28
H
e pasado el fin de semana en el piso de tía Nube, porque mamá e Iván se han ido a la costa, a celebrar y hacer planes.
No ha estado mal, aunque creo que mi ropa olerá a incienso durante el resto de mi vida y sigo sin entender lo de los chakras, y eso que tía Nube dedicó TODO el fin de semana a explicármelo.
Como ella detesta la tele, aunque tiene una en el salón y otra en su cuarto y una pequeña en la cocina, aproveché cuando se dedicaba a meditar para buscar en los informativos, hasta que al final de uno, como una noticia menor, me enteré de la detención, gracias a una llamada anónima, de una banda de tres peligrosos atracadores procedentes de la Europa del Este mientras intentaban desvalijar una joyería. También han detenido al técnico de una empresa de seguridad que les habría vendido los códigos para burlar las alarmas.
Me temo que Boris pasará una larga temporada sin vodka.
Y hoy ya es lunes y le dije a mamá que, si tenía tiempo, tal vez podríamos comprar ese teléfono móvil.
Así que hice con ella todo el viaje desde casa a la ciudad mientras canturreaba canciones de amor y le sonreía hasta a los semáforos.
Cada cinco minutos le llegaba al móvil un mensaje de Iván, y ella paraba el coche en el arcén, lo leía, respondía con una sonrisa picara y volvía a la carretera.
Me gusta verla feliz.
Se lo merece.
Tiene que atender a un cliente que llegará a primera hora. Más tarde vendrán tía Nube y Saúl, que hoy comienza como aprendiz en la tienda, y nosotros nos tomaremos el resto del día.
Mientras mamá atiende al cliente, yo revivo mis años de niño en el despacho, y dejo que mi mente se vaya de paseo por la punta de un lápiz mientras hago dibujos sin sentido en un papel.
El cliente compra y se marcha satisfecho.
Y mamá se detiene en la puerta del despacho y me mira.
Yo acaricio la estatuilla del tigre de mármol blanco.
—Parece que fue ayer cuando te pasabas las tardes en esa mesa. ¿Sabes que le ponías nombre al tigre? Cada día un nombre diferente...
—No hace tanto tiempo, mamá.
Consulta la hora y decide que Nube y Saúl tardarán aún un rato en llegar.
—Tenemos mucho de lo que hablar, Nahuel.
—Lo sé, mamá. Sé que fui un irresponsable, que tuve que pedir ayuda, y que...
—Te pareces demasiado a tu padre. Eso no es malo, Nahuel. Pero puede ser peligroso.
—No soy el único.
—¿Cómo?
—Que no soy el único que se parece a papá.
Dejo de acariciar la estatuilla y la hago girar sobre las patas traseras. No se oye ningún ruido, pero ambos miramos hacia el sector de la pared de madera detrás del escritorio.
Yo miro porque hace un momento la última ficha del puzzle ha encajado.
Ella mira porque siempre supo que ese compartimiento secreto existía.
El espacio es mayor de lo que podría imaginarse, y dentro hay cuerdas, instrumentos para escalar, otros aparatos que no identifico y varios trajes negros, elásticos y con capucha del mismo color. Uno de ellos está arrugado y tiene manchas rojizas de ladrillo por todas partes. Del color de los muros de la embajada de Botsuwi.
Mamá se sienta a mi lado y me acaricia el pelo.
—¿Cuándo lo supiste?
—Hace un rato. Aunque había detalles que no lograba conectar. Por ejemplo, que la silueta de negro siempre apareciera cuando yo estaba en peligro. Llegué a creer que papá no había muerto.
—Desgraciadamente, sí, Nahuel.
—Y el otro día, cuando estaba en el garaje planeando con Tomás colarnos en el piso de los ladrones, tuve la certeza de que alguien estaba escuchando. Salí al pasillo, fui hasta la cocina, y no había nadie. Al volver tuve la misma sensación. ¿Te habías escondido en el techo del pasillo, verdad?
Asiente.
—Y luego, cuando estaba en la embajada y me habían drogado, creí que soñaba con que la silueta entraba por la ventana y me acariciaba la cabeza para calmarme. Pero luego supe que no era un sueño. Todo el mundo me revuelve el pelo, pero solo tú lo haces de dos maneras diferentes: cuando me haces una caricia y cuando buscas canas en mi cabeza.
Me mira sorprendida.
—Ya me han salido diez desde que cumplí los trece, mamá. La última, esta mañana. Pero esa noche, en la embajada, cuando me creías dormido, me acariciaste la cabeza como cuando te preocupas por mí. Nadie más lo hace así. Y en casa, cuando nos abrazamos, noté que te molestaba el hombro, que fue donde te pegó el gigante Ornar. Por cierto, debe de haber dolido.
Levanta la manga de su blusa y me muestra un moretón del tamaño de una naranja de las grandes.
—Duele, todavía. Pero no demasiado. Por cierto, a Iván le dije que me lo hice cuando tuvimos el accidente con el coche. Cuento con tu discreción.
Mamá tiene una mirada diferente, casi divertida.
—¿Y dónde aprendiste a pelear así, te enseñó papá?
Mamá salta, da una voltereta en el aire y cae de pie.
—A pelear, no, Nahuel. A defenderme, que no es lo mismo. ¡Y fui yo quien le enseñó a tu padre, para que lo sepas! Él tenía un físico atlético y era muy ágil, pero bastante torpe, la verdad. Tuve que entrenarlo, y vaya si aprendió, hasta que el alumno superó a la maestra... O eso le dejaba creer.
Ha vuelto a saltar otra vez, mientras habla y sin pensarlo.
De repente, mamá me recuerda a alguien.
Me recuerda a mí.
Se da cuenta de lo que ha hecho, carraspea y vuelve a mi lado.
—Cuando tu padre empezó con sus... operaciones, éramos muy jóvenes. Y yo creía, como él, que hacíamos lo correcto.
—¿Entonces tú también, con él...?
—¿Si participé en las operaciones? ¡Claro! Juntos éramos imbatibles... Pero luego fuimos creciendo y él se negaba a dejar de ser el Tigre Blanco y yo tenía dudas. Acabas relacionándote con gente poco honrada, no todos eran idealistas como papá... Por eso, cuando me quedé embarazada de ti, le hice prometer que lo dejaría. Y sé que quiso cumplir su promesa, Nahuel. Abandonó las «operaciones», e incluso se dedicó a supervisar la construcción de nuestra casa, detalle por detalle...
Pienso en preguntarle por el cuarto secreto, pero no quiero interrumpirla.
—Hasta que descubrí que había vuelto a la actividad. Aunque él siempre cuidó que no se conociera su identidad, algunos de sus socios acabaron por descubrirla y lo presionaron para que siguiera. Me enfadé mucho con él por haberme mentido y le pedí el divorcio —mamá aprieta mi mano—. Temía que le ocurriera algo malo, ¿sabes? Ahora pienso que si hubiera sido más comprensiva...
—No fue tu culpa, mamá. Él decidió.
—No del todo. Lo amenazaban y dijo que tenía que cerrar varios asuntos porque así lo dejaría para siempre... No le creí y se marchó para no ponernos en peligro. Hace unos siete años, tú estabas en un campamento con el colegio, reapareció una noche y me aseguró que estaba a punto de resolver todo, que si lo aceptaba cambiaría de vida.
Ahora soy yo quien acaricia el pelo de mamá, que sigue hablando.
—Dejé que se quedara en casa ese fin de semana, pero no le di una respuesta. Se fue convencido de que todo saldría bien y entonces..., entonces la avioneta... Si lo hubiera retenido, tal vez ahora estaría vivo...
—Sabes que hubiera hecho lo que tenía que hacer, mamá. Él era así, ¿no?
Sonríe y las lágrimas no llegan a caer. Tengo que cambiar de tema.
—Oye, y tú te has mantenido en forma, ¿eh? Para tu edad, digo...
Ríe y me hace cosquillas como cuando era niño.
—¡Pequeño presumido! ¿Te apuesto a ver quién da más vueltas en el aire?
—Seguro que me ganas. ¿Te seguiste entrenando por si era necesario protegernos, verdad? ¡Y has estado fabulosa! Lo del piso de los ladrones fue espectacular, pero lo de la embajada, ¡eso sí que fue grandioso! Saltando de aquí para allá —sin darme cuenta la estoy imitando—. Y gracias por lo del viernes por la noche en el bosquecillo. Por cuidarnos. Y por no intervenir.
Mamá me mira extrañada.
—¿Qué bosquecillo, Nahuel? El viernes por la noche fui a cenar con Iván.
—Lo-lo habré soñado, mamá. ¡Eso fue! Con tantas emociones, uno se confunde —miento porque sé que vi una silueta entre los árboles pero también que ella dice la verdad, y prefiero no pensar—. Y por cierto, ¿qué vas a hacer con el diamante, ya sabes a quién devolverlo?
—¡Yo no tengo el diamante, Nahuel! Creí que tú...
—¡Y yo creía que tú lo habías cogido de mi cuarto! Si no han sido los botsus ni los suwis, ¿quién se lo llevó?
Nos miramos, a punto de decir algo que sonará increíble.
En ese momento se abre la puerta y llega la tía Nube con Saúl, y apenas alcanzamos a cerrar a tiempo el compartimiento secreto para que no lo vean.
Nube viene explicándole al Cobra algo sobre la reencarnación de las almas y yo aprovecho para no pensar en lo que mamá y yo no llegamos a decirnos. Ella hace lo mismo y propone que tal vez Saúl me pueda ayudar a elegir teléfono móvil, porque estará más al tanto de los modelos, y yo me marcho con él, aliviado y feliz porque todo ha terminado, aunque sé que acaba de empezar...
De momento quiero disfrutar de lo que queda de vacaciones, de mis amigos y de mi madre.
Todo el mundo necesita descansar de vez en cuando.
Incluso el hijo del Tigre Blanco.