Enterrado
Scott Deschamps no podía moverse. Se sentía como si tuviera la cabeza, los brazos y el torso revestidos de cemento. Notaba que la sangre le entraba en los ojos, procedente de una herida en el labio.
«Estoy cabeza abajo.»
Intentó enjugarse la sangre de los ojos, pero los brazos no le respondían. El frío le abrasaba las manos desnudas y tenía los dedos contraídos dentro de lo que, comprendió enseguida, era nieve compacta. Tomó aire y un dolor se propagó por todo su pecho.
«Tengo que levantarme.»
En su estado de confusión, pensó que debía liberar la cabeza de aquello que le impedía moverla o se asfixiaría. Buscó algún tipo de apoyo, pero le dio la impresión de que tenía el hombro izquierdo dislocado, desprendido y suelto.
Víctima de un violento temblor, Scott tomó conciencia poco a poco de un rugido rítmico y sonoro, y cayó en la cuenta de que era el sonido de su propia respiración. Miró al frente, intentó sacudirse la palpitación que reverberaba en sus oídos, esforzándose en comprender por qué no podía moverse. No podía llenar los pulmones de aire. El mundo en torno a él era una mezcla de blanco amortiguado y lúgubres sombras. El olor del combustible del avión y la tierra recién removida le invadía la nariz.
Supo que algo muy grave había ocurrido. Percibía el sabor de la tierra en la boca y notaba nieve comprimida en sus fosas nasales. Se sentía como si hubiera llenado de nieve una bolsa de plástico, hubiera metido la cabeza en ella y aspirara lentamente el aire contenido en su interior. Buscó de nuevo un punto de apoyo, pero tenía los brazos sepultados. Percibía una de sus manos cerca de la cara, quizás a no más de diez centímetros. Movió los dedos y experimentó la fría quemazón de la nieve. De pronto lo comprendió.
«¡Estoy enterrado vivo!»
El terror se adueñó de él. Adiestrado en rescate de víctimas de aludes, Scott sabía lo difícil que era su situación. Solo un mes antes había realizado un curso avanzado con la Patrulla de Esquí Canadiense en las Rocosas. Aún tenía fresco en la memoria todo lo aprendido. Para conservar una mínima esperanza de supervivencia, necesitaba formar una bolsa de aire en torno a la boca, que podía proporcionarle un tiempo precioso hasta que lo localizaran los rescatadores. Si es que lo lograban. Scott deslizó los dedos entre la tierra hasta tocarse la cara. Luego retiró a zarpazos los restos acumulados alrededor de la boca abierta para crear una pequeña cavidad de aire. Aun así, no podía respirar hondo. No sabía si era porque tenía la boca y la nariz tapadas o porque se le había aplastado el pecho. Se oía gemir rítmicamente, un extraño resuello que le era imposible controlar. En algún lugar por encima de él, otros pasajeros estaban heridos, quizá moribundos, tal vez muertos. Se preguntó si, al igual que él, permanecían conscientes y se enfrentaban al aterrador espectro de su propia muerte.
—Soy Paul —dijo, y se acercó a los dos hombres que estaban de pie fuera del avión. Ambos tenían magulladuras en el rostro y parecían aturdidos, conmocionados o malheridos, o todo ello a la vez.
—Erik —respondió el más joven, de cabello oscuro y apelmazado por la sangre.
Solo con verlo, Paul comprendió que padecía graves lesiones. A su lado, un hombre mayor, de piel más oscura, con un elegante abrigo largo, se presentó como Larry. Aunque parecía mirar directamente a Paul, tenía en los ojos una expresión vacía, perdida.
—Hay que sacar a esa gente —dijo Paul.
Erik se volvió hacia el avión siniestrado y luego, rodeando el aparato, los guio hasta la cola. Cuando solo había avanzado unos pasos, sus piernas toparon con un trozo de metal irregular que asomaba de la nieve. Torpemente, pasó por encima y avanzó hacia la parte posterior del avión, donde empezó a palpar el fuselaje con las manos arriba y abajo.
«¿Por qué no encuentro las ventanillas?», se preguntó Erik.
Sus manos hinchadas tropezaron con una protuberancia redonda y pequeña allí donde deberían haber estado las ventanillas. Intentó comprender qué era. De pronto lo reconoció: la luz de posición inferior. «Ya. El avión está boca arriba.»
Tras formarse una imagen mental del Piper Navajo, Erik empezó a recorrer con las manos la curva del avión invertido hasta encontrar una ventanilla abierta y luego la compuerta de la cabina: cerrada. Sabía que era imposible abrirla por la fuerza desde fuera y, echado a través de la ventanilla, intentó llegar a la cadena de seguridad. El dolor hundió las garras en su pecho mientras, sin mucha convicción, buscaba a tientas, pero al final consiguió cerrar los dedos en torno a la cadena, retirar el pasador y, por último, girar la palanca. Tiró hasta abrir la compuerta, que formó una pequeña plataforma del tamaño de un plato de ducha suspendida a un metro por encima del suelo. Luchando contra el dolor, Erik se encaramó a ella y, a rastras, entró.
Paul lo siguió, y Larry se quedó allí, por temor a que, debido a su escasa visión, fuera un estorbo más que una ayuda.
Erik y Paul se apretujaron dentro de la cabina, en la parte de atrás.
—Scott —llamó Paul.
—¿Usted dónde iba sentado?
—Ocupábamos los dos últimos asientos, junto a la puerta, y él estaba a mi lado. En el pasillo.
Erik se volvió a mirar a Paul. Percibió el olor del tabaco en su aliento y, con su único ojo útil, vio las greñas oscuras, el poblado bigote y las abundantes patillas de Paul. Sobresaltándose, cayó en la cuenta de que ese era el detenido escoltado por el agente de la Policía Montada. Erik también comprendió que era el hombre que lo había insultado a gritos después de estrellarse el avión. Sintió la boca seca y cierta inquietud recorrió su espina dorsal. Aquel tipo aún no sabía que él era el piloto, y Erik no tenía prisa por revelárselo.
Más allá del miedo que lo paralizaba, Scott percibió movimiento justo por encima de él. Oyó a alguien llamarlo por su nombre. Tomó aire y gritó, reverberando sus palabras ahogadas en el pequeño hueco abierto en la tierra.
—Tengo que salir de aquí ahora mismo. ¡No puedo respirar!
—¿Es usted el agente de la Policía Montada? —preguntó una voz.
—Sí.
Notó que alguien cavaba hacia él, y, de repente, gracias a Dios, disminuyó parte del peso que lo oprimía.
Por encima, Paul retiró dos asientos que se habían desplazado hacia la parte trasera del avión y los arrojó a la nieve del exterior; a continuación hizo lo mismo con una caja de cartón, un monitor de ordenador y dos maletines.
—Aguante —dijo—. Hay metal encima de usted.
—Da igual. ¡Sáqueme de aquí!
Scott sentía que estaba a punto de perder el control y se esforzó por conservar la calma. Al igual que un submarinista provisto solo de una pequeña botella de emergencia con aire de reserva para respirar en el largo ascenso hasta la superficie, comprendió que estaba agotando rápidamente su escasa provisión de oxígeno.
«Contrólate —pensó—. Contrólate.»
—Necesito ayuda —dijo Paul mientras intentaba retirar el metal que colgaba sobre Scott como el techo de una cripta.
Erik intentó liberarlo, pero no tenía fuerza en las manos. Espasmos de dolor le surcaron el pecho.
—Usted no sirve para nada —intervino Paul, apartándolo.
Erik retrocedió y se agachó para sentarse en la compuerta abierta.
Al oír a Paul pedir ayuda, Larry pasó como pudo junto a Erik para ayudar a retirar el enorme trozo de metal, pero no consiguieron moverlo.
Por debajo de ellos, Scott levantó el brazo derecho.
—Cójanme de la mano —dijo.
Paul agarró el brazo que, de repente, vio ante sí, pero cayó en la cuenta de que pertenecía a otro pasajero que, inmovilizado y muy contorsionado, colgaba de la cintura y respiraba con un resuello.
Advirtió que el herido tenía la mandíbula aplastada, como si fuera de pulpa o goma.
—Necesito una linterna —le pidió Paul a Erik.
—Llevo una pequeña en la bolsa.
Erik volvió a entrar a rastras en la cabina y, moviéndose a trompicones, buscó su bolsa de vuelo. Hacia la mitad del aparato, los asientos se habían desprendido de sus anclajes, al penetrar nieve y fragmentos varios. Erik se abrió paso entre el revoltijo, pero no pudo avanzar mucho más porque una maraña de restos se lo impidió. Al otro lado de ese amasijo insalvable, oyó los horripilantes gemidos de un hombre, pero le era imposible acceder a él. Olvidándose de la linterna, retrocedió hacia la puerta de la cabina y salió al aire gélido de la noche.
Paul, trabajando desesperadamente en la parte de atrás de la cabina, no tardó en comprender que no podía hacer nada por el pasajero con la mandíbula aplastada, pero aún existía la posibilidad de salvar a Scott. Estorbado por Larry en el reducido espacio, le sugirió que saliera e intentara encender un fuego. Entre tanto, siguió escarbando en la oscuridad hasta encontrar la carne tibia de una mano.
—¿Es usted? —preguntó a Scott.
—Sí.
Se la cogió con fuerza e intentó sacar a Scott de debajo del techo de metal, pero no consiguió moverlo. Al parecer, el otro pasajero estaba encima de Scott, y cada vez que Paul intentaba levantar a este, levantaba también al otro pasajero.
—¡Pare! —exclamó Scott—. ¡Va a arrancarme el brazo!
Paul saltó de la compuerta abierta y entró por la ventanilla rota contigua. Esta vez agarró a Scott por el hombro. Mientras Paul tiraba, Scott intentó cambiar de posición a fin de crear un espacio que le permitiera desplazarse mínimamente tensando y flexionando los músculos. Tenía la certeza de que así podría liberarse. Su poderoso cuerpo nunca le había fallado. Scott se ejercitaba en el gimnasio dos horas diarias, y nunca en la vida había estado en tan buena forma. Incluso en situaciones extremas, como cuando recibía una paliza de un tipo el triple de grande que él en un callejón, podía siempre dar una última vuelta de tuerca y reunir un poco más de fuerza.
Sintió unas manos que apartaban la tierra en torno a su hombro y luego su torso, y al cabo de un momento podía ya girar la parte superior del cuerpo. Alzó el brazo libre, rodeó con este el trozo de metal y tiró. Pero su cuerpo seguía sin desprenderse.
«¿Por qué?»
Scott trató de mover las extremidades sistemáticamente y descubrió que tenía el brazo izquierdo hundido en la tierra, clavándolo a ella como el ancla de un barco. Revolvió el torso de aquí para allá, intentando desprender la tierra en torno al hombro izquierdo. Lo traspasó un dolor lancinante. Permaneció inmóvil por un momento, esperando a que se le calmara. Unas fuertes manos lo encontraron una vez más y tiraron enérgicamente. Scott rodeó de nuevo con el brazo libre la sólida placa metálica que tenía encima y tiró. Se le tensaron los músculos y el dolor se propagó por todo su cuerpo. Finalmente la tierra lo dejó ir, y Scott quedó libre.