Capítulo 15

Lola comenzó a mezclar el ajo picado, el vinagre y los condimentos para preparar un adobo que utilizó para humedecer el pollo por todos los costados. Mientras Sebastian picaba el ajo, la cebolla y los pimientos, tal y como su abuela le había indicado, Lola salteó los trozos de pollo en aceite de maíz y los fue apartando para dejarlos escurrir sobre un pedazo de papel de cocina. Entonces, Sebastian vertió una buena cantidad de aceite de oliva en la misma sartén y comenzó a saltear la verdura hasta que adquirió un color ligeramente dorado. A esto le añadió orégano, sal, pimienta negra y una lata de salsa de tomate concentrado, removiendo continuamente con una cuchara de madera mientras su abuela lo contemplaba satisfecha.

Cuando todos los ingredientes se hubieron mezclado bien, Lola anunció:

—Creo que ya estamos listos.

Ante lo cual Sebastian saltó del taburete y fue ansioso hasta la nevera a por una lata de cerveza. Tiró de la anilla de la lata y vertió todo su contenido en la sartén. Resultaba emocionante ver la cerveza formar espuma hasta el borde y amenazar con derramarse antes de batirse en retirada justo a tiempo. No le cabía la menor duda de que los resultados de aquel minivolcán culinario serían deliciosos. Lo único que faltaba era añadir el pollo y el arroz a la olla, bajar el fuego al mínimo y esperar. Terrence llegó poco después, con mucho que decir sobre el delicioso olor que ya flotaba en el ambiente y sin ninguna duda sobre que su sabor sería aún mejor.

Aproximadamente cuarenta minutos más tarde, Lola sirvió el pollo y el arroz en la misma fuente. Mientras la llevaba hasta la mesa, les contó que en la isla, esa comida se quedaba en el fuego todo el día y según iba llegando la gente, la iba consumiendo, y siempre sabía a recién hecha, incluso al final del día. Y al día siguiente, si había sobrado algo, estaba aún más rico. No obstante, Sebastian no podía ni imaginarse cómo era posible que supiera mejor de lo que ya sabía ahora. El pollo estaba blandito y esponjoso, y podía notar el regusto a ajo y cebolla en cada bocado. El arroz tenía una consistencia caldosa pero firme y estaba impregnado del mismo toque delicioso que el pollo.

—Tiene usted un don, señora Lola —le dijo Terrence—. ¿Ha pensado alguna vez en abrir un restaurante?

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan descabellada! ¿Te imaginas?

Mientras comía, Sebastian se dedicó a contemplar a su pelirroja abuela. Aquel día, Lola había decidido ponerse una blusa verde que contrastaba considerablemente con su melena rojiza. Teniendo en cuenta todo lo que había sucedido durante los últimos días, Sebastian no pensaba que abrir un restaurante fuera una idea tan descabellada. De hecho, dudaba de que nada pudiera volver a sorprenderle.

—Ya me estoy imaginando la fila de clientes dando la vuelta a la manzana —dijo Terrence con los ojos brillándole esperanzadores.

—Eso me recuerda —respondió Lola con melancolía— que existía un sitio en la isla llamado La Lechonera. No era más que una choza a un lado de la carretera, pero cada mediodía, se empezaba a formar una fila de comensales y permanecían allí la tarde entera hasta que todo el mundo estaba servido.

—La comida debía de ser digna de mención —comentó Terrence.

—Ya lo creo. Asaban un cerdo entero, en la ventana misma, hasta que adquiría un color dorado y delicioso. De niños solíamos entretenernos contemplándolo dar vueltas mientras se nos hacía la boca agua. La piel del cochinillo estaba divina, tan deliciosa y crujiente que nadie era capaz de hacerla mejor. El secreto estaba en el sofrito con el que frotaban todo el cerdo y en la manera de cocinarlo, lenta y uniformemente.

—¿Qué es el sofrito? —le preguntó Sebastian.

—Una mezcla de cebolla, ajo, cilantro y pimiento, todo ello frito en aceite de oliva. Digamos que si no empiezas por un buen sofrito, ningún boricua que se precie se molestará en comer lo que prepares. Pero había otro factor por el que la gente acudía allí —continuó Lola—. Si querías saber qué se cocía en el vecindario, tenías que ir a La Lechonera, y dejadme deciros que, a veces, los cotilleos eran aún más jugosos que el propio cochinillo. —Sonrió al acordarse de aquello—. No había nada más satisfactorio que sentarse fuera, a la fresca, bajo el cielo azul, con un plato de cochinillo asado en el regazo mientras escuchabas a algún amigo poniéndote al día de quién tenía una aventura con quién, o quién se había marchado de la isla para siempre. Más tarde o más temprano, aparecía la persona de la que estábamos hablando, porque la única manera de asegurarse de que no eras el «plato fuerte del día» era pasarse por allí con relativa frecuencia.

Terrence profirió una risita.

—Sé de lo que habla, señora Lola. El club en el que yo toco los fines de semana no es muy diferente. A los parroquianos les gusta tanto cotillear que, a veces, creo que ni siquiera escuchan nuestra música.

—Oh, estoy segura de que sí lo hacen, y les encanta —replicó Lola, y después se inclinó hacia delante como si, de repente, se sintiera inspirada—. Yo también me los estoy imaginando haciendo cola, pero están esperando para escuchar la maravillosa música de Terrence Brooks, el extraordinario cantautor.

—Usted y yo formaríamos un magnífico equipo, señora Lola. Con su comida y mi música, nuestros clientes no querrían marcharse nunca de nuestro local.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Sebastian emocionado—. Yo también quiero hacer algo.

—Veamos… —dijo Terrence, rascándose la barbilla—. Necesitaremos a alguien que les dé la bienvenida oficialmente a nuestros clientes. Con tu personalidad y donaire serías el perfecto anfitrión.

Sebastian sonrió por el cumplido.

—Y además, encenderé todas las velas —añadió—. Y lo llamaremos La Nube, porque todo el mundo se sentirá como si estuviera flotando en el cielo.

—¿Qué te parece, Terrence? —le preguntó Lola—. ¿Qué te parecería tener tu propia nube?

—¡Perfecto! —le respondió él—. Absolutamente perfecto.

Mientras comían, fueron añadiéndole más detalles al restaurante de sus sueños. Para mantener la temática del nombre, el comedor estaría pintado con motivos celestes, con paredes de color azul claro y esponjosas nubes blancas flotando por el techo y las paredes. Terrence tocaría en la esquina junto a la ventana durante la puesta de sol y Lola serviría sus comidas de inspiración casera en sencillos platos blancos.

De repente, se abrió la puerta de pantalla, y las llamas de las velas temblaron por la corriente que se formó. Se volvieron para ver a Mando de pie en el dintel, y sus hombros eran casi tan anchos como para ocupar el marco de la puerta de lado a lado. Llevaba su habitual traje oscuro, y en el rostro tenía pintada una expresión aún más sombría que el color de su traje. Sebastian se estremeció. No lograba recordar la última vez que había visto a su tío en casa de su abuela… Puede que nunca.

—¡Mira quién está aquí! —exclamó Lola con los ojos centelleantes—. ¡Mi hermoso hijo ha decidido hacerme una visita!, ¡y ni siquiera es el día de la Madre! ¿Has tenido un buen día hoy, Mando? ¿Has ganado mucho dinero?

Mando entró, se cruzó de brazos y miró a su alrededor.

—Gloria no estaba exagerando, ¿verdad? —comentó, meneando la cabeza.

—Gloria nunca exagera. Sabes tan bien como yo que siempre es extremadamente precisa en sus palabras. Por otra parte, tu hermana, ya sabes, puede llegar a ser…, bueno, ya sabemos todos cómo se pone…

—¿Y cómo se pone exactamente? —preguntó Gabi, entrando detrás de su hermano.

Lola se llevó la mano a la boca sorprendida, pero en los ojos le bailaba una mirada de placer al verla a ella allí también.

—¡Pensaba que todavía estabas fuera de la ciudad! —exclamó.

—Después de lo que Gloria me contó que estaba sucediendo decidí volver antes a casa —le respondió Gabi, aparentemente conmocionada cuando paseó la mirada por toda la habitación, aunque su semblante carecía de la sombría desaprobación del de Mando.

—Sí, claro, después de que Gloria os contara que yo había perdido la cabeza no tuviste otra opción que volver antes a casa. —Lola les hizo un gesto de bienvenida para que se acercaran a la mesa—. Pero no importa por qué hayáis venido, estoy contenta de que estéis aquí y hay comida de sobra para todos. Voy a por más platos y serviré uno para Gloria también. Estoy segura de que tendrá hambre. Pobrecita mía, todo el día en pie trabajando, al final termina agotada.

Mando y Gabi se intercambiaron una mirada de preocupación mientras Lola iba al armario a por los platos. Cuando regresó, Mando se hallaba observando a Terrence con desconfianza.

—Oh, no os he presentado a mi amigo —dijo Lola mientras ponía los platos sobre la mesa—. Este es Terrence. Es un músico extraordinario y, justo ahora mismo, estábamos hablando de abrir juntos un restaurante. Él entretendría a nuestros clientes con su hermosa música y mientras ellos se deleitarían con mi deliciosa comida casera.

—Y yo seré el que les dé la bienvenida a los clientes —declaró Sebastian, aunque se aseguró de mirar a su tía mientras decía aquello, pues sabía que a su tío no le divertiría lo más mínimo.

—Eso está muy bien, cariño —comentó Gabi profiriendo una risita nerviosa.

Mando recogió una de las cajas que tenía más cerca y leyó la etiqueta.

—Parece que últimamente te has tomado muy en serio lo de ir de compras, mami —comentó con indiferencia, y después se giró para dirigirse a Terrence, como si estuviera interrogando a un testigo poco colaborador en el estrado—. ¿Esto ha sido idea suya?

—¿El qué? —le respondió a su vez Terrence algo sorprendido.

—Comprar todas estas cosas nuevas… ¿Quizá eran para el restaurante?

—No, señor —repuso Terrence, levantándose de la mesa y echándose a reír—. Ni yo mismo tenía la menor idea de que la señora Lola era tan buena cocinera hasta hace unos días. Y con respecto a lo del restaurante… Bueno, solo estábamos soñando despiertos, ¿verdad, Sebastian?

Sebastian asintió, aunque se sintió un poco decepcionado al escuchar que solo era una fantasía.

—¡Por Dios santo, Mando! —exclamó Lola, arrancándole la caja de las manos—. Puede que sea buena cocinera, pero ni siquiera yo puedo crear algo de la nada. Hace años me deshice de todas mis cosas y necesitaba reabastecer mi cocina, eso es todo.

—¿Cuánto te has gastado en todo esto?

Lola cruzó los brazos sobre el pecho.

—Eso no es asunto tuyo en absoluto. Es mi dinero y puedo gastarlo como me dé la real gana.

Terrence llevó su plato al fregadero.

—Gracias por la deliciosa comida, señora Lola. Creo que me voy ya para que pueda usted disfrutar de la visita de su familia.

—¡Pero si no te has tomado el postre! —protestó Lola frunciendo el ceño.

—Guárdeme una ración —le contestó Terrence dedicándole una sonrisa a ella y un guiño a Sebastian—. Encantado de conocerles —dijo en dirección a Mando y Gabi.

Esta última lo contempló con interés. Tal y como su hermana lo había descrito, se imaginaba que Terrence iba a ser un tipo grosero y peligroso, pero, por lo que había visto, sin duda resultaba encantador. Una vez que Terrence se marchó, Gabi avanzó varios pasos tras su hermano para echarle un vistazo de cerca al pelo de su madre.

—¡Guau! ¡Te has pasado un poco! ¿No, mami? Quiero decir, que no te lo has pensado dos veces, ¿eh?

—A mi edad no puedo dedicarme a darle vueltas a las cosas —le espetó Lola—. Ahora, venid aquí y sentaos los dos antes de que se os enfríe la cena.

—No hemos venido a comer —dijo Mando—, sino a hablar contigo de algo muy importante.

—Sí, por supuesto —le contestó Lola con dulzura—. Pero ¿por qué no hablamos de eso tan importante mientras disfrutáis de un delicioso plato de arroz con pollo?

Gabi se volvió hacia su hermano en busca de orientación, y él se encogió de hombros mientras contemplaba con nostalgia la comida sobre la mesa. El arroz aún humeaba, y varios de los dorados trozos de pollo brillaban a la luz de las velas. Lola aprovechó la oportunidad para verter una cucharada de salsa por encima del plato, cosa que le daba un aspecto aún más tentador.

—Imagino que podemos hablar en la mesa igual que en cualquier otro sitio —reconoció Mando—, pero yo creo que paso del arroz con pollo. Susan y yo tenemos una cena con unos clientes más tarde.

Justo cuando se estaban sentando a la mesa, Gloria entró a toda prisa con un aspecto algo agitado, pero suspiró aliviada al ver que esta vez Mando había venido sin su esposa. Le pidió a Sebastian que esperara fuera en el porche mientras los adultos discutían algo que no tenían por qué escuchar los niños. Su madre no había vuelto a utilizar aquella frase desde que él tenía aproximadamente cinco años, y le molestó un poco, pero cogió su plato de arroz con pollo y abandonó la habitación sin decir palabra. Si quería seguir visitando a su abuela después del colegio, sabía que tenía que portarse bien.

—¿Estaba aquí el tipo ese llamado Clarence cuando habéis llegado? —Escuchó que preguntaba su madre según él salía al porche.

—Se llama Terrence —le respondió tía Gabi ligeramente a la defensiva—. Y parece muy buena persona.

Sebastian se sentó en la silla de metal con el plato apoyado en las rodillas y contempló la fila de pequeños bungalows que tenía ante él. Bajo la luz mortecina, sus colores pastel se desteñían para convertirse en grises, y la única cosa que le llamó la atención fue el cálido brillo amarillo que brotaba de sus ventanas, creando parches de luz aquí y allá por todo el serpenteante sendero. En instantes de tranquilidad como aquellos, Sebastian solía pensar en su padre. ¿Qué estaría haciendo y adónde iría ahora que no podía regresar a casa? ¿Cómo sería capaz de dormir en una cama que no era la suya y cómo podría soportar el dolor provocado por la soledad? Sebastian conocía aquel sentimiento mejor que la mayoría de la gente, y pensar en su padre padeciéndolo le hacía sentirse peor que si lo tuviera que sufrir él mismo.

Sin embargo, ni siquiera aquellas preocupaciones le quitaron el apetito, y se terminó hasta el último grano de su ración y lamió la salsa restante hasta que el plato quedó lo bastante limpio como para volver al armario sin pasar por el fregadero. El arroz con pollo estaba tan delicioso que se le había asentado estupendamente en el estómago. Podía notar la nutritiva calidez que le recorría todo el cuerpo. A pesar de los caóticos acontecimientos que últimamente habían puesto su vida patas arriba, había dormido más profundamente por las noches y se había levantado con más facilidad por las mañanas, y no estaba seguro, pero notaba como si también pudiera respirar mejor. En todo momento se sentía preocupado por su padre y sabía que su madre y sus tíos estaban tratando de convencer a su abuela para que dejara su casa en Bungalow Haven, pero sintió una tibia paz que le embargó de todos modos, y se acomodó en su asiento y cerró los ojos.

El sonido de la estridente voz de Gloria hizo que Sebastian se sobresaltara, y casi dejó caer el plato al suelo.

—¡No estamos aquí para discutir sobre mi matrimonio! —exclamó.

—Cálmate, nena —le respondió Lola—. No hay ninguna razón para disgustarse.

Gloria levantó la voz para llamar a su hijo:

—Sebastian, ven a recoger tus cosas y espérame fuera.

El niño entró en la casa sin hacer ruido para recoger su cartera e inmediatamente se percató de que la fuente de arroz con pollo en el centro de la mesa se hallaba casi vacía. Le hubiera gustado poder repetir.

—Escucha —dijo Gabi, en un tono tan tranquilo y razonable que, por un instante, pareció que ella y su hermana mayor se habían intercambiado los papeles—. Tendrías que habernos dicho que Dean y tú estabais teniendo problemas. Ya nunca nos cuentas nada. —Le echó una mirada a Mando—. Al menos tú nunca lo has hecho.

—A mí no me mires. Ella apenas me ha dirigido la palabra durante los diez últimos años —le contestó él mientras se hurgaba los molares con un palillo.

—No hay nada que contar —respondió Gloria.

—¿Dean te deja después de casi veinte años de matrimonio y dices que no hay nada que contar? —le espetó Gabi—. Mira, no nos tomes por tontos.

Con los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo, Gloria se giró para volver a llamar a Sebastian y se sorprendió al ver que ya estaba allí, con la cartera en una mano y el plato limpio a lametazos en la otra.

—¿Has cogido tus cosas, como te he dicho?

Él levantó la cartera sin decir una palabra.

—Muy bien, pues ahora espérame fuera. Saldré en un momento —le dijo, pero Sebastian se quedó merodeando junto a la puerta—. Y además, Dean no me ha dejado —prosiguió Gloria—. He sido yo la que lo ha echado porque no puedo confiar en él. Y ya es que ni siquiera me resulta especialmente divertido.

—Pues eso no es justo —comentó Mando—. Puede que Dean haya cometido un error estúpido, pero tiene un extraordinario sentido del humor, por lo menos, reconócele eso.

—Estoy de acuerdo —afirmó Gabi—. Y también es un buen padre y tiene unos preciosos ojos azules, ¿no crees, mami?

—Siempre lo he pensado —respondió Lola.

Gloria se apartó de la mesa meneando la cabeza.

—No me puedo creer lo que estoy oyendo. Pillo a mi marido engañándome, o casi haciéndolo, y mis hermanos, e incluso mi propia madre, se ponen de su parte.

—Yo no me estoy poniendo de parte de nadie —apuntó Lola—. Pero creo que deberías hacer un esfuerzo por los niños, aunque no sea por otra cosa.

—No mientas, mami. El otro día me dijiste que pensabas que Dean estaba loco si se quedaba conmigo y eso es… —Golpeó con fuerza el suelo con el pie—. ¡¡¡Eso es una mierda!!!

—Hay cierto caballerete escuchando —murmuró Gabi, mirando hacia Sebastian.

Gloria se volvió hacia él sobresaltada.

—Pensé que te había dicho que me esperaras fuera —lo regañó mientras le daba unas cuantas patadas a las cajas que se interponían en su camino para llegar al otro lado de la habitación.

Sebastian colocó el plato en la silla más cercana y salió al porche a esperar.

Gabi comenzó a apilar los platos sucios mientras Mando se servía otra copa de vino. Lola fue hasta la encimera y empezó a cortar en rodajas un cremoso pastel.

—Sebastian y yo nos vamos —anunció Gloria, algo más serena, aunque todavía le temblaba la voz.

—¿No os quedáis para el postre? —preguntó Lola—. He preparado flan de coco.

—Si la conversación durante el postre se parece en algo a la de la cena, estoy segura de que me atragantaré —le espetó. Y dirigiéndose a Gabi y Mando por última vez, dijo—: Hemos venido hasta aquí a hablar con mami sobre su salud y sobre la situación actual en la que está viviendo, y vosotros habéis perdido por completo el norte. ¿Por qué no pensáis en eso mientras seguís atiborrándoos?

—Gloria tiene razón —comentó Mando, volviéndose hacia Gabi—. En realidad, no hemos hablado de ese tema, ¿verdad?

Gabi inspiró profundamente y se puso en pie para ver qué estaba haciendo su madre en la cocina.

—Si ese es para mí, es demasiado grande —le advirtió a su madre—. Yo quiero uno que sea la mitad. Dale ese a Mando.

—Estoy llenísimo —comentó él, acariciándose la barriga con cuidado. Después de todo, no había podido resistirse al arroz con pollo—. Y todavía tengo esa cena. Supongo que solo pediré una ensalada.

—¿Lo quieres para llevar? —le preguntó Lola.

—¡Qué buena idea! —le respondió él—. Y ponme también un trozo para las chicas. Siempre están pendientes de las calorías, pero estoy seguro de que harán una excepción en este caso.

Gloria sacudió la cabeza con incredulidad.

—Habéis perdido el juicio —murmuró, marchándose sin añadir ni una palabra más, balanceando los brazos enérgicamente a ambos lados del cuerpo. Sebastian se escabulló detrás de su madre, pero no la alcanzó hasta casi la mitad del serpenteante caminillo.

Lola los llamó desde la casa.

—El domingo voy a preparar mofongo. Venid a eso de las tres y decídselo a Dean. Ya sé que le gusta.

Sin embargo, Gloria ni se molestó en volverse.

En el coche, Sebastian preguntó:

—¿Qué es el mofongo?

—Abróchate el cinturón —le respondió su madre con un gesto severo.

El niño hizo lo que su madre le ordenaba.

—Mamá, ¿qué es…?

—Por favor, cállate, Sebastian —le espetó—. Me hacen falta un poco de paz y tranquilidad para escuchar mis propios pensamientos, si es que no es mucho pedir.

—Y tiempo —añadió él—, no te olvides de que también te hace falta tiempo.

Gloria exhaló un suspiro exasperado y arrancó el motor del coche.