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ntes de comer dije que quería tumbarme un rato para estar descansado cuando jugáramos a los bolos. Mamá me tocó la frente para ver si tenía fiebre, y cuando iba a revolverme el pelo, me aparté diciendo que ya no era un niño.

En cuanto estuve solo en mi cuarto, sonreí: había logrado librarme de Johanna por una hora.

Saqué de su escondite la carpeta de papá sobre el diamante, pero antes de tumbarme a estudiar el contenido, me pasé un buen rato frente al espejo.

Llevaba dos días sin revisarme el pelo.

Un descuido que no me podía permitir.

Desde que tengo memoria, mamá tiene la costumbre de revolverme el cabello durante un buen rato. Y no dudo de que lo hace por cariño, pero recientemente descubrí que al mismo tiempo estaba buscando cabellos blancos en mi cabeza, con temor a encontrarlos.

Por un fenómeno que no acabo de entender, mi padre tenía el cabello completamente blanco a los veinte años. Aunque en las pocas fotos de él que mamá guarda en un cajón y en mi difuso recuerdo, su pelo era negro como la noche. Supongo que se teñía para no ser reconocido como el Tigre Blanco.

Cuando vivimos mi primera aventura, también descubrí en mi cabeza la primera cana. La arranqué sin comentar nada a nadie, y desde entonces, me reviso el pelo cada mañana al despertar.

En este tiempo he hallado y arrancado nueve cabellos blancos.

Tres por mes. No sé si son muchos o pocos.

Esa tarde no encontré ninguna y me zambullí en la sangrienta historia del diamante Koh-Al-Noor.

Al parecer, aunque la piedra siempre tuvo un aura de misterio, la leyenda de su maldición comenzó cuando la sacaron del país. En 1660, Botsuwi era un protectorado británico, y un tal James Shoutern le ganó la piedra a un potentado local en una partida de cartas. Antes lo había despojado de su dinero y sus bienes, y el otro, en un intento de recuperar su fortuna, apostó el diamante contra todo lo perdido.

Volvió a perder.

Y Shoutern, que era la oveja negra de una familia vinculada a la nobleza británica, enviado a trabajar para la administración en Botsuwi como castigo, pensó que su suerte había cambiado. Volvería a Londres con dinero de sobra y con una joya inimitable para despertar la envidia de los poderosos.

Su suerte cambió, pero para peor.

Dos días después de que su barco zarpara de Botsuwanda, la capital del país, cayó presa de una extraña enfermedad y agonizó durante horas.

No pudieron quitarle el diamante de las manos hasta que murió. El capitán lo guardó con el resto de sus pertenencias, para entregarlo a la familia del muerto cuando llegaran a Inglaterra.

No llegaron.

Cuando el barco se aproximaba a las islas Canarias, fue atacado por los piratas de Andró Moreau, al mando de L’invincible, y apodado «el amigo de la suerte», ya que siempre salía bien librado de todos los enfrentamientos. Cuando pasó revista del botín, declaró que solo quería conservar la joya. El resto de lo obtenido con el pillaje lo repartió entre sus hombres. Decidió cambiar de aires y establecerse en el Caribe, donde aún no habían puesto precio a su cabeza.

Una semana más tarde, durante una escaramuza inesperada con La Perezosa, un pequeño navío español, bastó un solo cañonazo certero para hacer naufragar el barco de Moreau, que murió en el acto.

Cuando los españoles abordaron L’invincible, descubrieron que el pirata francés sostenía con la mano derecha su sable de batalla, mientras que con la izquierda, pegada al corazón, aferraba el Koh-Al-Noor.

Moreau era zurdo.

El capitán español, un tal Pedro de Paz, más preocupado por el buen vino y las mujeres que por los rezos y las supersticiones, declaró que esa joya debía ser para la Corona, en contra de la opinión de sus lugartenientes, que pretendían venderla y se sublevaron acaudillados por el timonel, Jerónimo Tristante. Según las notas de papá, en el motín murieron todos los tripulantes, a excepción del grumete Sergio Vera, quien tras muchas peripecias fue rescatado por otro barco y logró llegar a Panamá con el diamante oculto entre sus ropas. Esperaba la ocasión para enrolarse en un navío con destino a España, para cumplir la última voluntad de su capitán y entregar la joya al rey, y en esa espera consumió diez años de su vida.

Al parecer, durante todo ese tiempo guardó celosamente el secreto y vivió casi en la pobreza, pero en diciembre de 1670, cuando al fin reunió el dinero para viajar a Madrid, celebró su partida con una gran borrachera durante la cual habló de más. Porque al amanecer fue asaltado y, aunque no resultó herido de gravedad, sí perdió la razón (y el diamante), y pasó el resto de sus días como un mendigo, deambulando por el puerto y reclamando con voz extraviada: «Mi tesoro, mi tesoro».

Y su tesoro estaba más cerca de lo que imaginaba.

Al menos por unos meses.

A comienzos de 1671, cuando el pirata Henry Morgan asedió y tomó con sus corsarios la ciudad de Panamá, una joya cuya descripción correspondía con el Koh-Al-Noor pasó a formar parte del botín del saqueo de la residencia del acaudalado Juan Ramón Biedma, hombre de confianza del gobernador. Y según algunas crónicas, habría sido la causa de diversos duelos y asesinatos entre los hombres de Morgan, hasta que el filibustero la envió a Londres.

Allí se pierde la pista de la joya durante otra década, aunque al parecer llegó a manos de un vizconde que, hechizado por la gema, hizo fabricar un saco de piel para llevarla amarrada a la muñeca y así tenerla siempre cerca.

Murió ahogado al resbalar en la orilla de un estanque poco profundo, pero aunque sus acompañantes intentaron rescatarlo, resultó imposible. «Era como si un peso portentoso tirase de él hacia el fondo», dejó escrito uno de los testigos.

La siguiente noticia que aparece sobre la joya la sitúa al otro lado del océano, en las colonias británicas de América del Norte. Un próspero comerciante de tejidos y dueño de numerosas plantaciones, que solía presumir ante sus invitados exhibiendo el diamante, fue víctima de una de las por entonces escasas rebeliones de esclavos, y murió aferrando la piedra con tanta fuerza que tuvieron que cortarle le mano con un sable.

El Koh-Al-Noor volvió a aparecer esporádicamente, causando siempre la desgracia de quienes pretendían poseerlo, desde un coronel del Ejército Confederado hasta un abogado de Boston, pasando por un colono alemán atraído por la fiebre del oro. Y según versiones no confirmadas, el presidente Abraham Lincoln lo recibió como obsequio de un admirador anónimo y lo llevaba consigo cuando fue asesinado mientras asistía a la representación de una comedia musical en el Teatro Ford, en 1865.

Nuevamente, la piedra desaparece (aunque papá había recopilado leyendas y rumores sobre muertes extrañas, relacionadas con joyas similares), hasta que en 1925 vuelve a la luz en manos de un audaz empresario, David Towers, que la consideraba el amuleto responsable de su meteórico ascenso en los negocios. Towers era también un hombre ávido de conocimientos, y pagó a diferentes estudiosos para reconstruir la historia de su querido diamante. Cuando leyó los informes, no volvió a dormir en paz y, pese a tener una salud de hierro, durante años se creyó víctima de las más variadas enfermedades, ganándose así fama de excéntrico. Acabó vendiendo todas sus acciones en la bolsa, y ofreció el diamante por un precio ridículo a su principal competidor en los negocios, quien lo adquirió convencido de que Towers había perdido la razón.

Corría el año 1929 y a la semana siguiente, tras el crack de la bolsa de Nueva York, el nuevo dueño del Koh-Al-Noor, completamente arruinado, saltó desde la ventana de su despacho en la planta número 20 de un edificio de Wall Street. Los que lo vieron caer juran que llevaba en la mano algo que emitía un intenso fulgor.

Towers, mientras tanto, navegaba hacia Europa, con la salud recuperada como por obra de un milagro.

Y ya en 1965 se encuentra una nueva referencia a la gema, en Canadá, cuando fue adquirida por el museo tras la misteriosa muerte de un millonario que acababa de comprarla.

Ese diamante fue el que papá robó para devolverlo a sus legítimos dueños.

Pero no tuvo tiempo, porque la maldición lo alcanzó antes.

Y causó la caída de la avioneta en que viajaba.

El diamante que me dejó en herencia.

Junto con la maldición.

Cuando me llamaron a comer, mamá volvió a tocarme la frente y comentó que estaba muy pálido.

No dije nada.