Capítulo 1
El asfixiante sol californiano caía sobre el patio del colegio, y el calor que irradiaba el metal del tobogán derretía el aire circundante, creando una trémula bruma a su alrededor. Cuando eso ocurría, Sebastian prefería sentarse a la sombra, en el banco bajo el sauce cerca de la pista de pelota atada. Desde allí podía mantenerse al fresco mientras contemplaba a sus compañeros de clase, que corrían de un extremo al otro del patio, y se maravillaba de que aquel bochorno no les molestara cuando a él prácticamente lo dejaba sin aliento.
Si la pista estaba vacía y no hacía demasiado calor, abandonaba su refugio a la sombra para tumbarse en el suelo justo debajo de la desgastada pelota que colgaba de su cadena. Se colocaba las manos bajo las caderas manteniendo los codos y los hombros apoyados en el suelo y elevaba las piernas por encima de la cabeza. Así, lograba alcanzar la pelota con los pies y le propinaba una buena patada que la obligaba a trazar una amplia órbita alrededor del poste. La contemplaba girar y girar sobre su cabeza, acercándose y alejándose, sin apartar los ojos de ella a medida que se ralentizaba describiendo perezosas curvas. Entonces cerraba los ojos y escuchaba el sonido metálico de la cadena chocando y crujiendo alrededor del poste. Lo que más le fascinaba era la vibración que llegaba hasta las profundidades del propio poste. Cuando repiqueteaba y zumbaba de determinada manera, Sebastian lograba percibir cierto sonido solitario, como el de un tren traqueteando en la lejanía, o el del agua de la lluvia borboteando por el interior del canalón junto a la ventana de su dormitorio. Disfrutaba tanto de ese triste y prolongado ritmo que golpeaba la pelota una y otra vez.
Si lograba reunir la energía necesaria para pasarse los veinte minutos que duraba el recreo golpeando la pelota, su mente viajaba hacia universos más alegres y se imaginaba que era el jugador de fútbol más famoso del mundo y que todos sus compañeros de clase se congregaban a su alrededor para verle ganar un campeonato. No importaba que, en realidad, estuviera tumbado en el suelo, dándole patadas a la pelota en el aire. Aquel pequeño detalle no le privaba de la inmensa satisfacción de conseguir la gloria. Y cuando lograba anotar el gol de la victoria y escuchaba a sus fieles seguidores ovacionándolo, se le hinchaba el pecho de orgullo y se le empañaban los ojos. Aunque era extraordinariamente hábil y valiente, seguía siendo un héroe humilde.
Pero cuando se sentía demasiado cansado para hacer todo eso, se contentaba con permanecer a la sombra, en el banco bajo el árbol, contemplando a sus compañeros de clase jugar al fútbol. Le fascinaba cómo corrían por el campo y movían los brazos y las piernas con total despreocupación, persiguiendo el balón como si sus vidas dependieran de ello. Se caían unos sobre otros, y saltaban en el aire y aterrizaban sobre las rodillas, la espalda e incluso, a veces, la cabeza. Pero independientemente de lo dura que fuera la caída, siempre conseguían ponerse en pie y seguir corriendo.
Y aunque él se encontraba demasiado lejos para que los demás le oyeran o percibieran su presencia, cuando alguien marcaba un gol particularmente llamativo, él se ponía en pie y agitaba los brazos, vitoreándolo. Y si toda aquella emoción hacía que su pulso se acelerara más de lo recomendable, se colocaba la mano sobre el corazón y respiraba profundamente varias veces hasta que las pulsaciones disminuían a una velocidad normal.
Sebastian no olvidaba nunca que su corazón desbocado podía acabar con él. Pero resultaba curioso porque, siempre que el corazón le palpitaba contra el tórax y la sangre le corría velozmente por las venas, era cuando más vivo se sentía. Por supuesto, en aquellos momentos también recordaba el adusto semblante que ensombreció el rostro de su madre cuando lo matriculó aquel curso en el colegio, una expresión que adoptaba un año tras otro desde que él había empezado a ir a la guardería. Su madre siempre se citaba con los profesores nuevos de su hijo al principio del curso porque quería que supieran que el suyo no era un niño como los demás. Sí, que era menudo para su edad era algo de lo que podían percatarse por sí mismos, pero había mucho más.
Una complicada jerga médica que habría hecho que a la mayoría de la gente se le trabara la lengua surgía fácilmente de la de su madre, como si ella misma hubiera llevado a cabo la delicada operación que salvó la vida de Sebastian cuando apenas contaba unos días de edad.
—Mi hijo nació con un defecto septal auriculoventricular en el corazón, conocido comúnmente como DSAV —decía—. Esto significa que cuando aún era un feto se le formaron incorrectamente los cojinetes endocárdicos del corazón encargados de separar las aurículas de los ventrículos. Ahora bien, esta deformación puede clasificarse por su gravedad en tres categorías. —Cuando llegaba a ese punto, su mirada adquiría un aspecto vidrioso, aunque seguía pronunciando todas las palabras de forma clara y precisa—. Desgraciadamente, mi hijo tiene un defecto DSAV completo que hizo necesaria una intervención quirúrgica inmediata para corregir la fuga de sangre oxigenada…
Dado que Sebastian se encontraba siempre presente durante este discurso anual, se imaginaba a sí mismo tendido sobre la mesa de operaciones, con la caja torácica abierta por la mitad y su pecho totalmente al descubierto, dejando ver la deformación de la que su madre hablaba. La imagen que tenía de su corazón había evolucionado a lo largo de los años. Hacía tiempo que se lo imaginaba como un filete pequeño y después como carne picada de hamburguesa, a veces cocinada y otras cruda. Hubo un año en el que se sorprendió y se sintió algo inquieto al descubrir que su corazón había mutado para convertirse en una patata putrefacta llena de raíces y extrañas protuberancias bulbosas. Y, sin embargo, últimamente su corazón había empezado a parecerse a un cuenco de sopa de fideos y, en lugar de latir, borboteaba de un lado a otro, rebosando a veces por los bordes.
Se imaginaba a su cardiólogo, el doctor Lim, asomándose a la caverna de su pecho, pinchándole el corazón con afilados instrumentos quirúrgicos que más bien parecían palillos chinos, distribuyendo las distintas partes más o menos donde pensaba que irían, aunque nunca parecía muy seguro. El médico no se daba cuenta de que algunos fideos se salían del cuenco y caían al suelo mientras él trabajaba y, cada año, cuando la madre de Sebastian contaba su historia y el doctor Lim cosía finalmente el pecho de Sebastian, quedaba un poquito menos de su corazón dentro del cuenco.
Su madre proseguía:
—Pueden surgir ciertas complicaciones durante la cirugía y, en el caso de mi hijo, dado que su estado era tan crítico y que era necesario colocar el parche en el ventrículo muy cerca de la zona del corazón en la que se generan los impulsos eléctricos, el órgano quedó dañado y fue imprescindible colocarle también un marcapasos…
Sebastian se imaginaba esto también, una cajita de metal aproximadamente del tamaño de un teléfono móvil escondido entre los húmedos fideos de su corazón. Cuando la cajita vibraba, los fideos temblaban y se quedaban de nuevo quietos, para luego continuar con un intercambio sin fin de trémulas vibraciones que lo mantenían a él con vida. El marcapasos seguía vibrando hasta que se le gastaba la pila y entonces, igual que hacía su padre siempre que se fundía la luz de la guantera de su coche, el doctor Lim le volvía a abrir el tórax y le cambiaba las pilas viejas por unas nuevas.
Después de escuchar las explicaciones de su madre sobre sus problemas cardíacos, los profesores de Sebastian normalmente se quedaban sin habla. Durante varios minutos daba la sensación de que más bien eran estudiantes con pocas luces que no habían hecho sus deberes, en lugar de inteligentes profesores que debían conocer todas las respuestas. Sin embargo, al final, siempre comprendían que, aunque el DSAV solía tratarse correctamente, el caso de Sebastian era único y muy especial y que resultaba necesario tomar medidas únicas y muy especiales para protegerle de la innombrable tragedia.
No obstante, afortunadamente para todo el mundo, este complicado problema exigía que el profesor de turno respetara una sencilla norma: Sebastian debía tratar de no hacer ninguna actividad que lo sometiera a un gran esfuerzo o que le produjera una insuficiencia cardíaca. En resumen, tenía terminantemente prohibido correr o jugar en el patio con los demás niños.
El año que Sebastian empezó quinto grado fue ligeramente distinto, porque tanto su madre como su padre acudieron a aquella cita obligada con su nueva profesora, la señorita Ashworth. El coche de su madre se encontraba en el taller, así que, como su padre tenía que llevarlos de todos modos, decidió asistir a la reunión. Sebastian se preguntaba si la presencia de su padre modificaría el ambiente de la reunión. Él no era tan serio como su madre y solía contar chistes absurdos que su madre casi nunca encontraba divertidos. Sebastian no entendía la mayoría de estas bromas, pero se reía de todas maneras porque sabía que eso haría feliz a su padre y así quizá no se daría cuenta de que su mujer ponía los ojos en blanco.
Resultó que la señorita Ashworth era igual de compasiva y comprensiva que todos sus profesores anteriores, pero a Sebastian le gustó más que los demás. Para empezar, tenía una larga melena color trigo y llevaba faldas cortas y medias de colores que hacían un ruido de frufrú cuando caminaba.
—No se preocupen, me aseguraré de que Sebastian pase un buen curso. Vamos a aprender mucho, ¿verdad? —dijo, cruzando sus torneadas piernas mientras le dedicaba una de sus cálidas sonrisas que siempre hacían que le latiera el corazón un poquito más rápido de lo recomendable.
Ese día, y todos los días después de aquel, se le ocurría que las profesoras no tendrían que ser tan guapas como la señorita Ashworth. Profesoras así lo único que hacían era distraer a sus alumnos, que se pasarían el día entero mirándole embobados aquellos labios suyos pintados de rosa en lugar de escuchar las palabras que salían por ellos.
Sin embargo, no era a sus alumnos a los únicos a los que la señorita Ashworth distraía con facilidad. Tras varios minutos charlando con sus padres, Sebastian se percató de que, mientras su madre profería su apasionado discurso, los ojos de su padre recorrían sin parar el cuerpo de la señorita Ashworth de arriba abajo, deteniéndose en las pálidas rodillas y los muslos al descubierto. La señorita Ashworth debió de notarlo también porque a mitad de la reunión se tiró de la falda para bajársela y, cuando no lo consiguió, escondió las piernas tras el escritorio.
Cuando la reunión estaba llegando a su fin, el padre de Sebastian contó otro de sus ambiguos chistes, pero esta vez Sebastian no tuvo que reírle la gracia. La señorita Ashworth ya se estaba riendo efusivamente por todos los demás. De hecho, su risa era tan incontenible que se le saltaron las lágrimas y tuvo que secarse el rabillo de los ojos con un pañuelo.
Con su melena rubia flotando a su alrededor como una capa, la señorita Ashworth avanzó decididamente cruzando el patio del recreo hacia el banco desde el que Sebastian contemplaba el partido de fútbol. A medida que se acercaba a él, Sebastian se quedó petrificado mirando las caderas de su profesora balanceándose de un lado a otro y los pechos rebotándole suavemente. Es cierto que le encantaba el sonido de frufrú de sus medias, casi tanto como el tintineo de su voz; y la fragancia fresca que solía ponerse le daban ganas de presionar su mejilla contra la de ella siempre que se acercaba a él para revisar su trabajo. Sebastian estaba pensando en todo esto cuando la profesora agachó la cabeza por debajo de las ramas más bajas del sauce. Con aquella suave combinación de luces y sombras, el niño pensó que su profesora nunca había estado más guapa.
—Sebastian, ¿no te aburres tú solo aquí sentado? —le preguntó la señorita Ashworth.
—En realidad, no —le respondió él, agradecido de que la sombra del árbol ocultara la vergüenza que le había teñido de color las mejillas.
—He pensado que a lo mejor te gustaría venir dentro y ayudarme a limpiar la pizarra —le dijo ella inclinando la cabeza con un gesto coqueto.
La profesora sabía perfectamente que aquella era una de las actividades favoritas de Sebastian. De hecho, era la favorita de todo el mundo, pero la señorita Ashworth casi siempre se la encargaba a él. Aunque estaba disfrutando viendo el partido de fútbol, se puso en pie inmediatamente para marcharse con la profesora y, cuando pasaron junto a la pista de pelota atada, golpeó firmemente la pelota con el puño para poder escuchar el gemido lastimero de la cadena en movimiento.
De vuelta en clase, la señorita Ashworth se sentó en su escritorio a poner notas mientras Sebastian se subía a un taburete con escalerilla y comenzaba a limpiar la pizarra de izquierda a derecha. Siempre lo hacía así porque desde aquel ángulo podía seguir contemplando el rostro de la señorita Ashworth. Había aprendido que era mejor dejar que el producto de limpieza disolviera la tinta durante cinco o diez segundos antes de frotar y así podía observar a la profesora mientras aguardaba y, de ese modo, se aseguraba de que no se perdería ninguna sonrisa o guiño que ella pudiera dedicarle cuando levantaba la mirada, cosa que sucedía con frecuencia.
Al ser tan cuidadoso y tener que emplear el taburete para llegar al borde superior de la pizarra, Sebastian tardaba más tiempo que otros alumnos en limpiarla, pero, cuando terminaba, la señorita Ashworth siempre se ponía en pie y se apartaba de la pizarra con las manos en las caderas para admirar su trabajo.
—¡Sebastian! —exclamaba, con una ligera expresión de asombro—, sin duda, tú eres el mejor limpiador de pizarras que he tenido nunca en mi clase.
—Gracias —le respondía él, sonrojándose.
Se sentía agradecido por haber descubierto que tenía una habilidad que hacía feliz a alguien. Y si ese alguien resultaba ser la señorita Ashworth, mejor que mejor.
Cuando sonó la campana del final del recreo unos minutos más tarde, los alumnos entraron en la clase como un estrepitoso remolino de viento y, cuando se percataron de que Sebastian había sido elegido una vez más para limpiar la pizarra, algunos de ellos se quejaron. La señorita Ashworth no solía prestar atención a sus protestas, pero aquel día, les dijo:
—Muy bien, la próxima vez que uno de vosotros quiera renunciar al recreo para venir a limpiar la pizarra, decídmelo.
Ante aquel comentario, solamente se escucharon más gemidos y quejas.
—Yo renunciaré a mi recreo —contestó Keith mientras se volvía para dedicarle una sonrisita burlona a Sebastian.
La señorita Ashworth se echó a reír y se apartó su larga melena del hombro.
—Keith, no me creo ni por un segundo que vayas a quedarte voluntariamente sin recreo solo por limpiar la pizarra.
Keith era un nuevo alumno aquel año y no acababa de comprender totalmente que el delicado estado de salud de Sebastian exigía una actitud especialmente compasiva. El resto de sus compañeros habían comprendido hacía tiempo que, aunque resultaba tentador, no debían burlarse de él por ser pequeño y parecer un liliputiense, pero los descarados modales con los que Keith lo trataba estaban empezando a erosionar la interpretación que los demás habían hecho del asunto hasta ese momento. De hecho, la presencia de Keith parecía desencadenar ciertos resentimientos hacia Sebastian que habían ido acumulándose a lo largo de los años.
—Es todo un chicarrón —escuchó Sebastian que la señorita Ashworth le decía a la madre de Keith una tarde que vino a recoger a su hijo después de que este se hubiera metido en líos por decir un taco en el patio del recreo.
La madre tenía el mismo pelo de color claro que su hijo, pero Sebastian se sorprendió al ver lo esquelética que estaba, especialmente cuando Keith, que repetía curso ese año, le sacaba una cabeza a Sebastian y era extraordinariamente musculoso para su edad. Sebastian se imaginó que el padre de Keith también debía de ser alto y musculoso y seguramente tendría unas manos grandes y fuertes, como las de su hijo.
A pesar de su frecuente mala conducta, la señorita Ashworth no solía enfadarse con Keith, y Sebastian suponía que esto se debía a que el tipo de chicos que más le gustaban a la profesora eran esos fornidos «chicarrones», cosa que lo hacía sentir poco digno, pues sabía muy bien que él no era uno de ellos. Ni siquiera se sentía ni la cuarta parte de uno. De hecho, quizá la única cosa que lo hacía sentir que verdaderamente era un chico y no una niña era que hacía pis de pie y no sentado, como ellas.
Cuando llegó la hora de salida, exactamente a las tres y cuarto aquella tarde, la señorita Ashworth ordenó a sus alumnos que recogieran los pupitres y después anunció a bombo y platillo que iba a dejar salir a la alumna del mes. En esa ocasión, el honor había recaído en Melanie Tanako, una silenciosa niña japonesa que, unas semanas antes, había enseñado a la clase a hacer animalillos en origami. Además de recibir un vale para el McDonald’s, la homenajeada era la que primero salía todos los días de clase para ir a su casa. Únicamente después de que el alumno del mes hubiera salido por la puerta, la señorita Ashworth daba permiso a los demás para que fueran saliendo por filas y, como era particularmente justa con estas cosas, se cuidaba de ir alternando entre las filas delantera y trasera, lo cual significaba que Keith, que se sentaba en la primera, siempre se encontraba entre los primeros o los últimos en salir de clase.
Esto tenía gran importancia para Sebastian, porque sabía que Keith era básicamente un matón perezoso. Aunque le encantaba meterse con los más débiles, no se desviaría de su camino por hacerlo, especialmente si eso significaba cruzarse de acera o caminar una manzana de más para llegar a casa. Lo otro que Sebastian sabía era que Keith probablemente no le causaría demasiados problemas a menos que hubiera otros mirando y, si había alguna niña en el grupo, y una de ellas resultaba ser Kelly Taylor, Keith sería particularmente ingenioso al aplicar su crueldad.
Kelly llevaba gruesas gafas y solía recogerse su sucio pelo rubio en dos trenzas torcidas y despeinadas, pero era capaz de correr tan rápido como cualquier chico y lo hacía casi tan deprisa como Keith, el más veloz de la clase. No era particularmente guapa, pero no se podía negar que su voz ronca tenía cierto atractivo. Y la manera en la que mascaba el chicle y se colocaba con una mano en la cadera y un pie mirando hacia fuera en un perfecto ángulo recto resultaba extrañamente irresistible. Todos los chicos de la clase estaban enamorados de Kelly Taylor y, aunque Sebastian odiaba admitirlo, sabía que el inquietante cosquilleo que notaba en el estómago siempre que la miraba significaba que probablemente él también sentía algo por ella.
Aquel día, la fila de Keith fue una de las primeras en salir, lo cual indicaba que, sin lugar a dudas, Sebastian se toparía con él a la salida del colegio. Hacía tiempo que había dejado de desear que Keith se cansara de su jueguecito, pero nunca abandonaba la esperanza de que, algún día, él sería capaz de correr, porque quizá entonces lograría ser lo bastante rápido como para esconderse detrás de la caseta de los boy scouts y, desde allí, probablemente podría llegar a casa de su abuela sin que nadie le viera. Sebastian observó a la señorita Ashworth, preguntándose si debía contarle lo que sucedía con su «chicarrón» después de clase.
—¿Va todo bien? —le preguntó la profesora cuando se dio cuenta de que Sebastian la estaba mirando fijamente—. ¿Te encuentras mal?
Él negó con la cabeza y rápidamente apartó la mirada. El niño no quería admitir que, aparte de ser débil físicamente, también lo era emocionalmente. No deseaba enfrentarse a la posibilidad de que quizá no había nada de masculino en él y no podía soportar el pensamiento de que la señorita Ashworth, que era toda una mujer como había pocas, se enterara de algo así sobre él.
Keith solía cortarle el paso a Sebastian en la esquina más alejada del patio del colegio, donde resultaba más difícil que los cuidadores vieran lo que sucedía. Pero incluso aunque se percataran de su presencia, lo único que verían sería un grupo de niños riéndose y saltando en corro alegremente, y aquello no los incitaría precisamente a recorrer todo el patio del colegio para ver qué estaba pasando en realidad.
—¡Eh, tú! —exclamó Keith en un tono impositivo que hacía que todos los músculos del cuerpo de Sebastian se pusieran en tensión.
Se volvió para ver a Keith acompañado de su grupito habitual, con Kelly Taylor entre ellos. Ahora que las clases habían terminado, se había quitado las trenzas y su desaliñado cabello rubio le caía suelto sobre los hombros.
—¡Sí, tú! —dijo Keith con una amplia sonrisa dibujada en su cara pecosa.
Parecía tan risueño, tan lleno de diversión y con tantas ganas de jolgorio que, a veces, Sebastian se sentía tentado a devolverle la sonrisa, pero nunca lo hacía.
—He decidido que hoy quiero verte bailar como a un mono —anunció Keith, mientras colocaba la punta del dedo sobre la morena coronilla de Sebastian adoptando una actitud pensativa.
Sus manos eran lo que más asustaba a Sebastian, pues, entre los montones de pecas que las cubrían, tenía una miríada de costras que el niño suponía que Keith habría adquirido de aporrear sin piedad a la gente con sus puños.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kelly—. ¿Cómo se te ha ocurrido una cosa así?
—Anoche vi una película antigua en la que un mono bailaba sin parar mientras un tío le daba a la manivela de un organillo, y el mono me recordó a Sebastian, aquí presente.
Al escuchar esto, algunos de los amigotes de Keith comenzaron a imitar a los monos y a pegar saltos alrededor, pero eso no satisfizo a Keith. Quería ver a Sebastian bailar y no le valdría que lo hiciera nadie más.
Sebastian notaba la boca seca y tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragar saliva. Hasta entonces, Keith le había obligado a ladrar como un perro, a mugir como una vaca y a hacer toda clase de ruidos de animales de granja. Hubo una vez en la que el matón casi se desplomó de la risa cuando Sebastian logró emitir un chillido que parecía el de un cerdo en el matadero.
—Quiero que sientas dolor —le había dicho Keith, que había gritado y aullado de un modo mucho más dramático que el chillido desganado de Sebastian.
No obstante, a pesar de haber logrado llevar a cabo con éxito las órdenes anteriores, Sebastian no creía que fuera capaz de bailar como un mono, así que se quedó allí, quieto, con aspecto desamparado.
—Parece que va a echarse a llorar —observó Kelly.
—No va a llorar —comentó Keith, aunque parecía esperanzado.
Otro de los chicos dijo:
—Si llora, lo único que conseguirá será demostrar que no es más que un bebé.
—Eh, a lo mejor deberías hacer que se chupara el dedo, como un bebé —sugirió otro de los chicos.
—¡Bah, no! —le respondió Keith—. Le quiero ver bailar como a un mono. ¿A qué estás esperando? —dijo, volviéndose hacia Sebastian—. ¡Baila, mono, baila! —gritó, levantando los brazos en el aire, y entonces todo el mundo hizo lo mismo.
—¡Baila, mono, baila! —gritaron todos excepto Kelly, que parecía ligeramente entretenida mientras mascaba su chicle.
Entonces, hicieron un corro alrededor de Sebastian ondeando los brazos en el aire mientras coreaban la consigna de Keith, y el niño supo que no tendría otra opción que tragarse la dignidad una vez más y hacer lo que querían. Todo llegaría más rápidamente a su fin cuanto antes lo hiciera. Una febril oleada de vergüenza le subió desde las ingles, bajó la mirada, levantó sus flacuchos brazos en el aire y comenzó a agitarlos arriba y abajo, lo que provocó una inmediata explosión de hurras por parte de los chicos, aunque Keith era el que lo jaleaba más fuerte que los demás.
—¡El mono puede bailar, bailar, bailar! —voceaba alborozado—. ¡Mirad, mirad, mirad cómo lo hace!
Sebastian continuó su tonto bailecito y, mientras tanto, se imaginó a sí mismo vestido con una capa y un chaleco, y adoptando una mueca cómica con sus gruesos labios de mono. En algún sitio, él también había visto a un organillero con un mono bailarín y sabía que, al final del baile, se suponía que el mono se quitaba el sombrero y lo pasaba alrededor, pero esperaba que Keith no se acordara de esa parte. Cerró los ojos para que nadie se diera cuenta de que se le estaban acumulando en ellos las lágrimas, pero no fue capaz de retenerlas, ni siquiera mientras se movía de un lado a otro como un monito feliz.
—¡Oh, mierda, ahí va! —comentó Keith—. Parece que tenemos un mono llorón.
—¡Déjalo en paz! —le recriminó Kelly—. No deberías meterte más con él. Tiene un grave problema de corazón y podría morirse aquí mismo si sigues obligándole a que haga esas cosas estúpidas.
Keith no pareció tomarse demasiado en serio la advertencia de Kelly, pero, de todas maneras, le propinó a Sebastian un desdeñoso empujón en la cabeza y le dijo:
—Vale, ya puedes dejar de bailar, niño mono.
Sebastian se detuvo instantáneamente, pero todos aquellos saltos lo habían dejado sin resuello y se habría llevado la mano al corazón, pero no deseaba dar la sensación de que quería despertar la compasión de sus compañeros.
Keith se agachó para pegar su nariz a la de Sebastian y le dijo:
—Escúchame atentamente. La próxima vez que la señorita Ashworth te pida que limpies la pizarra, quiero que le digas que no vas a hacerlo nunca más.
Sebastian lo miró fijamente, pero no pronunció palabra.
—¿Lo has entendido? —le dijo Keith, mirándole amenazadoramente con sus ojos amarillos entrecerrados.
—¡Pero a la señorita Ashworth le gusta que yo limpie la pizarra! —gimió Sebastian.
—Muy bien, vale, como tú quieras —dijo Keith, se irguió y volvió a gritar de nuevo—: ¡Baila, mono, baila! —Y los demás hicieron lo mismo.
Sebastian dejó caer la cabeza y trató de controlar sus emociones. Verter unas pocas lágrimas era una cosa, pero romper a llorar descontroladamente resultaba impensable.
—Vale, no volveré a limpiar la pizarra nunca más —masculló.
Keith levantó la mano para acallar a los demás.
—¿Qué ha sido eso? No te he oído bien, niño mono.
—No volveré a limpiar la pizarra nunca más —repitió Sebastian.
—¿Todo el mundo lo ha oído? —preguntó Keith—. El niño mono no va a volver a limpiar la pizarra nunca más.
Más que satisfecho, Keith se dio media vuelta y se alejó pavoneándose, con los hombros rectos y la cabeza bien alta. Kelly midió con la mirada a Sebastian durante un par de segundos, con un aspecto vagamente decepcionado, como si se le hubiera gastado el sabor del chicle. Después, se dio la vuelta y rápidamente alcanzó a Keith. Ambos caminaron juntos por el patio del recreo mientras el resto de los niños les seguían de cerca.
Una vez solo, Sebastian se secó las lágrimas y respiró profundamente, consciente del traqueteo dentro de su pecho cuando exhalaba el aire. Esperó un momento hasta que se le pasó, recogió su cartera, se la colgó del hombro y emprendió el corto paseo hasta casa de su abuela. Solo de pensar en ella, lo invadió una oleada de alivio y expectación, y se echó a llorar de nuevo. A medida que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, se sintió agradecido de que esta vez no hubiera nadie mirándole.