Capítulo 14
Hacía casi una semana desde que Sebastian había visto por última vez a su padre. Sentado al otro lado de la mesa con él en una hamburguesería, el niño trató por todos los medios de hallar aquella sensación de paz que residía en la serenidad de los ojos azules de Dean, pero esta vez no lo logró. Aun así, pasar aquel tiempo con él hizo que Sebastian comprendiera lo mucho que le echaba de menos y que sería capaz de perdonarle cualquier cosa. Quería preguntarle cuándo iba a volver a casa, pero tomó la decisión de no hacerlo. Era mejor no preguntar cosas que pudieran provocar respuestas dolorosas, y se dio cuenta de que su padre también se sentía desconcertado por el modo en el que trataba de no mirarle a los ojos y por el repiqueteo nervioso de su cucharilla contra la taza de café que había pedido. Incluso los desganados intentos de Sebastian de contarle algún chiste no obtenían como respuesta más que una mueca por sonrisa.
Tal vez si Jennifer hubiera estado allí también habría sido diferente, pero diez minutos antes de que su padre fuera a recogerlos, su hermana anunció que finalmente no se les uniría para cenar, y Gloria no trató de convencer a su hija para que cambiara de opinión.
Sebastian se hallaba esperando junto a la puerta de entrada cuando Jennifer salió de camino a casa de una amiga.
—Creía que me habías dicho que tú y yo estamos juntos pase lo que pase —le espetó a su hermana.
Los ojos de Jennifer centellearon, sorprendida y enfadada porque Sebastian le plantara cara empleando sus propias palabras. Inspiró profundamente antes de responderle.
—Mira, hombrecito, estamos juntos, pero eso no significa que tengamos que andar todo el día pegados con pegamento. A veces estar juntos simplemente significa tratar de comprenderse.
—¿Por qué no quieres ver a papá? —le preguntó Sebastian.
Mientras le contestaba, Jennifer se metió la sudadera por la cabeza, cosa que amortiguó su voz.
—Porque aún estoy furiosa con él y no quiero decirle nada de lo que más tarde pueda arrepentirme.
—¿Y qué le digo yo? Papá supone que tú también vas a venir.
—Dile la verdad. No me importa —le respondió Jennifer bruscamente mientras se sacaba el pelo por el cuello de la sudadera.
Sin embargo, más tarde, cuando Sebastian se subió solo al todoterreno de su padre, no dijo ni una palabra sobre el enfado de Jennifer. En su lugar, le contó que una de sus amigas tenía una emergencia. Pensó que aquella historia era bastante buena, pues incluía montones de detalles sobre lo disgustada que estaba la amiga de Jennifer, lo amable que había sido su hermana por ayudarla y lo mucho que quería a esa chica que tenía problemas. El niño se sorprendió de que su padre no le preguntara qué tipo de emergencia era esa, porque, si lo hubiera hecho, estaba preparado para contarle que al perro de la amiga lo había pillado un coche. Sin embargo, su padre se quedó pensativo y en silencio durante todo el camino hacia la hamburguesería. Incluso mientras pedían y se sentaban a la mesa a comer, Dean apenas pronunció palabra.
Llevaban sentados varios minutos, cuando dijo:
—No estás comiendo nada, hombrecito. ¿No te gusta la hamburguesa?
Sebastian asintió, cogió la voluminosa hamburguesa con ambas manos y le dio un buen bocado. Sabía en su mayor parte a grasa y a sal, y el niño tuvo que masticar durante mucho rato antes de tragar. No le gustaba demasiado, pero por alguna razón le pareció que era muy importante que comiera todo lo posible.
Mientras comían, Sebastian contempló a la gente que esperaba en fila para hacer su pedido, cómo estudiaban el panel iluminado que mostraba los menús justo por encima de sus cabezas, como si aquella fuera la decisión más importante de sus vidas. ¿Pedirían tiras de pollo rebozado? ¿Fajitas o una hamburguesa de queso? ¿Comerían patatas fritas o aros de cebolla? ¿Se lo tomarían allí o lo pedirían para llevar? Casi todo el mundo optaba por esto último. Todos, excepto un hombre mayor con aspecto desaliñado y pantalones sucios, y una pareja de adolescentes que estaban juntos de pie con los brazos entrelazados. Únicamente los que no tenían un lugar mejor al que ir querrían quedarse a comer en un establecimiento con las mesas pegajosas y moscas muertas desperdigadas por los alféizares de las ventanas.
Dean se terminó su hamburguesa y se limpió la boca y las manos con una servilleta.
—He estado tratando de pensar en alguna manera de explicar lo que ha pasado, pero no sé qué decir —comentó—. Supongo que es porque ni yo mismo lo entiendo del todo.
Sebastian dejó su hamburguesa a medio comer sobre la mesa.
—¿Tú también necesitas tiempo y espacio para aclarar las cosas? —le preguntó.
Dean sonrió con tristeza.
—¿Eso es lo que tu madre te ha dicho que necesitaba?
Sebastian asintió.
—¿Y tu hermana también?
El niño miró a su padre a los ojos con tristeza. Tendría que haber sabido que no lograría engañarle.
—Bueno, no la culpo por estar enfadada y me alegro de que esté apoyando a tu madre en estos momentos. Creo que eso…, bueno, creo que es así como debe ser.
—Papá —le dijo Sebastian, agradecido por que su padre hubiera roto el hielo, pues necesitaba hacerle una pregunta que le había estado torturando desde que Dean se marchó de casa—, ¿te vas a divorciar de mamá y te vas a casar con la señorita Ashworth?
Dean abrió los ojos como platos y tardó un instante en contestar.
—¡Por supuesto que no! —le contestó—. Yo quiero a tu madre. No…, no…, no siento esas cosas por tu profesora.
—¿Y entonces, por qué no miras a mamá igual que a la señorita Ashworth?
—No… no estoy seguro de qué quieres decir —tartamudeó.
Sebastian se inclinó por encima de la mesa y bajó la voz.
—Cuando miras a la señorita Ashworth, como si se te estuvieran derritiendo las tripas, es igual que cuando mirabas a mamá en aquellas fotografías de la pared en casa de la abuela Lola.
—¿En serio? —le preguntó Dean poniéndose colorado.
—Sí, pero yo nunca te he visto mirar a mamá así en la vida real.
Su padre emitió una risita nerviosa.
—¡Vaya observador que estás hecho!
—¿Es porque mamá ya no es tan guapa?
—Bueno, yo no diría que…
—Porque hay que reconocer que la señorita Ashworth es muy guapa. Es tan guapa que yo, a veces, no puedo quitarle los ojos de encima. Y además, huele genial.
—El aspecto de una mujer no debería ser lo más importante del mundo, hijo. De todos modos, cuando yo conocí a tu madre, ella era…, bueno, lo creas o no, era más guapa incluso que la señorita Ashworth. De hecho, era extraordinariamente hermosa, pero esa no fue la razón por la que me enamoré de ella.
—¿Y entonces por qué te enamoraste?
El padre de Sebastian se echó hacia atrás en su asiento, y su mirada vagó más allá de la sucia ventana.
—Oh, ella era de aquella manera y tenía una sonrisa que hacía que se me volviera el mundo del revés. Me encantaba cómo se reía y, más que ninguna otra cosa, disfrutaba haciéndola reír. Pero la gente cambia, Sebastian, no hay remedio. La gente cambia.
Sebastian inmediatamente pensó en la reciente transformación de su abuela y no pudo estar más de acuerdo.
Padre e hijo salieron de la hamburguesería y se dirigieron a un parque que se encontraba al final de su calle. Se sentaron en los columpios mientras contemplaban a los niños de todas las edades jugando en el césped y en el resto del parque, saltando, rodando, retozando, empujándose y chocando unos con otros, corriendo despreocupados hasta que se caían de rodillas jadeando y riendo; quedándose sin resuello hasta alcanzar un alegre agotamiento.
—Un día llegaré a ser el niño más rápido de mi clase —le anunció Sebastian.
—¿En serio?
—Sí, después de que me operen.
Dean frunció el entrecejo.
—¿De qué estás hablando, Sebastian? ¿A qué operación te refieres?
—El doctor Lim dice que cuando esté lo bastante fuerte quiere operarme otra vez el corazón. Después, podré correr todo lo que quiera, y jugar al fútbol y marcar montones de goles.
Dean paró en seco de columpiarse.
—¿Y cuándo ha dicho eso el doctor Lim?
—La última vez que tuve revisión, aunque lo dice casi todas las veces que voy. Pero mamá no quiere ni oír hablar de eso. Siempre intenta cambiar de tema.
—Ya veo —dijo su padre—. ¿Y cuándo vas a volver a ver al doctor Lim?
—No lo sé —respondió Sebastian, fascinado con unos niños que hacían turnos para saltar sobre el tocón de un árbol. Algunos lograban hacerlo fácilmente, mientras que otros tenían que trepar hasta la parte superior como si fueran ardillas—. La anciana de pelo negro en el hospital que estaba en la cama de al lado de la de la abuela Lola me dijo que la gente que baila con la muerte puede ver cosas que otros no pueden y que eso les da valor.
—¿Qué anciana de pelo negro es esa?
—Nunca me dijo su nombre, pero era como si me conociera, papá, y después de eso, ya no me dio miedo.
Dean meneó perplejo la cabeza y le habría preguntado más cosas sobre aquella mujer, pero no podía dejar de pensar en lo que Sebastian le había contado sobre una nueva operación. Gloria solía informarle de las revisiones médicas de Sebastian, pero nunca había mencionado ni una palabra sobre aquello.
Después de pasar cerca de una hora en el parque, mientras su padre conducía de vuelta a casa, Sebastian le preguntó:
—¿Dónde estás viviendo ahora?
—Con un amigo que vive en el centro. Tiene una habitación extra y no está lejos de la oficina.
—¿Tienes suficientes sábanas y cosas para comer?
—Sí, gracias por preguntar, hijo mío.
Cuando aparcaron ante la puerta del garaje de casa, vieron que revoloteaba la cortina de la ventana de la entrada.
—¿Quieres entrar y hablar con mamá? —le preguntó Sebastian, preocupado porque su madre lo hubiera visto sentado en el asiento del copiloto.
Seguro que aquello no la haría muy feliz.
—Esta vez no, hombrecito. Quizá la próxima, pero te veré en un par de días, ¿vale?
—Vale —le respondió Sebastian, pero vaciló si salir del coche—. La abuela Lola ha roto su promesa y ha vuelto a cocinar. Mamá, el tío Mando y la tía Gabi quieren trasladarla a una residencia de ancianos, pero ella no quiere ir.
Dean suspiró con cansancio.
—Lo siento, hombrecito —le dijo—. Ya sé que debe de ser muy triste para ella, y también para ti.
Sebastian también suspiró.
—Sí, pero creo que a mí me pone más triste que a la propia abuela Lola.
Gloria estaba doblando la colada en la mesa de la cocina cuando Sebastian entró. Miró de arriba abajo a su hijo cuando le vio.
—Tienes ketchup en la barbilla —le dijo, señalándole dónde tenía la mancha.
Sebastian se limpió con la manga. Quería contarle todo lo que había hablado con su padre, pero no estaba seguro de si a ella le disgustaría escucharlo. En ese momento, su madre andaba buscando los calcetines sin pareja, cosa que la irritaba considerablemente.
—¡De verdad, no sé dónde se meten! —comentó, echando uno de los calcetines sin pareja dentro de la cesta—. Debe de haber un monstruo comecalcetines rondando por la casa. Tal vez sale por las noches y se los zampa todos mientras dormimos. Sinceramente, me daría igual si se los comiera por parejas, ¡y no así como lo hace, uno cada vez!
Puede que tampoco estuviera de tan mal humor después de todo. Sebastian se sentó a la mesa, estudiando a su madre por encima del creciente montón de ropa doblada. Esperó hasta que hubo encontrado uno de los calcetines perdidos.
—Papá está viviendo en casa de un amigo. Dice que está cerca de la oficina.
—Sí, ya lo sé —respondió ella sin molestarse en levantar la vista de su tarea, pero tampoco miró para otro lado, ni abandonó la habitación, ni cambió de tema radicalmente.
—Dice que no está enamorado de la señorita Ashworth.
La colada se le cayó de las manos a Gloria y se quedó muy quieta.
Sebastian prosiguió:
—Dice que tú eres más guapa que ella.
Gloria comenzó a mover a un lado y otro la cabeza, y la piel alrededor de los ojos y la boca se le tensó como si estuviera intentando no llorar.
—Sebastian, no quiero que te involucres en esta… esta historia entre tu padre y yo. No es tu responsabilidad.
—Solo te estoy contando lo que me ha dicho —le respondió el niño.
—¿Te ha pedido él que me digas esto? —le preguntó, mirándole con ojos escrutadores, ansiosa por confirmar su sospecha.
—No, solo estábamos hablando —le contestó Sebastian tranquilamente.
Ella continuó doblando, alisando las arrugas de la ropa con una fuerza innecesaria mientras farfullaba para sí misma.
—¿Qué has dicho, mamá? No te he oído bien.
—He dicho que sé perfectamente que no soy más guapa que la señorita Ashworth. Como si eso importara. De hecho, no importa una mierda.
Sebastian miró a su madre con ojos como platos. Nunca la había oído decir palabrotas y le asustó un poco, pero también comprendió que estaba hablando con más sinceridad que nunca.
—Pues yo sí que creo que eres guapa, mamá —le dijo—. Sobre todo cuando estás dormida, porque estás igualita que en las fotos de la pared de la abuela, y es como si nunca hubieras desaparecido.
Ella le dedicó una mirada perpleja y se sentó a la mesa junto a él.
—Sebastian, incluso aunque pudiera adoptar el mismo aspecto que en esas viejas fotografías, eso no arreglaría automáticamente las cosas entre tu padre y yo.
—¿Y por qué no?
Gloria meneó la cabeza y suspiró.
—Porque es mucho más complicado que eso. Cuando seas mayor lo entenderás, pero por ahora…
—Ya lo sé —la interrumpió él—. Necesitas tiempo y espacio para aclarar las cosas.
Ella asintió y le sonrió.
—Exactamente, hombrecito.