Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 21.48



Daniel y Stephanie continuaron inmóviles durante unos segundos, y cuando se movieron, fue únicamente para mirarse el uno al otro después de tener solo ojos para el cadáver tendido a sus pies. Absolutamente aturdidos, ni siquiera respiraban mientras esperaban en vano que el otro pudiese ofrecer alguna explicación a lo que acababan de presenciar. Boquiabiertos, sus rostros reflejaban una mezcla de miedo, horror, y confusión, pero finalmente se impuso el miedo. Sin decir ni una palabra y sin tener claro quién guiaba a quién, saltaron el murete que tenían a la izquierda y echaron a correr por el mismo camino por donde habían venido con la única idea de regresar al hotel.

En los primeros momentos no tuvieron mayores problemas con la huida, gracias a la luz de los focos que alumbraban el claustro. Sin embargo, en cuanto se encontraron en la oscuridad comenzaron las dificultades. Con los ojos habituados a las luces del claustro, ahora eran como dos ciegos que corrían por un terreno desigual y poblado de obstáculos. Daniel fue el primero en rodar por el suelo cuando tropezó con un arbusto. Stephanie lo ayudó a levantarse pero un segundo más tarde fue ella quien acabó tumbada en el suelo. Ambos sufrieron algunos rasguños, que ni siquiera notaron.

Con un gran esfuerzo de voluntad, se obligaron a caminar para prevenir nuevas caídas, a pesar de que sus aterrorizados cerebros les gritaban que corrieran. En cuestión de minutos, llegaron a la escalinata que bajaba hasta la carretera. Para entonces, sus ojos comenzaron a percibir los detalles a la luz de la luna, y al ver dónde pisaban, pudieron acelerar el paso.

–¿Hacia dónde? – preguntó Stephanie con voz entrecortada, en cuanto pisaron el pavimento de la carretera.

–Sigamos por la ruta que conocemos -respondió Daniel en el acto.

Cogidos de la mano, cruzaron la carretera y descendieron por la primera de las muchas escaleras de piedra todo lo rápido que les permitía el calzado. Los desniveles de los escalones contribuían a sus dificultades, aunque corrían cada vez que se encontraban con una zona de césped. Cuanto más se alejaban del claustro, mayor era la oscuridad, aunque ahora sus ojos se habían acomodado al entorno, y la luz de la luna era más que suficiente para evitar que chocaran con alguna de las numerosas esculturas.

Después de bajar el tercer tramo de escaleras, el agotamiento les obligó a trotar. Daniel estaba mucho más cansado que Stephanie y cuando llegaron a la zona iluminada por los focos de la piscina y consideraron que estaban relativamente seguros, tuvo que detenerse. Se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas, desesperado por recuperar el aliento. Durante unos momentos, ni siquiera tuvo fuerzas para hablar.

Stephanie, que estaba casi al límite de su resistencia, se obligó a mirar en la dirección que habían seguido en la huida. Después de la conmoción del suceso, su imaginación la había asediado con mil temores distintos, pero la visión del jardín iluminado por la luna era tan idílica y tranquila como antes. Un tanto más serena, volvió su atención a Daniel.

–¿Estás bien? – le preguntó entre jadeos.

Daniel asintió. Aún le faltaba aliento para poder hablar.

–Vayamos al hotel -añadió Stephanie.

Daniel asintió de nuevo. Se irguió, y después de una rápida mirada atrás, cogió la mano que le tendía Stephanie.

Esta vez caminaron, aunque lo más rápido que pudieron; rodearon la piscina y subieron las escaleras que conducían a la balaustrada barroca.

–¿Aquel era el mismo hombre que te asaltó en la tienda? – preguntó Stephanie. Aún le costaba trabajo respirar.

–¡Sí! – contestó Daniel.

Pasaron junto a las casas y entraron en la recepción desierta del balneario, que también servía como zona de paso entre el hotel y la piscina. Después del sangriento episodio en el claustro, y el consiguiente terror que había engendrado, la sencillez minimalista, la pulcritud, y la absoluta serenidad del balneario, les pareció un cambio casi esquizofrénico. Cuando entraron en el patio del restaurante lleno de comensales elegantemente vestidos, la música en vivo, y los camareros de esmoquin, se sintieron como unos extraterrestres. Sin hablar con nadie ni entre ellos, entraron en el hotel.

Stephanie obligó a Daniel a detenerse cuando se encontraron en la recepción. A la derecha estaba el vestíbulo, donde los huéspedes charlaban tranquilamente. A la izquierda estaba la entrada del hotel con los porteros de uniforme. Delante estaban las mesas individuales de la recepción; solo había una ocupada. Los ventiladores de techo giraban lentamente.

–¿Con quién tendríamos que hablar? – preguntó Stephanie.

–No lo sé. ¡Déjame pensar!

–¿Qué te parece el director nocturno?

Antes de que Daniel pudiera responderle, se acercó uno de los porteros. Se dirigió a Stephanie.

–Perdón. ¿Está usted bien?

–Creo que sí -contestó ella.

–¿Sabe que le sangra la pierna izquierda? – añadió el hombre, y le señaló la pierna.

Stephanie miró hacia abajo y por primera vez fue consciente de su aspecto desastrado. En la caída se había ensuciado el vestido y rasgado el bajo. El panty estaba en peor estado, sobre todo debajo de la rodilla izquierda, donde tenía un agujero. Las carreras le llegaban hasta el tobillo, y un hilo de sangre le manaba de la rodilla. Entonces advirtió que tenía varios cortes en la palma de la mano derecha, con algunos diminutos trozos de concha incrustados.

Daniel no estaba mucho mejor. Tenía un corte en el pantalón debajo de la rodilla derecha, y en la tela se veía una mancha de sangre. La chaqueta estaba salpicada de trozos de concha y le faltaba el bolsillo derecho.

–No es nada -le aseguró Stephanie al portero-. Ni siquiera me había dado cuenta de la herida. Tropezamos cerca de la piscina.

–Tenemos un coche de golf en la entrada -dijo el hombre-. ¿Quieren que los lleve hasta su habitación?

–No será necesario -manifestó Daniel-. Pero muchas gracias por su interés. – Cogió a Stephanie del brazo y tiró para que caminara hacia la puerta que daba al camino que los llevaría a su habitación.

Stephanie se dejó llevar, pero se libró de la mano de Daniel antes de que cruzaran la puerta.

–¡Espera un momento! ¿Es que no vamos a hablar con nadie?

–¡Baja la voz! ¡Venga! Vayamos a la habitación para limpiarnos. Ya hablaremos allí.

Desconcertada por el comportamiento de Daniel, Stephanie le acompañó, pero volvió a detenerse cuando no habían recorrido más que unos pocos metros. Apartó la mano de Daniel y sacudió la cabeza.

–No lo entiendo. Hemos visto cómo le disparaban a un hombre, y está mal herido. Hay que llamar a una ambulancia y a la policía.

–¡No grites! – le advirtió Daniel. Miró en derredor, y agradeció que no hubiese nadie cerca-. Ese tipo está muerto. Tú has visto el agujero que tenía en la cabeza. Las personas no se recuperan de esa clase de heridas.

–Razón de más para llamar a la policía. Por lo que más quieras, hemos sido testigos de un asesinato. Han matado a un hombre delante de nuestras narices.

–Es verdad, pero también lo es que no vimos quién lo hizo, ni tenemos la más remota idea de quién pudo hacerlo. Se escuchó un disparo y el tipo cayó muerto. No vimos absolutamente nada excepto la caída de la víctima: ¡ni a una sola persona y ningún coche! Solo fuimos testigos de que dispararon a un hombre, algo que notará la policía sin necesidad de nuestra ayuda.

–Así y todo, hemos sido testigos de un crimen.

–No podemos aportar ningún otro dato aparte de haberlo visto. A eso me refiero. ¡Piénsalo!

–¡No tengas tantas prisas! – dijo Stephanie, que intentaba poner un poco de orden en sus caóticos pensamientos-. Puede que lo que dices sea verdad, pero tal como yo lo veo es un delito no denunciar un crimen, y está muy claro que hemos visto uno.

–No tengo ni la más mínima idea de si no denunciar un crimen es un delito en las Bahamas. Pero incluso si lo es, creo que debemos arriesgarnos a cometerlo, porque en estos momentos no quiero que nos enredemos con la policía. Además, no siento el más mínimo aprecio por la víctima, algo que seguramente tú compartes. No solo fue quien me propinó la paliza, sino que amenazaba con matarme, y quizá a ti también. Mi preocupación es que si vamos a la policía y nos vemos metidos en la investigación de un crimen en la que no podemos prestar ninguna ayuda, nos arriesgamos a poner en peligro el proyecto Butler cuando estamos muy cerca de acabarlo. Yo diría que estaríamos arriesgando todo a cambio de nada. Así de sencillo.

Stephanie asintió varias veces y se pasó una mano por los cabellos.

–Supongo que tienes razón -manifestó, contrariada-. Permíteme que te pregunte una cosa. Creías que mi hermano estaba relacionado con la paliza que te dieron. ¿Crees que también está metido en esto?

–Tu hermano tuvo que estar implicado en la primera ocasión. Pero esta vez tengo mis dudas, dado que el matón no hizo nada para mantenerte aparte como hizo de forma clara la primera vez. Sin embargo, ¿quién puede estar seguro?

Stephanie miró a lo lejos. Su mente y sus emociones eran un caos. Una vez más, vivía una situación conflictiva, debido a un sentimiento de culpa muy fuerte. En última instancia, se sentía responsable por haber implicado a su hermano, que a su vez había metido a los hermanos Castigliano, quienes acababan de probar sin ninguna duda que eran unos mafiosos.

–¡Vamos! – la apremió Daniel-. Volvamos a la habitación para limpiarnos. Podemos seguir con el asunto si quieres, pero te advierto que ya lo tengo decidido.

Stephanie dejó que su compañero la llevara hacia la habitación. Estaba aturdida. Aunque no se podía decir que fuese una santa, nunca había violado ninguna ley a sabiendas. Le producía una sensación muy extraña verse a sí misma como una delincuente por no haber denunciado un crimen. También le inquietaba pensar que su hermano estaba relacionado con personas capaces de cometer un asesinato, sobre todo porque dicha vinculación daba un significado radicalmente nuevo a la acusación de supuesta pertenencia al crimen organizado. Como si todo esto fuese poco, además estaban los efectos psicológicos residuales de haber sido testigo de un hecho violento. Temblaba, y tenía la sensación de que una mano helada le apretaba la boca del estómago. Nunca había visto a una persona muerta, y mucho menos que mataran a alguien delante de sus propios ojos de una manera absolutamente brutal.

Contuvo las náuseas al recordar la terrible imagen que se había grabado para siempre en su memoria. Deseó estar en cualquier otra parte. Desde el momento en que Daniel había propuesto tratar en secreto a Butler había considerado que era una mala idea, pero nunca en sus suposiciones más descabelladas había pensado en que llegaría a esto. Sin embargo, se veía atrapada en el asunto como si hubiese caído en una zona de arenas movedizas, y se hundiera cada vez más, sin ninguna posibilidad de librarse.

Daniel, por su parte, se sentía cada vez más confiado en su decisión. En un primer momento no lo había estado tanto, pero eso había cambiado cuando le acosó el recuerdo de la catástrofe profetizada por el profesor Heinrich Wortheim. Se había jurado a sí mismo desde el principio que no fracasaría y que evitaría cualquier posibilidad de fracaso. Debía tratar a Butler y eso significaba eludir cualquier contacto con la policía. Dado que él y Stephanie serían las únicas personas relacionadas con el asesinato incluso la más torpe de las investigaciones si es que no los consideraban directamente sospechosos, acabaría por preguntarse qué estaban haciendo en Nassau. En ese punto Butler tendría que ser informado de la situación, porque después de su llegada era probable que descubrieran su identidad, algo que despertaría el interés de la prensa. Con semejante amenaza en el horizonte, Daniel dudaba de que Butler se atreviera a venir.

Llegaron a la habitación. Daniel abrió la puerta. Stephanie entró primero y encendió las luces. Las doncellas se habían marchado hacía rato, y la habitación ofrecía la imagen de un remanso de paz. Estaban echadas las cortinas, las camas abiertas, con golosinas en las almohadas. Daniel cerró la puerta con todas las cerraduras y el cerrojo de seguridad.

Stephanie se levantó la falda para mirarse la rodilla. Se tranquilizó al ver que la herida no tenía la gravedad que hacía temer la cantidad de sangre, que ahora le llegaba al zapato. Daniel se bajó el pantalón para mirarse la suya. Como en el caso de Stephanie, tenía una herida del tamaño de una pelota de golf. Ambas heridas tenían incrustados fragmentos de concha, que tendrían que sacar para evitar una infección.

–Me siento terriblemente inquieto -admitió Daniel. Se quitó el pantalón, y luego extendió la mano: se sacudía como una hoja-. Seguramente es consecuencia de la descarga de adrenalina. Abramos una botella de vino mientras se llena la bañera. Tenemos que remojar las heridas, y la combinación del vino y el agua caliente ayudará a relajarnos.

–De acuerdo -asintió Stephanie. Un baño la ayudaría a pensar con más claridad-. Yo me encargo de la bañera, tú trae el vino. – Abrió al máximo el grifo del agua caliente después de echar una buena cantidad de sales en la bañera. La habitación se llenó rápidamente de vapor. En cuestión de minutos, el perfume de las sales y el tranquilizador sonido del chorro de agua le produjeron un efecto sedante. Cuando salió del baño con un albornoz del hotel para avisarle a Daniel de que el baño estaba preparado, se sentía muchísimo mejor. Daniel estaba sentado en el sofá con la guía de las páginas amarillas abierta en el regazo. Había dos copas de vino tinto en la mesa de centro. Stephanie cogió una y bebió un sorbo.

–Se me acaba de ocurrir otra cosa -anunció Daniel-. Es obvio que los Castigliano no se han dejado impresionar como esperaba por las conversaciones que tú has tenido con tu madre.

–No podemos estar seguros de si mi hermano le comunicó a los Castigliano lo que a nosotros nos interesaba.

–Ahora qué más da -dijo Daniel, con un gesto-. La cuestión es que mandaron al pistolero para que me liquidara y quizá a ti también. Por lo que se ve, no están muy contentos. No sabemos cuánto tardarán en enterarse de que su matón no regresará. Tampoco podemos saber cuál será su reacción cuando se enteren. Bien podrían creer que nosotros lo matamos.

–¿Qué estás proponiendo?

–Utilizar el dinero de Butler para contratar a un guardaespaldas las veinticuatro horas del día. A mi modo de ver, es un gasto justificado, solo durante una semana y media, máximo dos.

Stephanie exhaló un suspiro de resignación.

–¿Aparece alguna compañía de seguridad en la guía?

–Sí, hay unas cuantas. ¿Qué opinas?

–No sé qué pensar -admitió Stephanie.

–Creo que necesitamos protección profesional.

–Está bien, si tú lo dices. Pero quizá sería más importante que comenzáramos a ser un poco más cuidadosos de lo que hemos sido hasta ahora. Se acabaron los paseos en la oscuridad. ¿En qué estábamos pensando?

–Visto ahora, fue una tontería, sabiendo que me dieron una paliza y me lo advirtieron.

–¿Qué pasa con el baño? ¿Quieres bañarte tú primero? Está preparado.

–No, ve tú. Quiero llamar a estas agencias. Cuanto antes tengamos a alguien vigilando, mejor me sentiré.

Diez minutos más tarde, Daniel entró en el baño y se sentó en el borde de la bañera. Aún no se había acabado el vino. Stephanie estaba sumergida hasta el cuello, rodeada de burbujas, y su copa estaba vacía.

–¿Te sientes mejor? – preguntó Daniel.

–Mucho mejor. ¿Qué tal te ha ido con las llamadas?

–Bien. Dentro de media hora vendrá alguien para una entrevista. Es de una compañía llamada First Security. Está recomendada por el hotel.

–Estoy tratando de pensar quién pudo matar a aquel tipo. No lo hemos comentado, pero fue nuestro salvador. – Stephanie se levantó, se envolvió en una toalla, y salió de la bañera-. Tiene que ser un tirador de primera. ¿Cómo es que estaba allí precisamente cuando lo necesitábamos? Fue algo así como lo que hizo el padre Maloney en el aeropuerto de Turín solo que diez veces más importante.

–¿Se te ocurre alguna idea?

–Solo una, pero es muy rebuscada.

–Te escucho. – Daniel metió la mano en el agua y abrió el grifo del agua caliente.

–Butler. Quizá tiene a alguien del FBI que nos vigila para darnos protección.

Daniel se echó a reír mientras se sumergía en la bañera.

–Eso sería toda una ironía.

–¿Se te ocurre alguna idea mejor?

–Ninguna -reconoció Daniel-. A menos que tenga algo que ver con tu hermano. Quizá envió a alguien para que te vigilara.

Ahora fue Stephanie quien se echó a reír muy a su pesar.

–¡Esa idea todavía es más descabellada que la mía!


Bruno Debianco, el supervisor de seguridad nocturno, estaba habituado a recibir llamadas de su jefe, Kurt Hermann, a cualquier hora. El hombre solo vivía para su trabajo como jefe de seguridad, y como tenía sus habitaciones en la clínica, siempre estaba importunando a Bruno con toda clase de órdenes y de peticiones de menor cuantía. Algunas de ellas sorprendentes y ridículas, pero la de esta noche se llevaba la palma. Kurt le había llamado al móvil poco después de las diez para decirle que fuera a la isla Paradise en una de las furgonetas negras de la clínica. El destino era el claustro de Huntington Hartford. Bruno solo debía aparcar si la carretera estaba desierta, y lo estaba, debía apagar los faros antes de detenerse. Después de aparcar, debía subir hasta el claustro pero sin entrar en la zona iluminada. En aquel instante, Kurt iría a su encuentro.

Bruno esperó a que el semáforo le diera paso antes de entrar en el puente que llevaba a la isla Paradise. Nunca le habían ordenado que saliera de la clínica Wingate para realizar una misión misteriosa, y todavía era más extraña la orden de que llevara una bolsa para cadáveres. Intentó pensar qué podría haber pasado, pero no se le ocurrió nada. En cambio, recordó los problemas que Kurt había tenido en Okinawa. Bruno había servido con Kurt en las fuerzas especiales del ejército y sabía que el hombre tenía una relación de amor-odio con las prostitutas. Había sido una obsesión que de pronto en la isla japonesa se había convertido en una venganza personal. Bruno nunca lo había comprendido del todo, y esperaba no verse enredado en una reaparición del problema. Él y Kurt tenían un trabajo de primera con Spencer Wingate y Paul Saunders, y no quería perderlo. Si Kurt había empezado de nuevo con su vieja cruzada, tendrían todo un problema.

Había un tráfico moderado en la carretera que recorría la isla de este a oeste, pero se redujo después de que Bruno pasara la zona de los centros comerciales. Se redujo todavía más cuando dejó atrás los primeros hoteles, y después del desvío al Ocean Club estaba desierta. De acuerdo con las órdenes, apagó los faros cuando se acercó al claustro. Gracias a la luz de la luna y la raya blanca en el centro de la carretera, no tuvo ningún problema para conducir en la oscuridad.

Después de pasar un último bosquecillo, el claustro iluminado apareció a la derecha de Bruno. Cruzó la carretera y aparcó en una zona más ancha del arcén. Apagó el motor antes de apearse del coche. A la izquierda, al pie de la colina, vio la piscina iluminada del Ocean Club.

Bruno fue hasta la parte trasera de la furgoneta, abrió la puerta y recogió la bolsa de plástico. A continuación subió las escaleras que llevaban al claustro. Se detuvo antes de llegar a la zona iluminada. El claustro estaba desierto. Echó una ojeada a todo el lugar, atento a cualquier presencia entre los árboles. Se disponía a llamar a Kurt cuando su jefe apareció súbitamente a su derecha. Lo mismo que Bruno, vestía de negro y era prácticamente invisible. Le hizo una seña para que lo siguiera, al tiempo que le ordenaba:

–¡Venga, muévete!

Bruno no tuvo problemas para caminar con la luz de la luna, pero en cuanto se encontraron entre los árboles, fue otro cantar. Se detuvo en cuanto dio unos pocos pasos.

–¡No veo nada, maldita sea!

–Ni falta que te hace -replicó Kurt en voz baja-. Ya estamos. ¿Has traído la bolsa?

–Sí.

–¡Ábrela y ayúdame a cargarla!

Bruno obedeció. Sus ojos se acomodaron gradualmente a la oscuridad, y vio la silueta de Kurt. También vio el difuso contorno de un cuerpo tumbado en el suelo. Le tendió un extremo de la bolsa a Kurt que la cogió para después acercarse a los pies del cadáver. Estiraron la bolsa, la dejaron en el suelo, y la abrieron.

–A las tres -añadió Kurt-. Ten cuidado con la cabeza. Está hecha un asco.

Bruno sujetó el cuerpo por las axilas, y cuando Kurt dijo tres levantó el torso mientras su jefe levantaba las piernas.

–¡Maldita sea! – exclamó Bruno-. ¿Quién es este tipo, un zaguero de los Chicago Bears?

Kurt no respondió. Colocaron el cadáver en la bolsa y Kurt se encargó de cerrar la cremallera.

–No me digas que tendremos que cargar a este tipo que pesa una tonelada hasta la furgoneta -dijo Bruno, espantado ante la idea.

–No vamos a dejarlo aquí. Ve y abre la puerta trasera de la furgoneta. No quiero que haya ninguna interrupción al cargarlo.

Al cabo de unos minutos, metieron la cabeza y el tronco de Gaetano en la furgoneta. Para meter el resto, Bruno tuvo que subir al vehículo y tirar de la bolsa mientras Kurt empujaba. Ambos jadeaban cuando acabaron la macabra tarea.

–Hasta aquí todo ha ido bien -comentó Kurt, mientras cerraba la puerta-. Larguémonos antes de que se nos acabe la suerte y aparezca algún coche.

Bruno se sentó al volante. Kurt dejó la mochila negra en el asiento trasero antes de sentarse en el asiento del acompañante. Bruno arrancó el motor.

–¿Adónde vamos?

–Al aparcamiento del Ocean Club. El tipo tenía en el bolsillo las llaves de un jeep alquilado. Quiero encontrarlo.

Bruno dio una vuelta en U antes de encender los faros. Viajaron en silencio. Bruno se moría de ganas de preguntar quién demonios era el fiambre que llevaban en la furgoneta, pero se abstuvo. Kurt tenía el hábito de decir solo aquello que consideraba imprescindible, y se cabreaba cada vez que Bruno le hacía preguntas. Siempre había sido un hombre de pocas palabras. Estaba siempre tenso y a punto de estallar, como si estuviese constantemente furioso por algún motivo.

Solo tardaron unos minutos en llegar al aparcamiento; una vez allí, no tardaron mucho más en dar con el vehículo. Era el único jeep en el aparcamiento y estaba muy cerca de la salida. Kurt se apeó de la furgoneta para comprobar si las llaves abrían las puertas. Así fue. Los documentos del jeep estaban en la guantera y el bolso de mano de Gaetano en el asiento trasero. Kurt se acercó a la furgoneta.

–Quiero que me sigas hasta el aeropuerto -le dijo a Bruno-. Conduce con cuidado. No quiero que te detengan y que descubran el cadáver.

–Eso sería una molestia -comentó Bruno-. Sobre todo cuando no sé absolutamente nada. – Le pareció ver un destello de furia en los ojos de Kurt antes de subirse al coche alquilado. Se encogió de hombros y arrancó el motor.

Kurt puso en marcha el Cherokee. Detestaba las sorpresas, y este día habían sido constantes. Gracias a su entrenamiento con las fuerzas de operaciones especiales, se preciaba de ser un buen planificados algo muy necesario en cualquier misión militar. Por eso llevaba más de una semana vigilando a los dos doctores y creía comprender la situación que vivían y sus personalidades. La entrada de la doctora en la sala de los huevos había sido algo del todo inesperado y lo había pillado desprevenido. Lo de esta noche todavía era peor.

En cuanto atravesaron la ciudad y salieron otra vez a la carretera, Kurt cogió el móvil y marcó el número de Paul Saunders. Spencer Wingate era el director de la clínica, pero Kurt prefería tratar con Paul. Había sido él quien lo había contratado en Massachusetts. Además, a Kurt le caía bien Paul que, como él mismo, siempre estaba en la clínica, a diferencia de Spencer, cuya única preocupación era ligar con cuanta mujer bonita se le cruzara por el camino.

Paul, como siempre, atendió el teléfono casi en el acto.

–Llamo desde el móvil -le advirtió Kurt antes de decir nada más.

–¿Sí? No me digas que ha surgido otro problema.

–Me temo que sí.

–¿Tiene alguna relación con nuestros invitados?

–Toda.

–¿Tiene algo que ver con lo que ocurrió hoy?

–Es peor.

–No me gusta como suena. ¿Puedes adelantarme alguna cosa?

–Creo que es mejor que nos reunamos.

–¿Dónde y cuándo?

–Dentro de tres cuartos de hora en mi despacho. Digamos a las veintitrés cero cero. – La costumbre hacía que Kurt utilizara el horario militar.

–¿Debemos incluir a Spencer?

–No soy yo quien lo debe decidir.

–Hasta luego.

Kurt acabó la llamada y guardó el móvil en la funda sujeta al cinturón. Miró por el espejo retrovisor. Bruno lo seguía a una distancia prudencial. Por ahora, todo parecía estar bajo control.

El aeropuerto estaba desierto, excepto por el personal de limpieza. Todos los mostradores de las empresas de alquileres de coches estaban cerrados. Kurt aparcó el jeep en la zona correspondiente. Cerró el vehículo y dejó las llaves y la documentación en el buzón nocturno. Un minuto más tarde, subió a la furgoneta de Bruno, que había dejado el motor en marcha.

–¿Ahora, adónde? – preguntó Bruno.

–Volvemos al Ocean Club para recoger mi furgoneta. Después iremos hasta la marina de Lyford Bay. Saldrás a navegar a la luz de la luna en el yate de la compañía.

–¡Ajá! Comienzo a captar la idea. Supongo que no tardaremos en ir a comprar un ancla nueva. ¿Estoy en lo cierto?

–Calla y conduce -dijo Kurt.

Fiel a su palabra, Kurt entró en su despacho exactamente a las once. Spencer y Paul ya estaban allí, acostumbrados a su puntualidad habitual. El jefe de seguridad llevó su mochila hasta la mesa y la dejó caer. El golpe contra la superficie metálica sonó como un trueno.

Spencer y Paul estaban sentados delante de la mesa. Sus miradas habían seguido los movimientos del jefe de seguridad desde el instante en que había cruzado la puerta. Esperaban que Kurt dijese algo, pero él se tomó tiempo. Se quitó la chaqueta de seda negra y la colgó en el respaldo de la silla. Luego sacó el arma que llevaba en la cartuchera a la espalda y la dejó con mucho cuidado sobre la mesa.

Spencer exhaló un sonoro suspiro como muestra de su impaciencia y puso los ojos en blanco.

–Señor Hermann, me veo en la obligación de recordarle que es usted quien trabaja para nosotros y no a la inversa. ¿Qué demonios está pasando? Espero que la explicación sea convincente, y justifique habernos hecho venir aquí en plena noche. Se da el caso de que estaba placenteramente ocupado.

Kurt se quitó los guantes y los dejó junto a la automática. Solo entonces se sentó. Luego apartó la pantalla del ordenador para ver a sus visitantes sin ningún impedimento.

–Esta noche me vi forzado a matar a alguien en el cumplimiento del deber.

Spencer y Paul abrieron las bocas, pasmados. Miraron al jefe de seguridad que les devolvió la mirada sin perder la calma. Durante una fracción de segundo, nadie se movió ni dijo nada. Fue Paul el primero en recuperar la voz. Titubeó al hablar como si le asustara escuchar la respuesta.

–¿Podrías decirnos a quién has matado?

Kurt utilizó una sola mano para desabrochar la tapa de la mochila y con la otra sacó un billetero. Lo empujó a través de la mesa hacia sus jefes y luego se reclinó en la silla.

–Su nombre era Gaetano Baresse.

Paul cogió el billetero. Antes de que pudiese abrirlo, Spencer descargó un manotazo en la superficie de metal con la fuerza suficiente para hacerla sonar como un bombo. Paul dio un salto y dejó caer el billetero. Kurt no mostró ninguna alteración visible, aunque tensó todos los músculos.

Después de golpear la mesa, Spencer se levantó y comenzó a caminar por la habitación, con las manos entrelazadas sobre la cabeza.

–No me lo puedo creer -se lamentó-. Antes de que nos demos cuenta, volverá a repetirse lo de Massachusetts, solo que esta vez serán las autoridades de las Bahamas y no los agentes norteamericanos quienes aporreen nuestra puerta.

–No lo creo -afirmó Kurt sencillamente.

–¿Ah, no? – replicó Spencer con un tono sarcástico. Se detuvo-. ¿Cómo es que está tan seguro?

–No hay cadáver -dijo Kurt.

–¿Cómo es posible? – preguntó Paul, mientras cogía de nuevo el billetero.

–Mientras hablamos, Bruno está arrojando al mar el cadáver y sus pertenencias. Devolví el coche de alquiler del hombre al aeropuerto como si se hubiera marchado de la isla. Desaparecerá sin más. ¡Punto! Fin de la historia.

–Eso suena alentador -comentó Paul. Abrió el billetero y sacó el carnet de conducir de Gaetano. Lo observó atentamente.

–¡Prometedor, y un cuerno! – gritó Spencer-. Me prometiste que este… -señaló a Kurt mientras buscaba la palabra adecuada para describirlo-… este imbécil de boina verde no mataría a nadie. Y aquí estamos, cuando no hace nada que hemos abierto, y ya se ha cargado a alguien. Esto es un desastre total. No podemos permitirnos trasladar la clínica a otra parte.

–¡Spencer! – gritó Paul-. ¡Siéntate!

–¡Me sentaré cuando a mí me dé la gana! Soy el director de esta maldita clínica.

–Lo que quieras -dijo Paul, sin desviar la mirada-, pero escuchemos primero los detalles antes de montar el cirio y empezar a hablar de desastres. – Miró a Kurt-. Nos debes una explicación-. ¿Por qué matar a Gaetano Baresse de Somerville, Massachusetts, fue en cumplimiento del deber? – Dejó el billetero y el carnet de conducir sobre la mesa.

–Ya les dije que había instalado un micro en el móvil de la doctora D'Agostino. Para escuchar las conversaciones, tenía que mantenerme cerca. Después de cenar, salieron a dar un paseo por el jardín del Ocean Club. Mientras los seguía a una distancia prudencial, vi que el tal Gaetano Baresse también los seguía, pero mucho más cerca. Así que me acerqué. No tardó mucho en quedar claro que Gaetano Baresse era un asesino profesional, y que se disponía a cargarse a los doctores. Tuve que tomar una decisión instantánea. Consideré que querrían a los doctores vivos.

Paul miró a Spencer con una expresión interrogativa para saber cuál era su reacción a lo que acababa de escuchar. Spencer se acercó para recoger el carnet de conducir. Miró la foto durante un momento antes de arrojarlo sobre la mesa. Cogió la silla y se sentó, un tanto apartado de los demás.

–¿Cómo puede afirmar que el tal Baresse era un asesino profesional? – preguntó. Su voz había perdido gran parte de su agresividad.

Kurt abrió de nuevo la mochila con la mano izquierda, y con la derecha sacó el arma de Gaetano. La empujó a través de la mesa como había hecho con el billetero.

–Esto no es un juguete cualquiera. Tiene un silenciador y una mira láser.

Paul cogió el arma con mucho cuidado, le echó un vistazo, y se la ofreció a Spencer. El director de la clínica se negó a tocarla. Paul volvió a dejarla sobre la mesa.

–Con mis contactos en el continente, quizá consiga averiguar algo más de este tipo -manifestó Kurt-. Hasta entonces, no tengo ninguna duda de que es un profesional, y llevando un arma como esta, que tuvo que haber conseguido desde que llegó a las ocho, está conectado.

–¡Hable en inglés! – le ordenó Spencer.

–Hablo del crimen organizado -le explicó Kurt-. Sin duda estaba vinculado con el crimen organizado, probablemente con los capos de la droga.

–¿Sugiere que nuestros invitados están metidos en el narcotráfico? – preguntó Spencer, incrédulo.

–No -respondió el jefe de seguridad. Miró a sus jefes como si los desafiara a que sacaran las conclusiones que él había sacado mientras esperaba a que Bruno llegara al claustro.

–¡Espere un momento! – añadió Spencer-. ¿Por qué un rey del narcotráfico iba a enviar a un asesino profesional a las Bahamas para matar a un par de científicos si los investigadores no estaban metidos en ese mundo?

Kurt no respondió. Miró a Paul, y este asintió al cabo de unos segundos.

–Creo que entiendo el razonamiento de Kurt. ¿Estás sugiriendo que el misterioso paciente quizá no esté relacionado con la Iglesia católica?

–Pienso que quizá sea un jefe rival -señaló Kurt-, o al menos un capo de la mafia. En cualquier caso, sus enemigos no quieren que se cure.

–¡Maldita sea! – exclamó Paul-. Tiene sentido. Eso desde luego explicaría tanto secretismo.

–A mí me parece muy traído por los pelos -manifestó Spencer, escéptico-. ¿Por qué una pareja de científicos de primer orden iban a estar dispuestos a tratar a un señor de la droga?

–El crimen organizado tiene muchas maneras de presionar a la gente -declaró Paul-. ¿Quién sabe? Quizá algún cártel blanqueó dinero a través de la compañía de Lowell. Creo que Kurt ha dado en el clavo. Es probable que un señor de la droga colombiano o un capo de la mafia del nordeste sean católicos, cosa que explicaría toda esa parte de la Sábana Santa.

–Pues te diré una cosa -dijo Spencer-. Todo esto hace que no me interese averiguar la identidad del paciente, y no es solo por este asesinato. No tenemos ninguna posibilidad de intentar aprovecharnos de algún jefe del crimen organizado. Sería una estupidez.

–¿Qué me dices de nuestra participación general? – preguntó Paul-. ¿Queremos reconsiderar el permiso para que realicen el tratamiento?

–Quiero ese segundo pago -contestó Spencer-. Lo necesitamos. Creo que lo prudente sería mantenernos pasivos para no enfadar a nadie.

Paul se volvió hacia el jefe de seguridad.

–¿El doctor Lowell fue consciente de que estaba en peligro?

–Con toda claridad. Gaetano le salió al paso y le apuntó con el arma a la frente. Le disparé en el último segundo.

–¿Por qué lo preguntas? – quiso saber Spencer.

–Espero que Lowell se preocupe por su seguridad -respondió Paul-. Las personas que enviaron a Gaetano quizá envíen a algún otro cuando se enteren del fracaso del pistolero y que no volverá.

–Eso no ocurrirá al menos durante un tiempo -intervino Kurt-. Por esa misma razón me tomé tanto trabajo para hacerlo desaparecer. En lo que se refiere al doctor Lowell, juro que se llevó un susto de muerte. La doctora D'Agostino también.


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Sábado, 23 de marzo de 2002. Hora: 14.50



La comitiva salió del ascensor del Imperial Club en el complejo hotelero Atlantis en el piso treinta y dos del ala oeste de las Royal Towers y desfiló por el pasillo enmoquetado. En la vanguardia iba el señor Grant Halpern, el gerente del hotel que estaba de servicio, seguido por la señora Connie Corey, supervisora de la recepción en el turno de día, y Harold Beardslee, director del Imperial Club. Ashley Butler y Carol Manning los seguían un poco más atrás, retrasados por el andar dificultoso del senador, que había empeorado sensiblemente en el último mes. La retaguardia la cerraban dos botones; uno empujaba un carro con las varias maletas de Ashley y Carol, el otro cargaba el equipaje de mano y las bolsas con los vestidos y trajes. Era como un safari en miniatura.

–Bueno, bueno, mi querida Carol -dijo Ashley, con su acento sureño pero con una voz que ahora era monótona-. ¿Cuál es tu primera impresión de este modesto establecimiento?

–Modesto quizá sea el último adjetivo que se me pueda ocurrir -respondió Carol. Sabía que Ashley solo pretendía complacer a la gente del hotel.

–En ese caso, ¿cuál crees tú que sería el adjetivo más adecuado?

–Fantasioso pero impresionante -manifestó Carol-. No estaba preparada para esta grandeza teatral. El vestíbulo de la planta baja es algo muy creativo, sobre todo con las columnas con volutas y la bóveda dorada con conchas doradas. Me cuesta calcular la altura que tiene.

–Se eleva a veinticinco metros -informó el señor Halpern por encima del hombro.

–Muchas gracias, señor Halpern -le agradeció Ashley-. Es usted muy amable y admirablemente bien informado.

–A su servicio, senador -respondió el señor Halpern sin acortar el paso.

–Me complace que estés impresionada con el alojamiento -declaró Ashley, que bajó la voz y se inclinó hacia su jefa de personal-. Estoy seguro de que también estás impresionada con el tiempo si lo comparas con el de Washington a finales de marzo. Espero que te guste estar aquí. En honor a la verdad, me siento culpable por no haberte pedido que me acompañaras el año pasado cuando vine en una visita de reconocimiento, cuando estaba preparando toda esta empresa.

Carol miró a su jefe con una expresión de sorpresa. Nunca le había manifestado ninguna culpa por nada relacionado con ella, y mucho menos por un viaje al trópico. Era otro pequeño pero curioso detalle de los repentinos cambios que había mostrado durante el año pasado.

–No tiene por qué sentirse culpable, señor. Estoy encantada de encontrarme en Nassau. ¿Y usted está contento de estar aquí?

–Absolutamente -afirmó Ashley, sin el menor rastro de acento.

–¿No está un poco asustado?

–¿Yo, asustado? – preguntó Ashley en voz muy alta, que volvió a adoptar súbitamente su histrionismo-. Mi papá me dijo que la manera correcta de enfrentarte a la adversidad era hacer todo lo que podías hacer, y luego ponerte en las manos de Dios. Eso es lo que he hecho, así de sencillo. ¡Estoy aquí para divertirme!

Carol asintió en silencio. Lamentaba haber hecho la pregunta. Si alguien se sentía culpable era ella, dado que aún no tenía claro cuál era el resultado que esperaba de la actual visita. Por el bien de Ashley, intentaba convencerse a sí misma que deseaba una cura milagrosa, mientras que íntimamente, sabía que no quería eso ni mucho menos.

El señor Halpern y sus subalternos se detuvieron delante de una gran puerta de caoba adornada con bajorrelieves de sirenas. Ashley y Carol se unieron al grupo mientras el señor Halpern buscaba en el bolsillo la tarjeta magnética maestra.

–Un momento -dijo Ashley, y levantó una mano como si estuviese recalcando un punto importante en el senado-. Esta no es la habitación que ocupé en mi última estancia en el Atlantis. Pedí específicamente la misma habitación.

La amable expresión del señor Halpern se nubló por un momento.

–Senador, quizá no me escuchó usted antes. Cuando la señora Corey le acompañó a mi despacho, mencioné que le habíamos dado una habitación de más categoría. Esta es una de nuestras pocas suites temáticas. Es la suite Poseidón.

El senador miró a su jefa de personal.

–Efectivamente, fue lo que dijo -afirmó Carol.

Por un instante, Ashley pareció perdido detrás de sus pesadas gafas de montura negra. Vestía como siempre, con un traje oscuro, camisa blanca y una corbata muy discreta. Las gotas de sudor perlaban su frente. Los rostros bronceados del personal del hotel hacían que resaltara todavía más la palidez enfermiza del senador.

–Esta habitación es más grande, tiene mejor vista, y es mucho más elegante que la que ocupó el año pasado -explicó el señor Halpern-. Es una de las mejores. ¿Quizá quiera usted verla?

Butler se encogió de hombros.

–Supongo que solo soy un sencillo granjero, poco acostumbrado a que lo mimen. ¡Muy bien! Veamos la suite Poseidón.

La señora Corey, que se había adelantado al señor Halpern, sacó la tarjeta, abrió la puerta y se apartó. El señor Halpern invitó a Ashley con un gesto a que pasara primero.

–Después de usted, senador.

Ashley cruzó el pequeño recibidor para entrar en una gran habitación con las paredes pintadas con una surrealista visión submarina de una antigua ciudad sumergida, que presumiblemente correspondía a la mítica Atlántida. El mobiliario consistía en una mesa de comedor para ocho comensales, una mesa escritorio, un mueble que integraba el televisor, la cadena de sonido y el minibar, dos butacones y dos sofás de cuatro plazas. Toda la madera a la vista estaba tallada con la forma de criaturas marinas, incluidos los brazos de los dos sofás, que eran delfines. Los cuadros, los colores de la tapicería y los dibujos de las alfombras también se ajustaban al tema marino.

–Vaya, vaya -comentó Ashley mientras contemplaba la habitación.

La señora Corey se acercó al minibar para controlar el contenido. El señor Beardslee esponjó los cojines de los sofás.

–El dormitorio principal está a su derecha, senador -explicó el señor Halpern, y señaló una puerta abierta-. Para la señorita Manning, tal como nos indicó, hay un dormitorio a la izquierda.

Los botones se ocuparon inmediatamente de distribuir el equipaje en las habitaciones indicadas.

–Ahora el plato fuerte -añadió el señor Halpern. Había pasado junto a la figura un tanto encorvada de Ashley para acercarse a una botonera instalada en la pared, y apretó el primero de los botones. Se escuchó el suave zumbido de un motor mientras se descorrían poco a poco las cortinas que cubrían toda una de las paredes, para ir mostrando paulatinamente el maravilloso espectáculo del mar verde esmeralda y zafiro más allá de la balaustrada de la terraza con el suelo de mosaico.

–¡Fantástico! – exclamó Carol con una mano en el pecho. Desde una altura de treinta y dos pisos, la vista quitaba el aliento.

El señor Halpern apretó otro botón, y esta vez fueron las ventanas las que se deslizaron por las guías metálicas. Cuando se paró el mecanismo, los cristales habían desaparecido de la vista, y el salón y la terraza habían quedado integrados en un único espacio. El director señaló la terraza con una expresión de orgullo.

–Si son tan amables de salir a la terraza, les señalaré algunas de nuestras muchas atracciones al aire libre.

Ashley y Carol aceptaron la invitación. El senador se acercó sin vacilar a la balaustrada de piedra de poco más de un metro de altura. Apoyó las manos en la balaustrada y miró hacia abajo. Carol, que tenía un poco de miedo a las alturas, se acercó con cierta prevención. Tocó la balaustrada como si quisiera asegurarse de su solidez antes de asomarse. Después gozó de la visión a vista de pájaro de la enorme playa del complejo hotelero y el parque acuático, donde destacaba la laguna Paradise.

El señor Halpern se acercó a Carol. Comenzó a señalarle los puntos más destacados, incluida la impresionante piscina, situada casi directamente debajo de donde estaban.

–¿Qué es aquello a la izquierda? – preguntó Carol. Señaló el lugar. A ella le parecía un monumento arqueológico trasplantado.

–Ese es nuestro templo maya -le informó el señor Halpern-. Si se atreve, hay un tobogán acuático que la llevará desde la cima, que tiene una altura de seis pisos, a través de un tubo de plexiglás que acaba en las profundidades de la laguna de los tiburones.

–Carol, querida -intervino Ashley, con un tono divertido-. Esa parece ser una actividad perfecta para alguien como tú, que considera muy seriamente seguir una carrera política en Washington.

Carol miró a su jefe con el miedo de que en su comentario hubiese algo más que humor, pero él contemplaba la vista del océano, como si su mente ya estuviese ocupada en otra cosa.

–Señor Halpern -llamó la señora Corey desde la habitación-. Todo está en orden, y las tarjetas del senador están sobre la mesa. Debo volver a la recepción.

–Yo también debo marcharme -dijo el señor Beardslee-. Senador, si necesita cualquiera cosa, solo tiene que comunicárselo a mi personal.

–Les agradezco su extraordinaria amabilidad para con nosotros -replicó el senador, con su tono más obsequioso-. Son ustedes un orgullo para esta maravillosa organización.

–Yo también me marcho -anunció el señor Halpern, mientras amagaba seguir a los demás.

Ashley sujetó ligeramente el brazo del director.

–Le agradecería mucho que aguardara usted un momento.

–Por supuesto -respondió el señor Halpern.

El senador hizo un gesto de despedida a los demás que se marchaban, y luego volvió a contemplar el panorama.

–Señor Halpern, mi estancia en Nassau no es ningún secreto, ni lo puede ser, dado que he llegado aquí en un transporte público. No obstante, eso no quiere decir que no agradezca que se respete mi privacidad. Preferiría que esta habitación apareciera registrada solo a nombre de la señorita Manning.

–Como usted desee, señor.

–Muchísimas gracias, señor Halpern. Cuento con su discreción para evitar la publicidad. Quiero sentir que puedo disfrutar de los placeres de su casino sin el miedo de ofender a los más puritanos de mis votantes.

–Tiene usted mi palabra de que haremos todos los esfuerzos en ese sentido. Pero, como el año pasado, no podemos impedir que en el casino se le acerque cualquiera de sus muchos partidarios.

–Mi temor es leer en los periódicos cualquier noticia referente a mi presencia o que alguien llame al hotel para confirmar que estoy aquí.

–Le aseguro que haremos todo lo que esté a nuestro alcance para proteger su intimidad -afirmó el señor Halpern-. Ahora los dejo para que descansen y deshagan las maletas. Les traerán una botella de champán, con nuestros deseos para que disfruten de una muy agradable estancia.

–Una última pregunta -dijo Ashley-. Se hicieron unas reservas para nuestros amigos. ¿Hay alguna noticia de los doctores Lowell y D'Agostino?

–¡Por supuesto! Ya están aquí, han llegado hace poco más de una hora. Están en la 3208, en una de nuestras Superior Suites, en esta misma planta.

–¡Muy conveniente! Es obvio que se ha ocupado admirablemente de atender todas nuestras necesidades.

–Intentamos hacer siempre lo mejor -afirmó el señor Halpern. Después de un último saludo, abandonó la terraza para dirigirse a la puerta.

Ashley volvió la atención a su jefa de personal, quien ya se había acostumbrado a la altura y ahora estaba arrobada por la vista.

–¡Carol, querida! Quizá quieras tener la amabilidad de averiguar si los doctores están en su habitación y, si es así, si quieren reunirse con nosotros.

Carol se volvió para mirar a su jefe y parpadeó como si saliera de un trance.

–Desde luego -se apresuró a responder, al recordar cuáles eran sus obligaciones.


–Quizá tendrías que entrar tú solo -propuso Stephanie. Daniel y ella estaban delante de la puerta con las tallas de sirenas de la suite Poseidón. Daniel tenía una mano cerca del timbre.

Daniel manifestó su desagrado con un sonoro suspiro, y dejó que su brazo cayera a un costado.

–¿Se puede saber cuál es ahora el problema?

–No quiero ver a Ashley. Este asunto no me ha entusiasmado en lo más mínimo desde el primer día, y ahora menos que antes.

–¡Si estamos muy cerca de acabarlo! Las células para el tratamiento ya están listas. Lo único que nos queda es implantarlas, y esa es la parte más sencilla.

–Eso es lo que crees, y esperemos que estés en lo cierto. Pero no he compartido tu optimismo en ningún momento, y no creo que mi negatividad pueda servir para un propósito constructivo.

–Tampoco creías que pudiéramos tener las células del tratamiento en un mes, y lo hicimos.

–Es verdad, pero el trabajo celular es lo único que ha ido bien.

Daniel movió la cabeza en círculos con los ojos en blanco para aliviar la súbita tensión. Estaba furioso.

–¿Por qué me haces esto ahora? – preguntó con un tono teatral. Inspiró a fondo y miró a Stephanie-. ¿Estás tratando de sabotear el proyecto cuando hemos llegado al final?

Stephanie soltó una carcajada fingida, mientras se ruborizaba.

–¡Todo lo contrario! Después de tantos esfuerzos, no quiero estropear las cosas. ¡Esa es la cuestión! Por eso te digo que entres tú solo.

–Carol Manning dijo muy claramente que Ashley quería vernos a los dos, y le respondí que así sería. Por todos los diablos, si no entras, él creerá que algo no va bien. ¡Por favor! No tienes que decir ni hacer nada. Solo sé tú misma y sonríe. ¡No creo que eso sea pedir mucho!

Stephanie vaciló; se miró los pies y luego al guardaespaldas, apoyado tranquilamente en la pared, junto a la puerta de la habitación, donde le dijeron que esperara. Para ella, su presencia era un claro recordatorio de todo lo que había salido mal. El problema radicaba en que sus dudas la estaban volviendo loca. Por otro lado, Daniel acertaba en cuanto a la implantación. En los experimentos con los ratones, esta fase del tratamiento, después de haberla perfeccionado, no había presentado ninguna dificultad.

–¡Muy bien! – asintió Stephanie con un tono de resignación-. Acabemos con esto de una vez, pero tú te encargarás de la charla.

–¡Buena chica! – dijo Daniel mientras tocaba el timbre.

Esta vez fue Stephanie quien puso los ojos en blanco. En circunstancias normales, nunca hubiese tolerado este comentario condescendiente y sexista.

Carol Manning abrió la puerta. Sonrió con una cortesía superficial, aunque Stephanie intuyó el nerviosismo y la preocupación subyacentes, como si fuese un espíritu gemelo en las actuales circunstancias.

Ashley estaba sentado en uno de los sofás de brazos con forma de delfín, aunque Daniel y Stephanie tardaron unos segundos en reconocerlo. Habían desaparecido el traje oscuro, la camisa blanca, y la discreta corbata. Incluso había abandonado las gafas de montura negra. Ahora vestía una camisa de manga corta verde brillante estampada con motivos caribeños, pantalón amarillo y zapatos blancos con el cinturón a juego. Con los brazos blancos y velludos, que indicaban que nunca había visto la luz del día y mucho menos el sol, era la caricatura del turista. Las gafas de sol de cristales azules se curvaban hacia las sienes como las gafas de los ciclistas profesionales. También era una novedad para los dos científicos la rigidez de la expresión facial del senador.

–Bienvenidos, mis muy queridos amigos -les saludó Ashley con su deje de siempre pero con una voz mucho menos modulada-. Son ustedes una grata visión para unos pobres ojos fatigados, como la carga de caballería en el momento oportuno. Soy incapaz de describir la alegría que siento al ver sus agraciados e inteligentes rostros. Perdonen que no me levante de un salto para saludarles adecuadamente, como me dictan mis emociones. Lamentablemente, los beneficios clínicos de la medicación se están esfumando con mucha más celeridad desde la última vez que nos encontramos.

–No se mueva -dijo Daniel-. Nosotros también nos alegramos de verle. – Se acercó para estrechar la mano de Ashley antes de sentarse en el otro sofá.

Stephanie dudó durante unos momentos antes de sentarse junto a Daniel y procuró sonreír. Carol Manning prefirió sentarse aparte, en el sillón giratorio de la mesa escritorio.

–Después de la muy escasa comunicación durante el mes pasado, mi seguridad en que ustedes acabarían por aparecer aquí se basó sobre todo en la fe -admitió Ashley-. La única pista indicadora de que se hacían progresos era el considerable e implacable drenaje de los fondos que puse a su disposición.

–Ha sido un esfuerzo titánico en muchos sentidos -respondió Daniel.

–Espero que eso implique que están preparados para proceder.

–Totalmente -afirmó Daniel-. Hemos hecho todos los preparativos para que la implantación tenga lugar mañana a las diez en la clínica Wingate. Confiamos en que usted esté preparado para actuar deprisa.

–Este viejo granjero no ve la hora de hacerlo -manifestó Ashley, con un tono mucho más grave, y solo un vestigio del deje sureño habitual-. Se me está agotando el tiempo y cada vez me resulta más difícil ocultar a los medios mi enfermedad degenerativa.

–Entonces es de mutuo interés que se haga el implante.

–Interpreto que han podido terminar el arduo proceso de preparar las células del tratamiento que me describió hace un mes.

–Lo hemos hecho -contestó Daniel-. En gran medida gracias a la habilidad de la doctora D'Agostino. – Apretó la rodilla de Stephanie.

Su compañera consiguió sonreír con cierta alegría.

–Durante la última semana -añadió Daniel-, hemos creados cuatro líneas celulares separadas de neuronas dopaminérgicas que son clones de sus células.

–¿Cuatro? – preguntó Ashley sin el menor deje. Miró al científico fijamente-. ¿Por qué tantas?

–La redundancia no es más que una red de segundad. Queríamos estar absolutamente seguros de que al menos teníamos una. Ahora podemos escoger, dado que todas serán igualmente eficaces para tratarlo.

–¿Hay alguna otra cosa que deba saber sobre lo de mañana, aparte de llevar mis viejos huesos a la clínica Wingate?

–Solo las indicaciones preoperatorias habituales, como no comer nada sólido después de la medianoche. También preferiríamos que no tomara su medicación por la mañana, si eso es posible. En nuestros estudios con ratones hemos apreciado que los efectos terapéuticos son muy rápidos después de la implantación; esperamos que ocurra lo mismo con usted. Los medicamentos podrían enmascararlos.

–No tengo ningún inconveniente -asintió Ashley amablemente-. Lo último que quiero hacer es complicar el tema. Por supuesto, Carol tendrá que enfrentarse a la pesada tarea de vestirme y llevarme hasta el coche.

–Estoy segura de que el hotel dispone de una silla de ruedas que les podemos pedir -intervino Carol.

–¿Debo entender que la prohibición de comer después de la medianoche es porque me anestesiarán? – preguntó Ashley, sin hacer caso de Carol.

–Me han dicho que la anestesia será local, con una fuerte sedación y la opción de una anestesia total si es necesaria. Un anestesista estará presente en la sala. Debo informarle de que hemos contratado los servicios de un neurocirujano local que tiene experiencia en este tipo de implantes, aunque desde luego que no con células clonadas. Es el doctor Rashid Nawaz. Le conoce a usted con el nombre de John Smith, lo mismo que la clínica Wingate. El doctor y los directores de la clínica han comprendido la necesidad de ser discretos y están de acuerdo.

–Tengo la impresión de que se han ocupado admirablemente de todos los detalles.

–Esa era nuestra intención -declaró Daniel-. De acuerdo con el procedimiento habitual, debemos recomendarle que permanezca ingresado en la clínica para que podamos controlarlo de cerca.

–¿Sí? – preguntó Ashley, como si estuviese sorprendido-. ¿Durante cuánto tiempo?

–Al menos durante una noche. Después de todo, será su evolución clínica la que lo determine.

–Había contado con regresar al Atlantis -señaló Ashley-. Fue ese el motivo por el que reservé una habitación para ustedes. Pueden controlarme aquí todo lo que quieran. Están en el otro extremo del pasillo.

–El hotel carece de equipo médico de diagnóstico.

–¿Qué?

–Aquello que tiene cualquier centro médico, como un laboratorio y aparatos de rayos X.

–¿Rayos X? ¿Por qué un aparato de rayos X? ¿Esperan alguna complicación?

–Ninguna en absoluto, siempre es preferible ser precavido. Recuerde que, a falta de una palabra mejor, lo que haremos mañana es experimental.

Daniel dirigió una rápida mirada a Stephanie para ver si ella quería añadir algo más. En cambio, ella puso los ojos en blanco durante unos segundos.

Muy atento, dadas las circunstancias, a cualquier matiz, Ashley no pasó por alto la reacción de Stephanie.

–¿Tiene usted algún término que resulte más apropiado, doctora D'Agostino? – preguntó.

Stephanie titubeó durante un momento.

–No. Creo que experimental es muy acertado -respondió, cuando en realidad, pensó que temerario sería más próximo a la realidad.

–Espero no estar detectando una sutil corriente negativa -comentó Ashley, mientras su mirada pasaba alternativamente y con gran rapidez de Daniel a Stephanie-. Para mí es importante creer que ustedes como científicos ven este procedimiento con el mismo entusiasmo que manifestaron durante la audiencia.

–Del todo -declaró Daniel-. Nuestra experiencia con los modelos animales ha sido sorprendente. No podemos estar más entusiastas y ansiosos por poner esta maravilla al servicio de la humanidad. Esperamos con entusiasmo que llegue mañana para aplicarle el tratamiento.

–Bien -dijo Ashley, pero su mirada implacable no se apartó de Stephanie-. ¿Qué dice usted, doctora D'Agostino? ¿Comparte ese ánimo? Parece un tanto callada.

A estas palabras siguió un breve silencio, solo roto por los lejanos gritos de alegría de los niños que jugaban en las abarrotadas piscinas y toboganes acuáticos treinta y dos pisos más abajo.

–Sí -asintió Stephanie finalmente. Luego inspiró profundamente mientras escogía las palabras con mucho cuidado-. Me disculpo si parezco apática. Supongo que estoy un poco cansada después de todo lo que hemos pasado para crear las células del tratamiento. Pero, en respuesta a su pregunta, no solo comparto ese ánimo sino que además espero con ansia ver acabado el proyecto.

–Me tranquiliza saberlo -manifestó Ashley-. ¿Eso significa que está satisfecha con las cuatro líneas celulares que ha clonado a partir de mis células epiteliales?

–Lo estoy -respondió Stephanie-. Son neuronas productoras de dopamina, y son… -hizo una pausa como si buscara la palabra adecuada-… vigorosas.

–¿Vigorosas? – preguntó Ashley-. Vaya. Supondré que eso es una ventaja, aunque suena un tanto vago para un lego como yo. Dígame una cosa: ¿todas contienen genes de la Sábana Santa?

–¡Por supuesto! – declaró Daniel-. Aunque supuso un considerable esfuerzo por nuestra parte conseguir la muestra del sudario, extraer el ADN, y reconstruir los genes necesarios a partir de los fragmentos. Sin embargo, lo hicimos.

–Quiero estar absolutamente seguro en este punto -señaló el senador-. Sé que no tengo manera de comprobarlo, pero no quiero que haya ninguna duda. Es algo muy importante para mí.

–Los genes que utilizamos para el RSHT pertenecen a la sangre de la Sábana Santa. – afirmó, Daniel-. Se lo juro por mi honor.

–Aceptaré su palabra, de caballero -dijo Ashley, que recuperó súbitamente su deje sureño. Con un tremendo esfuerzo consiguió mover su corpachón y se levantó. Le extendió la mano a Daniel, que también se había levantado. Se estrecharon las manos una vez más.

–Durante el resto de mi vida, les estaré agradecido por sus esfuerzos y creatividad científica -declaró.

–Por mi parte, lo estaré por su liderazgo y genio político al no prohibir el RSHT -respondió Daniel.

Una sonrisa irónica apareció en el rostro de Ashley.

–Me gustan los hombres con sentido del humor. – Soltó la mano de Daniel y se la tendió a Stephanie, que se encontraba junto a su pareja.

Stephanie miró la mano que le tendían, como si estuviese debatiendo consigo misma si estrecharla o no. Por fin, lo hizo y sintió cómo su mano quedaba sujeta por el sorprendentemente fuerte apretón de Ashley. Después del prolongado y firme apretón y de sostener la mirada fija del senador, intentó apartar la mano, sin conseguirlo. Ashley se aferraba a ella. Aunque Stephanie podía haber adivinado que el episodio era un reflejo de la enfermedad del político, su reacción inmediata fue la de un súbito miedo irracional a verse permanentemente sujeta por el hombre como una metáfora de su participación en todo este desquiciado asunto.

–Quiero expresarle mi más sincera gratitud por sus esfuerzos, doctora D'Agostino -dijo Ashley-, y como caballero, debo confesar que me he sentido encantado por su considerable belleza desde el primer momento que tuve el placer de verla. – Solo entonces sus dedos que parecían salchichas aflojaron su formidable presión en la mano de la investigadora.

Stephanie cerró la mano en un puño y la apretó contra el pecho, temerosa de que Ashley intentara sujetarla de nuevo. Era consciente de que continuaba comportándose de una manera irracional, pero no podía evitarlo. Al menos consiguió asentir y esbozó una sonrisa de agradecimiento al cumplido y la gratitud del senador.

–Bien -añadió Ashley-, ahora solo me queda desearles que gocen de un plácido sueño. Quiero que ambos estén bien descansados para el procedimiento de mañana que, según han dado a entender, no será muy largo. ¿Es una suposición correcta?

–Calculo que tardará una hora, quizá un poco más -le informó Daniel.

–¡Alabado sea Dios! Poco más de una hora es todo lo que necesita la moderna biotecnología para apartar a este muchacho del precipicio y evitar el hundimiento de su carrera. Estoy impresionado.

–La mayor parte del tiempo estará dedicado a poner en su sitio el marco estereotáxico -le explicó Daniel-. La implantación en sí solo tardará unos minutos.

–Ya está de nuevo con lo mismo -protestó Ashley-. Otra andanada de palabrejas incomprensibles. ¿Qué demonios es un marco estereotáxico?

–Es un marco calibrado que se encaja en la cabeza como una corona. Permitirá que el doctor Nawaz inyecte las células del tratamiento en el lugar exacto donde usted ha perdido sus células productoras de dopamina.

–No sé muy bien si debo preguntarlo -dijo Ashley con una ligera vacilación-. ¿He de creer que inyectarán las células del tratamiento directamente en mi cerebro y no en una vena?

–Así es -comenzó Daniel.

–¡Alto ahí! – le interrumpió Ashley-. Creo que llegado a este punto cuanto menos sepa, mejor. Soy un paciente muy miedoso, y más cuando me harán todo esto sin dormirme. El dolor y yo nunca hemos sido buenos compañeros.

–No sentirá ningún dolor -le aseguró Daniel-. El cerebro carece de sensaciones.

–Acaba de decir que me meterán una aguja en el cerebro -replicó el senador, incrédulo.

–Una aguja roma, para evitar cualquier daño.

–¿Cómo, si se puede saber, consiguen meter una aguja en el cerebro?

–Se perfora un pequeño agujero a través del hueso. En su caso será prefrontal.

–¿Prefrontal? Esa es otra palabreja.

–Significa a través de la frente -explicó Daniel, y apoyó un dedo en su frente por encima de la ceja-. Recuérdelo, no notará ningún dolor. Sentirá una ligera vibración cuando hagan la perforación, algo parecido a los viejos tornos de los dentistas, siempre y cuando no esté dormido por los sedantes, algo que puede ser muy posible.

–¿Por qué no me duermen durante todo el proceso?

–El neurocirujano quiere que esté despierto durante la implantación.

–¡No quiero escuchar nada más! – Ashley exhaló un suspiro y levantó una mano temblorosa como si quisiera protegerse-. Prefiero mantener la ilusión de que las células del tratamiento me las inyectarán en la vena como hacen con los implantes de médula ósea.

–Eso no serviría para las neuronas.

–Es de lamentar, pero ya me las apañaré. Mientras tanto, recuérdeme cuál es mi alias.

–John Smith.

–¡Por supuesto! ¿Cómo he podido olvidarlo? Doctora D'Agostino, usted será mi Pocahontas.

Stephanie consiguió esbozar otra sonrisa.

–¡Muy bien! – exclamó Ashley con un tono entusiasta-. Ha llegado el momento de que este sencillo granjero se olvide de las preocupaciones de su enfermedad y baje al casino. Tengo una cita importante con un grupo de delincuentes mancos.

Unos pocos minutos más tarde, Daniel y Stephanie caminaban por el pasillo hacia su habitación. Stephanie saludó al guardaespaldas cuando pasaron a su lado, pero Daniel hizo como si no lo viera. Su enfado se hizo evidente en el portazo que dio cuando entraron. La habitación tenía la mitad del tamaño de la suite de Ashley. Disfrutaba de la misma vista, pero sin la terraza.

–¡Vigorosas! ¡Menuda chorrada! – gritó. Se detuvo con las manos en jarras-. ¿No podías haber pensado en alguna descripción de nuestras células del tratamiento que llamarlas «vigorosas»? ¿Qué pretendías hacer? ¿Intentabas que se echara atrás cuando ya estamos acabando? Para colmo, has actuado como si no quisieras darle la mano.

–No quería -replicó Stephanie. Se acercó al único sofá y se sentó.

–¿Se puede saber por qué no? ¡Dios bendito!

–No lo respeto, y lo he repetido hasta la saciedad. Todo este asunto me ha inquietado desde el primer momento.

–Te has comportado como si fueses pasiva-agresiva. Has hecho una pausa antes de responder a las preguntas más sencillas.

–¡Escucha! Hice todo lo posible. No quería mentir. Recuerda que no quería entrar. Tú insististe.

Daniel la miró mientras respiraba sonoramente.

–Algunas veces puedes ser insultante.

–Lo siento. Me cuesta fingir. En cuanto a lo de ser insultante, tú tampoco lo haces nada mal. La próxima vez que te sientas tentado de decir «buena chica», muérdete la lengua.


24


Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 10,22



Si, a lo largo de los años, ir al médico se había convertido en algo emocionalmente difícil para Ashley Butler debido a que se trataba de un ingrato recordatorio de su mortalidad, ir al hospital era mucho peor, y su llegada a la clínica Wingate no había sido una excepción. Por mucho que hubiese bromeado con Carol en la limusina y utilizado su encanto sureño con las enfermeras y técnicos durante la admisión, estaba aterrorizado. La delgada pátina de su aparente despreocupación sufrió una severa prueba cuando le presentaron al neurocirujano, el doctor Rashid Nawaz. No era lo que Butler se había imaginado, a pesar de haber dicho su nombre claramente no occidental. Los prejuicios siempre habían jugado un papel muy importante en los pensamientos de Ashley, y ahora más que nunca. En su mente, los neurocirujanos eran personas altas, de expresión grave y talante autoritario, preferiblemente de ascendencia norteña. En cambio, se vio delante de un individuo bajo, delgado y de piel oscura con los labios y los ojos todavía más oscuros. Por el lado positivo estaba su marcado acento británico que reflejaba su formación en Oxford. También en el lado positivo figuraba una aureola de confianza y profesionalidad unida a la compasión. El médico comprendía y simpatizaba con la ansiedad de Ashley como un paciente que se enfrentaba a un tratamiento nada ortodoxo y para tranquilizarlo le explicó al senador que el procedimiento no era nada difícil.

El doctor Carl Newhouse, el anestesista, estaba más en la línea de las expectativas de Ashley. El inglés entrado en carnes y mejillas rubicundas, se parecía más a los médicos caucásicos que Ashley había conocido en el pasado. Iba vestido con las prendas verdes de quirófano y llevaba gorra y una mascarilla colgada alrededor del cuello sobre su pecho, junto con el estetoscopio, y una colección de bolígrafos asomaba en el bolsillo del pecho. Un trozo de tubo de goma marrón le rodeaba la cintura.

El doctor Newhouse había repasado concienzudamente el historial médico de Ashley, en especial todo lo relacionado con las alergias, las reacciones a los medicamentos y a las anestesias. Mientras el doctor Newhouse auscultaba y golpeaba el pecho de Ashley como parte del examen médico rutinario, también le insertó una aguja intravenosa con tanta práctica que Ashley apenas si notó el pinchazo. Después de verificar que el líquido pasaba a su entera satisfacción, el doctor Newhouse le explicó a Butler que le suministraría un potente cóctel intravenoso que le haría sentirse calmado, contento, posiblemente eufórico y definitivamente somnoliento.

Cuanto antes mejor, había pensado Butler. Estaba más que dispuesto a estar calmado. Sus miedos ante la inminente intervención le habían impedido dormir la noche anterior. Además de esta presión psicológica, no había sido una mañana fácil. De acuerdo con las indicaciones de Daniel, no había tomado la medicación para el Parkinson, con unas consecuencias más severas de las que había esperado. No había sido consciente de la medida en que los medicamentos habían controlado sus síntomas. No había sido capaz de evitar que sus dedos realizaran un movimiento rítmico involuntario como si quisiera hacer rodar algún objeto sobre las palmas. Todavía peor era la rigidez, que él comparaba con la intención de caminar sumergido en gelatina. Carol había tenido que buscar una silla de ruedas para llevarlo hasta la limusina, y había sido necesaria la ayuda de dos porteros para pasarlo de la silla al interior del coche. La llegada a la clínica Wingate había comportado idénticas dificultades, con la consiguiente indignidad. La única parte buena de la dura prueba había sido que nadie pareció reconocerlo, gracias a su disfraz de turista.

El cóctel intravenoso del doctor Newhouse había sido todo lo que le había prometido y más. En estos momentos, Ashley se sentía considerablemente más contento y tranquilo de lo que hubiese estado de haberse bebido varias copas de su bourbon favorito, y esto a pesar de encontrarse sentado en un quirófano en una mesa de operaciones articulada para adoptar la forma de silla con los dos brazos extendidos a los lados y sujetos a apoyabrazos. Incluso los temblores habían mejorado, o si no era así, al menos no era consciente de ellos. Vestía el típico camisón corto abierto por atrás que dejaba al aire sus gordas piernas, de un blanco lechoso. Sus pies desnudos, huesudos, con juanetes y las curvadas uñas amarillentas apuntaban hacia el techo. En un brazo tenía la aguja intravenosa y en el otro el ancho brazalete del aparato medidor de la presión. En el pecho tenía adheridos los parches con los extremos de los cables del electrocardiógrafo, y los monótonos pitidos del aparato resonaban en la habitación.

El doctor Nawaz estaba ocupado con la cinta métrica, un rotulador, y una maquinilla de afeitar mientras preparaba la cabeza de Ashley para colocarle el marco estereotáxico, que Ashley veía junto a una colección de instrumentos esterilizados dispuestos sobre una mesa cubierta con una sábana. A pesar de que el marco parecía un instrumento de tortura, a Ashley, drogado como estaba, no le provocaba el menor espanto. Tampoco le preocupaba la presencia del doctor Lowell y la doctora D'Agostino, que se encontraban en compañía de los doctores Wingate y Saunders al otro lado de una ventana que daba al quirófano. Vestidos con las batas verdes, el cuarteto parecía estar observando los preparativos como si fuese un entretenimiento. A Ashley le hubiese gustado hacerles un gesto de saludo, pero no podía, por tener las manos atadas. Además, si le costaba mantener los ojos abiertos, menos aún podría levantar un brazo.

–Ahora le afeitaré unas pequeñas zonas en los costados y en la parte posterior de la cabeza -anunció el doctor Nawaz, al tiempo que le entregaba el rotulador y la cinta métrica a Marjorie Hickam, la enfermera ayudante-. Esos serán los lugares donde aseguraré el marco a su cabeza, tal como le expliqué antes. ¿Me ha entendido, señor Smith?

Ashley tardó unos instantes en recordar que su nombre falso era Smith y en comprender que se dirigían a él.

–Creo que sí -manifestó con una voz de beodo-. Quizá quiera aprovechar para afeitarme. Sin la medicación, mucho me temo que esta mañana no he sido mi mejor barbero.

El doctor Nawaz se echó a reír ante esta inesperada muestra de humor, y lo mismo hicieron los demás presentes en el quirófano, incluida la enfermera Constance Bartolo, quien con la mascarilla y los guantes puestos, permanecía junto a la mesa con el marco y el instrumental como si estuviese de guardia.

Al cabo de unos pocos minutos, el doctor Nawaz se apartó para observar su trabajo.

–Yo diría que no ha quedado nada mal. Saldré un momento para lavarme las manos, luego colocaremos las telas, y podremos comenzar.

Ashley se sumió en un tranquilo sueño a pesar de verse en la terrorífica circunstancia de esperar a que le taladraran el cráneo. No tardó mucho en despertarse parcialmente al sentir el contacto de las telas esterilizadas, pero volvió a dormirse sin demora. La siguiente vez que se despertó fue a causa de un súbito y terrible dolor en el cuero cabelludo en el lado derecho de la cabeza. Con un gran esfuerzo, entreabrió los párpados que le pesaban como plomo. Incluso intentó levantar el brazo derecho que tenía atado.

–¡Tranquilo! – dijo el doctor Newhouse. Estaba a un lado por detrás de Ashley-. ¡Todo va bien! – Apoyó una mano en el brazo de Ashley.

–Solo le estoy inyectando un poco de anestesia local -le explicó el doctor Nawaz-. Quizá note una sensación parecida a un escozor. Le inyectaré en cuatro puntos.

¡Un escozor! Ashley se maravilló silenciosamente en su sopor. Era muy típico de los médicos restarle importancia a los síntomas, porque la sensación se parecía más a la de un cuchillo al rojo vivo que le estuviese despellejando el cráneo. Así y todo, el senador notaba un extraño distanciamiento, como si el dolor lo sufriera otra persona y él solo fuese un observador. También le ayudó en cada una de las aplicaciones el hecho de que el dolor fuera pasajero, y lo reemplazara el entumecimiento total de la zona.

Ashley apenas si advirtió el proceso de colocación del marco esterotáxico. Se despertó y se durmió de nuevo varias veces durante la más de media hora de manipulaciones y ajustes para fijar el marco firmemente al cráneo. No tenía conciencia del pasado, del futuro o del paso del tiempo.

–Creo que ya está -manifestó el doctor Nawaz. Sujetó los brazos calibrados semicirculares que se arqueaban por encima de la cabeza de Ashley y probó la estabilidad del marco, intentando moverlo suavemente en todas las direcciones. Se aguantaba firmemente, con los cuatro tornillos apretados contra el cráneo del senador. Satisfecho con el resultado, el neurocirujano se apartó, cruzó las manos enguantadas y las apretó contra su pecho, al tiempo que se aclaraba la garganta-. Señorita Hickman, si es tan amable, por favor avise a rayos X de que ya estamos preparados.

La enfermera se detuvo bruscamente en su camino para ir a buscar otro frasco de suero para el doctor Newhouse. Sus ojos color humo miraron primero a su colega Constance en busca de apoyo antes de enfrentarse a la mirada del doctor Nawaz. Durante unos segundos, Marjorie se quedó sin palabras, dado que durante su período de formación había tenido que enfrentarse a los arrebatos de cólera de los neurocirujanos durante las operaciones, y se temía lo peor.

–Quisiera que no nos demoráramos -añadió el doctor Nawaz con un tono incisivo-. Es el momento de hacer las radiografías.

–No tenemos rayos X -respondió Marjorie, vacilante. Buscó con la mirada al doctor Newhouse para que corroborara su respuesta, y así no tener que cargar con toda la responsabilidad del problema que acababa de plantearse.

–¿Qué quiere decir con eso de que no tienen rayos X? – preguntó el doctor Nawaz-. ¡Más les valdrá tener rayos X, o recogemos todo y nos vamos a casa! No hay manera de que pueda hacer una implantación intercraneal si no dispongo de las radiografías.

–Marjorie se refiere a que estos dos quirófanos no disponen de rayos X -medió el doctor Newhouse-. Fueron diseñados básicamente para tratamientos de fecundación asistida, así que disponen de la última palabra en equipos de ultrasonido. ¿Eso le resolvería el problema?

–¡En absoluto! – tronó el doctor Nawaz-. El ultrasonido no me sirve para nada. Necesito las radiografías para hacer las mediciones acertadas. Hay que relacionar la parrilla de referencia tridimensional del marco con el cerebro del paciente. De lo contrario, sería como disparar a ciegas. ¡Necesito las malditas radiografías! ¿Pretenden decirme que ni siquiera disponen de un equipo portátil?

–¡Desafortunadamente, no! – respondió el doctor Newhouse. Hizo un gesto para llamar a Paul Saunders que contemplaba la escena desde el otro lado de la ventana.

Paul se cubrió la nariz y la boca con la mascarilla y asomó la cabeza en el quirófano.

–¿Hay algún problema?

–Claro que tenemos un maldito problema -protestó el doctor Nawaz, furioso-. Me acaban de informar de que no disponemos de rayos X.

–Tenemos rayos X -replicó Paul-. Incluso tenemos un equipo de resonancia magnética.

–¡En ese caso, traiga el equipo de rayos X ahora mismo! – ordenó el doctor Nawaz impacientemente.

Paul entró en el quirófano y miró a los demás que estaban al otro lado de la ventana. Les hizo una seña para que entraran, cosa que hicieron después de ponerse las máscaras.

–Acaba de surgir un problema en el que nadie había pensado -les informó Paul-. Rashid necesita hacer unas radiografías, pero este quirófano carece de las instalaciones adecuadas, y no tenemos un equipo portátil.

–¡Por todos los diablos! Después de todos estos esfuerzos, ¿fracasará todo por una chorrada? – preguntó Daniel. Luego, miró al neurocirujano, y le espetó sin más-: ¿Por qué no mencionó que necesitaría hacer radiografías?

–¿Por qué no me informaron de que no había ningún equipo disponible? – replicó el doctor Nawaz-. Nunca he tenido el dudoso honor de trabajar en un quirófano moderno que no dispusiera de rayos X.

–Pensemos con calma por un momento -intervino Paul-. Tiene que haber una solución.

–¡No hay nada en que pensar! – afirmó el doctor Nawaz-. No puedo localizar el punto en el cerebro donde aplicar la inyección sin unas radiografías. Es así de sencillo.

Todos guardaron silencio, y el único sonido que se escuchó en el quirófano fue el del monitor cardíaco. Nadie buscó la mirada de los demás, ni se movió.

–¿Por qué no trasladamos al paciente hasta la sala de rayos X? – sugirió Spencer, cuando ya desesperaban de encontrar una solución-. No está muy lejos.

A los demás también se les había ocurrido la misma idea, pero la habían descartado. Ahora volvieron a considerarla. Trasladar a un paciente desde el quirófano hasta la sala de rayos X en medio de una intervención no era algo precisamente rutinario, y sin embargo, no era algo descartable en las actuales circunstancias. La sala de rayos X era flamante y estaba prácticamente vacía, con lo cual el tema de la contaminación no tenía la misma importancia que en una situación normal, máxime cuando aún no se había iniciado la craneotomía.

–A mí me parece algo razonable -opinó Daniel con entusiasmo-. Somos bastantes. Todos podemos echar una mano.

–¿Usted qué opina, Rashid? – preguntó Paul.

El doctor Nawaz se encogió de hombros.

–Supongo que podría funcionar, siempre y cuando mantengamos al paciente en la mesa de operaciones. Dado que está sentado y con el marco estereotáxico en su lugar, sería poco prudente pasarlo a una camilla.

–La mesa tiene ruedas -les recordó el doctor Newhouse.

–Pues entonces, ¿a qué esperamos? – dijo Paul-. Marjorie, avise al técnico que vamos a la sala de rayos X.

El doctor Newhouse solo tardó unos minutos en desconectar a Ashley del electrocardiógrafo y desatarle los brazos. De haberlos tenidos abiertos, hubiese sido imposible hacer que pasara por la puerta. Cuando todo estuvo preparado y Ashley tenía las manos cruzadas sobre el vientre, el doctor Newhouse quitó el freno de las ruedas con el pie. Luego, el doctor Newhouse empujó la mesa mientras Marjorie y Paul tiraban, y entre los tres la sacaron al pasillo. Excepto Constance, que permaneció en el quirófano, los demás los escoltaron. Ashley continuaba dormido, y del todo ajeno a lo que ocurría, a pesar de estar sentado y en movimiento. Con el marco estereotáxico en la cabeza, parecía un personaje de una película de ciencia ficción.

Una vez en el pasillo, todos excepto el doctor Nawaz ayudaron a empujar, aunque no era necesario. La mesa de operaciones rodaba sin problemas, y solo se escuchaba el rumor de las ruedas debido al peso. Cuando el grupo llegó a la sala de rayos X, se suscitó una discusión referente a si debían trasladar a Ashley de la mesa de operaciones a la mesa de rayos X. Después de sopesar las ventajas y los inconvenientes, decidieron que lo mejor era dejarlo donde estaba.

El doctor Nawaz se puso un pesado delantal de plomo, dado que insistió en ser él quien alineara y sostuviera la cabeza del senador mientras le hacían las radiografías. Todos los demás se retiraron al pasillo. Ashley continuó durmiendo como un bendito.

–Quiero que revele las radiografías antes de que volvamos a trasladarlo -le dijo el doctor Nawaz al técnico, cuando entró para llevarse las placas-. Quiero tener la certeza de que han salido bien.

–Las tendré preparadas en unos minutos -respondió el técnico, con un tono entusiasta.

El doctor Newhouse entró en la sala para comprobar las constantes vitales del paciente. Paul y Spencer acompañaron al técnico para esperar el revelado de las placas. Daniel y Stephanie se quedaron solos por unos momentos.

–Esto es como una comedia de errores donde nada es divertido -susurró Stephanie, con una expresión de profundo desagrado.

–Eso no es justo -replicó Daniel en voz baja-. Nadie tiene la culpa. Veo las dos partes, y considero que ya es agua pasada. Han hecho las radiografías, así que el proceso puede continuar.

–No importa quién tenga la culpa -afirmó Stephanie, con un tono de disgusto-. No deja de ser otra complicación añadida a todas las que ha habido desde aquella fatídica y lluviosa noche en Washington hasta ahora. No dejo de preguntarme qué más puede salir mal.

–Intentemos ser un poco más optimistas -declaró Daniel, tajante-. El final está a la vista.

Paul y Spencer salieron del cuarto de revelado, con el técnico a la zaga. Paul llevaba las placas.

–A mí me parece que están bien -comentó cuando pasó junto a Daniel y Stephanie para entrar en la sala. Los demás lo siguieron. Paul colocó las placas en las cajas, encendió las luces, y se hizo a un lado. Las imágenes mostraban el cráneo de Ashley y la estructura opaca del marco estereotáxico.

El doctor Nawaz se acercó, y con la nariz casi pegada a las placas, las observó cuidadosamente una a una, con la única orientación de las difusas sombras de los ventrículos llenos de fluido en el cerebro del senador. Durante unos momentos, nadie dijo ni una palabra. El único sonido era el de la respiración profunda de Ashley al que se sumó por unos segundos el bombeo de la pera del medidor de la presión arterial cuando el doctor Newhouse hizo otro control.

–¿Qué? – preguntó Paul.

El doctor Nawaz asintió sin demasiado entusiasmo.

–Parecen estar bien. Tendrían que servir. – Sacó un rotulador, un transportador y una regla metálica. Con mucho cuidado, buscó un punto específico en cada placa y lo marcó con una equis-. Este es nuestro objetivo: la parte compacta de la substantia nigra en el lado derecho del cerebro medio. Ahora tengo que calcular las tres coordenadas. – Comenzó a trazar líneas y a medir ángulos en las placas.

–¿Tiene que hacer todo eso aquí? – inquirió Paul.

–Es una buena caja de luz -respondió el doctor Nawaz. Se le veía preocupado.

–Tendríamos que llevar al paciente al quirófano -manifestó el doctor Newhouse-. Me sentiría mucho más tranquilo si le viera conectado al electrocardiógrafo.

–Buena idea -asintió Paul. Se acercó inmediatamente a los pies de la mesa para echar una mano. El doctor Newhouse quitó el freno de las ruedas.

Daniel y Stephanie miraron por encima del hombro del doctor Nawaz, y no se perdieron ni un solo detalle mientras él calculaba las coordenadas para la aguja de implantación, y el lugar en el marco donde colocaría la guía.

Entre Paul que tiraba y el doctor Newhouse que empujaba, sacaron la mesa de la sala de rayos X. El doctor Newhouse mantenía una mano en el hombro de Butler para ayudar a mantenerlo en posición mientras ellos avanzaban. Probablemente no era necesario, dado que el doctor Newhouse había sujetado el torso de Ashley a la parte levantada de la mesa con esparadrapo antes del traslado, pero quería estar seguro.

Una vez en el pasillo, Paul cambió de posición para tener la mesa detrás y mirar al frente. Resultaba más fácil que caminar hacia atrás. Continuó tirando, pero su contribución ahora era la de guiar, dado que la mesa, con las cuatro ruedas giratorias, tenía la tendencia a desviarse. Marjorie caminaba junto a la mesa, con el frasco de suero pero atenta por si hacía falta sujetar a Ashley. Spencer cerraba la retaguardia, y de vez en cuando, daba alguna orden, a la que nadie hacía el menor caso.

–Su color no es muy bueno -se quejó el doctor Newhouse cuando recorrían el pasillo muy iluminado-. ¡Habrá que darse prisa!

Todos aceleraron el paso.

–Su color era enfermizo desde el momento en que entró en la clínica -señaló Spencer-. No creo que haya cambiado.

–Quiero tenerlo conectado al monitor cuanto antes -insistió el doctor Newhouse.

–¡Ya hemos llegado! – anunció Paul, al tiempo que abría la puerta del quirófano y entraba sin volverse para mirar la mesa. En la prisa, no alineó la mesa con la entrada, con la consecuencia de que la mesa estaba un poco torcida. El resultado fue que una de las esquinas delanteras golpeó contra el marco de hierro con la fuerza suficiente como para que el cuerpo de Ashley presionara contra el esparadrapo que lo sujetaba a la mesa. La inercia del marco estereotáxico causó un leve efecto látigo, y la cabeza del senador se movió hacia delante en una trayectoria oblicua. El doctor Newhouse y Marjorie reaccionaron en el acto y sujetaron los brazos de Ashley, que también se habían movido como consecuencia del impacto.

–¡Dios bendito! – exclamó el doctor Newhouse.

–Lo siento -dijo Paul con un tono culpable. Dado que él se había encargado de guiar la mesa, era el único responsable de la colisión.

–¿El aparato golpeó contra el marco? – preguntó el doctor Newhouse, mientras acomodaba las manos de Ashley sobre los muslos.

–No alcanzó a tocarlo -contestó Marjorie, que estaba en el lado de la colisión y quizá podría haberla evitado si la hubiese visto venir. Sencillamente había ocurrido muy rápido. Dejó el brazo de Ashley para ocuparse de apartar del marco la parte delantera de la mesa.

–Demos gracias a Dios por que haya sido así -manifestó el doctor Newhouse-. Al menos no lo hemos contaminado. Si lo hubiésemos hecho, habríamos tenido que empezar de nuevo por el principio.

Constance se apartó de la mesa con el instrumental para acercarse al grupo. Como ella se había quedado en el quirófano con la bata, la mascarilla y los guantes puestos mientras todos los demás iban a la sala de rayos X, sujetó el marco estereotáxico sin amenazar su esterilidad, y lo colocó en posición junto con la cabeza de Ashley.

–¿Ya hemos acabado? – preguntó el senador con voz de borracho. La colisión lo había sacado del sueño. Intentó abrir los ojos, sin éxito. Apenas si consiguió mover un poco los párpados. Al notar un peso extraño en la cabeza, comenzó a levantar una mano para tocarlo y saber qué era. El doctor Newhouse le sujetó el brazo alzado y Marjorie el otro antes de que pudiese moverlo.

–Pongan la mesa en posición -ordenó el doctor Newhouse.

Paul empujó la mesa hasta el centro del quirófano. Ayudó al doctor Newhouse a instalar los reposabrazos, y entre los dos ligaron los brazos del senador. Ashley colaboró con ellos durmiéndose en el acto. El doctor Newhouse le entregó los extremos de los cables del electrocardiógrafo a Marjorie, quien los conectó al equipo. Al cabo de un segundo el rítmico y tranquilizador pitido del aparato rompió el tenso silencio en la habitación. El doctor Newhouse se quitó el estetoscopio de los oídos después de medir la tensión arterial del paciente.

–Todo en orden -anunció.

–Tendría que haber tenido un poco más de cuidado -se lamentó Paul.

–No ha pasado nada grave -le tranquilizó el doctor Newhouse-. El marco no ha sufrido ningún daño. Se lo comunicaremos al doctor Nawaz para que lo compruebe. ¿Lo notas estable, Constance?

–Firme como una roca -respondió Constance, que aún continuaba sujetando el marco.

–Bien -manifestó el doctor Newhouse-. Creo que ya lo puedes soltar. Gracias por la ayuda.

Constance aflojó la presión de las manos precavidamente. La posición del marco no varió. La enfermera volvió a ocupar su puesto junto a la mesa con el instrumental.

–Supongo que tenía usted razón en lo del color del paciente -le dijo el doctor Newhouse a Spencer-. No se ha producido ningún cambio en su ritmo cardíaco. No obstante, creo que le colocaré un oximedidor. Marjorie, ¿podrías traerme uno de la sala de anestesia?

–Por supuesto -respondió Marjorie, y se dirigió de inmediato al cuarto vecino.

Una figura apareció en la ventana que daba al vestíbulo e hizo una seña para llamar la atención de Paul. Aunque el hombre vestía una bata verde y la mascarilla, Paul reconoció en el acto a Kurt Hermann. El pulso de Paul se aceleró de nuevo después de haberse normalizado tras la colisión de la mesa contra el marco de la puerta. Se sentía nervioso, dado que era algo fuera de la habitual ver al jefe de seguridad fuera del edificio de la administración, donde tenía su despacho, y más todavía verlo en el quirófano. Algo tendría que estar muy mal, sobre todo cuando el muy comedido Kurt agitaba una mano para indicar a Paul que saliera al vestíbulo.

Paul no perdió ni un segundo y salió al pasillo.

–¿Qué pasa? – preguntó, ansioso.

–Necesito hablar con usted y el doctor Wingate en privado.

–¿De qué se trata?

–De la identidad del paciente. No está relacionado con la mafia.

–¡Fantástico! – exclamó Paul, complacido. Lo que menos había esperado era una buena noticia-. ¿Quién es?

–¿Por qué no llama al doctor Spencer?

–¡De acuerdo! Ahora mismo lo llamo.

Paul entró de nuevo en el quirófano y le habló al oído al director de la clínica. Spencer enarcó las cejas. Miró a Kurt a través de la ventana, como si no diese crédito a la información de Paul. Sin más demoras, siguió a Paul. Una vez fuera, Kurt los invitó con un ademán a que lo siguieran hasta el cuarto de suministros quirúrgicos. Entraron, y el jefe de seguridad comprobó que la puerta estuviese bien cerrada antes de mirar a sus jefes. No sentía un gran respeto por ninguno de los dos, sobre todo porque nunca sabía cuál de ellos tenía el control.

–¿Bien? – preguntó Spencer, que no tenía con Kurt la misma paciencia que Paul-. ¿Nos lo dirá o qué? ¿Quién es?

–Primero, algunos antecedentes -respondió Kurt con su conciso estilo militar-. Me enteré por el chófer de la limusina que él había recogido al paciente y a su acompañante en el hotel Atlantis. A través de los contactos con los empleados del complejo que me facilitó la policía local, averigüé que se alojaban en la suite Poseidón, registrada a nombre de Carol Manning, de Washington.

–¿Carol Manning? – repitió Spencer-. Nunca lo he oído mencionar. ¿Quién demonios es ese tipo?

–Carol Manning es una mujer -le corrigió Kurt-. Hice que un amigo en el continente buscara el nombre en la red. Es la jefa de personal del senador Ashley Butler. Lo comprobé luego con las autoridades de inmigración locales. El senador Butler llegó ayer a Nassau. Creo que el paciente es el senador.

–¿El senador Butler? ¡Por supuesto! – exclamó Spencer. Se dio una palmada en la cabeza-. Me pareció reconocerlo esta mañana, pero no conseguí relacionar el nombre con el rostro, al menos vestido con aquellas ridículas prendas de turista.

–¡Maldita sea! – estalló Paul. Se paseó por el pequeño espacio con las manos en jarras-. Tantas molestias para descubrir quién era, y resulta ser un político. Ya podemos despedirnos de hacernos con una pasta.

–Eh, no vayas con tanta prisa -le advirtió Spencer.

–¿Por qué no, joder? – replicó Paul. Miró a Spencer-. Contábamos con que el tipo anónimo fuese rico y famoso. Eso significa ser una celebridad como una estrella de cine, un cantante de rock, un as del deporte, o como mínimo, algún gran ejecutivo. ¡Nunca un político!

–Hay políticos y políticos -manifestó Spencer-. Lo importante para nosotros podría ser que se habla mucho de que Butler quiera ser el candidato demócrata en las elecciones de 2004.

–Los políticos no tienen dinero -afirmó Paul-. Al menos, propio.

–Puede ser, pero sin duda tienen acceso a personas que sí tienen mucho dinero -le recordó Spencer-. Eso es lo importante, sobre todo si se trata de alguien que aspira a la presidencia. Cuando quede claro quiénes serán los candidatos con mayores posibilidades en las primarias, aparecerá el dinero. Si Butler se presenta y le va bien en las primarias, aún podríamos hacernos con una buena cantidad.

–Me parece que son demasiados si -declaró Paul con una expresión incrédula-. En cualquier caso, estoy satisfecho con lo que hemos conseguido hasta ahora. Nos hagamos o no con más pasta, he aprendido mucho del RSHT, cosa que nos dará grandes beneficios, sin contar los cuarenta y cinco mil dólares, que no son moco de pavo. Por lo tanto, soy feliz, y más todavía porque el doctor Lowell firmara aquel compromiso. No podrá negar lo que ha hecho aquí, y pienso insistir para que publique el artículo sobre la Sábana Santa y el RSHT en el NEJM. La publicidad será nuestra mayor ganancia a largo plazo, y para eso, diría que un político es incluso mejor que cualquier otra celebridad.

–Volveré a mis ocupaciones -anunció Kurt. No estaba dispuesto a malgastar su tiempo escuchando las tonterías de estos dos payasos. Abrió la puerta.

–Gracias por averiguar el nombre -dijo Paul.

–Sí, gracias -añadió Spencer-. Intentaremos olvidar que tardó un mes y que mató a alguien en el proceso.

Kurt miró fijamente a Spencer por un momento, y luego se marchó. La puerta se cerró automáticamente.

–Ese último comentario no ha sido justo -protestó Paul.

–Lo sé -admitió Spencer, sin darle importancia-. Solo intentaba ser gracioso.

–No aprecias en absoluto su trabajo.

–Supongo que no.

–Lo harás cuando estemos funcionando a pleno rendimiento. La seguridad será algo muy importante. ¡Créeme!

–Quizá, pero ahora volvamos al quirófano, y confiemos en que las cosas vayan mejor que hasta ahora. – Spencer abrió la puerta.

–Espera un momento. – Paul lo cogió por el brazo-. Se me acaba de ocurrir una cosa. Ashley Butler es el senador que ha impulsado el movimiento para prohibir el RSHT de Lowell. ¡No deja de ser una ironía, dado que ahora será el beneficiado!

–A mí me parece que es más hipócrita que irónico -opinó Spencer-. Él y Lowell han tenido que llegar a algún tipo de acuerdo secreto.

–Creo que tienes razón, y si es así, será perfecto para nuestras intenciones de hacernos con una pasta, dado que ambos querrán mantenerlo todo en el más estricto secreto.

–Tenemos la sartén por el mango -manifestó Spencer-. Ahora volvamos al quirófano para asegurarnos de que no haya más problemas, y que se haga la implantación. ¡Ha sido una suerte que estuviésemos a mano para resolver el tema de las radiografías!

–Tendremos que comprar un equipo de rayos X portátil.

–Si no te importa, preferiría esperar hasta tener un poco de liquidez. – Spencer se detuvo un momento delante de la puerta del quirófano-. Creo que es importante no decir que conocemos la verdadera identidad del senador.

–Por supuesto -asintió Paul.


25


Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 11.45



Para Tony D'Agostino, era como estar atrapado en una horrible pesadilla, sin poder despertarse, cuando se encontró de nuevo aparcando el coche delante del local de la empresa de suministros de fontanería de los hermanos Castigliano. Para empeorar las cosas, se trataba de una fría y lluviosa mañana de un domingo de finales de marzo, y había mil cosas que hubiese preferido hacer, como tomarse un capuchino y un cannoli en el acogedor Café Cosenza en Hanover Street.

Tony abrió la puerta del coche, sacó el paraguas y lo abrió. Solo entonces se apeó del Cadillac. Sin embargo, sus esfuerzos no le sirvieron de nada. Acabó empapado. El viento arrastraba la lluvia en todas las direcciones, e incluso tuvo problemas para evitar que el viento le arrancara el paraguas de la mano.

Entró en el local, dio varias patadas en el suelo para quitarse el agua de los zapatos, se secó la frente con el dorso de la mano y dejó el paraguas apoyado en la pared. Mientras pasaba junto al mostrador donde trabajaba Gaetano, maldijo por lo bajo. No tenía la menor duda de que Gaetano había vuelto a meter la pata, y esperaba que el matón estuviese en el local para poder cantarle cuatro frescas.

Como siempre, la puerta del despacho estaba abierta, y Tony entró después de golpear sin esperar una respuesta. Los hermanos ocupaban sus mesas alumbradas por sendas lámparas de pantalla verde. Dado que afuera el cielo estaba encapotado, era muy poca la luz que entraba a través de las ventanas con los cristales sucios que se abrían al albañal.

Los Castigliano lo miraron al mismo tiempo. Sal tenía delante un viejo libro de cuentas donde estaba copiando las facturas que tenía apiladas sobre la mesa. Lou estaba haciendo un solitario. Lamentablemente, a Gaetano no se le veía por ninguna parte.

De acuerdo con el ritual, Tony chocó las manos de los gemelos antes de sentarse en el sofá. No se echó hacia atrás ni se desabrochó el abrigo. Tenía la intención de que la visita fuese lo más breve posible. Se aclaró la garganta. Nadie había dicho ni una palabra, cosa que resultaba un tanto extraña, máxime cuando era él quien deseaba mostrarse enfadado.

–Mi madre habló anoche con mi hermana -comenzó Tony-. Quiero que sepan que estoy un tanto confuso.

–¿Ah, sí? – preguntó Lou con un leve tono de desprecio-. ¡Bienvenido al club!

Tony miró a uno de los gemelos y después al otro. De pronto resultó obvio que los Castigliano estaban de muy mal humor, tanto o más que él. Lou incluso tuvo la insolencia de continuar con su solitario; golpeaba las cartas contra la mesa a medida que jugaba. Tony miró a Sal, y Sal lo miró, furioso. Sal parecía más siniestro que de costumbre, con su rostro esquelético iluminado por debajo por la luz verdosa. Bien podía pasar por un cadáver.

–¿Por qué no nos cuentas por qué estás confuso? – sugirió Sal arrogantemente.

–Sí, nos encantaría saberlo -añadió Lou, sin interrumpir el solitario-. Sobre todo a la vista de que fuiste tú quien nos retorció los brazos para que pusiéramos los cien billetes para el chiringuito de tu hermana.

Un tanto alarmado por esta fría recepción que no se esperaba, Tony se reclinó en el sofá. Notó un súbito calor en todo el cuerpo, y se desabrochó el abrigo.

–No le retorcí el brazo a nadie -protestó, indignado, pero cuando lo dijo, sintió que lo dominaba una desagradable sensación de vulnerabilidad. Aunque ya era tarde para lamentaciones, se reprochó haber ido al aislado local de los gemelos sin ninguna protección o un respaldo. No iba armado, pero eso era habitual. Casi nunca iba armado, y los hermanos lo sabían. Sin embargo, él también tenía unos cuantos matones en su organización, lo mismo que los Castigliano, y tendría que haberlos traído.

–Sigues sin decirnos por qué estás confuso -insistió Sal, sin hacer caso de la protesta.

Tony se aclaró la garganta de nuevo. A la vista de su creciente inquietud, decidió controlar su enfado.

–Estoy un tanto confuso respecto a lo que hizo Gaetano en su segundo viaje a Nassau. La semana pasada, mi madre me comentó que tenía problemas para dar con mi hermana. Dijo que cuando la encontró, se comportó de una manera extraña, como si hubiese ocurrido algo malo de lo que no quería hablar hasta el momento de regresar a casa, cosa que sería pronto. Obviamente, creí que Gaetano había hecho su trabajo y que el profesor era historia. Bueno, anoche mi madre consiguió hablar con mi hermana, a la vista que no había vuelto a dar señales de vida. Esta vez volvió a ser, en palabras de mi madre, «la misma de siempre». Dijo que ella y el profesor continuaban en Nassau, pero que regresarían a casa en cuestión de días. ¿Cómo se entiende?

Durante unos minutos de tensión, nadie dijo nada. El único sonido en la habitación era el golpe de las cartas cuando Lou las dejaba sobre la mesa, combinado con los chillidos de las gaviotas en el albañal.

Tony se irguió en el sofá y miró en derredor; la mayor parte de la habitación estaba en sombras a pesar de la hora.

–Ya que hablamos de Gaetano, ¿dónde está? – A Tony no le hacía ninguna gracia verse sorprendido por el matón de los gemelos.

–Esa es una pregunta que no dejamos de hacernos -contestó Sal.

–¿Qué demonios me estás diciendo?

–Gaetano todavía tiene que regresar de Nassau -le informó Sal-. Se ha esfumado. No sabemos nada de él desde que se marchó la última vez que estuviste aquí, ni tampoco saben nada su hermano y su cuñada, con quienes está muy unido. Nadie sabe absolutamente nada. Cero.

Si Tony antes había creído que estaba confuso, ahora estaba atónito. Aunque se había quejado hasta hacía unos minutos del comportamiento de Gaetano, lo respetaba como un profesional experimentado, y, por tratarse de un hombre relacionado, no podía en duda su indudable lealtad. No tenía sentido que se largara sin más.

–No es necesario decir que también nosotros estamos un tanto desconcertados -añadió Sal.

–¿Habéis hecho algunas averiguaciones? – preguntó Tony.

–¿Averiguaciones? – replicó Lou con un tono sarcástico, y esta vez dejó de interesarse por el solitario-. ¿Qué necesidad tenemos de hacer semejante estupidez? ¡Joder, no! Sencillamente nos hemos quedado aquí, un día tras otro, comiéndonos las uñas mientras esperamos a que suene el teléfono.

–Llamamos a la familia Spriano en Nueva York -explicó Sal, sin prestar atención al sarcasmo de su hermano-. Por si no lo sabías, somos parientes lejanos. Lo están averiguando. Mientras tanto, nos enviarán a otro ayudante, que llegará aquí dentro de un par de días. Ellos fueron quienes nos enviaron a Gaetano.

El miedo fue como una mano helada en la espalda de Tony. Sabía que la organización de los Spriano era una de las familias más poderosas y despiadadas de la Costa Este. No sabía que los gemelos estaban emparentados, cosa que los situaba en una categoría mucho más preocupante y peligrosa.

–¿Qué hay de los colombianos de Miami que debían suministrarle el arma? – preguntó para cambiar de tema.

–También los hemos llamado -respondió Sal-. Nunca están muy dispuestos a colaborar, como ya sabes, pero dijeron que preguntarían. Las redes están echadas. Es obvio que queremos saber dónde se ha escondido ese idiota y por qué.

–¿Falta algo de vuestro dinero? – preguntó Tony.

–Nada que Gaetano hubiese podido llevarse -contestó Sal enigmáticamente.

–Curioso -opinó Tony a falta de otra cosa mejor. No había entendido la respuesta de Sal, pero no estaba dispuesto a preguntar-. Lamento que tengáis este problema. – Se adelantó en el asiento como si fuese a levantarse.

–Es más que curioso -afirmó Lou-, y que lo lamentes no es suficiente. Hemos estado hablando del tema en los últimos días, y creo que deberías saber cuál es nuestro parecer. En última instancia, te hacemos a ti. responsable por este lío con Gaetano, sea cual sea el resultado, y también de nuestros cien billetes, que queremos recuperar con intereses. El interés será el habitual a partir del día que lo entregamos y no es negociable. Una última cosa: ahora consideramos que el crédito ha vencido.

Tony se levantó bruscamente. Su cada vez mayor ansiedad había alcanzado un punto crítico después de escuchar los comentarios de Lou y la poco velada amenaza.

–Mantenedme informado si os enteráis de alguna cosa -manifestó mientras caminaba hacia la puerta-. Mientras tanto, haré algunas averiguaciones por mi cuenta.

–Más te valdrá comenzar a averiguar de dónde sacarás los cien billetes -replicó Sal-, porque no vamos a tener tanta paciencia.

Tony abandonó el local a toda prisa, sin preocuparse de la lluvia. Sudaba, a pesar del frío. Cuando ya estaba en el coche recordó que se había dejado el paraguas. ¡Que se lo metan donde les quepa!, gritó. Puso el Cadillac en marcha, y con el brazo apoyado en el respaldo del asiento del acompañante, miró por la ventanilla trasera y aceleró. Los neumáticos levantaron una lluvia de guijarros cuando el coche atravesaba el aparcamiento y salía a la calle. Un momento más tarde, circulaba en dirección a la ciudad a casi noventa kilómetros por hora.

Se relajó un poco y secó las palmas por turno en las perneras. Se había librado de la amenaza inmediata, pero sabía intuitivamente que una amenaza mucho mayor asomaría por el horizonte, sobre todo si los Spriano se involucraban en el tema, aunque solo fuera muy tangencialmente. Todo resultaba muy desalentador, por no decir preocupante. Precisamente cuando estaba movilizando todos sus recursos para enfrentarse a la acusación de la fiscalía, asomaba la posibilidad de una guerra territorial.


–¡John! ¿Me escucha? – llamó el doctor Nawaz. Se inclinó al tiempo que levantaba los bordes de las telas esterilizadas que colgaban sobre el rostro de Butler. La mayor parte del marco estereotáxico sujeto al cráneo de Ashley y también gran parte de su cuerpo aparecían cubiertos por las telas, y solo quedaba a la vista una porción del lado derecho de la frente del senador. Allí, el doctor Nawaz había hecho una pequeña incisión cutánea, que ahora mantenía abierta con un retractor.

Después de dejar a la vista el hueso, el neurocirujano había empleado un taladro especial para perforar un agujero muy pequeño que dejaba a la vista la membrana grisácea que recubría el cerebro. Directamente alineada con el agujero y bien sujeta a uno de los arcos del marco estereotáxico estaba la aguja para la implantación. Había calculado los ángulos correctos con la ayuda de las radiografías, y la aguja ya había atravesado la membrana hasta la parte exterior del cerebro. En este punto, solo faltaba avanzar la aguja hasta la profundidad exacta para alcanzar la substantia nigra.

–Doctor Newhouse, quizá quiera usted sacudir al paciente por mí -dijo el doctor Nawaz con su melodioso acento paquistaní-inglés-. En este momento, preferiría que el paciente estuviese despierto.

–Por supuesto. – El doctor Newhouse dejó a un lado la revista que estaba leyendo y se levantó. Metió una mano por debajo de las telas y sacudió el hombro de Ashley.

El senador abrió los párpados con un considerable esfuerzo.

–¿Ahora me escucha, John? – preguntó de nuevo el neurocirujano-. Necesitamos su ayuda.

–Por supuesto que lo escucho -contestó Ashley con voz de dormido.

–Quiero que me diga si tiene cualquier sensación, la que sea, durante los próximos minutos. ¿Lo hará?

–¿Qué quiere decir con «sensaciones»?

–Imágenes, pensamientos, sonidos, olores, o sensación de movimiento; cualquier cosa que note.

–Tengo mucho sueño.

–Lo sé, pero intente mantenerse despierto solo unos minutos. Como le dije, necesitamos su ayuda.

–Lo intentaré.

–Eso es todo lo que le pedimos -dijo el doctor Nawaz. Bajó la tela para tapar el rostro de Ashley. Se volvió para levantar el puño con el pulgar en alto en dirección al grupo al otro lado de la ventana. Luego, después de flexionar los dedos enfundados en el guante de látex, utilizó la ruedecilla del micromanipulador en la guía que aguantaba la aguja de la implantación. Lentamente, milímetro a milímetro, avanzó la aguja roma en las profundidades del cerebro de Ashley. Cuando la aguja entró hasta la mitad, levantó de nuevo el borde de la tela. Se alegró al ver que Ashley mantenía los ojos abiertos, aunque fuese muy poco.

–¿Cómo vamos? – le preguntó al senador.

–De maravilla -contestó Ashley, con un leve rastro de su acento sureño-. Feliz como un cerdo en la pocilga.

–Lo está haciendo muy bien -lo animó el doctor Nawaz-. No tardaremos mucho más.

–Tómese su tiempo. Lo importante es hacerlo bien.

–Eso es algo que está muy claro -respondió el doctor Nawaz. Sonrió debajo de la mascarilla mientras bajaba la tela y hacía avanzar la aguja de nuevo. Estaba impresionado con el coraje y buen humor de Ashley. Unos pocos minutos más tarde y con una última vuelta del micromanipulador, se detuvo exactamente en la profundidad medida. Después de comprobar el estado de Ashley, le dijo a Marjorie que llamara al doctor Lowell. Mientras tanto, preparó la jeringa con las células del tratamiento.

–¿Todo marcha bien? – preguntó Daniel. Se había puesto una mascarilla antes de entrar. Con las manos cruzadas a la espalda, se inclinó para mirar el agujero de la craneotomía con la aguja insertada.

–Muy bien -contestó el doctor Nawaz-. Pero hay un problema que admito que se me olvidó con todo el embrollo anterior. En esta etapa, es costumbre hacer otra radiografía para corroborar totalmente la ubicación de la punta de la aguja. Sin embargo, sin un aparato de rayos X en el quirófano, eso no es posible. Hecha la craneotomía y con la aguja insertada, no se puede mover al paciente sin riesgos.

–¿Me está pidiendo mi opinión referente a si debe seguir?

–Precisamente. Al fin y al cabo es su paciente. En esta situación un tanto única, yo soy, como dicen ustedes los norteamericanos, solo un pistolero contratado.

–¿Hasta qué punto está seguro de la posición de la aguja?

–Estoy muy seguro. A lo largo de mi experiencia con el marco estereotáxico, siempre he acertado con el lugar exacto. En este caso hay otro factor que ayuda. Estamos añadiendo células; no extirpamos nada, que es lo que suelo hacer habitualmente con este procedimiento y donde los problemas pueden ser muchísimo más graves si se produjera una muy leve desviación.

–Es difícil discutir con un cien por ciento de aciertos. Creo que estamos en buenas manos. ¡Adelante!

–Bien dicho -afirmó el doctor Nawaz. Cogió la jeringa cargada con la cantidad señalada de las células de tratamiento. Retiró el trocar de la aguja de implantación y en su lugar sujetó la jeringa-. Doctor Newhouse, estoy preparado para comenzar la implantación.

–Muchas gracias -contestó el doctor Newhouse. Le gustaba que le informaran de los momentos críticos de un procedimiento, y se apresuró a verificar las constantes vitales. Cuando acabó y se quitó el estetoscopio de los oídos, le indicó al neurocirujano con un gesto que podía continuar.

Después de levantar la tela y hacer que el doctor Newhouse volviera a sacudir a Ashley para despertarlo, el doctor Nawaz le repitió al paciente las mismas instrucciones que le había dado antes de insertar la aguja. Solo entonces comenzó la implantación, esta vez con otro artilugio mecánico que le permitía empujar el émbolo de la jeringa a un ritmo lento y constante.

Daniel se estremeció mientras presenciaba la implantación. A medida que las neuronas productoras de dopamina clonadas y aumentadas con los genes de la sangre de la Sábana Santa eran depositadas lentamente en el cerebro de Ashley, estaba seguro de que presenciaba un nuevo hito en la historia de la medicina. De una tacada, las promesas de las células madre, la clonación terapéutica y el RSHT se convertían en realidad para curar una grave enfermedad degenerativa humana por primera vez. Con una sensación de creciente entusiasmo, se volvió para hacerle a Stephanie el signo de la victoria. Stephanie le respondió con el mismo gesto aunque con mucho menos entusiasmo y como si se sintiera avergonzada. Daniel supuso que estaba incómoda al verse obligada a estar con Paul Saunders y Spencer Wingate y tener que charlar con ellos.

El doctor Nawaz se detuvo a mitad de la implantación, como había hecho durante la inserción de la aguja. Cuando levantó el borde de la tela, descubrió que Ashley se había vuelto a quedar dormido.

–¿Quiere que lo despierte? – preguntó el doctor Newhouse.

–Por favor -respondió el doctor Nawaz-. Quizá quiera usted intentar mantenerlo despierto durante algunos minutos.

Ashley abrió los ojos en respuesta a las sacudidas. La mano del doctor Newhouse le sujetaba el hombro.

–¿Se siente bien, señor Smith? – preguntó el neurocirujano.

–De fábula -murmuró Ashley-. ¿Hemos terminado?

–¡Casi! ¡Solo un momento más! – afirmó el doctor Nawaz. Soltó la tela, y miró al doctor Newhouse-. ¿Todo estable?

–Como una roca.

El doctor Nawaz volvió a empujar el émbolo, siempre con el mismo ritmo controlado. El momento en que se disponía a darle al mecanismo que empujaba el émbolo la última vuelta, e inyectar lo que quedaba de las células de tratamiento, Ashley murmuró algo ininteligible debajo de las telas. El neurocirujano se detuvo, miró al doctor Newhouse, y le preguntó.si había entendido las palabras de Ashley.

–No he entendido nada -admitió el doctor Newhouse.

–¿Todo continúa estable?

–No se ha producido ningún cambio -le informó el doctor Newhouse. Se puso el estetoscopio para controlar de nuevo la presión sanguínea. Mientras tanto, el doctor Nawaz levantó la tela y miró a Ashley. La apariencia de su rostro, visible solo hasta el nivel de los ojos debido al marco, había cambiado de una manera un tanto drástica. Curiosamente, las comisuras de los labios aparecían inclinadas hacia arriba, y mantenía la nariz fruncida en una expresión que sugería desagrado. Esto resultaba incluso más sorprendente, porque antes su rostro había carecido de toda expresión, un síntoma típico de su enfermedad.

–¿Hay algo que le preocupa? – preguntó el doctor Nawaz.

–¿Qué es ese olor apestoso? – replicó Ashley. Su voz aún sonaba como la de un beodo, pero hablaba de corrido.

–¡Dígalo usted! – dijo el doctor Nawaz, en un tono de preocupación-. ¿A qué huele?

–Diría que a mierda de cerdo. ¿Qué demonios están haciendo?

La intuición de que se cernía un desastre sacudió al doctor Nawaz como una débil y desagradable descarga eléctrica que le dejó una leve molestia en el estómago que solo conocen los cirujanos con una larga experiencia. Miró a Daniel en busca de consuelo, pero el científico se limitó a encogerse de hombros. Daniel, que tenía una experiencia quirúrgica muy limitada, no acababa de entender lo que pasaba.

–¿Mierda de cerdo? ¿A qué se refiere? – preguntó, desconcertado.

–Dado que no hay cerdos en el quirófano, mucho me temo que está sufriendo una alucinación olfatoria -contestó el doctor Nawaz, con un tono casi de furia.

–¿Eso es un problema?

–A ver si se lo puedo explicar -dijo el neurocirujano vivamente-. Me preocupa. Confiemos en que no sea nada, pero recomendaría que prescindamos de inyectarle lo que queda de las células de tratamiento. ¿Está de acuerdo? Le hemos inyectado más del noventa por ciento.

–Si hay alguna duda, no hay ningún inconveniente -manifestó Daniel. No le preocupaba en absoluto que no inyectaran el resto. Había calculado la cantidad a partir de los experimentos con los ratones. En cambio, le preocupaba la reacción del doctor Nawaz. Era consciente de la inquietud del neurocirujano, aunque no alcanzaba a comprender por qué un mal olor pudiese ser señal de algo preocupante. En cualquier caso, lo que menos deseaba en estos momentos era una complicación de cualquier tipo, sobre todo cuando estaban muy cerca del éxito.

–Estoy retirando la aguja -le comunicó el doctor Nawaz al doctor Newhouse, aunque no estaban utilizando ningún tipo de anestesia por inhalación. Con el mismo cuidado que había tenido para la inserción, extrajo lentamente la aguja. En cuanto la punta quedó a la vista, el neurocirujano miró la perforación para ver si sangraba. Afortunadamente, no vio ninguna señal de hemorragia.

–¡Retirada la aguja! – añadió el doctor Nawaz y se la entregó a Constance. Inspiró profundamente y luego levantó la tela para mirar a Ashley. Fue consciente de que Daniel miraba por encima de su hombro. La expresión de asco del senador había dado paso a otra de enfado. Mantenía los labios apretados, con los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz dilatadas.

–¿Se encuentra bien, señor Smith? – preguntó el neurocirujano.

–Quiero marcharme de aquí de una puñetera vez -replicó Ashley.

–¿Todavía huele ese olor?

–¿Qué olor?

–Hace solo un momento se quejó usted de un olor.

–No sé de qué demonios me habla. ¡Lo único que sé es que quiero largarme de aquí! – Dispuesto a cumplir con su deseo, Ashley hizo presión contra el esparadrapo que le sujetaba el torso contra la mesa y contra las ligaduras en las muñecas. Al mismo tiempo, levantó las piernas hasta tocarse el pecho con las rodillas.

–¡Sujétenlo! – gritó el doctor Nawaz. Se echó sobre los muslos del senador, con la intención de obligarlo a bajar las piernas con el peso de su cuerpo. El neurocirujano no había soltado el borde de la tela, y vio cómo el rostro de Ashley enrojecía por el esfuerzo.

Daniel reaccionó en el acto y se situó a los pies de la mesa. Metió las manos bajo las telas para sujetar los tobillos de Ashley. Intentó bajarlos y se sorprendió ante la resistencia del paciente. El doctor Newhouse había soltado el hombro de Ashley para cogerle la muñeca que el senador había conseguido librar del esparadrapo. Marjorie corrió al otro lado de la mesa para sujetar el otro brazo que también estaba a punto de zafarse de la ligadura.

–¡Señor Smith, cálmese! – gritó el doctor Nawaz-. ¡Todo va bien!

–¡Suéltenme, cabrones! – gritó el senador a su vez. Su tono era el típico del borracho beligerante que se resiste a todos los esfuerzos de aquellos que intentan sujetarle.

Stephanie, Paul y Spencer entraron a la carrera mientras intentaban ponerse las mascarillas. Echaron una mano para sujetar a Ashley, y así darle a Marjorie la oportunidad para reforzar las ligaduras de las muñecas y que Daniel consiguiera bajar las piernas de Ashley. En cuanto tuvo las manos libres, el doctor Newhouse midió de nuevo la presión arterial de Butler. Los pitidos del monitor del electrocardiógrafo habían aumentado el ritmo considerablemente. Marjorie salió de la sala para ir a buscar unas correas.

–Todo está bien -le repitió el doctor Nawaz a Ashley en cuanto consiguieron controlarlo. Miró el rostro furioso del paciente, que ahora mostraba un color rojo remolacha debido al esfuerzo-. ¡Tiene que serenarse! Tenemos que cerrarle la incisión, y ya habremos acabado. Entonces podrá levantarse. ¿Me ha comprendido?

–Ustedes no son más que una pandilla de maricones. ¡Apártense de una puñetera vez!

El uso de un lenguaje absolutamente soez e inapropiado en un quirófano los sorprendió a todos tanto como su súbita resistencia física. Durante una fracción de segundo, nadie dijo nada ni se movió.

El doctor Nawaz fue el primero en reaccionar. Ahora que tenía la seguridad de que Ashley no podía moverse, se apartó de los muslos del paciente. Cuando lo hizo, todos advirtieron que Ashley tenía una erección que levantaba las telas.

–¡Por favor, suéltenme las manos y los pies! – suplicó Ashley, y se echó a llorar-. Están sangrando.

Todos se fijaron de inmediato en las manos y los pies de Ashley, en particular Daniel, que aún sujetaba los tobillos del senador mientras Marjorie se esforzaba para colocarle las ligaduras.

–¿De qué demonios habla? – le preguntó Paul a los demás-. Si no sangra.

–¡John, escúcheme! – dijo el doctor Nawaz, que mantenía levantada la tela para dejar al descubierto el rostro de Ashley de las cejas para abajo-. No le sangran las manos ni los pies. Está perfectamente. Solo tiene que mantenerse tranquilo unos minutos más para que yo pueda terminar.

–No me llamo John -manifestó Ashley en voz baja. Las lágrimas se habían esfumado con la misma rapidez con la que habían aparecido. Aunque aún hablaba como un borracho, parecía haber recuperado súbitamente la paz interior.

–Si no se llama John, ¿cuál es su nombre? – preguntó el neurocirujano.

Daniel dirigió una mirada de preocupación a Stephanie, que acababa de apartarse de la mesa de operaciones después de haber ayudado a sujetar uno de los brazos de Ashley. Como si ya no tuviese bastantes problemas, ahora le preocupaba que el senador, bajo el efecto de las drogas, acabara por revelar su verdadera identidad. No tenía idea de cuál podía ser el efecto sobre el resultado final del proyecto, pero no podía ser nada bueno, después de todos los esfuerzos que habían hecho hasta el presente para mantener el anonimato de Butler.

–Mi nombre es Jesús -contestó Ashley con voz dulce, mientras cerraba los ojos beatíficamente.

Una vez más, todos los presentes en la sala se miraron los unos a los otros con expresiones de desconcierto y también un tanto divertidas. Todos menos el doctor Nawaz. Su respuesta fue preguntarle al doctor Newhouse cuáles eran los sedantes que le había suministrado al paciente antes de iniciar la intervención.

–Diazepán y fentanil por vía intravenosa -respondió el doctor Newhouse.

–¿Le parece correcto suministrarle otra dosis inmediatamente?

–Por supuesto -asintió el doctor Newhouse-. ¿Quiere que lo haga?

–Por favor.

El doctor Newhouse abrió el cajón de su mesa rodante, sacó una jeringuilla, y abrió el envoltorio. Preparó rápidamente la mezcla de sedantes y la inyectó en el tubo intravenoso.

–Perdónalos, padre -dijo Ashley sin abrir los ojos-, porque no saben lo que hacen.

–¿Qué demonios está pasando aquí? – preguntó Paul con un susurro forzado-. ¿Es que este tipo se cree que es Jesucristo en la cruz?

–¿Es acaso alguna reacción extraña de los sedantes? – quiso saber Spencer.

–Lo dudo -contestó el doctor Nawaz-. Sea cual sea la causa, desde luego es un ataque.

–¿Un ataque? – repitió Paul con un tono de incredulidad-. Esto no se parece a ningún ataque que yo haya visto.

–Se denomina un ataque parcial complejo -le explicó el neurocirujano-. Se le conoce más habitualmente como ataque del lóbulo temporal.

–¿Qué lo causa, si no son los sedantes? – preguntó Paul-. ¿Meterle la aguja en el cerebro?

–Si hubiese sido la aguja, creo que se hubiera producido antes -señaló el doctor Nawaz-. Dado que ocurrió casi al final de la implantación, creo que debemos asumir que esa fue la causa. – Miró al doctor Newhouse-. ¿Puede comprobar si está dormido?

El doctor Newhouse metió una mano por debajo de la tela y sacudió suavemente el hombro de Ashley.

–¿Alguna respuesta? – le preguntó a su colega.

El neurocirujano sacudió la cabeza y cubrió con la tela el rostro del senador. Exhaló un suspiro al tiempo que se volvía para mirar a Daniel. Entrelazó las manos sobre el pecho.

Daniel tuvo la sensación de que le flaqueaban las piernas mientras miraba los ojos oscuros del neurocirujano. Se daba cuenta de su preocupación, que afloraba a pesar de la compostura que procuraba mantener. El miedo a una complicación, que había estado acechando en el fondo de su mente desde el momento en que Ashley había mencionado el olor, reapareció con la fuerza de un torrente.

–Creo que ya puede soltar los tobillos del paciente -dijo el doctor Nawaz.

Daniel apartó las manos de los tobillos del senador, que había continuado sujetando, incluso después de que Marjorie los ligara.

–El ataque me preocupa -manifestó el doctor Nawaz-. No solo creo que no fue causado por los sedantes, sino que creo que producirse estando sedado indica una violenta perturbación focal.

–¿Por qué no puede estar relacionado con los sedantes? – preguntó Daniel, más animado por la esperanza que por la razón-. ¿No podría tratarse de un sueño inducido por los sedantes? Me refiero a que la mezcla de diazepán y fentanil es muy potente. Combinar esa mezcla con el fuerte estímulo emocional de la Sábana Santa podría ser la causa de las alucinaciones.

–¿Qué tiene que ver la Sábana Santa con todo esto? – exclamó el doctor Nawaz.

–Tiene relación con las células del tratamiento -explicó Daniel-. Es una historia muy larga, pero antes del proceso de clonación, algunos de los genes del paciente fueron reemplazados con genes obtenidos de la sangre de la Sábana Santa. Fue una petición específica del paciente, que cree en su autenticidad. Incluso mencionó la posibilidad de la intervención divina.

–Acepto que dicha idea podría tener algo que ver con las alucinaciones del paciente. No obstante, no se puede negar la evidencia de que la implantación produjo el ataque.

–¿Cómo puede tener seguridad absoluta? – replicó Daniel.

–Debido al momento y a la alucinación olfatoria -manifestó el doctor Nawaz-. El olor del que habló fue un aura, y una de las características del ataque del lóbulo temporal es que comienza con un aura. Otras características son la hiperreligiosidad, los bruscos cambios de humor, los intensos deseos sexuales y el comportamiento agresivo, todas ellas cosas que el paciente ha manifestado en el breve tiempo que permaneció despierto. Se trata de un ejemplo clásico.

–¿Qué debemos hacer? – preguntó Daniel, aunque le asustaba la posible respuesta.

–Rezar para que se trate de un fenómeno aislado. Lamentablemente, a la vista de la intensidad del foco, me sorprendería si no acaba con una epilepsia del lóbulo temporal.

–¿No se puede hacer nada profilácticamente? – intervino Stephanie.

–Lo que me gustaría hacer aunque sé que no puedo es ver las células del tratamiento -comentó el doctor Nawaz-. Me gustaría saber dónde han ido a parar. Quizá entonces podríamos hacer alguna cosa.

–¿Qué quiere decir con eso de dónde han ido a parar? – protestó Daniel-. Usted me dijo que con su experiencia en el uso del marco estereotáxico, nunca había tenido ningún problema a la hora de saber dónde estaba la aguja.

–Es verdad, pero también lo es que nunca he visto que un paciente sufriese un ataque como este durante la intervención -se defendió el doctor Nawaz-. Aquí hay algo que no encaja.

–¿Acaso insinúa que las células podrían no estar en la substantia nigra? -exclamó Daniel-. Si es así, no quiero saberlo.

–¡Escuche! – replicó el doctor Nawaz, con un tono airado-. Usted fue quien me animó a seguir con el procedimiento sin contar con las radiografías adecuadas.

–No discutamos -dijo Stephanie-. Las células del tratamiento se pueden ver.

Todas las miradas se centraron en ella.

–Incorporamos un gen como receptor en las células de tratamiento -explicó Stephanie-. Hicimos lo mismo en los experimentos con los ratones, con el propósito de poder radiografiarlas. Disponemos de un anticuerpo monoclonal que contiene un metal pesado opaco a las radiaciones diseñado por un radiólogo. Es estéril y listo para ser utilizado. Solo hay que inyectarlo en el fluido cerebroespinal en el espacio subaracnoide. Funcionó a la perfección con los ratones.

–¿Dónde está? – preguntó el doctor Nawaz.

–En el laboratorio del edificio número uno -contestó Stephanie-. En la mesa de nuestro despacho.

–¡Marjorie, llame inmediatamente a Megan Finnigan! – ordenó Paul-. Dígale que recoja el anticuerpo y lo traiga a la carrera.


26


Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 14.15



El doctor Jeffrey Marcus era el radiólogo del Doctors Hospital de Shirley Street, en el centro de Nassau. Spencer había llegado a un acuerdo con él para cubrir los servicios de radiología de la clínica Wingate a tiempo parcial hasta que se justificara la necesidad de un radiólogo de plantilla. En cuanto se decidió que era necesario hacerle un escáner al senador, Spencer le dijo a una de las enfermeras que llamara a Jeffrey. Como era domingo por la tarde, acudió a la llamada inmediatamente. El doctor Nawaz se alegró porque conocía a Jeffrey desde los tiempos de Oxford y sabía que contaba con una considerable experiencia neurorradiológica.

–Estas son las secciones transversales del cerebro, que comienzan en el borde dorsal del puente de Varolio -explicó Jeffrey mientras señalaba en la pantalla del ordenador con la punta de un anticuado lápiz Dixon amarillo nº 2. Jeffrey Marcus era otro de los expatriados ingleses que habían venido a las Bahamas para escapar del clima británico, lo mismo que el doctor Carl Newhouse-. Avanzaremos en incrementos de un centímetro y llegaremos al nivel de la substantia nigra en un par de imágenes, como mucho.

Jeffrey estaba sentado delante de la pantalla. A su derecha e inclinado para ver mejor se encontraba el doctor Nawaz. Daniel estaba a la izquierda de Jeffrey. Paul, Spencer y Carl permanecían junto a la ventana que daba a la sala del escáner. Carl tenía en la mano una jeringuilla con otra dosis de sedantes que no había sido necesario utilizar. Ashley no se había despertado desde la segunda dosis y había dormido mientras le tapaban la perforación con un botón de metal y le cosían la incisión, le quitaban el marco estereotáxico, y lo trasladaban a la mesa del escáner. Ahora, Ashley yacía en posición supina con la cabeza en el interior de la abertura de la enorme máquina con forma de rosquilla. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho con las ligaduras en las muñecas aunque sin atar. El suero continuaba goteando. Butler parecía dormir beatíficamente.

Stephanie estaba en el fondo de la habitación, apartada de los demás y apoyada contra un mostrador con los brazos cruzados. Sin que nadie se diera cuenta, hacía lo imposible por contener las lágrimas. Rogaba que nadie se acercara, porque si lo hacían, no podría mantener el control. Había pensado en salir de la habitación pero entonces se dijo que eso llamaría la atención de los demás, así que se quedó donde estaba y sufrió en silencio. No necesitaba mirar la siguiente imagen en el monitor. La intuición le decía que se había producido un error muy grave en la implantación, y eso había acabado con su control emocional, ya bastante castigado por todo lo sucedido en el transcurso del mes. Se reprochó a sí misma no haber hecho caso a sus intuiciones en el mismo momento en que había comenzado este ridículo y ahora potencialmente trágico asunto.

–¡Muy bien, allá vamos! – anunció Jeffrey. Volvió a señalar la imagen en la pantalla-. Este es el cerebro medio, y esta la zona de la substantia nigra. Mucho me temo que no se aprecia la luminosidad que se esperaría de un anticuerpo de metal pesado.

–Quizá el anticuerpo aún tiene que pasar del fluido cerebroespinal al cerebro -manifestó el doctor Nawaz-. También podría ser que no hubiese un único antigén superficial en las células de tratamiento. ¿Está seguro de que el gen que insertó estaba marcado?

–Absolutamente seguro -contestó Daniel-. La doctora D'Agostino lo comprobó.

–Podríamos intentar repetirlo dentro de unas pocas horas -opinó el doctor Nawaz.

–Con nuestros ratones, lo vimos a partir de la media hora y un máximo de cuarenta y cinco minutos -le informó Daniel. Miró su reloj-. El cerebro humano es más grande, pero hemos utilizado una mayor cantidad de anticuerpo, y ya ha transcurrido una hora. Tendríamos que verlo. Tiene que estar allí.

–¡Un momento! – avisó Jeffrey-. Aquí aparece una luminosidad lateral difusa. – Movió la punta del lápiz un centímetro a la derecha. Los puntos luminosos eran sutiles, como diminutos copos de nieve sobre un fondo de cristal.

–¡Oh, Dios mío! – gritó el doctor Nawaz-. Esa es la parte mesial del lóbulo temporal. No me extraña que tuviese un ataque.

–Miremos la próxima sección -dijo Jeffrey, mientras la nueva imagen comenzaba a borrar la anterior de arriba abajo, como una cortina que se desenrolla-. Ahora es más visible. – Dio varios golpecitos en la pantalla con la goma del lápiz-. Diría que está en la región del hipocampo, pero para localizarlo con precisión, tendríamos que insuflar un poco de aire en el cuerpo temporal del ventrículo lateral. ¿Quiere hacerlo?

–¡No! – negó el doctor Nawaz tajantemente. Se llevó las manos a la cabeza-. ¿Cómo demonios pudo desviarse tanto la aguja? No me lo creo. Incluso miré las placas de nuevo, volví a tomar las medidas, y luego comprobé las graduaciones en la guía. Todas eran absolutamente correctas. – Apartó las manos de la cabeza y las extendió como si suplicara que alguien le ofreciera una explicación de lo ocurrido.

–Quizá el marco se movió un poco cuando golpeamos el marco de la puerta con la mesa -dijo el doctor Newhouse.

–¿De qué está hablando? – preguntó el neurocirujano-. Me dijeron que la mesa había rozado el marco. ¿A qué se refiere exactamente con «golpeamos»?

–¿Cuándo golpeó la mesa el marco? – inquirió Daniel. Era la primera vez que lo escuchaba mencionar-. ¿De qué marco están hablando?

–El doctor Saunders fue quien dijo que lo rozó -manifestó el doctor Newhouse, sin hacer caso a Daniel-. No yo.

El doctor Nawaz miró a Paul con una expresión interrogativa. Paul asintió a regañadientes.

–Admito que quizá fue más un golpe que un roce, pero fue algo sin importancia. Constance dijo que el marco estaba bien colocado cuando lo sujetó.

–¿Lo sujetó? – chilló el doctor Nawaz-. ¿Qué necesidad tenía de sujetar el marco?

Se produjo una pausa incómoda mientras Paul y el doctor Newhouse se miraban el uno al otro.

–¿Qué es esto, una conspiración? – añadió el neurocirujano-. ¡Que alguien me responda!

–Hubo algo parecido a un efecto látigo -dijo el doctor Newhouse-. Tenía prisa por conectar al paciente al monitor, así que empujábamos la mesa bastante rápido. Lamentablemente, no estaba alineada con la puerta del quirófano. Después de producirse el choque, Constance se acercó para sujetar el marco. Ella llevaba la bata y los guantes. En aquel momento, nos preocupaba la contaminación, dado que el paciente se había despertado y no tenía las manos sujetas. Sin embargo, no hubo ninguna contaminación.

–¿Por qué no se me dijo cuando sucedió? – replicó el doctor Nawaz, furioso.

–Se lo dijimos -manifestó Paul.

–Me dijeron que la mesa había rozado el marco de la puerta. Eso dista mucho de un golpe lo bastante fuerte como para producir un efecto látigo.

–Bueno, quizá decir que se produjo un efecto látigo resulte una exageración -se corrigió a sí mismo el doctor Newhouse-. La cabeza del paciente cayó hacia adelante. No volvió bruscamente hacia atrás ni nada parecido.

–¡Dios bendito! – murmuró el doctor Nawaz, desanimado. Se sentó pesadamente en una silla. Se quitó el gorro con una mano y con la otra se mesó los cabellos mientras sacudía la cabeza como una muestra de su frustración. No podía creer que hubiese aceptado enredarse en un asunto absolutamente ridículo. Ahora veía claro que el marco estereotáxico había rotado ligeramente además de inclinarse, ya fuera como consecuencia del impacto o cuando lo sujetó la enfermera.

–¡Tenemos que hacer algo! – afirmó Daniel. Había tardado unos momentos en recuperarse de la noticia del choque de la mesa contra el marco de la puerta y la posibilidad de una trágica consecuencia.

–¿Qué se le ocurre? – preguntó el doctor Nawaz despectivamente-. Hemos implantado por error una legión de células productoras de dopamina en el lóbulo temporal del hombre. No podemos entrar allí y sacarlas como si nada.

–No, pero podemos destruirlas antes de que comiencen la arborización -replicó Daniel, con una chispa de esperanza que comenzó a crepitar como el fuego en su imaginación-. Tenemos el anticuerpo monoclonal para la superficie antigén de la célula. En lugar de añadir el anticuerpo a un metal pesado como hicimos para la visualización con los rayos X, podemos unirlo a un agente citotóxico. En cuanto inyectemos esta combinación en el fluido cerebroespinal, ¡bam! Aniquilaremos las neuronas mal colocadas. Entonces solo nos quedará hacer otra implantación en el lado izquierdo del paciente, y asunto solucionado.

El doctor Nawaz se arregló sus lustrosos cabellos negros y dedicó unos momentos a pensar en la idea de Daniel. Por un lado, la posibilidad de rectificar un desastre en el que él compartía una buena parte de la responsabilidad resultaba tentadora, incluso si el método no era nada ortodoxo, pero por el otro lado, su intuición le decía que no debía permitir que lo complicaran todavía más con la ejecución de otro procedimiento absolutamente experimental.

–¿Tiene a mano la combinación del anticuerpo citotóxico? – preguntó el doctor Nawaz. No se perdía nada con preguntar.

–No -admitió Daniel-. Sin embargo estoy seguro de que la misma firma que nos suministró el anticuerpo con el metal pesado podría prepararlo de urgencia, y tenerlo aquí mañana.

–Muy bien, avíseme cuando lo tenga -manifestó el doctor Nawaz mientras se levantaba-. Hace un segundo dije que no podríamos volver a entrar para eliminar las células del tratamiento. La muy lamentable ironía es que si el paciente acaba con el tipo de epilepsia del lóbulo temporal con la que seguramente acabará, es probable que se tenga que someter a algo parecido a esto en el futuro. Pero será una intervención invasiva que requerirá la extirpación de una considerable cantidad de tejido cerebral con todos los riesgos que conlleva.

–Eso refuerza la necesidad de hacer lo que propongo -señaló Daniel, cada vez más entusiasmado con la idea.

Stephanie se apartó bruscamente del mostrador y se dirigió a la puerta. A pesar de la fragilidad de sus emociones y el miedo a llamar la atención, era incapaz de escuchar ni una sola palabra más de esta conversación. Era como si la discusión versara sobre un objeto inanimado y no sobre un ser humano enfermo. Se sentía especialmente pasmada ante el comportamiento de Daniel, porque se daba cuenta de que a pesar de la terrible complicación, continuaba maniobrando como un moderno Maquiavelo médico, lanzado a la ciega persecución de sus propios intereses empresariales a pesar de las consecuencias morales.

–¡Stephanie! – llamó Daniel, al ver que caminaba hacia la puerta-. Stephanie, ¿por qué no llamas a Peter a Cambridge y le…?

La voz de Daniel se apagó cuando la puerta se cerró detrás de Stephanie. Echó a correr por el pasillo. Escapó hacia el tocador de señoras, donde confiaba poder llorar en paz. Estaba angustiada por una multitud de cosas, pero sobre todo porque sabía que era tan responsable como cualquiera de lo que había sucedido.


27


Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 19.42



–No pretendo ser una molestia para ustedes que son personas de tanto talento -manifestó Ashley con su característico acento sureño-. Tampoco quiero dar la impresión de que no aprecio todos sus esfuerzos. Me disculpo desde lo más profundo de mi corazón si les causo la más mínima preocupación, pero de ninguna manera puedo quedarme aquí esta noche.

Ashley estaba sentado en la cama con el respaldo levantado al máximo. Ya no vestía el camisón sino que llevaba las mismas prendas del turista típico que había vestido a su llegada a la clínica. La única prueba de la intervención quirúrgica era el vendaje en la frente.

La habitación donde se encontraba se parecía más a la de un hotel que a la de un hospital. Los colores tenían unos brillantes tonos tropicales, en particular las paredes, pintadas de color melocotón, y las cortinas, que eran una combinación de color verde mar y rosa fuerte. Daniel, que hacía todo lo posible para convencer al senador de la conveniencia de permanecer ingresado al menos durante una noche, estaba a la derecha de Ashley. Stephanie estaba a los pies de la cama. Carol Manning ocupaba una butaca con el tapizado rojo cerca de la ventana. Se había quitado los zapatos para estar más cómoda.

Después de que le hicieran el escáner, habían trasladado a Ashley a la habitación para que durmiera hasta que se le pasara el efecto de los sedantes. Tanto el doctor Nawaz como el doctor Newhouse se habían marchado después de asegurarse de que la condición del paciente era estable. Ambos le habían dado a Daniel los números de sus móviles para que los llamara cuando apareciera algún problema, sobre todo si se trataba de una repetición del ataque. El doctor Newhouse también dejó un frasco con el preparado de fentanil y diazepán que había dado excelentes resultados, con la indicación de que debían suministrarle una dosis de dos centímetros cúbicos por vía intramuscular o intravenosa si surgía la necesidad.

Técnicamente, Ashley se encontraba al cuidado de una enfermera de aspecto impecable llamada Myron Hanna, que había sido la encargada de la sala de recuperación de la clínica Wingate en Massachusetts. Así y todo, Daniel y Stephanie se habían quedado en la habitación, junto con Carol Manning, durante las cuatro horas que el senador había tardado en despertarse. Paul Saunders y Spencer Wingate también se habían quedado durante un rato, pero se habían marchado al cabo de una hora después de avisar dónde estarían si necesitaban de sus servicios.

–Senador, se olvida de lo que le dije -repitió Daniel con toda la paciencia de que fue capaz. Había momentos en los que tratar con Butler era como tratar con un chiquillo malcriado.

–No, comprendo que hubo un pequeño problema durante el procedimiento -replicó Ashley, al tiempo que apoyaba una mano sobre los brazos cruzados de Daniel para hacerlo callar-. Pero ahora me siento muy bien. La verdad es que me siento como el chaval que no soy, cosa que es un tributo a sus poderes esculapianos. Me dijo antes de la implantación que quizá no notaría muchos cambios durante los primeros días, e incluso que podría ser gradual, pero está claro que no ha sido así. Si lo comparo con cómo me sentía esta mañana, ya estoy curado. Los temblores prácticamente han desaparecido, y me muevo con mucha más facilidad.

–Me alegra que se sienta de esa manera -declaró Daniel-. No obstante -añadió con una sacudida de cabeza-, quizá debamos atribuirlo más a su actitud positiva o a los sedantes que le administraron. Senador, creemos que todavía necesita tratamiento, tal como le dije antes, y es mucho más seguro que permanezca aquí en la clínica, con todos los recursos médicos a mano. No olvide que sufrió un ataque durante la intervención, y que cuando lo tuvo, se comportó como una persona del todo diferente.

–¿Cómo podría comportarme como otra persona? Bastantes problemas tengo para ser yo mismo. – Ashley se rió, pero nadie más secundó su carcajada. Miró a los demás-. ¿Se puede saber qué les pasa? Se comportan como si esto fuese un funeral más que una celebración. ¿Es posible que les cueste tanto creer lo bien que me siento?

Daniel había informado a Carol de que las células del tratamiento habían sido inyectadas inadvertidamente en un punto algo desviado del lugar previsto. Si bien había procurado restarle importancia a la gravedad de la complicación, sí le había hablado del ataque y de su preocupación ante la posibilidad de que pudiera repetirse, y admitió la necesidad de continuar con el tratamiento. Debido a la presencia de las ligaduras en las muñecas y los tobillos de Butler, incluso había reconocido la preocupación colectiva referente a lo que ocurriría cuando se despertara. Afortunadamente, dichas preocupaciones habían resultado ser infundadas, dado que el senador se había despertado con su habitual personalidad histriónica como si no hubiese ocurrido el ataque. La primera cosa que había reclamado había sido que le quitaran las ligaduras para poder levantarse de la cama. Una vez conseguido esto y después de que desapareciera un leve mareo, insistió en vestirse con las prendas de calle. A partir de ese momento, había declarado que estaba preparado para regresar al hotel.

Daniel, consciente de que llevaba las de perder, miró a Stephanie y luego a Carol, pero ninguna de los dos decidió acudir en su ayuda. El científico miró de nuevo al senador.

–¿Qué le parece si negociamos? Usted se queda en la clínica durante veinticuatro horas, y luego volvemos a hablar del tema.

–Es obvio que tiene muy poca experiencia como negociador -replicó Ashley con un tono risueño-. Sin embargo, no se lo reprocharé. La cuestión es que no puede retenerme aquí contra mi voluntad. Deseo regresar al hotel, tal como le manifesté ayer. Lleve toda la medicación que crea que puedo necesitar, y siempre podemos volver aquí si es necesario. No olvide que usted y la hermosa doctora D'Agostino estarán a unos pocos pasos de mi habitación.

Daniel puso los ojos en blanco como reconocimiento de la derrota.

–Lo intenté -dijo. Se encogió de hombros y exhaló un suspiro.

–Claro que sí, doctor -asintió Butler-. Carol, querida, confío en que nuestro chófer nos esté esperando con la limusina.

–Si no ha cambiado de idea -respondió Carol-. Estaba hace una hora, y le dije que esperara hasta tener noticias mías.

–Excelente. – El senador movió las piernas por encima del borde de la cama con una agilidad que sorprendió a todos, incluido él mismo-. ¡Gloria santa! No creo que hubiese podido hacerlo esta mañana. – Se levantó-. Muy bien, este granjero está preparado para regresar a los placeres del Atlantis y el esplendor de la suite Poseidón.

Quince minutos más tarde en el aparcamiento delante de la clínica Wingate, se suscitó una discusión referente al viaje. Al final se decidió que Daniel iría con Butler y Carol en la limusina mientras que Stephanie llevaría el coche alquilado. Carol se había ofrecido a viajar con Stephanie, pero ella le había asegurado que estaría bien y que prefería estar sola. Daniel llevaba el frasco con la combinación de sedantes, varias jeringuillas, un puñado de sobres de toallitas empapadas en alcohol, y un torniquete en una pequeña bolsa negra que le había preparado Myron. Dado que él llevaba la medicación, consideraba que era su deber estar junto a Ashley por si surgía algún problema, al menos hasta que Butler se encontrara en su habitación.

Daniel se sentó en el asiento que miraba hacia la ventanilla trasera directamente detrás del cristal que separaba al chófer de los pasajeros. Ashley y Carol viajaban sentados en el asiento trasero y sus rostros eran iluminados intermitentemente por los faros de los coches que circulaban en dirección opuesta. Superado el trance de la intervención, Butler se mostraba ostensiblemente eufórico en la conversación que mantenía con Carol sobre su agenda política después del receso en el senado. En realidad, la conversación se parecía mucho más a un monólogo, dado que Carol sencillamente asentía con un gesto o decía sí de vez en cuando.

Mientras Ashley continuaba con la charla, Daniel comenzó a relajarse un poco de la tensión engendrada por la posibilidad de que el senador sufriera otro ataque y la preocupación asociada de tener que suministrarle los sedantes. Si el ataque resultaba similar al que había presenciado en el quirófano, Daniel era consciente de que la vía intravenosa sería del todo imposible, y que tendría que ser intramuscular. El problema con la vía intramuscular era que los sedantes tardarían más en hacer efecto, y cualquier demora podría resultar problemática si el paciente se volvía agresivo, tal como le había insistido el doctor Nawaz. Dada la corpulencia y la sorprendente fuerza de Ashley, Daniel se daba cuenta de que forcejear con él dentro de la limusina sería una pesadilla.

Cuanto más se relajaba, más se centraba su mente en temas que estaban más allá de la preocupación de un ataque. Estaba cada vez más asombrado por el grado de movilidad que desplegaba el senador en sus gestos y lo normal que parecían sus expresiones faciales y la modulación de la voz. No tenía nada que ver con el individuo casi paralizado que había visto por la mañana. Daniel estaba intrigado, a la vista de que las células del tratamiento no se encontraban en el lugar correcto, tal como habían visto con toda claridad en el escáner. Así y todo, el efecto que estaba observando no podía ser el resultado de los sedantes o el placebo, como había sugerido antes. Tenía que haber alguna otra explicación.

Como todos los científicos, Daniel era consciente de que a veces la ciencia no avanzaba únicamente gracias al trabajo sino también por algún golpe de suerte. Comenzó a preguntarse si el lugar que ahora ocupaban las células del tratamiento podría resultar el más adecuado para las células productoras de dopamina. No tenía sentido, porque Daniel sabía que la zona del sistema límbico donde residían ahora las células no era un modulador del movimiento, sino que estaba involucrado con el olfato, las conductas automáticas como el sexo, y las emociones. No obstante había muchas cosas del cerebro humano y sus funciones que continuaban siendo un misterio, y por ahora Daniel disfrutaba al ver el resultado positivo de sus esfuerzos.

Cuando llegaron al Atlantis, Ashley insistió en que no necesitaba la ayuda de los porteros para apearse de la limusina. Aunque tuvo otro ataque de mareos cuando se puso de pie y tuvo que apoyarse en Carol por un momento, se le pasó rápidamente y estuvo en condiciones de caminar casi con absoluta normalidad a través del vestíbulo para ir a los ascensores.

–¿Dónde está la bellísima doctora D'Agostino? – preguntó Ashley mientras esperaban.

Daniel se encogió de hombros.

–Si no ha llegado antes que nosotros, estará a punto de llegar. No me preocupa. Es una chica mayor.

–¡Desde luego! – afirmó Butler-. Y más lista que el hambre.

En el pasillo del piso treinta y dos, Ashley caminó a la vanguardia como si quisiera hacer exhibición de sus nuevas fuerzas. Aunque caminaba un tanto de lado, lo hacía con mucha más normalidad e incluso movía el brazo, que por la mañana casi no había utilizado.

Carol usó la tarjeta llave cuando llegaron a la puerta con las sirenas. La abrió y se hizo a un lado para que pasara su jefe. Ashley encendió las luces al entrar.

–Cada vez que arreglan la habitación, lo cierran todo para que el lugar parezca una tumba -protestó. Se acercó a la botonera y apretó el de la abertura de las ventanas y de las cortinas simultáneamente.

De noche, el panorama desde el interior de la suite no resultaba tan impresionante como durante el día, porque la extensión oceánica era negra como el petróleo. Pero no ocurría lo mismo desde la terraza, y allí fue donde Butler se dirigió sin perder ni un instante. Apoyó las manos en la fría balaustrada de piedra, se inclinó hacia adelante, y contempló el enorme semicírculo del parque acuático del hotel. Con el gran número de piscinas, cascadas, pasarelas y acuarios, todos iluminados de una forma artística, resultaba toda una fiesta para sus ojos después de las tensiones del día.

Carol se retiró a su habitación mientras Daniel se acercaba al umbral de la terraza. Durante unos momentos observó cómo el senador cerraba los ojos y levantaba la cabeza para disfrutar de la fresca brisa tropical que soplaba desde el mar. El viento le agitó los cabellos y las mangas de su camisa estampada, pero por lo demás permaneció inmóvil. Daniel se preguntó si Butler estaría rezando o comunicándose con su Dios de alguna manera especial ahora que creía que en su cerebro llevaba los genes de Jesucristo.

Una leve sonrisa apareció en el rostro de Daniel. De pronto vio con optimismo el resultado del tratamiento de Ashley. El ataque en el quirófano le había provocado una gran preocupación que había aumentado al ver el escáner. Comenzó a pensar en la posibilidad de un milagro.

–¡Senador! – llamó Daniel después de que pasaran cinco minutos sin que Ashley moviera ni un solo músculo-. No quiero molestarlo, pero creo que me iré a mi habitación.

Butler se volvió al escuchar la llamada y actuó como si le sorprendiera ver a Daniel en el umbral de la terraza.

–¡Vaya, si es el doctor Lowell! – respondió-. ¡Qué placer verlo! – Se apartó de la balaustrada y caminó hacia el científico. Antes de que Daniel pudiera darse cuenta de lo que pasaba, se vio atrapado en un abrazo de oso que le mantenía los brazos pegados al cuerpo.

Cohibido, Daniel se dejó abrazar, aunque se preguntó si tenía alguna otra opción. Era una reafirmación de lo mucho más grande y pesado que era Ashley comparado con el cuerpo delgado y huesudo de Daniel. El abrazo continuó más allá de lo que Daniel consideró razonable, y en el momento en el que se disponía a protestar, Butler lo soltó y dio un paso atrás aunque mantuvo una mano en el hombro de Daniel.

–Mi querido, querido amigo -dijo el senador-. Quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho desde lo más profundo de mi corazón. Es usted un tributo a su profesión.

–Vaya, muchas gracias por decirlo -murmuró Daniel, incómodo al saber que se había ruborizado.

Carol salió de su dormitorio y su presencia rescató a Daniel de las manos de Ashley.

–Me voy a mi habitación -le dijo Daniel.

–¡Acuéstese y descanse! – le ordenó Butler, como si él fuese el médico. Le dio una palmada en la espalda con tanta fuerza que Daniel se vio obligado a dar un paso adelante para no perder el equilibrio. El senador se volvió inmediatamente para salir a la terraza y apoyarse en la balaustrada, donde adoptó la misma pose meditabunda de antes.

Carol acompañó a Daniel hasta la puerta de la suite.

–¿Hay algo que deba saber o hacer? – preguntó.

–Nada que no le haya dicho antes. Parece encontrarse bien, y desde luego mucho mejor de lo que esperaba.

–Tendría que sentirse orgulloso.

–Sí, bueno, quizá -tartamudeó Daniel. No tenía muy claro si ella se refería al estado actual de Butler o era un comentario sarcástico referente a la complicación. Su tono, lo mismo que su rostro inexpresivo, era difícil de interpretar.

–¿A qué debo prestar una atención especial? – añadió Carol.

–A cualquier cambio en su estado de salud o su comportamiento. Sé que no tiene usted conocimientos médicos, así que se verá en la necesidad de hacer lo que pueda. Hubiese preferido que se quedara en la clínica para controlarle las funciones vitales durante la noche, pero no ha sido así. Es un individuo con una voluntad de hierro.

–Lo sé -manifestó Carol-. Lo vigilaré como siempre. ¿Debo despertarlo durante la noche o cualquier otra cosa por el estilo?

–No creo que sea necesario, a la vista de que parece estar bien. Pero si surge cualquier problema o tiene alguna duda, llámeme, no importa la hora.

Carol abrió la puerta para que saliera y la cerró sin añadir nada más. Daniel contempló las tallas de las sirenas durante un momento. Él era un científico puro y duro. La psicología distaba mucho de ser su fuerte, y las personas como Carol Manning lo confirmaban. Lo desconcertaba. En un momento cualquiera parecía la ayudante perfecta y al siguiente daba la impresión de estar furiosa por su subordinación. Daniel exhaló un suspiro. Al menos no era su problema, siempre y cuando vigilara al senador durante la noche.

Mientras recorría la corta distancia que lo separaba de la habitación que compartía con Stephanie, volvió a pensar en la sorprendente mejoría de Ashley. Había muchas cosas que no entendía pero se sentía muy complacido, y no veía la hora de compartir las noticias con Stephanie. Abrió la puerta y le sorprendió no verla, máxime cuando tampoco se encontraba en el dormitorio. Entonces escuchó el ruido de la ducha.

Daniel entró en el cuarto de baño y se encontró envuelto en una densa niebla como si Stephanie llevase allí una media hora. Bajó la tapa de la taza y se sentó. Ahora que estaba más bajo, consiguió distinguir la silueta de su compañera detrás de la mampara. Le pareció que ella permanecía inmóvil bajo el potente chorro de la ducha.

–¿Estás bien? – gritó Daniel.

–Estoy mejor -respondió Stephanie.

¿Mejor?, se preguntó Daniel. No tenía idea de a qué se refería, aunque recordó que Stephanie se había mostrado muy poco comunicativa durante toda la tarde. También le recordó su casi descortés respuesta al ofrecimiento de Carol de acompañarla en el coche, si bien admitió que él hubiese respondido de la misma manera. La diferencia radicaba en que, a diferencia de él, Stephanie se preocupaba por los sentimientos de los demás. Daniel no se consideraba a él mismo como una persona grosera, sino que sencillamente no podía tomarse esa molestia. Las personas debían comprender que tenía demasiadas cosas importantes en las que pensar como para preocuparse de ser amable.

Debatió consigo mismo si debía o no acercarse al minibar para buscar algo de beber. En muchos sentidos, este había sido uno de los días más estresantes de su vida. Al final, decidió quedarse donde estaba. Aún no le había comunicado a Stephanie las últimas noticias referentes al senador; ya bebería más tarde. Pero Stephanie no se movió.

–¡Stephanie! – gritó de nuevo cuando se cansó de esperar-. ¿Sales o qué?

Stephanie corrió una de las hojas de la mampara y asomó la cabeza en medio de otra nube de vapor.

–Lo siento. ¿Estás esperando para ducharte?

Daniel agitó la mano para apartar el vapor de su rostro. El cuarto se había convertido en un baño turco.

–No, estoy esperando para hablar contigo.

–Quizá no tendrías que esperar. Ahora mismo no me apetece hablar.

Daniel se enfureció en el acto. La respuesta de Stephanie no era precisamente la que deseaba escuchar. Después de todo lo que había ocurrido a lo largo del día, necesitaba y se merecía un poco de apoyo, algo que desde su punto de vista no era mucho pedir. Se levantó bruscamente y salió del baño con un portazo. Refunfuñó para sus adentros mientras sacaba del minibar una cerveza. No necesitaba más agravios. Se dejó caer en el sofá y bebió un buen trago. Para el momento en que Stephanie salió del baño envuelta en una toalla, él ya se había tranquilizado.

–Sé por el portazo que estás enojado -comentó Stephanie con voz calma. Fue hasta la puerta del dormitorio-. Solo quiero que sepas que estoy emocional y físicamente agotada. Necesito dormir. Nos levantamos a las cinco de la mañana para ocuparnos de que todo estuviese en orden.

–Yo también estoy cansado. Solo quería decirte que Ashley está muy bien. No deja de ser un misterio pero han desaparecido casi todos los síntomas del Parkinson.

–Me alegro. Es una pena que eso no cambie el hecho de que la implantación no se hiciera en el lugar correcto.

–¡Quizá no sea así! – replicó Daniel-. Te estoy diciendo que te asombrarás cuando lo veas. Es otro hombre.

–Desde luego que es otro hombre. Sin darnos cuenta le hemos implantado una horda de células productoras de dopamina en el lóbulo temporal. Un neurocirujano con mucha experiencia cree firmemente que acabará con una epilepsia del lóbulo temporal. Para Butler, eso será incluso peor que el Parkinson.

–No ha tenido otro ataque desde el que tuvo en el quirófano. Te lo repito, está de fábula.

–Di mejor que todavía no ha tenido otro ataque.

–Si tiene algún problema, siempre podríamos tratarlo de la manera que le indiqué al doctor Nawaz.

–¿Te refieres al agente citotóxico añadido al anticuerpo monoclonal?

–Exactamente.

–Puedes hacerlo si te parece conveniente y si puedes convencer a Butler de que se someta a un experimento sin la menor garantía de éxito, pero no digas podríamos. No pienso tomar parte. Ni siquiera lo hemos intentado en los cultivos celulares, y mucho menos en animales. En mi opinión es un paso todavía menos ético que todos los que hemos dado hasta ahora.

Daniel miró a Stephanie. El enfado resurgió con nuevas fuerzas.

–¿Se puede saber de qué lado estás? Decidimos tratar a Butler para salvar el RSHT y CURE, y te digo que lo conseguiremos.

–Me gustaría creer que me estoy situando en el lado menos motivado por el egoísmo -declaró Stephanie-. Hoy, cuando nos enteramos de que no había un equipo de rayos X en el quirófano, tendríamos que haber interrumpido el procedimiento. Arriesgamos la vida de otra persona en aras de nuestro propio beneficio. – Levantó las manos al ver cómo enrojecía el rostro de Daniel y abría la boca para responder-. Si no te importa, vamos a dejarlo aquí -añadió-. Lo siento. Esto se ha convertido precisamente en la clase de discusión que no me siento capaz de tener esta noche. Estoy agotada. Quizá me sienta diferente después de dormir.

–¡Fantástico! – exclamó Daniel con un tono sarcástico. Hizo un gesto despectivo-. ¡Vete a la cama!

–¿Vienes?

–Sí, quizá -contestó Daniel, furioso. Se levantó para ir al minibar. Necesitaba otra cerveza.


Daniel no estaba seguro de cuántas veces había sonado el teléfono desde que su mente agotada había incorporado los timbrazos a la pesadilla. En el sueño, era de nuevo un estudiante de medicina, y el teléfono era algo temible. En aquellos años, a menudo era una llamada de emergencia para la que no estaba en condiciones de atender.

Cuando consiguió abrir los ojos, ya no sonaba. Se sentó en la cama, miró el teléfono y se preguntó si había sonado de verdad o solo lo había soñado. Entonces miró en derredor para orientarse. Estaba en la sala, vestido y con todas las luces encendidas. Después de las dos cervezas, se había quedado dormido.

Se abrió la puerta del dormitorio. Stephanie entró en el salón vestida con su pijama de seda corto. Entrecerró los párpados, molesta por la intensidad de la luz.

–Carol Manning está al teléfono -dijo con voz somnolienta-. Parece inquieta y quiere hablar contigo.

–¡Oh, no! – exclamó Daniel. Apartó las piernas de la mesa de centro. Aún tenía los zapatos puestos. Sin levantarse, se inclinó sobre el sofá y cogió el teléfono. Stephanie permaneció atenta a la conversación.

–Ashley se comporta de una manera extraña -le soltó Carol en cuanto Daniel dijo hola.

–¿Qué hace? – preguntó Daniel. El viejo temor estudiantil de no ser capaz de atender una emergencia resucitó con toda su fuerza. Después de tantos años de no ejercer la medicina clínica, había olvidado casi todos los conocimientos prácticos.

–No es tanto lo que hace, es de lo que se queja. Perdón por el lenguaje, pero dice que huele a mierda de cerdo. Usted me advirtió que si olía algo extraño, podría ser importante.

Daniel sintió cómo el corazón le daba un brinco y el optimismo que había sentido antes se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. No tenía ninguna duda de que Ashley estaba teniendo un aura que anunciaba el comienzo de otro ataque en el lóbulo temporal. Al mismo tiempo, los últimos vestigios de su confianza médica desaparecieron cuando comprendió que estaba a punto de enfrentarse a un episodio que, según había anunciado el doctor Nawaz, sería peor que el primero.

–¿Se ha comportado de forma agresiva o ha dado muestras de conducta sin inhibiciones? – preguntó Daniel, nervioso. Comenzó a buscar con la mirada la bolsa negra con el sedante y las jeringuillas. Ya desesperaba cuando afortunadamente la vio en la mesa del vestíbulo.

–Ninguna de las dos cosas, pero sí que se ha mostrado irritable. Claro que lo ha hecho a lo largo de todo el último año.

–¡De acuerdo, no pierda la calma! – le recomendó Daniel, tanto por su propio bien como por el de Carol-. Ahora mismo voy a su habitación. – Consultó su reloj. Eran las dos y media de la mañana.

–No estamos en la habitación.

–¿Dónde diablos está?

–Estamos en el casino -admitió Carol-. Ashley insistió. No pude hacer nada aunque lo intenté. No lo llamé porque sabía que usted tampoco podía hacer nada. Cuando decide hacer algo, se acabó. Me refiero a que es un senador.

–¡Dios bendito! – Daniel se dio una palmada en la frente-. ¿Intentó llevarlo de nuevo a la habitación cuando dijo que olía a mierda de cerdo?

–Se lo sugerí, pero me respondió que me largara con viento fresco.

–¡De acuerdo! ¿En qué lugar del casino están ahora?

–Estamos en las tragaperras en el lado de la sala que da al mar, más allá de las mesas de ruleta.

–Ahora mismo bajo. ¡Tenemos que llevarlo de regreso a la habitación!

Daniel se levantó y se volvió hacia Stephanie, pero ella había desaparecido en el dormitorio. Fue hasta allí y asomó la cabeza. Stephanie se había quitado el pijama y se vestía a la carrera.

–¡Espera, iré contigo! Si Ashley va a tener otro ataque parecido al que tuvo en el quirófano, necesitarás toda la ayuda que puedas conseguir.

–Vale. ¿Dónde está el móvil?

Stephanie le señaló el tocador con un movimiento de cabeza mientras se abotonaba la blusa.

–¡No te lo dejes! ¿Dónde están los números de Newhouse y Nawaz?

–Ya los tengo. – Stephanie se puso el pantalón-. Están en el bolsillo.

Daniel fue a recoger la bolsa negra. Solo para asegurarse, abrió la cremallera. Se sintió un poco más tranquilo después de ver el frasco con los sedantes y las jeringuillas. Lo difícil sería inyectarle los sedantes antes de que se produjera la catástrofe.

Stephanie salió del dormitorio. Intentó calzarse los mocasines sobre la marcha al tiempo que acababa de remeterse la blusa. Daniel la esperaba con la puerta abierta. Salieron al pasillo y echaron a correr en dirección a los ascensores.

Daniel apretó el botón de llamada. Luego cogió el móvil de Stephanie, le dio la bolsa negra y marcó el número del doctor Nawaz.

–¡Venga, venga! – murmuró Daniel mientras sonaba el teléfono. El doctor Nawaz atendió la llamada con voz somnolienta cuando se abrían las puertas del ascensor-. Soy el doctor Lowell -dijo-. Quizá se interrumpa la comunicación. Estoy entrando en un ascensor. – Stephanie apretó el botón de la planta baja y se cerraron las puertas-. ¿Me escucha?

–Apenas -respondió el neurocirujano-. ¿Cuál es el problema?

–Ashley está teniendo un aura olfatorio -le informó Daniel. Miró el indicador electrónico. Estaban en un ascensor rápido, pero los números parecían cambiar con una lentitud desesperante.

–¿Quién es Ashley? – replicó el doctor Nawaz.

–Quiero decir el señor Smith. – Daniel miró a Stephanie, quien puso los ojos en blanco. Para ella, era otro pequeño episodio en esta trágica comedia de errores.

–Tardaré unos veinte minutos en llegar a la clínica. Le recomiendo que llame al doctor Newhouse. Como le dije antes, sospecho que este ataque será peor que el primero, a la vista del lugar donde se encuentran las células. Quizá convendría reunir al mismo equipo.

–Llamaré al doctor Newhouse, pero no estamos en la clínica. – ¿Dónde están?

–Estamos en el Atlantis, en la isla Paradise. En estos momentos, el paciente se encuentra en el casino, pero vamos a intentar llevarlo de nuevo a su habitación. Está registrada a nombre de Carol Manning. Es la suite Poseidón.

A esta información siguió un silencio que se prolongó varios pisos.

–¿Todavía está allí? – preguntó Daniel.

–Me cuesta creer lo que acabo de escuchar. A este hombre le han practicado una craneotomía hace unas doce horas. ¿Qué demonios está haciendo en el casino?

–Sería una explicación demasiado larga.

–¿Qué hora es?

–Son las dos y treinta y cinco. Sé que no es una excusa, pero no teníamos idea de que el señor Smith iría al casino cuando lo trajimos aquí. Es un hombre que cuando toma una decisión no atiende a razones.

–¿Se han producido más cambios más allá del aura?

–Aún no lo he visto, pero no lo creo.

–Lo mejor que puede hacer ahora mismo es sacarlo del casino, si no quiere encontrarse con un escándalo de cuidado.

–Vamos camino del casino mientras hablamos.

–Llegaré allí lo antes posible. Primero iré a buscarlos al casino. Si no están allí, subiré a la habitación.

Daniel se despidió del neurocirujano y marcó el número del doctor Newhouse. Como había ocurrido con el doctor Nawaz, el teléfono sonó durante un par de minutos antes de que lo atendieran. En cambio, a diferencia del doctor Nawaz, respondió con una voz alerta como si hubiese estado despierto.

–Lamento tener que molestarlo -dijo Daniel, mientras las puertas del ascensor se abrían en el vestíbulo.

–No se preocupe. Estoy más que acostumbrado a que me llamen en mitad de la noche. ¿Cuál es el problema?

Daniel le explicó la situación al tiempo que avanzaba lo más rápido que podía sin llegar a correr en dirección al casino, que estaba en el centro del enorme complejo. La reacción del doctor Newhouse fue un fiel reflejo de la del doctor Nawaz en todos los sentidos, y él también aseguró que acudiría inmediatamente. Daniel apagó el teléfono y se lo entregó a Stephanie que le devolvió la bolsa negra.

Stephanie y Daniel acortaron un poco el paso cuando llegaron al casino. Las salas de juego funcionaban a tope y la multitud era mucho mayor de la que esperaban, a pesar de la hora. Era un colorido espectáculo con las mullidas alfombras rojas y negras, los enormes candelabros de cristal, y los encargados de las mesas de juego vestidos de esmoquin. La pareja se dirigió en línea recta en medio de la multitud hacia la zona más allá de las ruletas agrupadas en el centro de la inmensa sala. No tardaron mucho en dar con la hilera de tragaperras que Carol les había indicado y, una vez allí, todavía menos en encontrar a Ashley. Carol estaba detrás del senador y se alegró ostensiblemente al ver que llegaba ayuda.

Butler estaba sentado delante de una de las tragaperras con una considerable cantidad de monedas en la bandeja. Aún iba vestido con sus ridículas prendas de turista. El vendaje destacaba en la frente. Su palidez no se veía gracias al resplandor rojizo de la alfombra. No había ningún jugador en las máquinas vecinas.

El senador echaba monedas en la máquina a un ritmo que le hubiese sido imposible el día anterior. En el instante en que se detenían las figuras, echaba otra moneda en la ranura y tiraba de la palanca. Ashley parecía hipnotizado por las fugaces imágenes de las frutas.

Sin la menor vacilación, Daniel se acercó a Ashley, apoyó una mano en su hombro izquierdo y lo obligó a volverse.

–¡Senador! ¡Es un placer verlo!

Butler escudriñó el rostro de Daniel sin parpadear. Tenía las pupilas dilatadas. Sus cabellos habitualmente bien peinados estaban revueltos como si alguien se los hubiese alborotado, cosa que empeoraba su aspecto.

–Quítame las manos de encima, imbécil de mierda -gruñó Ashley, sin el menor rastro de su acento sureño.

Daniel obedeció en el acto, sorprendido y aterrorizado por el uso de un lenguaje que no era nada habitual en el político y que le recordó el estallido en el quirófano. Lo que menos le interesaba era provocar al hombre con la consecuencia de una más rápida progresión de los síntomas del ataque. Miró los ojos de Ashley, que reflejaban una cierta desconexión, dado que no daba ninguna señal de reconocimiento. Durante unos segundos, ninguno de los dos se movió mientras Daniel debatía rápidamente para sus adentros si debía intentar medicarlo en el lugar. Decidió que no, por miedo al fracaso y empeorar todavía más las cosas en el proceso.

–Carol me dice que percibió un olor desagradable -comentó Daniel, sin tener muy claro qué decir o cómo proceder.

Ashley hizo un gesto como si quisiera quitarle importancia.

–Creo que fue aquella puta del vestido rojo. Por eso me vine a esta máquina.

Daniel miró a lo largo de la hilera de tragaperras. Había una joven con un vestido rojo muy escotado que dejaba a la vista gran parte de sus pechos, sobre todo cuando accionaba la palanca de la máquina. Volvió a mirar al senador que continuaba con el juego.

–¿Quiere decir que ya no lo huele?

–Solo un poco, ahora que estoy lejos de esa zorra.

–Muy bien -dijo Daniel. Se permitió un cierto optimismo al pensar que el aura no pasaría a mayores. No obstante, quería llevar a Ashley a la suite Poseidón. Si se producía un escándalo en el casino, no dudaba que todo el asunto acabaría apareciendo en los medios.

–Senador, tengo algo que quiero mostrarle en su habitación. – Lárgate, estoy ocupado.

Daniel tragó saliva. Su incipiente optimismo desapareció mientras admitía que el humor y la conducta de Butler eran significativamente anormales, aunque todavía no eran escandalosos. Buscó con desesperación cualquier excusa para llevar a Ashley a la habitación, pero no se le ocurrió nada.

Ya se daba por perdido cuando Carol le tiró de la manga de la camisa y le susurró al oído. Daniel se encogió de hombros. Estaba dispuesto a probar cualquier cosa por ridícula que fuese.

–Senador. Hay una caja de botellas de bourbon en su habitación.

Ashley soltó la palanca de la tragaperras y se volvió con una alentadora rapidez para mirar a Daniel.

–Vaya, doctor, qué curioso resulta verlo por aquí -manifestó con su acento habitual.

–Yo también me alegro de verlo, señor. He bajado para avisarle de que acaban de traer una caja de bourbon para usted. Tendrá que subir a la habitación para firmar el recibo.

Daniel observó con gran alivio cómo Ashley se bajaba del taburete atornillado al suelo delante de la tragaperras. Sin duda debió tener un leve ataque de mareo, porque se tambaleó unos momentos antes de sujetarse de la bandeja de la máquina. Daniel lo cogió del otro brazo por encima del codo para ayudarlo a sostenerse. Butler parpadeó, miró a Daniel, y por primera vez sonrió.

–Vamos allá, joven -manifestó, muy animado-. Firmar el recibo de una caja de bourbon le parece una causa muy digna a este viejo granjero. ¡Por favor, Carol, querida, ocúpese de mis ganancias!

Sin soltarle el brazo, Daniel guió al senador lejos de las tragaperras. En una muestra de agradecimiento por la idea de Carol, que a él nunca se le hubiera ocurrido, le guiñó un ojo cuando se cruzaron sus miradas. Mientras Carol recogía rápidamente las monedas de Butler, Daniel y Stephanie acompañaron al senador entre la multitud de jugadores.

No tuvieron ningún problema hasta llegar a los ascensores, donde tuvieron que esperar un par de minutos. Como una nube que pasa delante del sol, la sonrisa de Ashley desapareció bruscamente para ser reemplazada por una expresión agria. Daniel, que había estado atento y había visto la transición, se sintió tentado de preguntarle al senador en qué estaba pensando. Pero no lo hizo, temeroso de romper el statu quo. La intuición le decía que un hilo muy fino de realidad mantenía el control mental de Butler.

Desafortunadamente, dos parejas que Ashley había visto por encima del hombro de Daniel entraron tras ellos en el mismo ascensor. Uno de los hombres apretó el botón del piso treinta. Daniel maldijo por lo bajo. Había esperado tener el ascensor para ellos solos, y la preocupación de que pudiera montar un escándalo en presencia de extraños hizo que se le acelerara el pulso y que aparecieran gotas de sudor en su frente. Durante una fracción de segundo miró a Stephanie, quien parecía tanto o más aterrorizada que él. Cuando miró de nuevo al político, comprobó que el senador miraba furioso a las parejas que estaban un tanto bebidas y se comportaban de una manera ruidosa y provocativa.

Daniel abrió la cremallera de la bolsa. Echó una ojeada al frasco con la mezcla de sedantes y las jeringuillas, y se preguntó si debía preparar una. El problema era que los extraños verían lo que estaba haciendo y se alarmarían.

–¿Qué pasa, papaíto? – preguntó una de las mujeres provocativamente después de advertir la mirada truculenta de Ashley-. ¿Estás celoso, viejo? ¿Quieres un poco de acción?

–¡Que te folien, puta! – replicó Butler.

–Eh, esa no es manera de hablarle a una señora -exclamó el compañero de la mujer. Apartó a la mujer y se adelantó para encararse con Butler.

Sin pensar en las consecuencias, Daniel se metió entre los dos.

Olió el aliento a ajo y alcohol del hombre y sintió la mirada de Ashley en la nuca.

–Le pido disculpas en nombre de mi paciente -dijo Daniel-. Soy médico, y el caballero está enfermo.

–Lo estará mucho más si no le pide disculpas a mi esposa -amenazó el hombre-. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido la chaveta? – El hombre soltó una risotada al tiempo que intentaba esquivar el bulto de Daniel para ver mejor a Ashley.

–Algo así -asintió Daniel.

–¡Puta! – gritó Ashley y acompañó el insulto con un gesto obsceno.

–¡Se acabó! – afirmó el hombre. Intentó apartar a Daniel mientras levantaba el puño.

Stephanie se apresuró a sujetarle el brazo.

–El doctor le está diciendo la verdad -declaró-. El caballero no es él mismo. Lo llevamos de regreso a su habitación para suministrarle un medicamento.

El ascensor se detuvo en el piso treinta, y se abrieron las puertas.

–Quizá lo mejor sería que le consiguieran un cerebro nuevo -se burló el hombre, mientras sus compañeros, muertos de risa, lo obligaban a salir del ascensor. Se soltó de las manos que lo sujetaban y continuó mirando a Ashley con una expresión de furia hasta que las puertas se cerraron.

Daniel y Stephanie intercambiaron una mirada de inquietud. Habían conseguido evitar un desastre. Daniel miró a Ashley, que hacía un chasquido con los labios como si estuviese probando algo desagradable. Las puertas del ascensor se abrieron en el piso treinta y dos.

Con Carol de un brazo y Daniel del otro, consiguieron sacar a Butler del ascensor y guiarlo por el pasillo. No oponía resistencia sino que caminaba como un autómata. Cuando llegaron a la puerta de las sirenas, Carol soltó a Ashley solo el tiempo necesario para sacar la llave tarjeta y dársela a Stephanie, quien se encargó de abrir la puerta. Carol y Daniel se disponían a ayudar al senador, pero él los sorprendió al apartarle las manos y entrar libremente.

–Gracias a Dios -murmuró Stephanie al cerrar la puerta.

El candelabro del recibidor y la lámpara de la mesa en la sala estaban encendidas. El resto de la suite estaba a oscuras. Las cortinas y las ventanas estaban abiertas. Más allá de la terraza, las estrellas formaban un arco sobre el mar oscuro. La brisa movía suavemente el ramo de flores colocado en la mesa de centro.

Ashley continuó caminando hasta llegar a unos pocos pasos de la mesa de centro. Allí se detuvo y permaneció inmóvil con la mirada fija en la distancia. Carol encendió todas las luces y luego se acercó a Ashley para ver si conseguía que se sentara.

Daniel vació el contenido de la bolsa en una de las mesas del recibidor. Con manos torpes intentó abrir el envoltorio de una jeringuilla, mientras Stephanie quitaba el capuchón de plástico que cubría el tapón de goma del frasco con la combinación de sedantes.

–¿Qué harás si se resiste? – susurró Stephanie.

–No tengo ni la menor idea -admitió Daniel-. Con un poco de suerte, el doctor Nawaz y el doctor Newhouse no tardarán en llegar para echar una mano. – Utilizó los dientes para romper el celofán.

–El senador está haciendo las mismas muecas que hacía cuando dijo que olía los excrementos de cerdo -gritó Carol desde la sala.

–Haga lo posible para que se siente -respondió Daniel a voz en cuello. Por fin consiguió abrir el envoltorio y lo arrojó al suelo.

–Ya lo he intentado -volvió a gritar Carol-. No quiere.

Un tremendo estrépito de muebles rotos en la sala hizo que Daniel y Stephanie volvieran la cabeza. Carol se estaba levantando del suelo después de haber sido lanzada contra una de las mesas donde había estado una gran lámpara de cerámica que ahora era un montón de añicos. Ashley se estaba arrancando las prendas y las arrojaba por toda la habitación.

–¡Dios bendito! – gritó Daniel-. ¡El senador se ha vuelto loco! – Cogió uno de los sobres con las toallitas empapadas en alcohol, pero cuando consiguió sacar la toallita, se le cayó al suelo. Cogió otra.

–¿Te puedo ayudar? – preguntó Stephanie.

–Es como si tuviera seis dedos -respondió Daniel. Sacó la toallita y la usó para frotar el tapón de goma. Antes de que pudiera insertar la aguja, Ashley soltó un alarido. Dominado por el pánico, Daniel le entregó el frasco y la jeringuilla a Stephanie antes de correr a la sala para ver qué pasaba. Carol se encontraba detrás de un sofá con las manos apoyadas en las mejillas. Ashley seguía en el mismo lugar pero completamente desnudo excepto por los calcetines negros. Estaba ligeramente encorvado y se miraba las manos que mantenía curvadas muy cerca de los ojos.

–¿Cuál es el problema? – preguntó Daniel mientras se volvía para mirar a Butler.

–Me sangran las palmas -contestó Ashley, horrorizado. Temblaba como una hoja. Bajó las manos poco a poco con las palmas hacia arriba y separó los dedos.

Daniel miró las manos de Butler y luego lo miró a la cara.

–Sus manos están bien, senador. Tiene que serenarse. Todo saldrá perfectamente. ¿Por qué no se sienta? Tenemos unos medicamentos que le harán sentirse relajado.

–Lamento que no pueda ver las heridas en mis manos -señaló el senador con un tono cortante-. Quizá consiga verlas en mis pies.

Daniel le miró los pies y después a la cara.

–Lleva calcetines, pero sus pies parecen estar bien. Deje que le ayude a sentarse en el sofá. – Daniel tendió una mano para coger el brazo de Ashley, pero antes de que pudiera hacerlo, Butler apoyó las manos en el pecho de Daniel y le dio un violento empellón. Pillado totalmente por sorpresa, Daniel tropezó contra la mesa de centro, cayó de espaldas sobre la misma y aplastó el jarrón con las flores en su caída. El agua y las flores cayeron como una lluvia sobre la mullida alfombra. Daniel rodó sobre la mesa y acabó boca abajo en el suelo entre la mesa y uno de los sofás.

Sin preocuparse en lo más mínimo por el caos que había provocado, Ashley pasó por el otro lado de la mesa y corrió hacia la terraza. Se detuvo bruscamente apenas pasado el umbral y levantó los brazos con las manos dobladas hacia arriba. La brisa nocturna le alborotó los cabellos.

–¡Virgen santa! ¡Está en la terraza! – gritó Stephanie. Apretaba la jeringuilla, la toallita y el frasco contra el pecho.

Daniel se levantó con la espalda dolorida por el golpe contra el jarrón primero y luego contra la mesa. Evitó a Ashley cuando salió a la terraza para después colocarse a modo de barrera entre el senador y la balaustrada.

–¡Senador! – gritó Daniel con las manos levantadas-. ¡Vuelva ahora mismo a la sala!

Butler no se movió. Tenía los ojos cerrados, y una expresión de profunda serenidad había reemplazado el horror de antes.

Daniel chasqueó con los dedos para llamar la atención de Stephanie. La joven estaba muy cerca del umbral con una expresión de espanto en su rostro.

–¿La jeringuilla está preparada? – le preguntó Daniel, sin apartar la mirada del paciente.

–¡No!

–¡Prepárala ya!

–¿Qué cantidad?

–Dos centímetros cúbicos. ¡Deprisa!

Stephanie llenó la jeringuilla con la cantidad indicada, guardó el frasco en el bolsillo, y golpeó la jeringuilla con la uña del dedo índice para eliminar cualquier burbuja. Luego corrió a la terraza para entregarle la jeringuilla a su compañero. Miró el rostro beatífico de Ashley. El hombre era como una estatua. No se movía. Ni siquiera parecía respirar.

–Está como congelado -opinó Stephanie.

–No sé si intentar ponérsela por vía intravenosa o conformarme con la vía intramuscular -dijo Daniel. Se acercaba sin haber acabado de decidirse, cuando Ashley abrió los ojos. Sin el más mínimo aviso previo se lanzó hacia adelante. Daniel reaccionó en el acto. Se abrazó al pecho de Butler al tiempo que intentaba afirmar los pies en el suelo. Pero era como intentar detener a un toro furioso. Los zapatos de Daniel se deslizaron sobre el suelo de cerámica como si se tratara de una pista de baile, y cuando los dos hombres chocaron contra la balaustrada, el impulso de Ashley hizo que ambos pasaran por encima y se precipitaran al vacío.

Stephanie soltó un grito de desesperación mientras corría para asomarse a la balaustrada. Para su indescriptible horror, Ashley y Daniel caían a cámara lenta, abrazados como dos amantes que se precipitan al abismo. Al instante siguiente, Stephanie cerró los ojos, y con una sensación de náusea, se dejó caer al suelo con la espalda apoyada en la fría balaustrada de piedra.


EPÍLOGO


Lunes, 25 de marzo de 2002. Hora: 6.15



El débil resplandor en el horizonte, que había sido apenas perceptible media hora antes, ahora era claro. Las estrellas se habían ocultado, y en su lugar había un bello color rosado que anunciaba la inminente salida del sol. Se había calmado la brisa nocturna. Los trinos y los gorjeos de infinidad de pájaros se escuchaban claramente, incluso en el piso treinta y dos.

Stephanie y Carol estaban sentadas en sofás opuestos en la sala de una suite similar en tamaño aunque no con el mismo lujo de la Poseidón. Llevaban allí horas sin moverse ni hablar, en un estado casi catatónico, después del tremendo trauma emocional provocado por el salto mortal de Ashley y Daniel por encima de la balaustrada. Carol había sido la primera en reaccionar después del suceso. Había corrido al teléfono para avisar a la recepción de que dos personas habían caído desde la terraza de la suite Poseidón.

El espanto reflejado en la voz de Carol había conseguido que Stephanie se pusiera de pie. Había evitado mirar de nuevo por encima de la balaustrada y había salido corriendo de la habitación para dirigirse a los ascensores. Mientras esperaba, Carol se había reunido con ella. En el ascensor, ninguna de las dos había dicho ni una palabra, sino que se habían mirado la una a la otra sin poder creerse lo que habían presenciado. Ambas aún habían confiado en un milagro. Todo había ocurrido tan rápido que les parecía irreal.

Las dos mujeres habían bajado al nivel de lo que llamaban el Pozo, y una vez allí habían corrido entre los acuarios iluminados llenos con toda clase de criaturas marinas, y la fantástica reproducción de las ruinas de la mítica Atlántida, para acceder a la zona delante del hotel. Seguramente existía una ruta más corta, pero esta era la única que Carol conocía para llegar hasta allí, y el tiempo era lo más importante.

Cuando salieron al exterior, habían doblado a la izquierda para rodear la Royal Baths Pool, iluminada con los focos submarinos. Luego habían tenido que acortar el paso cuando se encontraron con una pasarela mal iluminada. A continuación habían cruzado el puente sobre la laguna Stingray para llegar a la zona ajardinada al pie del ala izquierda de las Royal Towers. A las dos les había faltado el aliento.

Un contingente de guardias de seguridad del hotel habían reaccionado rápidamente al aviso dado por Carol y ya se encontraban en la escena. Varios se ocupaban de acotar la zona con una cinta de plástico amarilla tendida entre las palmeras. Un guardia muy fornido vestido con un traje oscuro les interceptó el paso.

–Lo siento -dijo. Su corpachón les impidió ver más allá-. Se ha producido un accidente.

–Estamos alojadas con las víctimas -replicó Stephanie. Intentó ver por el costado del guardia.

–Lo siento, pero es mejor que permanezcan aquí -insistió el hombre-. Las ambulancias vienen de camino.

–¿Ambulancias? – repitió Stephanie que se aferraba desesperadamente a la más mínima esperanza.

–Y la policía -añadió el guardia.

–¿Están bien? – tartamudeó Stephanie-. ¿Aún viven? ¡Tenemos que verlos!

–Señora -respondió el guardia con voz amable-. Cayeron desde el piso treinta y dos. No es un espectáculo agradable.

Habían llegado las ambulancias para llevarse los cuerpos. Después vino la policía para realizar una investigación preliminar. El hallazgo de la jeringa había provocado un cierto revuelo hasta que Stephanie explicó que se trataba de un medicamento recetado por un médico local. Esto lo habían confirmado el doctor Nawaz y el doctor Newhouse, que habían llegado minutos después de producirse la tragedia. La policía había acompañado a las mujeres y a los médicos a la suite Poseidón para ver la terraza y la balaustrada. A continuación el inspector jefe les había confiscado los pasaportes a las dos mujeres y les había dicho que debían permanecer en Nassau hasta que se celebrara la vista preliminar. También ordenó que precintaran la suite Poseidón y la habitación de Stephanie a la espera del equipo de la policía científica.

El director del turno de noche había sido todo un ejemplo de compostura, eficacia y comprensión. Inmediatamente y sin hacer preguntas, había transferido a las mujeres a una suite en el ala este de las Royal Towers, donde se encontraban ahora. También les había provisto de toda clase de productos de uso personal dado que no podían acceder a los propios por el momento. El doctor Nawaz y el doctor Newhouse se habían quedado un rato. El doctor Newhouse les había dado un sedante para que se lo tomaran si lo consideraban necesario. Ninguna de los dos lo empleó. El pequeño recipiente de plástico permanecía intacto en la mesa de centro en los dos sofás.

Stephanie no había dejado de repasar una y otra vez todo lo ocurrido, desde la lluviosa noche en Washington hasta la tragedia de la madrugada. Al verlo en retrospectiva, le costaba creer que ella y Daniel hubiesen decidido implicarse en algo que era una locura. Más extraña todavía resultaba su incapacidad para darse cuenta del error, a pesar de que tendrían que haber interpretado los múltiples tropiezos como que se habían equivocado al tomar la decisión. Habían confundido el fin con los medios. El hecho de que ella en algunas ocasiones hubiese puesto en duda lo que estaban haciendo era un magro consuelo, dado que ella nunca había seguido sus intuiciones.

Apartó los pies de la mesa de centro y se sentó. Era incapaz de seguir con el análisis. Entrelazó las manos y estiró los brazos por encima de la cabeza. Estaba entumecida. Después de arreglarse los cabellos y realizar una inspiración profunda, que exhaló sonoramente, miró a Carol.

–Debe estar agotada -comentó-. Al menos yo dormí unas horas.

–Por extraño que parezca, no lo estoy -respondió Carol. Siguió el ejemplo de Stephanie y se desperezó-. Me siento como si hubiese bebido diez tazas de café. No puedo dejar de pensar en lo ridículo que ha sido todo este episodio, desde la noche de aquel fatídico encuentro en mi coche hasta esta catástrofe.

–¿Usted estaba en contra? – preguntó Stephanie.

–¡Por supuesto! Intenté convencer a Ashley para que lo dejara correr desde el primer momento.

–Estoy sorprendida.

–¿Por qué?

–No lo sé exactamente, pero creo que es porque eso significa que las dos pensamos de la misma manera. – Stephanie se encogió de hombros-. Yo también estaba en contra. Hice lo imposible para que Daniel desistiera pero es obvio que no lo hice con la estridencia necesaria.

–Al parecer, ambas estábamos condenadas a ser unas Casandras -opinó Carol-. Sin duda es algo metafísicamente apropiado, dado que todo este asunto ha resultado ser una tragedia griega.

–¿Por qué lo dice?

Carol se rió sin fuerzas.

–No me haga caso. Me licencié en literatura, y algunas veces me dejo llevar por mis metáforas.

–Me interesa -afirmó Stephanie-. ¿Explíqueme por qué lo ve como una tragedia griega?

La mujer permaneció en silencio para darse tiempo a organizar sus ideas.

–Es por el carácter de los protagonistas. Es la historia de dos titanes en sus respectivos campos y, al mismo tiempo, extrañamente similares en su arrogancia, personas que han conseguido la grandeza pero que adolecían de trágicas faltas. La del senador Butler era el amor al poder, que había evolucionado de ser un medio para un fin a un fin en y para sí mismo. En el caso del doctor Lowell diría que era el deseo del éxito financiero y la celebridad que él consideraba adecuada a su intelecto y a su obra. Cuando estos dos hombres se aliaron con el secreto deseo de utilizar al otro para sus propios fines, sus trágicos fallos acabaron por liquidarlos en el sentido más literal.

Stephanie miró a Carol atentamente. Siempre la había tenido por una mujer un tanto corta, destinada a ser una segundona. De pronto fue ella quien se sintió diferente y en comparación menos inteligente y menos preparada de lo que creía.

–¿Qué significa ser una Casandra?

–En la mitología griega, Casandra tenía el don de la profecía pero estaba condenada a que nadie la creyera.

–Es interesante -dijo Stephanie a falta de algo mejor-. Recuerdo que en una ocasión me burlé de Daniel al decirle que era muy parecido a Ashley.

–Lo eran en algunos aspectos, al menos en lo referente a sus egos. Dígame, ¿cuál fue la respuesta del doctor Lowell a la burla?

–Se puso furioso.

–No me sorprende. La respuesta del senador Butler hubiese sido la misma de haber tenido yo el coraje de decirle algo parecido. En realidad creo que se admiraban, despreciaban y tenían envidia el uno del otro todo al mismo tiempo. Eran competidores de una manera un tanto distorsionada.

–Quizá tenga razón -contestó Stephanie, mientras pensaba en el comentario. No creía que Daniel hubiese admirado mucho a Butler, pero aceptaba que ahora mismo su capacidad para el análisis no estaba al máximo-. ¿Tiene hambre? – preguntó, para cambiar de tema.

–En absoluto -afirmó Carol.

–Yo tampoco. – Estaba agotada, pero era consciente de que no podría dormir. Necesitaba del contacto humano y de la conversación para evitar que su mente volviera una y otra vez a los mismos temas-. ¿Qué hará cuando nos marchemos finalmente de las Bahamas después de la vista preliminar?

–No estoy muy segura de que se celebre, y si se hace, será rápida, solo para cubrir el expediente, y a puerta cerrada.

–¿Por qué lo dice?

–Ashley Butler era un senador en un Congreso con una pequeña mayoría. El gobierno norteamericano intervendrá inmediata y agresivamente al más alto nivel. Creo que todo esto se resolverá con muchísima rapidez, porque es por el interés de todos. Incluso creo que se hará mucha presión para conseguir que este asunto no aparezca en los medios, si eso es posible.

–¡Vaya! – murmuró Stephanie. La idea no se le había ocurrido. La verdad es que ya se había imaginado los titulares en The Boston Globe, como el tiro de gracia para CURE. En cambio, en ningún momento había pensado en las ramificaciones políticas debidas al cargo de Butler.

–En cuanto a mí personalmente -añadió Carol-, iré a ver al gobernador cuando vuelva a casa. Tendrá que nombrar a alguien para ocupar el escaño de Butler, y quiero dejar bien claro que soy la más adecuada para serlo. Si eso no ocurre e incluso si me designa, comenzaré a preparar mi campaña para presentarme a las próximas elecciones.

–¿Qué cree usted que pasará con el proyecto de ley 1103?

–Sin el senador Butler, probablemente pasará al olvido -manifestó Carol-. El único riesgo es que los republicanos más derechistas quizá decidan recoger el estandarte.

–Esa fue nuestra preocupación desde el principio -admitió Stephanie-. Nos dejamos cegar por su jefe.

–No tendría que haber sido así. Era uno más de los temas populistas que le gustaba abanderar. De esa manera mantenía su base de poder. Supongo que no pasó por alto su hipocresía respecto al procedimiento del doctor Lowell.

–En absoluto.

–¿Qué me dice de usted? ¿Qué hará cuando se marche de Nassau?

Stephanie pensó durante un momento antes de dar su respuesta.

–Primero, tengo que resolver un problema pendiente con mi hermano. Es una larga historia, pero nuestra relación es otra víctima de este lamentable asunto. Luego creo que me ocuparé de recomponer lo que queda de CURE. No lo había creído posible hasta que usted mencionó la posibilidad de que los medios no se hagan eco de toda esta tragedia y que el proyecto de ley 1103 languidezca en el comité. No tengo mucho de empresaria, pero puedo intentarlo. Creo que eso es lo que hubiera querido Daniel, sobre todo si así el público se beneficia del RSHT.

–Debo reconocer que me he convertido en una firme partidaria del procedimiento del doctor Lowell y de la clonación terapéutica. Sé que hubo una complicación técnica en la implantación del senador Butler, pero no hay duda de que su Parkinson mejoró como por arte de magia.

–Un resultado positivo tan inmediato nos pilló por sorpresa -declaró Stephanie-. Nunca habíamos visto que los síntomas desaparecieran con tanta rapidez en los ensayos con los ratones. No puedo explicar qué le pasó a Ashley, pero no tengo ninguna duda de que si la implantación se hubiese hecho tal como estaba planeada en un centro médico norteamericano, el senador se hubiese curado, o por lo menos hubiese mejorado notablemente.

–A mí me impresionó.

–A pesar de la tragedia, la intervención ha demostrado las promesas de esta tecnología. Estoy convencida de que es el futuro de la medicina para una legión de enfermedades, siempre que un puñado de políticos no consigan negársela al pueblo norteamericano por razones políticas.

–Confiemos en que tenga la oportunidad de evitarlo -afirmó Carol-. Si consigo ocupar el escaño de Ashley Butler, será mi cruzada.


NOTA DEL AUTOR


Considero mis novelas como «realficción», una palabra que significa que la realidad y la ficción están tan ligadas que resulta muy difícil ver la línea divisoria. ¿Qué significa esto para Convulsión? Por supuesto, todos los personajes son ficticios, como lo es la historia. Tampoco, desafortunadamente, el procedimiento RSHT forma parte del arsenal biomédico. Pero casi todo lo demás es realidad, incluidas las partes referentes a la Sábana Santa, de la cual se han aislado genes específicos de las manchas de sangre. Debo admitir que, como a Daniel y Stephanie, el sudario me fascinó. La referencia que cita Stephanie también es real, y para aquellos interesados en profundizar en el tema, lo recomiendo para comenzar.


También es un hecho que unos cuantos políticos norteamericanos se han implicado en el debate sobre la biociencia, un campo donde los descubrimientos se producen en progresión geométrica. Todo parece indicar que el siglo xxi será el de la biología, de la misma manera que el siglo xx fue para la física y el xix para la química.

Lamentablemente, en mi opinión, algunos de los políticos se han sumado al debate, como mi ficticio senador Ashley Butler, por razones demagógicas más que como verdaderos líderes interesados en el bien público. No obstante, sospecho que aquellos políticos que buscan prohibir las investigaciones de estas tecnologías terapéuticas del siglo xxi en Estados Unidos por lo que ellos creen que son legítimas razones morales, no vacilarían en volar a otro país donde se permitiera el desarrollo de dichos tratamientos si ellos o algún miembro de sus familias padecieran de una enfermedad curable.

En la escena de la audiencia del subcomité del Congreso descrita en esta obra (capítulo 2), el senador Ashley Butler muestra quién es en la realidad al jugar con los temores públicos referentes a los cultivos de embriones y las atávicas mitologías frankesteinianas.

El senador también rehúsa separar la clonación reproductiva (la clonación de una persona, un tema que merece el rechazo universal) de la clonación terapéutica (clonar las células de un individuo con el propósito de tratar a dicho individuo). El senador Butler, como otros oponentes de la investigación con células madre y la clonación terapéutica, comenta que el proceso requiere el desmembramiento de embriones.

Tal como señala Daniel sin el menor resultado, esto es falso. Las células madre clonadas en la clonación terapéutica son recogidas en la etapa de los blastocitos mucho antes de que se forme el embrión. El hecho es que en la clonación terapéutica nunca se permite que se forme el embrión y mucho menos que se implante algo en el útero.

La mayoría de mis lectores saben que mis novelas tienen como fondo importantes temas sociológicos. Esta novela no es una excepción, y es que aquí el tema es el lamentable choque entre la política y la biociencia en constante progreso. Pero una cosa es utilizar un relato de advertencia para señalar un problema y otra muy distinta proponer una solución. Sin embargo, Daniel se refiere a una, y es la que a mí me gustaría que adoptara mi país. Daniel pregunta en el capítulo 6: «Nosotros [se refiere a Estados Unidos] hemos tomado muchas ideas sobre los derechos del individuo, el gobierno, y desde luego nuestro derecho consuetudinario de Inglaterra. ¿Por qué no podemos seguir la orientación británica a la hora de tratar los temas éticos de la biociencia reproductiva?».

Para dar una respuesta a los frecuentemente difíciles y preocupantes temas éticos relacionados con la genética molecular y la investigación de la reproducción humana puestos de relieve por el nacimiento del primer bebé por reproducción in vitro en 1978, el Parlamento británico, en su sabiduría, creó la Human Fertilisation and Embriology Authority (HFEA), que está funcionando desde 1991. Este organismo, entre otras funciones, otorga las licencias y controla las clínicas de reproducción asistida (algo que no se hace en Estados Unidos), además de debatir y recomendar al Parlamento las políticas referentes a las tecnologías e investigaciones reproductivas. Es digno de destacar que el presidente, el presidente delegado y al menos la mitad de los miembros no pueden ser médicos o científicos relacionados con la tecnología reproductiva. La cuestión es que los ingleses han conseguido formar un cuerpo verdaderamente representativo cuyos miembros reflejan un amplio espectro de los intereses del público y que pueden debatir los temas en un entorno apolítico. También se debe señalar que la HFEA redactó un informe en 1998 donde diferenciaba claramente la clonación reproductiva, con la recomendación de prohibirla, y la clonación terapéutica, que recomendaba como una gran promesa para la terapia de enfermedades graves.

El hecho de que la biociencia en general y la biociencia reproductiva en particular avanzan a un ritmo acelerado plantea la necesidad de establecer algún tipo de control. No hay ninguna duda de que dejada a su libre albedrío la biociencia podría llegar a ser una amenaza para la dignidad humana e incluso de nuestra identidad, tal como ha señalado el doctor Leon Kass, actual titular del consejo de bioética de la Presidencia. Sin embargo, la política partidista no es el campo apropiado para tratar con este problema. En dicho entorno, cualquier comité que se forme estará inevitablemente copado por miembros de una determinada tendencia política.

Creo que si el Congreso norteamericano dispusiera la creación de un grupo no partidista similar a la HFEA inglesa para que recomendara qué política seguir, el público estadounidense estaría bien servido.

No solo se resolvería el actual debate sobre la clonación terapéutica de una manera inteligente, apolítica y democrática (ya existe el consenso contra la clonación reproductiva), sino que además se podrían controlar adecuadamente las clínicas de reproducción asistida. Incluso sería concebible que el tema del aborto pudiese ser apartado del terreno político, para nuestro beneficio colectivo.


Robin Cook, doctor en medicina

Naples, Florida, 12 de marzo de 2003

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23/03/2009


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