Capítulo 24

A la mañana siguiente, Gloria cumplió su promesa de informar a la dirección del colegio sobre todo lo que había sucedido entre su hijo y Keith. Lo explicó todo con su persuasiva autoridad habitual y dejó clarísimo que Keith era un abusón y una amenaza, y que no permitiría que su vulnerable hijo siguiera exponiéndose a un peligro así. Huelga decir que la dirección se tomó muy en serio la preocupación de Gloria, y además el ojo de Sebastian se había inflamado durante la noche hasta convertirse en una impresionante hinchazón negra y azul, lo cual le daba aún más peso a sus argumentos. Les aseguraron tanto a la madre como al hijo que, a partir de ese momento, no tendrían que preocuparse más por Keith y que convocarían inmediatamente a sus padres a una reunión.

Gloria se marchó más o menos satisfecha, y a Sebastian lo enviaron a clase casi con una hora de retraso. Su ojo a la virulé provocó una gran conmoción, pues nadie se hubiera esperado nunca que un niño como él se metiera en una pelea. La señorita Ashworth ya había sido informada del altercado del día anterior, pero, aun así, se preocupó cuando vio el ojo de Sebastian. Se disponía a llamarlo para que se acercara a su mesa cuando sonó el teléfono. Mientras escuchaba, contempló a Keith, que había adoptado una expresión petulante. La profesora colgó, escribió una nota de permiso para andar por el pasillo y le ordenó a Keith que se dirigiera de inmediato al despacho del director.

Keith se acercó despreocupadamente a la mesa de la señorita Ashworth, cogió la nota que la profesora le entregó y abandonó la clase entre una cacofonía de gritos y aullidos de los demás alumnos.

—¡Ooooooh, Keith se ha metido en un lío! —exclamaron, pues todo el mundo dio por hecho que lo habían llamado al despacho del director a causa del ojo negro de Sebastian.

Finalmente, los alumnos se calmaron y comenzó la primera clase del día, pero, cuando llevaban apenas veinte minutos, la señorita Ashworth recibió otra llamada y escribió otra nota de permiso. Esta vez le pidió a Sebastian que se acercara y también le indicó que se dirigiera al despacho del director. El alboroto que se produjo se escuchó por todo el pasillo mientras Sebastian abandonaba el aula para ir al despacho del director de mala gana.

Lo único que deseaba era dejar atrás todo aquel asunto. Ya no estaba enfadado con Keith, sino que simplemente se sentía nerviosísimo y se le ocurrió que quizá podría escaparse y correr hasta casa de su abuela y nadie notaría su ausencia hasta que estuviera a medio camino. Pero sabía que eso no haría más que empeorar las cosas. Si se marchaba ahora, el disgusto de su madre alcanzaría tal nivel que sus anteriores enfados serían del tamaño de un guisante.

A medio camino hacia el despacho del director, oyó un extraño sonido que resonaba al ritmo de sus propios pasos y se paró en seco. No lo escuchó más, pero había un murmullo que reverberaba por todo el pasillo, y notó un extraño hormigueo en la planta de los pies. Únicamente cuando comenzó a andar de nuevo fue cuando percibió una poderosa vibración que ascendió desde el suelo, le subió por los pies y las piernas, y entonces oyó la voz de la anciana de pelo negro en su interior, como si emanara del centro mismo de su corazón.

—Todo irá bien —susurró con voz ronca—. Invita a Keith a casa de tu abuela. Todo irá bien.

Sebastian anhelaba recibir su consejo más que nunca, pero, esta vez, no pudo evitar ponerla en duda.

—Pero Keith es el niño más malo del colegio y seguro que del mundo entero. ¿Y si me vuelve a pegar?

—Todo irá bien —le susurró de nuevo la anciana de pelo negro.

Sintiéndose más confuso y nervioso que nunca, Sebastian entró por la puerta del despacho del director e, inmediatamente, la secretaria lo hizo pasar a la sala de conferencias. Estaba ocupada con varias cosas a la vez y le explicó apresuradamente que el señor Grulich, el director, no tardaría en hablar con ellos. Se disponía a acompañar a Sebastian al interior de la sala cuando sonó el teléfono, y le indicó que podía entrar por su cuenta, asegurándole que ella iría tan pronto como pudiera.

De mala gana, Sebastian empujó la pesada puerta de la sala de conferencias para abrirla apenas una rendija e introducirse en el interior. Durante la reunión de aquella mañana, el señor Grulich había prometido que llamaría a los padres de Keith tan pronto como fuera posible para hablar del asunto. Sebastian esperaba que el director se olvidara del tema. Pero, aunque no lo pasara totalmente por alto, el niño no se imaginaba que fuera a suceder nada ese mismo día y claramente no antes del recreo, pero, sentados a la mesa junto a Keith, había dos adultos que lo flanqueaban y que Sebastian supuso que serían sus padres. A la mujer ya la había visto antes, al principio del curso. Era delgada y llevaba el cabello rubio peinado de forma irregular hacia la coronilla, cosa que le producía un bulto asimétrico. De no ser por su gesto de hastío y su postura encorvada, habría sido bastante guapa. Adoptó una expresión compasiva cuando vio el ojo de Sebastian.

El niño avanzó indeciso por la estancia. Le resultaba insoportable hacerles frente a Keith y a sus padres al mismo tiempo, y se sintió entumecido por el temor. Oyó un ruido seco que provenía de la puerta a sus espaldas y volvió la cabeza, deseando desesperadamente que la secretaria hubiera terminado de hablar por teléfono y viniera para unirse a ellos, pero no era más que el sonido de la puerta al cerrarse.

—¿Este es el niño al que has pegado? —preguntó el padre de Keith.

Era un hombre de aspecto fornido con muñecas tan gruesas como vigas. Resultaba impresionante ver aquella versión adulta de Keith, pues también tenía ojos amarillos, pecas y el cabello de color rubio rojizo. Y aunque la voz de Keith era bastante imponente, la de su padre era como un trueno, e hizo que a Sebastian le temblaran las rodillas.

—Contéstame, chico —ordenó el hombre, dándole un empujón en el hombro a su hijo—. ¿Es este?

Keith farfulló algo ininteligible.

—¿Qué diablos has dicho?

—Sí, es él —afirmó Keith con los ojos fijos en la mesa ante él.

El padre de Keith entrecerró los ojos mirando a Sebastian y lo estudió de pies a cabeza durante al menos veinte segundos. Mientras tanto, Sebastian sintió como se le deshacían las entrañas y se le ponían las orejas coloradas.

—Nunca pensé que llegaría el día en el que mi hijo le pegaría una paliza a un enano —gruñó el hombre.

—No es un enano —repuso Keith, pero su voz y la expresión de su rostro eran tan planas como la superficie de la mesa.

Resultaba extraño verle tan apagado, cuando en clase siempre era el alma de la fiesta y estaba tan animado que apenas podía quedarse quieto. Sebastian casi no lograba reconocerlo.

—Este niño —sentenció el padre de Keith, señalando con un grueso dedo a Sebastian— es un maldito enano.

Y entonces su rostro se encendió y apretó los puños formando dos bolas enormes de carne y golpeó la mesa con una de ellas. Keith y Sebastian pegaron un bote, mientras que la madre de Keith, que estaba buscando algo en su bolso, levantó la vista sobresaltada, tras lo cual sacó un paquete de cigarrillos.

—Juro por Dios —murmuró iracundo el padre de Keith— que si te expulsan por esto, te voy a dar una buena lección de cómo no darles palizas a lisiados. Desearás no haber nacido, chico.

Keith le dedicó una mirada de horror a su padre, pero rápidamente apartó la vista.

—Estás exagerando, Willard —comentó la madre de Keith—. Todavía no sabemos qué ha pasado, ¿verdad?

Y, en aquel momento, fijó sus ojos hundidos en Sebastian y le dedicó una extraña sonrisa helada que le provocó un escalofrío. A continuación, sacó un cigarrillo del paquete y lo golpeó ligeramente sobre la mesa. Cuando Keith la vio haciendo aquello, palideció y empezaron a temblarle las manos. Sebastian se preguntó por qué Keith reaccionaría así ante algo aparentemente tan inofensivo.

El director, un hombre alto y calvo que llevaba un traje gris, entró en la sala de conferencias unos instantes después, se presentó a los padres de Keith y le pidió a Sebastian que tomara asiento. Sebastian optó por sentarse cerca del director y lo más lejos posible de Keith y sus padres. El señor Grulich empezó a explicar que había tenido lugar un incidente el día anterior fuera del colegio entre ambos chicos y entonces repitió casi palabra por palabra lo que Sebastian y su madre le habían contado aquella misma mañana. Keith había abordado a Sebastian después del colegio de camino a casa de su abuela, le había quitado por la fuerza el vale de descuento de McDonald’s y después le había dado un puñetazo para mayor seguridad. Mientras tanto, Sebastian contemplaba como el padre de Keith iba frunciendo cada vez más y más su aterrador ceño hasta convertirlo en una mueca de odio.

Y, a medida que el director continuaba hablando, Sebastian pensó en todo lo que había sucedido entre él y Keith desde el principio del curso. Keith se había comportado de forma desmedidamente cruel. Lo había humillado en incontables ocasiones e incluso había tratado de orquestar su muerte para diversión de los demás. A Sebastian no se le ocurría que pudiera odiar a nadie más que a Keith. Y entonces pensó en la historia que su abuela le había contado y se imaginó a un solitario niño asustado viviendo como un animal en la selva, muerto a la orilla del río… —aquel niño mono a quien todo el mundo le tenía tanto miedo y al que nadie conocía realmente—. Vaya coincidencia que lo llamaran así.

Si la verdad pudiera revelarse por sí misma, resonaría como una poderosa campana desde la torre más alta en la montaña más imponente, pero, a veces, la verdad merodea como un fantasma en los lugares más inesperados, susurrando a los oídos de aquellos que tienen el valor de escucharla. «Las coincidencias no existen», murmuraba, y Sebastian sintió el corazón latiéndole con fuerza dentro del pecho y comprendió que la vida de otro ser humano dependía de él. Le daba vueltas la cabeza y pensó que iba a vomitar encima de la mesa, pero se agarró con fuerza a los brazos del asiento y repentinamente se puso en pie.

—Siéntate, Sebastian —le ordenó el señor Grulich—. Todavía no he terminado.

Sin embargo, Sebastian se quedó de pie, con aspecto bastante sobresaltado y aturdido.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor Grulich, percatándose de su atormentada expresión—. ¿Necesitas ir al servicio?

—No —le contestó Sebastian en voz baja.

—Bueno, pues entonces, ¿qué ocurre?

—En realidad, eso no fue lo que pasó ayer —anunció Sebastian, como si su voz fuera un fino junco mecido por el viento.

—¿Cómo puede ser, si lo único que estoy haciendo es repetir lo que tu madre me ha contado esta misma mañana?

—Ya lo sé —reconoció Sebastian, y el corazón le latió con tanta fuerza que apenas logró escuchar su propia voz, y comprendió que probablemente estaba gritando, o a punto de hacerlo—. Le mentí a ella y a usted también, señor Grulich. Lo siento.

—Bueno, pues entonces —repuso el director, cruzándose de brazos y dedicándole a Sebastian una dura mirada—, ¿quieres hacer el favor de contarme la verdad sobre lo que ocurrió ayer después de clase?

Sebastian inspiró profundamente y se colocó la mano sobre el corazón para tratar de tranquilizarse. Sabía que tenía un aspecto patético, pero esta vez no pudo evitarlo.

—Keith no me robó el vale de descuento, yo se lo di.

—¿Y por qué ibas a hacer una cosa así? —le preguntó el señor Grulich con recelo.

—Porque no me gustan las hamburguesas —respondió Sebastian, poniendo una mueca para mayor credibilidad—. Las odio. Nunca me han gustado.

—No conozco a muchos chicos que odien las hamburguesas, pero supongamos que tú eres uno de los pocos. Según tú, le diste a Keith tu vale de descuento y entonces ¿qué pasó? —preguntó el director, que claramente no estaba muy convencido.

Sebastian miró a todo el mundo alrededor de la mesa con los ojos como platos y ellos le devolvieron una mirada similar. Los ojos de Keith eran los más abiertos de todos.

—Fui corriendo hacia Keith y lo empujé. Quería hacerle mucho daño.

—¿Por qué querías hacerle daño? —preguntó el director—. ¿No nos acabas de decir que tú mismo le diste tu vale de descuento?

Ante aquello, Sebastian se quedó en blanco. Este asunto de mentir era mucho más complicado de lo que había esperado, y no podía pensar tan rápido como el señor Grulich, que, obviamente, tenía mucha más experiencia con este tipo de cosas. Si no se le ocurría una buena razón por la cual había deseado hacerle daño a Keith, nada en su historia tendría ni el más mínimo sentido. Sebastian sintió que se le ponían los ojos calientes y húmedos. No tenía ni la menor idea de qué hacer o decir. Se volvió para mirar a Keith, que parecía tan preocupado como él mismo. Y entonces oyó otro susurro que le provocó un escalofrío por la espalda. «El monstruo de ojos verdes —decía—. Háblales sobre el monstruo de ojos verdes.»

El señor Grulich se apartó de la mesa; se le estaba terminando la paciencia.

—¡El monstruo de ojos verdes! —exclamó Sebastian.

—¿Perdona? —le preguntó el director.

—Me mordió el monstruo de ojos verdes —dijo Sebastian sin aliento—. Por eso quise hacerle daño a Keith.

El señor Grulich mantuvo la seriedad a duras penas.

—Haz el favor de explicarte, Sebastian. ¿Qué tiene que ver ese monstruo de ojos verdes con todo esto?

—Keith me dijo que iba a invitar a Kelly Taylor a ir al McDonald’s —respondió Sebastian.

—Ya veo —comentó el señor Grulich—. ¿Y tú te sentiste celoso?

—Nos gusta a los dos —declaró Sebastian con un gesto solemne hacia Keith—. Bueno, en realidad, Kelly Taylor les gusta a todos. Es que ella es genial.

—¿Y después, qué pasó? —preguntó el señor Grulich con un brillo de esperanza en los ojos.

—Seguí… seguí empujándolo —respondió Sebastian con mucha más confianza. Parecía que había intercambiado la verdad por una mentira mucho mayor de lo que había previsto—. E intenté pegarle, pero no pude acercarme lo bastante, así que le puse la zancadilla y él se cayó al suelo y siempre que intentaba levantarse, yo lo empujaba una y otra vez, pero paré cuando parecía que se iba a poner a llorar y entonces, al final, se puso de pie y fue cuando me pegó el puñetazo —afirmó Sebastian encogiéndose de hombros—. Supongo que me lo merecía.

Todo el mundo digirió aquella nueva versión durante un momento, y Sebastian se percató de que la cara del padre de Keith había vuelto más o menos a adquirir un color normal, y ya no tenía sus enormes puños firmemente apretados. Keith ya no parecía asustado, sino asombrado y confuso, y se enderezó en el asiento, esperando para ver qué pasaría a continuación.

El señor Grulich meneó la cabeza, pero esta vez no era incredulidad por lo que Sebastian había contado. En su lugar, recordó lo entrañables e impredecibles que podían llegar a ser los niños, y aquello lo aplacó y aumentó considerablemente su compasión. Cuando los padres de Keith habían llegado exigiendo ver al niño que había acusado a Keith de pegarle, se sintió preocupado porque la situación pudiera complicarse, pero las cosas estaban saliendo mejor de lo que él había esperado y ya podía concebir una solución rápida y justa para aquella reunión.

—Esta es una historia muy interesante —comentó el señor Grulich, y se volvió hacia Keith—. ¿Qué tienes que decir ante esto, jovencito? ¿Por qué estabas tan dispuesto a cargar con las culpas por algo que no habías hecho?

Keith miró a Sebastian y farfulló:

—Me… me daba vergüenza que él me hubiera pegado, por eso no he dicho nada.

—¿Y no tienes nada más que añadir?

Keith bajó los ojos hacia la mesa y negó con la cabeza, pero entonces le dirigió una mirada de admiración a Sebastian y añadió:

—Es más fuerte de lo que parece.

En aquellas circunstancias, el señor Grulich decidió que, aunque ninguno de los dos chicos merecía ser expulsado, ambos serían castigados y se pasarían todo el recreo en el círculo de castigados durante el resto de la semana: Sebastian, por haber empezado la pelea en primer lugar, y Keith, por haberlo golpeado.

Los padres de Keith abandonaron el colegio relativamente satisfechos de que su hijo no fuera el principal culpable esta vez. El padre de Keith pareció apaciguarse momentáneamente, pero antes de marcharse se aseguró de decirle al director que, si a su hijo se le ocurría poco menos que parpadearle a otro niño, no avisaran a su esposa, como normalmente hacían, sino que le llamaran a él para que pudieran encargarse del asunto mediante sus propios métodos. El señor Grulich se quedó impresionado por la buena disposición del padre de Keith para implicarse en la disciplina de su hijo.

—Desearía que hubiera más padres involucrados como usted —comentó.

La señorita Ashworth se sorprendió al enterarse de que tanto Sebastian como Keith pasarían el resto de la semana en el círculo de castigados durante el recreo. Los llevó ella misma y les dijo que se sentaran lo más alejados el uno del otro que pudieran. No podían hablar entre sí ni a ninguna otra persona a lo largo de su castigo. Si lo hacían, tendrían que pasar un recreo extra en el círculo de castigados durante la semana siguiente. La profesora se quedó algo extrañada de que ambos niños se mostraran tan dispuestos, casi alegres, de aceptar aquella sanción.

Una vez que la profesora se marchó, Sebastian se sacó una nota del bolsillo que había escrito previamente en clase. Impaciente por obedecer a la anciana de pelo negro, de quien prometió no volver a dudar jamás, lanzó el papel hacia el extremo del círculo de castigados ocupado por Keith. En la nota ponía: «Si quieres, hoy puedes venir conmigo a casa de mi abuela después del colegio». Y después, como si lo hubiera pensado en el último minuto, añadió: «Mi abuela cocina muy bien». Keith agarró la nota y se la metió en el bolsillo sin leerla.

Aquella tarde, Sebastian se encontraba a medio camino de casa de su abuela cuando oyó pasos a sus espaldas. Se volvió y vio a Keith a aproximadamente diez metros de él, con una expresión impasible en el rostro, tratando de simular que simplemente pasaba por allí. Sin embargo, cuando Sebastian se detuvo, Keith hizo lo propio, y cuando reemprendió la marcha, Keith se echó a andar también, manteniendo siempre la misma distancia entre ellos. Sebastian notó que se le aceleraba el pulso con una mezcla de expectación y temor. Durante el resto del camino hacia casa de su abuela, se fue volviendo de vez en cuando para ver si Keith todavía le seguía, y todas las veces lo encontró allí. Sebastian había prometido que no volvería a dudar de la anciana de pelo negro, pero, aun así, las dudas lo atenazaron. No pudo evitar sentir que algo terrible sucedería si Keith lo seguía todo el camino hasta casa de su abuela, pero ya no había vuelta atrás.

Sebastian vaciló cuando llegó a Bungalow Haven y entonces prosiguió su camino lentamente por el serpenteante sendero, consciente de que Keith le pisaba los talones. Aún le parecía imposible que Keith, la persona más malvada que Sebastian había conocido en su vida, hubiera entrado en su santuario, y que él realmente lo hubiera conducido hasta allí y que pronto fueran a llegar a casa de su abuela.

Sebastian subió las escaleras del porche y abrió la puerta, pero Keith no avanzó más allá del buzón.

—Puedes entrar si quieres —le dijo Sebastian—. No pasa nada.

Keith negó con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos. Por primera vez parecía realmente avergonzado de sí mismo.

Cuando Sebastian entró en la casa, se encontró a su abuela en la cocina y, por lo que parecía, había estado trabajando mucho. La encimera se hallaba repleta de comida. Había un cuenco grande de arroz con frijoles, caldo de pollo, y salchichas y queso cortados en rodajas. Y había también otro plato que Sebastian no había visto nunca. Era un pastel de forma cuadrada, horneado con un perfecto color tostado. Lola ya había cortado una porción y Sebastian vio que estaba relleno de huevo, salchicha, pimientos y cebolla, y una carne que parecía pollo o algún tipo de pescado.

—¡Justo a tiempo! —exclamó Lola cuando vio a su nieto—. ¿Ha venido Keith contigo?

—Está fuera, pero no quiere entrar —le contestó Sebastian—. Ya le he dicho que no pasaba nada, pero creo que no hay manera —añadió, tratando de echarle un vistazo mejor a aquel pastel.

—Eso ya lo veremos —le respondió Lola limpiándose las manos en el delantal.

Sebastian dio un paso hacia ella.

—Ten cuidado, abuela. Puede llegar a ser muy malo.

—Tendré cuidado —le prometió ella asintiendo solemnemente.

Sebastian miró desde el interior de la casa mientras Lola salía a encontrarse con Keith, que seguía de pie junto al buzón. El chico permitió que la anciana se le acercara aproximadamente un metro y medio antes de retroceder. Lola habló con él durante unos minutos y dio un paso hacia él. Esta vez, Keith no retrocedió. A pesar de todo, siguió sin decir palabra, con la cabeza gacha y las manos flojas a ambos lados del cuerpo. Lola dio otro paso hacia él, alargó la mano y le tocó el hombro. Keith no se acobardó ni le apartó la mano, y entonces ella le pasó el brazo por los hombros, lo condujo hasta la casa y lo sentó a la mesa.

Los tres tomaron juntos la cena, pero la mayor parte del tiempo guardaron silencio. Comieron frijoles, sabroso caldo de pollo y deliciosa empanada española. Keith ingería los alimentos metódica y vorazmente, con la cabeza gacha y el puño cerrado en torno al tenedor, como si fuera la herramienta de un obrero con la que estuviera rellenando un pozo sin fondo. Aunque opinara que la comida estaba buena, no dijo ni palabra. A Sebastian lo invadió una inesperada sensación de tranquilidad mientras comían. Ya no le daba la impresión de que Keith fuera tan malo. De hecho, había momentos en los que parecía asustado o preocupado porque alguien pudiera quitarle la comida de delante de sus narices.

Cuando prácticamente habían terminado de comer, y Lola vio que Keith estaba disfrutando, comenzó a charlar alegremente sobre cómo había preparado la comida, centrándose principalmente en la empanada, de la que Keith ya se había comido dos raciones. Comentó que el relleno estaba hecho con pollo y chorizo, y sazonado generosamente con pimentón dulce para que adquiriera aquel distintivo sabor tan característico. Había preparado la masa ella misma y la había amasado hasta obtener una pasta bastante gruesa para que soportara bien el relleno húmedo. De postre Lola había confeccionado un bizcocho de ron, un delicioso pastel con sabor a ron y a miel. Les contó que en la isla, aquel siempre había sido el postre favorito de su hermano mayor y que ella se lo preparaba cada vez que se enfadaban, cosa que sucedía a menudo.

De vez en cuando, Keith levantaba los ojos del plato mientras Lola hablaba y estaban llenos de gratitud. Cuando se sació totalmente y ya no pudo comer ni un bocado más, se enderezó y dijo:

—Me tengo que ir ya a casa.

—Bueno, pues vete —le dijo Lola—, pero recuerda que siempre habrá sitio para ti en mi mesa.

Keith masculló unas palabras de agradecimiento, le dedicó una mirada de soslayo a Sebastian y se marchó. Después de aquello, abuela y nieto se sintieron extraños, como si acabaran de pasar la tarde con un ser de otro planeta. Sebastian seguía sin poder creerse que Keith hubiera estado allí, sentado a la mesa con ellos, disfrutando de la comida que su abuela había preparado con tanto cariño. Y a él no le había dedicado ni una palabra desagradable, provocadora o desdeñosa… ni una sola vez.

Mientras Lola comenzaba a recoger la mesa, Sebastian le preguntó:

—¿Qué le has dicho cuando estabais al lado del buzón?

—Te lo diré después, pero primero tienes que contarme tú cómo has conseguido traerlo hasta aquí.

Sebastian le contó a su abuela todo lo que había sucedido ese día en el despacho del director, las cosas que el padre de Keith había dicho y cómo había reaccionado Keith cuando su madre sacó los cigarrillos del bolso. Incluso entonces, Sebastian no comprendía qué significaba todo aquello, pero supuso que Keith se sentía agradecido hacia él por haber mentido y haberle ahorrado una paliza de su padre. A medida que Lola escuchaba, asentía comprensivamente, sin sorprenderse lo más mínimo al oír todo lo que su nieto le estaba contando.

—Y además, tenías razón sobre lo que me dijiste de la anciana de pelo negro —concluyó Sebastian—. Le pregunté sobre Keith, y me dijo que lo invitara a tu casa y que todo saldría bien, justo como tú habías dicho.

Lola se mordió el labio y apartó la mirada de su nieto para que no pudiera ver que se le estaban acumulando las lágrimas en los ojos.

—¡Abuela! —exclamó Sebastian, con los ojos como platos cuando pensó en ello—. Le he dicho una mentira al director. Pensaba que no iba a poder. ¿Tú crees que he hecho mal?

—No —le respondió ella, y se secó apresuradamente los ojos con la servilleta—. Ha sido la cosa más noble y valiente que podías hacer, y cada segundo que pases dentro del círculo de castigados será un símbolo del triunfo de tu buena acción. —Suspiró y se levantó de la mesa—. Y ahora, hay algo que tengo pendiente.

Lola llamó a la policía, y entonces la pasaron con otro departamento donde denunció lo que sospechaba que estaba sucediendo entre Keith y sus padres, asegurándose de mencionar específicamente las pequeñas costras redondas que Keith tenía en las manos y los cigarrillos de su madre. Le garantizaron que un asistente social lo investigaría y que, si Keith estaba en peligro, se tomarían las medidas necesarias para protegerlo. Cuando Lola regresó a la mesa, le prometió a Sebastian que lo ayudaría a explicarle a su madre lo que había pasado, porque, sin duda, Gloria habría recibido una llamada del colegio informándola de lo que había sucedido durante el encuentro con los padres de Keith, incluyendo el hecho de que Sebastian hubiera admitido su mentira y su castigo de una semana durante el recreo.

A continuación, Sebastian le preguntó:

—Entonces, ¿qué le has dicho a Keith al lado del buzón?

—Le he dicho que sabía que estaba sufriendo y le he prometido que si aprovechaba la oportunidad y compartía la cena con nosotros, comenzaría a pasársele.

—¿Tú crees que ya se le está pasando, abuela?

Lola lo pensó durante un instante y respondió:

—Sí, a todos se nos está pasando.