Capítulo 19
Los frijoles llevan en remojo toda la mañana —explicó Lola—. Así, cuando les añadamos el resto de los ingredientes, tardarán mucho menos tiempo en cocerse.
Sebastian acababa de terminar de picar la cebolla y el ajo y, a continuación, iba a empezar con los pimientos.
Lola prosiguió:
—Hay gente que echa la verdura directamente en la olla mientras los frijoles se están cociendo, pero a mí me gusta saltearla primero en aceite de oliva y añadir los condimentos secos directamente en el aceite caliente para que liberen su sabor. Es algo muy sencillo, pero que marca totalmente la diferencia.
Lola le indicó a Sebastian que echara el sofrito en la cacerola, donde se estaba calentando el aceite de oliva. Al hacerlo, brotó de la cacerola una explosión de fragante vapor que le llenó la nariz al niño. Si había algún olor que pudiera definir a su abuela, era aquel: cebolla, ajo y pimientos friéndose en aceite de oliva. Y a él le gustaba más que ningún otro. Lola entonces añadió sal, pimienta, vinagre y una pizquita de azúcar. A medida que la removía, la mezcla comenzó a tomar consistencia y los aromas se hicieron más complejos. La anciana tocó con la cuchara la palma de su mano y lo probó, satisfecha por el resultado.
—Ahora podemos añadir los frijoles —anunció, señalando con la cuchara de madera hacia la olla grande en la que estaban en remojo las legumbres.
Pesaba bastante, pero Sebastian logró arrastrarla hasta donde se encontraba su abuela. A continuación, Lola vertió un cucharón de frijoles y líquido dentro de la cacerola caliente con los demás ingredientes y los mezcló con energía, explicándole a su nieto que, de esa manera, capturaría todo el sabor de la salsa. Sebastian notó que el líquido en el que los frijoles habían estado en remojo se había quedado tan negro como las propias legumbres. Cuando Lola terminó, volcó todo el contenido de la cacerola a la olla grande de los frijoles. Aquel caldero que estaba utilizando era lo bastante grande como para dar de comer a cincuenta personas, pero la anciana no tuvo ninguna dificultad en llevarlo al quemador más grande.
—¿No crees que a lo mejor estamos preparando demasiado? —le preguntó Sebastian.
—Pues precisamente me preocupaba que quizá no estuviéramos haciendo suficiente —le respondió Lola subiendo el fuego—. Ya lo verás, siempre que preparo frijoles, la gente tiende a salir hasta de debajo de las piedras, como si fueran cucarachas.
Las únicas personas que Sebastian se imaginaba que aparecerían para comer frijoles aquel día eran Terrence y Charlie Jones. Quizá su madre se quedaría un ratito de camino a casa desde el trabajo, pero lo dudaba.
Lola apoyó las manos en las caderas y estudió a su nieto durante un par de segundos.
—Últimamente he notado algo diferente en ti —comentó—. Pero no logro saber qué es exactamente.
—He engordado —le respondió Sebastian alargando la mano hacia los pimientos—. El doctor Lim se puso muy contento la última vez que fui a verlo.
Lola asintió.
—Sí, te estás poniendo tan rellenito que da gusto, pero veo algo más, algo que te brilla en los ojos.
Era maravilloso saber que su abuela podía percibir lo que sentía en su interior, y se irguió y cortó los pimientos con más ímpetu, sintiéndose más él mismo de lo que se había sentido en toda su vida. Tal vez aquel era buen momento para volver a sacar el tema de la operación, pero siempre que pensaba en ello le asaltaba la dura realidad sobre la creciente animosidad entre sus padres. Dudaba de que volvieran a ponerse de acuerdo jamás sobre ningún tema, y menos aún sobre su operación.
—Jennifer dice que papá y mamá se van a divorciar, y que no hay nada que nosotros podamos hacer —confesó, observando a su abuela mientras trabajaba, pero ella apenas se inmutó.
—Tu hermana siempre tiene opiniones muy rotundas sobre las cosas —comentó Lola—. ¿Tú qué crees?
—No lo sé —respondió Sebastian, de repente, sintiéndose muy tonto—. Mamá dice que necesita espacio y tiempo para aclarar las cosas, así que puede ser que solo le haga falta un poco más.
—Sí —asintió Lola—. A todos nos vendría bien un poquito más de espacio y de tiempo, ¿no crees?
Sebastian pensó en ello, pero, por lo que a él respectaba, el tiempo se estaba agotando y no era cuestión de desperdiciarlo. Y lo que es más, le asustaba pensar que si su madre se tomaba más espacio del que ya tenía acabaría por desaparecer por completo y no lograrían volver a encontrarla. No sabía muy bien cómo expresar todas aquellas cosas que sentía y pensaba, así que murmuró de nuevo:
—No lo sé. —Y luego le preguntó—: Abuela, ¿tú crees que a veces la gente puede ver cosas que otros no ven?
—¡Por supuesto! —le contestó ella—. De hecho, creo que eso sucede más a menudo de lo que nos damos cuenta.
—¿A ti te pasa? —le preguntó, levantando la mirada de lo que estaba haciendo, sintiéndose repentinamente animado.
—Pues claro. Te voy a contar una historia sobre tu tío Mando que puede que te sorprenda —le anunció mientras tamizaba los frijoles para asegurarse de que no había en ellos ninguna piedrecilla—. Con lo seguro de sí mismo y triunfador que es ahora, nunca se te ocurriría pensar que cuando tenía aproximadamente tu edad sentía un miedo aterrador por la oscuridad y era muchísimo más miedica que tu madre o tu tía. Incluso se negaba a levantarse en mitad de la noche para ir al baño, cosa que no ayudaba precisamente a que resolviera su problema de hacerse pis en la cama —dijo Lola, riéndose entre dientes, y entonces señaló con el dedo a Sebastian—. ¡No le digas a tu tío que te he contado esto o se enfadará muchísimo conmigo!
—No lo haré —prometió Sebastian, y, repentinamente, se sintió bastante orgulloso por no tener miedo a la oscuridad y por no haberse hecho pis en la cama desde que estaba en segundo grado.
—Pero no era solo a la oscuridad a lo que Mando le tenía miedo —prosiguió Lola—. Nos decía que cuando se despertaba en mitad de la noche y miraba hacia las esquinas más oscuras de su habitación, veía a gente que quería matarlo. Siempre que esto ocurría, gritaba con todas sus fuerzas para que tu abuelo lo salvara y despertaba a todo el mundo con sus gritos. Tu abuelo lo traía a nuestra cama para que, durante el resto de la noche, se mantuviera tranquilo.
»Esto se prolongó a lo largo de varias semanas, pero cuando ya estábamos todos hartos de aquellas noches en vela, a tu abuelo se le ocurrió un plan muy ingenioso: decidió no esperar hasta que tu tío Mando se despertara gritando en mitad de la noche, sino que lo acompañó cuando se fue a la cama. Le dijo a Mando que quería ver con sus propios ojos a esa gente que se le aparecía en la habitación.
»Mando pensó que aquella era una maravillosa idea y gustosamente le cedió una buena parte de su estrecha cama a su padre. Aquella fue la primera vez que tu tío no se despertó gritando, y la noche siguiente la durmió de un tirón sin problemas. De hecho, no volvió a despertarse gritando y aparentemente se curó por completo de su miedo a la oscuridad.
—¿Y qué hizo el abuelo Ramiro?
—Bueno, te lo voy a contar —le respondió Lola con ojos brillantes—. Aquella primera noche, Mando se despertó aterrado, como de costumbre, y le dijo a tu abuelo que había un hombre y una mujer de pie en la esquina de la habitación con un enorme machete entre ambos.
»—¿Tú también los ves, papi? —le preguntó—. Nos van a matar.
»—Sí, los veo —le respondió Ramiro con tranquilidad—. Pero no han venido a matarnos, hijo. Son ángeles que están aquí para protegernos del mal. A partir de ahora, si los ves, no te quepa la menor duda de que no corres peligro. Y cuando no los veas, eso significa que no hay nada que temer.
»Mando se convenció de lo que su padre le había dicho, así que cerró los ojos y se durmió inmediatamente.
Sebastian lo pensó un momento, un poco confundido.
—Pero ¿era verdad que el abuelo Ramiro veía a la gente con el machete o solo hizo como que los veía para que el tío Mando se sintiera mejor?
—Bueno, no estoy segura —le respondió Lola con las manos muy quietas mientras trataba de recordar—. Pero, en realidad, poco importa, ¿verdad? Mando se curó y todos logramos dormir mucho mejor después de aquello gracias a tu abuelo.
Sebastian se preguntó si aquella extraña gente que su tío veía en mitad de la noche sería algo parecido a la anciana de pelo negro. Por supuesto, a él se le aparecía en cualquier momento del día o de la noche. Hubiera preferido con creces que viniera a la misma hora todas las noches, porque entonces se habría sentido más preparado para recibirla.
Percibiendo la preocupación de su nieto, Lola preguntó:
—¿Qué has visto que te tiene tan preocupado, Sebastian?
El niño fue hasta su cartera, sacó el dibujo que había hecho y lo sostuvo en alto para que su abuela lo viera.
—Veo la cara de esta anciana. La vi por primera vez en el hospital cuando tú estabas enferma. Al principio, me asustaba, pero después fue como si me conociera de toda la vida, así que se me quitó el miedo.
Lola dejó de darle vueltas a la comida para mirar el dibujo y rápidamente apartó la mirada.
—¿Y qué pasó con ella? —le preguntó.
—No estoy seguro, pero creo que se murió el mismo día que tú te despertaste —le respondió el niño—. Pero… —Se calló, seguro de que su abuela pensaría que estaba loco si le contaba el resto.
—Pero ¿qué? —le preguntó Lola con delicadeza.
—A veces la sigo viendo y oigo su voz, que me dice cosas. No siempre la entiendo, pero creo que está intentando ayudarme.
—¿Qué tipo de cosas te dice? —le preguntó Lola.
—Una vez me animó para que me escapara de las actividades extraescolares y viniera a verte, y hoy me ha dicho que me mantenga en mi posición.
—¿Y lo has hecho?
—Creo que sí.
—¿Y después qué ha pasado?
Sebastian se encogió de hombros sin saber cómo explicarlo.
—Ese chaval que siempre se ríe de mí ha dejado de meterse conmigo y creo que no va a volver a burlarse de mí nunca más.
Lola asintió con complicidad y después centró su atención en la olla de frijoles. Se puso a remover con tanta energía que parte del líquido le saltó al delantal.
—¿Esa señora es un fantasma? —le preguntó Sebastian, pero entonces lo pensó un poco más y rectificó—: O, a lo mejor, es un ángel como los que protegían a tío Mando cuando era pequeño.
Lola levantó la mirada con las gafas empañadas, por lo que Sebastian apenas pudo verle los ojos.
—No lo sé, pero me parece a mí que te está dando buenos consejos, así que deberías escucharla.
—Pero ¿quién es, abuela? —le preguntó.
—No lo sé —le respondió Lola, pero algo en la manera tan solemne en la que lo dijo, sin mirarle a los ojos, hizo que Sebastian pensara que su abuela quizá sabía quién o qué era la anciana de pelo negro, pero no quería decírselo.
A lo largo de los años, Sebastian había ido dándole a su abuela dibujos que hacía en el colegio para que ella pudiera guardarlos a buen recaudo en una carpeta. El niño volvió a doblar el dibujo de la anciana de pelo negro y lo puso encima de la mecedora para que su abuela pudiera guardarlo con los demás, y no añadió nada más sobre aquel asunto.
Los frijoles estuvieron listos aproximadamente una hora después, y Lola sirvió un poco en un cuenco para que Sebastian los probara. Se sorprendió al ver lo negra que era la sopa, casi del color y la consistencia del alquitrán, aunque la textura resultaba cremosa y firme, y el sabor era dulce y perfectamente equilibrado. El niño metió la cuchara en el cuenco una vez más, maravillado por la profundidad del sabor de una comida tan sencilla. Lola también había preparado arroz en la vaporera y le aseguró que estaría delicioso con los frijoles, pero Sebastian pensó que ya estaban realmente deliciosos y sabrosísimos por sí solos.
—Estaba cocinando una gran olla de frijoles el día que la casa se incendió. Jamás pensé que volvería a prepararlos después de aquello, y sin duda, no contigo —comentó Lola.
Sebastian levantó la mirada de su cuenco. Su abuela no había sacado el tema del incendio en varias semanas, y aquello lo sobresaltó. Se preguntó si debía interrogarla sobre lo que su hermana le había contado, pero, justo en ese momento, oyeron unos pasos que provenían del porche delantero. Era demasiado temprano como para que Terrence hiciera acto de presencia, así que Sebastian supuso que sería Charlie Jones, que se había pasado por allí casi todas las tardes por «la deliciosa comida y la encantadora conversación», como él mismo reconocía. Se quedaron asombrados cuando vieron a Cindy de pie en el porche haciéndose sombra en los ojos mientras miraba a través de la puerta de pantalla.
Lola inmediatamente salió de detrás de la encimera para abrirle la puerta.
—Cindy, ¿qué te trae por aquí?
La niña sacudió la cabeza, tan desconcertada de verlos como ellos de verla a ella.
—Tenía cita en la peluquería cerca de mi casa, pero, en vez de eso, he venido aquí. He venido andando desde el colegio.
—¡Pero eso está a varios kilómetros de distancia! —exclamó Lola—. ¿Sabe tu madre que estás aquí?
—No, pero no me echará de menos durante el próximo par de horas. De todos modos, tenía que verte, abuela Lola. He estado pensando muchísimo sobre Otto y Rubina y estoy tan enfadada con papá y mamá por no contármelo que no he podido probar bocado durante varios días.
—Probablemente no ha sido más que un descuido —le dijo Lola, y le pasó el brazo por la cintura a Cindy, conduciéndola hasta la mecedora.
Cindy levantó la mirada hacia su abuela con una expresión solemne en el rostro.
—He decidido que no voy a volver a ir a la peluquería nunca más. Probablemente no lo sabías, pero cuando no voy, se me oscurece el pelo y se me pone muy ondulado. Seguramente eso me viene de Rubina, ¿verdad?
—Podría ser —le contestó Lola—. Y tus ojos tienen claramente forma de almendra, que es un rasgo taíno. No te olvides de que también te corre sangre taína por las venas.
Cindy asintió, visiblemente fascinada por aquel importante dato que había pasado por alto.
—La abuela Lola y yo acabamos de preparar unos frijoles, ¿quieres? —le preguntó Sebastian.
Su prima le hizo pensar en un díscolo viajero que hubiera regresado a casa tras un largo y peligroso viaje. Sintió la extraña tentación de estrecharla entre sus brazos para darle la bienvenida.
—Es una antigua receta familiar de hace mucho tiempo —comentó Lola.
—¿Una receta de Rubina? —preguntó Cindy con esperanza.
—Puede que sí —le respondió Lola, y fue a la cocina para sacar más cuencos y cucharas.
Todavía no había regresado a la mesa cuando apareció Charlie Jones en la puerta con una hogaza de pan recién hecho y una resplandeciente sonrisa. Minutos más tarde se presentó Gabi. Comentó que estaba yendo a hacer ejercicio en un gimnasio a unas manzanas de allí, que no sabía por qué no se le había ocurrido antes que podía pasarse de camino a casa para tomar un tentempié y que pensaba hacerlo más a menudo a partir de entonces.
Momentos después, Terrence subió trotando los escalones de la entrada trayendo con él a un amigo, un hombrecillo con barba y una larga coleta que se llamaba Gary y a quien presentó como otro de los miembros de su banda. Terrence le había hablado sobre él a Lola y sobre lo mucho que le gustaba la comida criolla, y Lola le sugirió que la próxima vez que viniera se trajera a Gary con él para que pudiera probar un poco de buena comida puertorriqueña casera. Terrence tomó asiento junto a Gabi e inmediatamente se pusieron a charlar como viejos amigos.
Una agradable conversación circuló por toda la mesa mientras Sebastian ayudaba a Lola a distribuir los cuencos y a colocar la hogaza de pan en la mesa, junto con el arroz que Lola había preparado y las pequeñas empanadas rellenas de sabrosa carne de pollo y cerdo compradas en una panadería cercana. Acababan de empezar a comer cuando se recortó la silueta de dos personas más en la puerta. Eran la madre y la hermana de Sebastian. Jennifer nunca antes había ido a Bungalow Haven entre semana, pero después de enterarse de lo que se había perdido el día del mofongo, decidió que se pasaría por allí más a menudo. Corrió a abrazar a su abuela y a examinar su nuevo cabello rojo. Tras un par de comentarios de aprobación, tomó asiento ansiosa a la mesa, como si fuera una de las habituales. Gloria vaciló junto a la puerta al ver a Cindy, pero cuando se dio cuenta de que Susan no se encontraba allí con su hija, entró para unirse a ellos.
—Hoy no tienes excusa, Gloria —le dijo Lola, consciente de cuál era la razón de la aprensión de su hija—. Quédate un rato. He preparado una olla grande de frijoles —añadió con un guiño a su nieto.
—Supongo que podemos quedarnos un ratito —le respondió Gloria sacando la silla que estaba junto a la de Jennifer.
La hermana de Sebastian se comportó de forma inusitadamente amable con su prima cuando se enteró de que Cindy había decidido dejar de teñirse el pelo. E incluso fue aún más cordial cuando Cindy le dijo que esperaba que pronto su cabello se pareciera al suyo. La hermana de Sebastian le aconsejó a su prima cuáles eran los mejores productos para el pelo ondulado y Cindy se emocionó tanto al oír aquello que se apuntó en la palma de la mano con un bolígrafo lo que Jennifer le estaba contando.
Más tarde, los tres primos salieron al porche mientras los adultos charlaban y tomaban café dentro. La escandalosa risa de Gabi se oía por encima de las de los demás. Incluso Terrence tenía dificultades en igualarla.
—Parece como si la tía Gabi se hubiera tragado una hiena —observó Jennifer con cinismo.
—Creo que le gusta Terrence —comentó Cindy con una sonrisa pícara.
—Oh, está claro, está loca por él —afirmó Jennifer—. Pero después de divertirse con él, lo soltará como si fuera una patata caliente, ya lo verás.
—¿Tú crees?
Jennifer asintió y apoyó los pies en la barandilla.
—La tía Gabi es una jugadora. Necesita variedad para que la vida le resulte interesante. Por eso es por lo que no está casada y con niños, como la mayoría de la gente de su edad. Probablemente se aburriría si lo hiciera.
—Eso es un poco triste —dijo Cindy.
—En realidad, no —respondió Jennifer con la seguridad de alguien que habla desde la experiencia.
Se quedaron en silencio durante un momento, y Sebastian se estiró, tumbado boca arriba en el suelo del porche, reflexionando sobre lo maravilloso que resultaba que aquel día pudiera considerarse fácilmente como el mejor de su vida. Lo único que lo habría mejorado hubiera sido que su padre estuviera allí con ellos y que Kelly Taylor hubiera sido testigo de los milagrosos acontecimientos que habían tenido lugar en la pista de pelota atada ese mismo día.
—Eh, ¿a ti qué te parece, hombrecito? —le preguntó Jennifer.
—¿El qué?
—¿A ti qué te parece eso sobre tía Gabi y Terrence?
Sebastian estiró los brazos por encima de la cabeza y dijo:
—Yo creo que se van a casar y van a tener un montón de hijos, igual que Otto y Rubina.
—¡Eso es una locura! —se burló Jennifer—. ¡Pero si todavía ni siquiera han salido juntos!
Sebastian estiró las piernas, percatándose de que tenía los músculos un poco entumecidos.
—Lo sé, pero eso es lo que creo. Y tú también te vas a casar y vas a tener hijos.
—¿Y eso quién te lo ha dicho? —le preguntó Jennifer, aunque parecía algo intrigada por la idea.
El atardecer cayó sobre Bungalow Haven y, más allá del silencio de la noche, escucharon el sonido del agua corriente y de los platos entrechocando en el fregadero. Jennifer encendió la vela que había sobre la mesita de mimbre con unas cerillas que encontró junto a ella, y la llama chisporroteó durante un momento y después ganó bastante fuerza y creció como una columna de luz, lo suficientemente brillante como para iluminar el porche entero.
—Me encantaría poder venir todos los días después del colegio —dijo Cindy—. Qué suerte tienes, Sebastian.
El niño asintió, sabiendo que era afortunado por tener a su abuela más o menos para él solo, aunque algo le dijo que eso también iba a cambiar.