación a bordo del Hercules, volando en círculo varios miles de pies por encima del suelo, captó la señal ELT del avión e inició el proceso de localización del lugar exacto. Eso implicaba, en primer lugar, establecer su propia posición respecto a la radiobaliza navegacional cercana de Swan Hills, y luego trazar una demora invertida hasta la señal del avión siniestrado. Para determinar el lugar exacto de la ELT, el enorme aparato tendría que barrer la zona, controlando la intensidad de la señal. Cuanto más intensa fuera, más cerca estarían del lugar del accidente. El navegante, atento a la aguja direccional, registraba el instante en que esta giraba ciento ochenta grados, indicando que habían pasado justo por encima de la ELT, y entonces marcaba el punto electrónicamente. El Hercules tendría que llevar a cabo numerosas pasadas hasta que el navegante pudiera triangular la ubicación precisa de la ELT, pero era solo cuestión de tiempo. Por desgracia, la señal era débil y llegaba distorsionada, desapareciendo a menudo como si abajo la obstruyera algo invisible.
Después de sobrevolar la zona durante una hora, el navegante del Hercules estaba ya cerca de precisar el objetivo. El piloto se comunicó por radio con el Centro de Coordinación de Rescates para informar al mando de la operación de búsqueda acerca de sus avances y pedir permiso para desplegar paracaidistas en cuanto determinaran la posición exacta de la ELT. El mando se lo denegó. Debido al mal tiempo, las irregularidades del terreno y la cantidad de nieve, era demasiado peligroso. En lugar de eso hizo una llamada general para solicitar un Chinook: un intimidatorio helicóptero de dos motores y doble hélice con una amplia rampa de carga en la parte de atrás del fuselaje. Ágil y versátil, era el único aparato capaz de acceder de forma segura al lugar del accidente esa noche.
A eso de las doce, los supervivientes oyeron otro sonido a lo lejos, este de un avión mucho mayor. Cuando el aparato se acercó, contuvieron la respiración. Pese a que la oscuridad, la copiosa nevada y las nubes les impedían verlo y estaban ateridos de frío, ese sonido les infundió esperanza. Mientras el avión trazaba círculos sobre ellos, Erik aseguró a los demás que se trataba de un avión de búsqueda y rescate, y que no tardarían en encontrarlos.
La promesa del inminente rescate impulsó a Paul a regresar al avión y examinar al pasajero atrapado. Quizá, solo quizá, consiguiera sobrevivir. Al entrar a gatas por la ventanilla de babor de la cabina de mando, oyó el inquietante ritmo de las exhalaciones del pasajero herido. Su respiración era mucho más lenta que en su anterior visita, y sus gemidos se reducían a suspiros apenas audibles. La mano que antes tenía metida en la bolsa de vuelo de Erik colgaba ahora flácida en el aire. Paul alargó el brazo y se la cogió. No habría podido decir cuánto tiempo pasó allí. Solo sabía que en algún momento durante ese rato el moribundo dejó de emitir todo sonido. Paul escuchó con atención un poco más, pero no oyó nada. Ni un susurro de vida.
Presenciar la muerte de ese hombre devolvió a Paul a la realidad. Mientras sostenía su mano, percibió que algo efímero, ultraterreno, se elevaba y se alejaba flotando en la noche. Más tarde le diría a su hermano Daniel que tenía la certeza de que eso había sido el alma de aquel hombre al abandonar el cuerpo.
Paul salió del avión y vagó sin rumbo durante un rato, fumando un cigarrillo tras otro.
Había estado los cinco días anteriores paseándose por una celda de máxima seguridad en Kamloops en espera de que lo recogiese un sheriff de Grande Prairie. Había llegado a Kamloops en autoestop el domingo 14 de octubre y había encontrado una cama en un albergue para hombres. Tenía planeado partir a la mañana siguiente hacia Penticton, donde, según había oído, quizá vivía su hermano menor, Michael. A eso de las cuatro de la madrugada, un empleado del albergue acompañó a dos agentes de la Policía Montada hasta la cama de Paul. Tenían una orden de detención contra él. El harapiento vagabundo se les rio en la cara. El cargo por el que lo detenían era, en efecto, risible —un delito menor, incluso un malentendido—, pero los policías no le vieron la gracia. Lo esposaron y se lo llevaron bajo custodia.
A las ocho y media de la mañana del 15 de octubre, Paul defendió su caso ante un juez. Se ofreció a declararse culpable de la acusación de daños contra la propiedad, esperando quedar en libertad, pero el juez se negó y ordenó que permaneciera bajo custodia hasta que la Policía Montada de Grande Prairie pudiera enviar a alguien para recogerlo y llevárselo. Paul se puso hecho una furia. Ya había pasado cuatro años de su joven vida en la cárcel por una razón u otra, y había huido de Grande Prairie solo porque no soportaba la idea de acabar otra vez en prisión. Ahora se hallaba en una apestosa celda de retención aguardando a que un policía lo llevara a rastras otra vez hasta allí.
La cárcel era exactamente como la recordaba: un aburrimiento mortal. Le permitieron solo una hora de ejercicio y un rato de televisión cada día que pasó allí, y ya había leído el único libro que le cayó en las manos. Titulado Aeropuerto 77, trataba de un accidente de aviación, y lo había aterrorizado. Paul tenía un miedo mortal a los aviones pequeños, y el celador le había dicho que, cuando llegara el sheriff, ese sería el medio por el que viajarían los dos de regreso a Grande Prairie.
Lo único bueno de ese día fue el policía que llegó a recogerlo: Scott Deschamps. Lo trató como un ser humano, y tuvieron tiempo de sobra para charlar, incluso para compartir alguna que otra risa. No le pasó inadvertido el hecho de que Scott y él eran casi de la misma edad; sin embargo, sus vidas eran totalmente distintas.
—¿Qué piensa de mí en comparación con la imagen que se había formado al leer mis antecedentes? —preguntó Paul en cierto momento.
—Son la misma persona —contestó Scott con displicencia.
Paul no supo cómo interpretar el comentario y preguntó más directamente:
—¿Qué posibilidades tendría yo de llegar a ser policía? Scott se echó a reír.
—No muchas.
Paul también se rio, pero en el fondo aquello le dolió. En su adolescencia, había realizado un curso de supervivencia para cadetes de la Marina, y luego había presentado una solicitud para alistarse en el Ejército. Pero lo habían rechazado porque solo tenía un riñón. Había perdido el otro de niño. A los cinco años, mientras jugaba en el jardín delantero, su hermano menor Michael tiró un zapato a la calle. Cuando Paul salió corriendo a recuperarlo, un coche embistió su pequeño cuerpo y lo hizo volar por el aire. El impacto lo lanzó al techo de un coche que pasaba y luego a la calzada. Estuvo un año en el hospital, la mayor parte del tiempo enyesado.
Mientras Paul permanecía a solas en la oscuridad escuchando el sonido del avión de búsqueda, que se acercaba y alejaba, reflexionó acerca de la ironía de su torcida vida. Dos días antes —el 17 de octubre— había sido su vigésimo séptimo cumpleaños. Lo había pasado entre rejas pensando que su vida difícilmente podía empeorar.
Pasadas las doce de la noche del sábado 20 de octubre, sonó el teléfono de Brian Dunham. El oficial del Ejército que había al otro lado de la línea le dijo que se necesitaba urgentemente a alguien con experiencia en helicópteros para participar en una misión de búsqueda y rescate. Dunham se sorprendió por la petición, ya que no estaba de guardia esa noche, y su escuadrón incluía solo un Twin Otter, un aparato pequeño, de alas fijas. Cuando llegó al Centro de Mando de Rescates, supo que iba a ser jefe de equipo en un helicóptero Chinook CH-47 prestado por un escuadrón táctico de helicópteros especializado en respuesta ante graves catástrofes aéreas.
Con una estatura de metro setenta y ocho y un peso de ochenta kilos, el pelo castaño cortado a cepillo, ojos verdes y una sonrisa que dejaba a la vista unos dientes muy separados, el exespecialista en sónar y submarinista de la Marina era un fogueado técnico en búsqueda y rescate, o técnico SAR, y tenía un currículo que parecía una novela de aventuras. Los técnicos SAR son expertos con una gran preparación para comandar equipos de búsqueda, llevar a cabo operaciones de rescate y proporcionar atención médica in situ a los heridos. Son especialistas en la supervivencia en aire, mar y tierra: montañeros, rapelistas, submarinistas, rastreadores, paracaidistas y auxiliares médicos especializados en traumatología de cierto nivel. Su trabajo les exige correr riesgos y sobrevivir en las condiciones meteorológicas y los terrenos más difíciles de Canadá.
A las 00.51 el helicóptero Chinook despegó con Dunham, con el comandante Peter Dewar —que supervisaría la operación de búsqueda y rescate desde Slave Lake—, dos médicos, dos enfermeras, seis auxiliares sanitarios y otro técnico SAR. Al cabo de media hora, el aparato avanzaba entre las espesas nubes y la lluvia gélida, y el hielo se convertía por momentos en un problema.
Las precipitaciones por debajo de cero son un peligro para todas las aeronaves, ya que reducen la fuerza ascensional e incrementan el arrastre y el peso. Pero los helicópteros son especialmente susceptibles. Los distintos elementos de los rotores, a diferencia de los bordes de ataque de las alas fijas, se mueven en el aire a distintas velocidades, e incluso una pequeña acumulación de hielo —tan mínima como cinco o seis centímetros— puede representar un riesgo para la capacidad del aparato de permanecer en el aire. El piloto del Chinook no podía ver el hielo en los enormes rotores idénticos que giraban por encima de él, pero sí percibía las señales de aviso en los esfuerzos del helicóptero por mantener la velocidad y la altitud. Estaba a solo cuarenta y dos millas náuticas al noroeste de Edmonton cuando comunicó por radio al Centro de Coordinación de Rescates que quizás el Chinook tuviera que regresar a Edmonton.
Eran las dos de la madrugada, y el mando de búsqueda acababa de recibir una copia de la lista de pasajeros de Wapiti Aviation. Quedaba confirmado que a bordo viajaban políticos relevantes. Propuso al piloto que lo intentara por una trayectoria más al oeste, pero esta resultó igual de peligrosa. Finalmente aconsejó al piloto que tratara de tomar una ruta al este de Swan Hills y aterrizar en Slave Lake. Aunque las condiciones eran solo mínimamente mejores, el helicóptero lo consiguió. Una vez en tierra, el comandante Dewar y la mitad del equipo médico desembarcaron para que el aparato pudiera regresar directamente a Edmonton con los supervivientes si lograba acceder al lugar del accidente y si quedaba alguien vivo.
Después de solo cinco minutos en tierra, el Chinook se elevó una vez más. Pero con el mal tiempo y la amenaza de formación de hielo, el jefe de equipo Brian Dunham sabía que no existían garantías de poder llegar a los supervivientes. Alertó al comandante Dewar, que llamó al sargento Hopkins de High Prairie y le dijo que tuviese preparada la partida de búsqueda por tierra de la Policía Montada.
Hopkins se le había adelantado. Sus agentes ya estaban apostados en la carretera al este de High Prairie aguardando las coordenadas exactas del lugar del siniestro. Pero tras saber que las condiciones en el aire eran adversas se resistían a seguir esperando. Su plan era enfilar rumbo al sur monte a través, avanzando aproximadamente hacia la zona del accidente para estar disponibles cuando el ejército precisara el punto. La partida de búsqueda había requisado un Bombardier a un granjero de la zona. El vehículo, del tamaño de una furgoneta, iba equipado con orugas y podía avanzar fácilmente por la nieve, el muskeg blando y la maleza leñosa, abriendo un camino ante las motonieves. Con radios emisoras-receptoras y un dispositivo localizador de señales ELT portátil, la partida de búsqueda terrestre de la Policía Montada abandonó la nieve dura de la carretera y se adentró con las motonieves en la espesura. Los haces de sus faros subían y bajaban, penetrando a gran profundidad en el negro bosque.