Confesión

En la espesura cubierta de nieve a treinta y dos kilómetros al sudeste de High Prairie, cuatro hombres se acurrucaban alrededor de una débil fogata. La nieve les humedecía la cabeza y la leña silbaba y crepitaba, lanzando volutas de humo al aire. Una apagada luna había salido por encima de los árboles, y su tenue resplandor suavizaba la negrura de la noche pese a las densas nubes.

Erik observaba los rostros ensangrentados de los pasajeros supervivientes. Paul, a su izquierda, y Larry, a su derecha, fumaban en silencio. Scott yacía en el suelo junto a él, con el abrigo que lo cubría salpicado de nieve. Dentro del avión, cinco pasajeros estaban muertos y otro gravemente herido. Erik se reconcomía de culpabilidad y remordimientos.

«Díselo. Diles quién eres.»

Movía los labios en silencio, pero no se sentía capaz de decirlo en voz alta. La sangre brotaba aún de la brecha abierta en su frente, oscureciendo la nieve a sus pies. Finalmente Erik se atrevió.

—Soy el piloto —dijo con la voz empañada por la emoción.

Scott no se había movido desde que lo habían acomodado junto a la fogata, pero en ese momento preguntó:

—¿Cuánto tardarán en empezar a buscarnos?

Erik se lanzó una mirada pensativa a la muñeca, pero vio solo un profundo corte producido por la cadena del reloj en su carne. El reloj había desaparecido. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban en tierra, pero había comunicado su posición por radio poco antes de abandonar el espacio aéreo controlado. Control de tráfico aéreo esperaba que Erik se pusiera en contacto con ellos y, al ver que no lo hacía, debía de haber dado la voz de alarma.

Les contó que la señal ELT del avión llevaría a los rescatadores al lugar donde se hallaban en cuestión de horas. Lo que no tuvo en cuenta fue la dificultad de precisar el lugar exacto del accidente en una noche como esa.

Scott consultó su reloj. Llevaban dos horas en tierra. Se preguntaba cuánto tiempo aguantarían. Como todo agente de la Policía Montada, contaba con preparación en primeros auxilios. Había advertido la respiración trabajosa y superficial de Erik y lo había interpretado como una mala señal: probablemente tenía un pulmón perforado y una hemorragia interna. Se había diagnosticado su propio estado como tórax inestable: una lesión con peligro de muerte en la que parte de la caja torácica se fractura por múltiples sitios, se separa de la pared torácica y se desplaza en dirección contraria.

Larry también parecía sufrir. Se había negado a sentarse, y cuando caminaba, sus movimientos eran lentos y extremadamente precisos, con los brazos extendidos para compensar la ceguera. Tenías las manos y la cara llenas de cortes e hinchadas, y un dedo torcido en un ángulo anómalo, sin duda roto o dislocado.

Paul, aparte de la brecha en la sien, parecía en buen estado.

Mientras los demás se adentraban en la maleza en busca de leña, Scott había elaborado una lista de todo aquello que necesitarían para sobrevivir: una radio para comunicarse con los rescatadores, un botiquín de primeros auxilios, bengalas, mantas, un hacha. Ahora que sabía que Erik era el piloto, le preguntó por esos objetos, uno por uno.

Lúgubremente, Erik negó con la cabeza. La radio y la batería habían quedado destruidas en el accidente, y el avión no llevaba ninguno de los otros objetos.

—¿No lleva equipo de supervivencia? —preguntó Scott con incredulidad.

Erik contestó que no existía ninguna obligación legal de llevarlo, y que, incluso si existiera, ocuparía demasiado espacio y añadiría peso a los aviones a menudo sobrecargados de Wapiti.

Scott no daba crédito a lo que oía. Él, por norma, llevaba todo eso cargado a la espalda cuando salía de excursión o se iba a esquiar en zonas despobladas. Sin un hacha, sabía que les sería muy difícil reunir leña suficiente con la que mantener el fuego. Ya empezaba a ser complicado. Cada quince o veinte minutos, las llamas chisporroteaban y los tres supervivientes con movilidad debían abandonar el calor del fuego en busca de más leña.

—¿Y una linterna? —preguntó Scott por fin.

Erik se acordó de su pequeña linterna y sorprendió a Scott contestando que sí.

—Tengo una en mi bolsa de vuelo.

—¿Dónde puede estar?

—Justo al lado de mi asiento —contestó Erik.

—Ya iré yo —se ofreció Paul. Sabía exactamente dónde estaba la bolsa.

—Si la encuentra —dijo Erik—, dentro hay cuatro galletas de chocolate.

Scott levantó la cabeza del suelo y observó a Paul alejarse. Alrededor crecía un espeso bosque y la niebla envolvía las copas de los árboles. A Scott la naturaleza no le era ajena. Hijo único, había pasado buena parte de su infancia y adolescencia cazando y pescando en el monte cerca de la zona residencial de Delta, en las afueras de Vancouver. A los doce años, atrapaba conejos y mapaches con trampas. A los catorce, había establecido su propio negocio trampero y vendía las pieles con fines lucrativos, e incluso confeccionaba con ellas gorros al estilo Daniel Boone. Más adelante pasó a la caza mayor.

Siempre se había sentido a gusto en la naturaleza, y hasta ese momento nunca había experimentado tal desvalimiento. Con los ojos entrecerrados, escrutó el bosque más allá del resplandor vacilante del fuego, buscando un asomo de movimiento o el reflejo de la luz en unos ojos entre los árboles. Esa era zona de osos. Zona de lobos.

—Mi arma —dijo, llevándose la mano al pecho y cerrándola en torno a la funda vacía. Desesperado, lanzó rápidas miradas a izquierda y derecha sobre la nieve.

Erik pensó lo peor: «Va a matarme por estrellar el avión».

Tambaleante, se apartó del fuego, respirando con un jadeo acelerado y doloroso. A pesar del frío, un sudor caliente le humedecía la nuca. Brevemente se le pasó por la cabeza la idea de poner distancia entre él y el policía, pero le ardían las entrañas de dolor y le colgaban las manos destrozadas e hinchadas a los lados. Sabía que no iría a ninguna parte.

«Me lo merezco», pensó, y cerró los ojos.

Scott intentaba por todos los medios recordar dónde había dejado la pistola. De pronto se acordó. La había metido en su maletín, que había colocado debajo del asiento antes del despegue. Tenía que estar dentro del avión. Echó un vistazo hacia los restos del aparato, pero no vio a Paul. Pese a que el reglamento de la Policía Montada exigía a Scott llevar el arma encima en todo momento, ya nada podía hacer al respecto. Solo cabía esperar que el detenido no la encontrara.

Paul acortó rápidamente la distancia que lo separaba del avión y entró a rastras por la ventanilla de la cabina de mando. El pasajero atrapado seguía gimiendo, y Paul oía también un inquietante sonido repetitivo encima de él: pum, pum, pum. Se dio cuenta de que el pasajero golpeaba la pared de la cabina con el brazo izquierdo.

—No se preocupe —susurró al herido—, no vamos a abandonarlo. El rescate llegará pronto.

Como si las palabras de Paul lo reconfortaran, el pasajero dejó de dar manotazos. Paul esperó un momento y cogió la bolsa de vuelo de Erik, retirándola con cuidado del brazo del hombre. Salió del avión tan deprisa como había entrado.

Tras dejar la bolsa en el suelo, se palpó en busca de los cigarrillos de Larry. Encendió uno y dio una profunda calada hasta que la nicotina lo apaciguó. Echó un vistazo alrededor y vio un maletín negro semienterrado en la nieve. Lo cogió y lo sacudió enérgicamente, pero solo oyó movimiento de papeles. Sin soltar el maletín, se cargó al hombro la bolsa de vuelo de Erik y regresó junto a la fogata. Cuando llegó, accionó los cierres del maletín y lo abrió. Sus ojos confirmaron lo que sus oídos ya le habían indicado: solo contenía papeles. Mientras Paul los añadía al fuego, Larry se preguntó por un instante si serían suyos, dosieres que horas antes se le antojaban los documentos más importantes del mundo. Paul cerró el maletín y se lo ofreció a Larry a modo de asiento, pero este negó con la cabeza. Acto seguido, Paul concentró la atención en la bolsa de vuelo. La linterna no estaba dentro, pero esa ausencia la compensaron sobradamente las galletas de la madre de Erik.

—Menos mal que me ha quitado las esposas, ¿eh? —le dijo Paul a Scott en broma.

Pese a hablar con desenfado, no se le escapaba el hecho de que probablemente habría perdido las manos —o algo peor— si hubiese estado esposado en el momento del accidente. Los demás tampoco podían negar su propia suerte: estaban vivos mientras que otros seis pasajeros permanecían muertos o moribundos dentro del avión.

Paul sacó el paquete de tabaco de Larry, le ofreció uno y cogió otro para él. Casi demasiado animado, Paul se lanzó a contar chistes verdes de taberna uno tras otro.

—¿Saben aquel del capitán que naufragó en su barco en medio del mar?

Larry y Scott cruzaron una mirada nerviosa y luego los dos observaron de reojo a Erik, pero Paul ya había empezado a contarlo. Larry se rio educadamente cuando Paul terminó, pero tenía la cabeza en otra parte. Le costaba creer que hacía solo unas horas estaba sentado en la Asamblea Legislativa de Alberta durante la sesión de interpelaciones. Grant Notley se había puesto en pie en el lado opuesto de la sala con el propósito de exigir una indemnización para Steven Truscott, un adolescente erróneamente condenado por asesinato. Sus apasionadas palabras quedaron grabadas en la memoria de Larry: «¿No considera el Gobierno que existe una obligación, si no legal, sí al menos moral, de compensación?».

Larry había coincidido con Grant. Creía en las compensaciones, en conceder a las personas una segunda oportunidad. «A menudo juzgamos precipitadamente», pensó. Truscott era inocente, pero había pasado diez años en la cárcel. Larry siempre había defendido a los desfavorecidos y, como miembro de una minoría destacada, sabía lo que era sentirse juzgado injustamente. Quizá por eso había escuchado con tanta atención la alocución de Grant esa mañana.

Larry sintió un nudo en la garganta. Grant ocupaba el asiento del copiloto, el asiento al que él había renunciado. Ahora Grant estaba muerto junto con otros varios miembros de su circunscripción septentrional, una comunidad muy unida.

Miró a su izquierda, donde Erik permanecía sentado y en silencio. Tenía casi toda la cara ensangrentada y la cabeza gacha. Pese a su semiceguera, Larry no había perdido la capacidad de percepción.

Veía que Erik sufría física y emocionalmente, recordó Larry. Se quitó la corbata y se la entregó al piloto para que se vendara la cabeza. A continuación le preguntó:

—¿Qué ha pasado?

Erik no lo supo hasta ese momento, pero necesitaba que alguien formulara esa pregunta; necesitaba hablar del estrés al que se había visto sometido durante las últimas semanas en Wapiti. Así que se lo contó todo a los supervivientes: el ambiente de olla a presión en la compañía, la tendencia a forzar a sus pilotos y a exigirles volar con condiciones meteorológicas adversas. Erik admitió que esa noche no deseaba emprender el vuelo, que dudaba que fuera seguro. Pero al final, pensando que su empleo estaba en juego, consideró que no tenía otra opción.

—¿Por qué nadie ha hecho nada? —preguntó Larry.

—Muchos pilotos se han quejado a la Administración, pero la compañía está blindada.

—¿Cómo?

—El dueño tiene amigos entre los altos cargos.

Larry se quedó de una pieza. Él era uno de esos amigos. En voz baja admitió ante Erik quién era y que él había dado apoyo a la compañía. También le dijo que otro de los acérrimos defensores de Wapiti, Grant Notley, líder del Nuevo Partido Demócrata de Alberta, viajaba en el avión.

Erik hundió la cabeza entre las manos. Todos ellos se sumieron en un largo silencio y el fuego perdió intensidad. El frío les penetró hasta los huesos.

—Creo que es importante que acordemos una cosa —dijo por fin Larry con la voz empañada por la emoción—. Si nos preguntan, tenemos que decir que los demás murieron al instante. No sufrieron.

Paul dio una patada a la bolsa de vuelo que tenía a sus pies y se agachó para sacar mapas y papeles, que arrojó al fuego. Luego extrajo un diario de tapa dura y una cámara, que agitó ante Erik.

—¿Esto lo quiere?

Erik no contestó. Haciendo caso omiso de la cámara, fijó la mirada en lo que Paul sostenía en la otra mano: su diario de navegación. Paul se metió la cámara en el bolsillo y le entregó el diario a Erik. Este, lentamente, lo abrió y empezó a hojearlo. Con letra pulcra, página tras página, una columna tras otra, constaban las horas y los minutos —más de mil cuatrocientos en total— de su carrera en la aviación, que tanto esfuerzo le había costado: horas diurnas, horas nocturnas, horas volando por instrumentos y volando visualmente cuando la tierra entera parecía estar a sus pies. A su lado constaban las fechas y los nombres de los capitanes a quienes había servido, así como los vuelos en solitario y en calidad de capitán, al mando de su propio aparato y, de hecho, de su propio destino.

Erik cerró el puño con firmeza en torno a un fajo de hojas y las arrancó. Mientras los demás lo observaban en silencio, las echó a las llamas.