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T
al vez fuera porque Tchanda echó más líquido fuera que dentro del pañuelo, o porque mi pobre truco de contener la respiración dio resultado. El caso es que esta vez no perdí el conocimiento. Únicamente estaba muy mareado.
Comprendí que la oscuridad se debía a que el ministro había apagado la luz al salir. La cabeza me daba vueltas y tiraba de mí hacia un pozo oscuro.
Me acerqué tambaleante hasta la ventana y la abrí de par en par. Me dejé caer de rodillas junto a ella e inspiré. A punto de perder la consciencia, aspiré profundamente el aire puro y cargado de olor a lluvia inminente.
Me sentí mejor, pero aún muy débil.
Asomé la cabeza por la ventana y vi que debajo pasaba una cornisa que rodeaba todo el edificio. Abajo, un frondoso jardín lleno de plantas exóticas, y más allá, un alto muro que encerraba la embajada igual que si fuera un castillo.
Me dije que si no estuviera tan mareado podría avanzar sin problemas por esa cornisa hasta hallar una ventana abierta y escapar.
Sin embargo, mi cabeza giraba cada vez más rápido y solo pude volver hasta el sofá, tumbarme en él y luchar para no dormirme.
Entonces fue cuando tuve las alucinaciones... Vi el Koh-Al-Noor, gigante como un sol, brillando en el cielo, y luego todo era penumbra y estaba en una cueva, y avanzaba alumbrando el camino con una antorcha. Desemboqué en una cámara atestada de tesoros, entre los que reconocí alguna de las piezas de la lista que había inventado para Tchanda. De repente, todo giró un poco más despacio y soñé que estaba tumbado en ese mismo sofá, mirando hacia la ventana gris con mis ojos a punto de cerrarse, cuando por el marco entraba, con agilidad propia de un felino, una silueta vestida de negro de pies a cabeza, daba una voltereta y se acercaba a mí. Yo quería hablar pero no podía, y la figura enguantada apretaba mi mano para transmitirme confianza, y me acariciaba la cabeza. Yo alzaba la mirada con gran esfuerzo, y me hacía un gesto que no podía interpretar, pero que me hizo pensar que todo iría bien. Después me acercaba a la nariz algo que olía muy bien. Y de golpe un ruido que parecía inmenso, pasos de gigantes acercándose, retumbaban muy cerca, y la figura de negro volaba hacia la ventana y se fundía en la nada.
Y volví a dormirme.
Abrí los ojos y me sentí completamente despejado, como si hubiera descansado toda la noche en mi cama.
No tenía miedo y mi cuerpo respondía a la perfección.
Miré hacia la puerta y la línea de luz que se filtraba por debajo de ella me indicó que Ornar seguía vigilando esa vía de escape.
Me acerqué al reloj y comprobé que eran las diez y diez. No había dormido tanto, después de todo.
Me asomé a la ventana. Todavía no llovía, aunque faltaba muy poco. Algunas ventanas de las plantas inferiores de la embajada lucían iluminadas y unas farolas diseminadas por el jardín, que antes no vi porque estaban apagadas, brillaban como para desmentir cualquier sueño de huida. Pensé en las extrañas alucinaciones que había tenido a causa del narcótico, y una vez más me rondó la sensación de estar dejando escapar un detalle importante.
Daba igual.
La estrategia que había ideado había resultado frágil e ingenua.
Técnicamente, estaba en otro país y nadie vendría a rescatarme si no tenían pruebas de que me retenían allí.
Me quedé mirando fijamente las farolas del jardín.
Entonces ocurrió.
La luz se fue.
Las farolas murieron y las ventanas se apagaron, y escuché voces de alarma y carreras apresuradas.
Cerré la ventana y salté al sofá justo a tiempo, porque un instante después la puerta se abrió y una figura enorme entró corriendo, con una linterna en la mano.
Ornar.
Me iluminó la cara y yo mantuve mi farsa de sueño narcótico. Se marchó enseguida. Escuché el ruido de la llave al dar dos vueltas completas, clausurando cualquier escape.
Y tomé una decisión.
Hice dos o tres cabriolas para comprobar que estaba en forma y acto seguido abrí la ventana. Salí a la cornisa. Me pareció bastante más ancha que en mi inspección anterior. Pegué la espalda a la pared y fui avanzando hacia la próxima ventana.
Estaba cerrada.
Debajo, pasó corriendo un soldado, y otro, mientras un tercero gritaba órdenes enfurecidas. Me dije que con la siguiente ventana tendría más suerte.
También estaba cerrada.
Y la siguiente.
Así llegué a la esquina del edificio, y cuando me asomé vi que la cornisa acababa allí.
No podía seguir.
Y comenzó a llover.
Primero fueron solo unas gotas pesadas, como si cayeran aburridas de esperar todo el día para cumplir con su función.
Pronto llegaron las demás.
Todas las demás gotas.
Y no ha dejado de llover durante la media hora que llevo aquí, en esta cornisa y sin tener adonde ir.