Umbral

Pocos segundos después de que Larry, con las manos ahuecadas en torno a los ojos, acercara la cara a la ventanilla del avión para intentar ver las luces de High Prairie, las alas golpearon los árboles. Se produjo un largo y ensordecedor chirrido, un espantoso desgarrón metálico. Luego, nada.

Cuando Larry recobró el conocimiento, lo primero que oyó fueron los gritos de un hombre, una sarta de obscenidades dirigidas al piloto. Experimentó una sensación lancinante en las espinillas y una punzada de dolor le traspasó la rabadilla. Estaba desorientado y cabeza abajo en medio de una negrura absoluta.

La madre de Larry había muerto a los cuarenta y nueve años, la misma edad que él tenía en ese momento, y su padre cuatro años después que ella. Por aquel entonces él tenía menos de treinta años, y la pérdida de sus padres lo había desolado. Desde entonces temía en secreto que él también moriría joven. Por lo visto, ese era sin lugar a dudas el momento.

Desesperado, intentó moverse. El dolor atenazó su caja torácica y sintió que una banda de tela se le hincaba en los muslos. Confuso, se dio cuenta de que seguía sujeto a su asiento, colgado boca abajo. Buscó a tientas la hebilla con la mano derecha, y un intenso dolor le recorrió el dedo índice. Cambió de mano, y al cabo de un momento de forcejeo, soltó el prendedor y se precipitó hacia abajo. Cayó de pies y manos. Las espinillas le ardían como si las tuviera en contacto con el fuego, y sentía la sangre caliente que le empapaba el pantalón. Tenía un sabor metálico en la boca. Cuando se pasó la lengua por los dientes, notó una gran mella allí donde le faltaban dos. Ondas de dolor se propagaban por el lado izquierdo de su cara. Se palpó la mejilla, hinchada, y después, con una espantosa sensación de pérdida, los ojos. Las gafas habían desaparecido. Sin ellas, estaba prácticamente ciego.

Como un niño, empezó a caminar a gatas por el techo invertido de la cabina, buscando sus gafas a tientas, con desesperación. Podía soportar una lesión física, pero la idea de no ver se le hacía insoportable. Se abrió paso por la lacerante nieve y los afilados fragmentos, avanzando lentamente por el espacio borroso que tenía ante sí. Apoyó las manos en algo blando y velloso, y cerró los dedos alrededor, tratando de identificar aquella textura familiar: su abrigo de ante sintético. Lo cogió y, con dificultad, se irguió. Larry se pasó la mano por el hombro izquierdo y notó la suave y delicada tela de su camisa de algodón allí donde se le había roto la parte superior de la chaqueta del traje. Temblando, tambaleante, se puso el abrigo no sin esfuerzo, dado el reducido espacio de la cabina del avión. Después, extendiendo los brazos a los lados, avanzó hacia la corriente de aire frío que percibía ante él. Lanzaba miradas a uno y otro lado en la negrura, como si, por un milagro, fuera a recuperar la capacidad para ver sin las gruesas lentes que llevaba desde la infancia. Pero solo detectaba masas informes y oscuras, sin saber con seguridad si eran asientos, trozos del avión o cuerpos. Oyendo los lamentos de los heridos a su alrededor, caminó con paso vacilante hasta que tocó la pared de la cabina con las manos extendidas. Guiándose por la pared, siguió adelante hasta notar que llegaba a una abertura, una salida. Larry estuvo a punto de caer por ella, pero consiguió lanzarse hacia delante y fue a parar a la profunda nieve, donde se le hundieron las piernas como estacas. Los chanclos se le llenaron de nieve y sintió su contacto helado en los tobillos. De pie, a ciegas, en la absoluta negrura, Larry se sintió —por primera vez en su vida adulta— absolutamente desvalido.

Cuando Erik vio los árboles ante la ventana de la cabina de mando, soltó un alarido y se llevó los brazos al rostro. Sin la contención de la correa del hombro del cinturón, sus manos fueron la primera parte de su cuerpo que chocó contra el panel de instrumentos, seguida de la cara. Luego se golpeó el pecho, que fue a dar contra la palanca de control, y un intenso calor le atravesó las entrañas. Notó una embestida en la parte posterior del cráneo.

Cuando intentó tomar aire, el dolor le hendió el lado derecho del pecho. Lo invadió el pánico. Permaneció inmóvil, incapaz de entender qué había ocurrido. Aturdido, tomó conciencia de que seguía sujeto al asiento por el cinturón y buscó la hebilla. Cuando por fin la abrió, cayó de cabeza contra el techo de la cabina de mando. Recibió un fuerte impacto en el hombro y el dolor estalló en su pecho. Se quedó en posición fetal, respirando en inhalaciones cortas y poco profundas. El tiempo se detuvo. Una tibia almohada de sangre empezó a formarse bajo su cabeza, y percibió el sabor metálico y amargo. Un ojo le palpitaba y lo tenía ensangrentado. Pero los oídos se lo decían todo. Los gritos desgarradores de sus pasajeros lo envolvían: un asfixiante barullo que reverberaba en el limitado espacio de la cabina.

Erik tosió y un torno le atenazó el pecho. Le llegaba el hedor penetrante del combustible del avión. Lo sentía en su ropa. Finalmente empezó a funcionarle el cerebro.

«Tengo que apagar el motor. Si salta una chispa, habrá un incendio y el avión estallará.»

Levantó la cabeza y buscó el panel de instrumentos. No había luces ni encima ni alrededor de él. Ni un solo instrumento. Nada. Todo el morro se había desgajado del avión.

Erik volvió a echar atrás la cabeza y el mundo giró enloquecidamente alrededor. Lo recorrió una repentina y sofocante emoción. Intentó acompasar la respiración. Lo acometió una nueva oleada de dolor en el lado derecho del pecho y sintió un mareo. Finalmente se obligó a concentrar sus alterados sentidos. En algún lugar más allá de la caliente bruma del pánico, sintió aire frío. Dolorido, se puso de pie y escrutó la oscuridad. Con los dedos, aplastados e hinchados como salchichas, palpó lo que había ante él, y uno atravesó un agujero: la ventanilla lateral rota de la cabina de mando. Erik se agarró al marco y, con un gemido, salió por ella y se desplomó en la profunda nieve. Tendido de espaldas, intentó comprender qué había ocurrido.

Con cuidado, se tocó la zona en torno al ojo derecho. Tenía una hinchazón espantosa. Trató de cerrar los puños, pero no pudo. También las manos se le antojaban extrañas, como si no fueran suyas.

Los lamentos de los pasajeros atrapados dentro del avión eran un martirio insoportable, y desde algún lugar en la oscuridad oyó gritar a uno de ellos: «¡Imbécil de mierda!».

Erik notó que se le saltaban las lágrimas. El pasajero le hablaba a él.

«¡Dios mío! ¿Qué he hecho?» Deseó hacerse un ovillo y desaparecer, pero un movimiento por encima de él captó su atención. Pese a tener el ojo derecho prácticamente cerrado por la hinchazón, con el izquierdo vio a un hombre de cierta edad, bien vestido, salir tambaleante del avión siniestrado. Erik, con un soberano esfuerzo, se levantó lentamente, y los dos hombres permanecieron uno al lado del otro, atónitos y clavados en el sitio. La nieve húmeda caía copiosamente sobre los dos hombres conmocionados, y los gemidos de los pasajeros y el olor nauseabundo del combustible llenaban el aire.

De pie en el límite de un pequeño claro, Paul Archambault dio un paso hacia la densa maraña de matorrales. Había fumado su último cigarrillo liado hasta dejarlo reducido a una colilla, y cuando el calor empezó a quemarle los dedos, lo tiró a la nieve. Se llevó la mano al corte de la frente, que aún le sangraba, e intentó sacudirse el intenso zumbido de la presión en los oídos. Paul abrió la boca, y las volutas de humo se elevaron en una nube fina y vaporosa. Se le despejaron los oídos. Unos lastimeros y angustiosos gritos de dolor le llegaban del otro lado del claro.

«Dios santo», pensó Paul. Su único deseo era alejarse de los restos del avión, bañados en combustible. Mientras se frotaba distraídamente la piel irritada de la muñeca allí donde le había rozado la manilla de la esposa, de pronto tomó conciencia de algo aterrador. Muchas personas no saldrían con vida de ese avión, y si el policía no le hubiera quitado las esposas antes del despegue, quizás él habría sido una de ellas.

Paul se dio media vuelta y desanduvo el camino hacia el avión. Abriéndose paso afanosamente por la nieve, a la altura de los muslos, recortó la distancia entre él y dos siluetas que se alzaban junto a la mole oscura del avión estrellado.