Daniel y Stephanie continuaron inmóviles durante unos
segundos, y cuando se movieron, fue únicamente para mirarse el uno
al otro después de tener solo ojos para el cadáver tendido a sus
pies. Absolutamente aturdidos, ni siquiera respiraban mientras
esperaban en vano que el otro pudiese ofrecer alguna explicación a
lo que acababan de presenciar. Boquiabiertos, sus rostros
reflejaban una mezcla de miedo, horror, y confusión, pero
finalmente se impuso el miedo. Sin decir ni una palabra y sin tener
claro quién guiaba a quién, saltaron el murete que tenían a la
izquierda y echaron a correr por el mismo camino por donde habían
venido con la única idea de regresar al hotel.
En los primeros momentos no tuvieron mayores problemas con la
huida, gracias a la luz de los focos que alumbraban el claustro.
Sin embargo, en cuanto se encontraron en la oscuridad comenzaron
las dificultades. Con los ojos habituados a las luces del claustro,
ahora eran como dos ciegos que corrían por un terreno desigual y
poblado de obstáculos. Daniel fue el primero en rodar por el suelo
cuando tropezó con un arbusto. Stephanie lo ayudó a levantarse pero
un segundo más tarde fue ella quien acabó tumbada en el suelo.
Ambos sufrieron algunos rasguños, que ni siquiera
notaron.
Con un gran esfuerzo de voluntad, se obligaron a caminar para
prevenir nuevas caídas, a pesar de que sus aterrorizados cerebros
les gritaban que corrieran. En cuestión de minutos, llegaron a la
escalinata que bajaba hasta la carretera. Para entonces, sus ojos
comenzaron a percibir los detalles a la luz de la luna, y al ver
dónde pisaban, pudieron acelerar el paso.
–¿Hacia dónde? – preguntó Stephanie con voz entrecortada, en
cuanto pisaron el pavimento de la carretera.
–Sigamos por la ruta que conocemos -respondió Daniel en el
acto.
Cogidos de la mano, cruzaron la carretera y descendieron por
la primera de las muchas escaleras de piedra todo lo rápido que les
permitía el calzado. Los desniveles de los escalones contribuían a
sus dificultades, aunque corrían cada vez que se encontraban con
una zona de césped. Cuanto más se alejaban del claustro, mayor era
la oscuridad, aunque ahora sus ojos se habían acomodado al entorno,
y la luz de la luna era más que suficiente para evitar que chocaran
con alguna de las numerosas esculturas.
Después de bajar el tercer tramo de escaleras, el agotamiento
les obligó a trotar. Daniel estaba mucho más cansado que Stephanie
y cuando llegaron a la zona iluminada por los focos de la piscina y
consideraron que estaban relativamente seguros, tuvo que detenerse.
Se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas, desesperado por
recuperar el aliento. Durante unos momentos, ni siquiera tuvo
fuerzas para hablar.
Stephanie, que estaba casi al límite de su resistencia, se
obligó a mirar en la dirección que habían seguido en la huida.
Después de la conmoción del suceso, su imaginación la había
asediado con mil temores distintos, pero la visión del jardín
iluminado por la luna era tan idílica y tranquila como antes. Un
tanto más serena, volvió su atención a Daniel.
–¿Estás bien? – le preguntó entre jadeos.
Daniel asintió. Aún le faltaba aliento para poder
hablar.
–Vayamos al hotel -añadió Stephanie.
Daniel asintió de nuevo. Se irguió, y después de una rápida
mirada atrás, cogió la mano que le tendía
Stephanie.
Esta vez caminaron, aunque lo más rápido que pudieron;
rodearon la piscina y subieron las escaleras que conducían a la
balaustrada barroca.
–¿Aquel era el mismo hombre que te asaltó en la tienda? –
preguntó Stephanie. Aún le costaba trabajo
respirar.
–¡Sí! – contestó Daniel.
Pasaron junto a las casas y entraron en la recepción desierta
del balneario, que también servía como zona de paso entre el hotel
y la piscina. Después del sangriento episodio en el claustro, y el
consiguiente terror que había engendrado, la sencillez minimalista,
la pulcritud, y la absoluta serenidad del balneario, les pareció un
cambio casi esquizofrénico. Cuando entraron en el patio del
restaurante lleno de comensales elegantemente vestidos, la música
en vivo, y los camareros de esmoquin, se sintieron como unos
extraterrestres. Sin hablar con nadie ni entre ellos, entraron en
el hotel.
Stephanie obligó a Daniel a detenerse cuando se encontraron
en la recepción. A la derecha estaba el vestíbulo, donde los
huéspedes charlaban tranquilamente. A la izquierda estaba la
entrada del hotel con los porteros de uniforme. Delante estaban las
mesas individuales de la recepción; solo había una ocupada. Los
ventiladores de techo giraban lentamente.
–¿Con quién tendríamos que hablar? – preguntó
Stephanie.
–No lo sé. ¡Déjame pensar!
–¿Qué te parece el director nocturno?
Antes de que Daniel pudiera responderle, se acercó uno de los
porteros. Se dirigió a Stephanie.
–Perdón. ¿Está usted bien?
–Creo que sí -contestó ella.
–¿Sabe que le sangra la pierna izquierda? – añadió el hombre,
y le señaló la pierna.
Stephanie miró hacia abajo y por primera vez fue consciente
de su aspecto desastrado. En la caída se había ensuciado el vestido
y rasgado el bajo. El panty estaba en peor estado, sobre todo
debajo de la rodilla izquierda, donde tenía un agujero. Las
carreras le llegaban hasta el tobillo, y un hilo de sangre le
manaba de la rodilla. Entonces advirtió que tenía varios cortes en
la palma de la mano derecha, con algunos diminutos trozos de concha
incrustados.
Daniel no estaba mucho mejor. Tenía un corte en el pantalón
debajo de la rodilla derecha, y en la tela se veía una mancha de
sangre. La chaqueta estaba salpicada de trozos de concha y le
faltaba el bolsillo derecho.
–No es nada -le aseguró Stephanie al portero-. Ni siquiera me
había dado cuenta de la herida. Tropezamos cerca de la
piscina.
–Tenemos un coche de golf en la entrada -dijo el hombre-.
¿Quieren que los lleve hasta su habitación?
–No será necesario -manifestó Daniel-. Pero muchas gracias
por su interés. – Cogió a Stephanie del brazo y tiró para que
caminara hacia la puerta que daba al camino que los llevaría a su
habitación.
Stephanie se dejó llevar, pero se libró de la mano de Daniel
antes de que cruzaran la puerta.
–¡Espera un momento! ¿Es que no vamos a hablar con
nadie?
–¡Baja la voz! ¡Venga! Vayamos a la habitación para
limpiarnos. Ya hablaremos allí.
Desconcertada por el comportamiento de Daniel, Stephanie le
acompañó, pero volvió a detenerse cuando no habían recorrido más
que unos pocos metros. Apartó la mano de Daniel y sacudió la
cabeza.
–No lo entiendo. Hemos visto cómo le disparaban a un hombre,
y está mal herido. Hay que llamar a una ambulancia y a la
policía.
–¡No grites! – le advirtió Daniel. Miró en derredor, y
agradeció que no hubiese nadie cerca-. Ese tipo está muerto. Tú has
visto el agujero que tenía en la cabeza. Las personas no se
recuperan de esa clase de heridas.
–Razón de más para llamar a la policía. Por lo que más
quieras, hemos sido testigos de un asesinato. Han matado a un
hombre delante de nuestras narices.
–Es verdad, pero también lo es que no vimos quién lo hizo, ni
tenemos la más remota idea de quién pudo hacerlo. Se escuchó un
disparo y el tipo cayó muerto. No vimos absolutamente nada excepto
la caída de la víctima: ¡ni a una sola persona y ningún coche! Solo
fuimos testigos de que dispararon a un hombre, algo que notará la
policía sin necesidad de nuestra ayuda.
–Así y todo, hemos sido testigos de un
crimen.
–No podemos aportar ningún otro dato aparte de haberlo visto.
A eso me refiero. ¡Piénsalo!
–¡No tengas tantas prisas! – dijo Stephanie, que intentaba
poner un poco de orden en sus caóticos pensamientos-. Puede que lo
que dices sea verdad, pero tal como yo lo veo es un delito no
denunciar un crimen, y está muy claro que hemos visto
uno.
–No tengo ni la más mínima idea de si no denunciar un crimen
es un delito en las Bahamas. Pero incluso si lo es, creo que
debemos arriesgarnos a cometerlo, porque en estos momentos no
quiero que nos enredemos con la policía. Además, no siento el más
mínimo aprecio por la víctima, algo que seguramente tú compartes.
No solo fue quien me propinó la paliza, sino que amenazaba con
matarme, y quizá a ti también. Mi preocupación es que si vamos a la
policía y nos vemos metidos en la investigación de un crimen en la
que no podemos prestar ninguna ayuda, nos arriesgamos a poner en
peligro el proyecto Butler cuando estamos muy cerca de acabarlo. Yo
diría que estaríamos arriesgando todo a cambio de nada. Así de
sencillo.
Stephanie asintió varias veces y se pasó una mano por los
cabellos.
–Supongo que tienes razón -manifestó, contrariada-. Permíteme
que te pregunte una cosa. Creías que mi hermano estaba relacionado
con la paliza que te dieron. ¿Crees que también está metido en
esto?
–Tu hermano tuvo que estar implicado en la primera ocasión.
Pero esta vez tengo mis dudas, dado que el matón no hizo nada para
mantenerte aparte como hizo de forma clara la primera vez. Sin
embargo, ¿quién puede estar seguro?
Stephanie miró a lo lejos. Su mente y sus emociones eran un
caos. Una vez más, vivía una situación conflictiva, debido a un
sentimiento de culpa muy fuerte. En última instancia, se sentía
responsable por haber implicado a su hermano, que a su vez había
metido a los hermanos Castigliano, quienes acababan de probar sin
ninguna duda que eran unos mafiosos.
–¡Vamos! – la apremió Daniel-. Volvamos a la habitación para
limpiarnos. Podemos seguir con el asunto si quieres, pero te
advierto que ya lo tengo decidido.
Stephanie dejó que su compañero la llevara hacia la
habitación. Estaba aturdida. Aunque no se podía decir que fuese una
santa, nunca había violado ninguna ley a sabiendas. Le producía una
sensación muy extraña verse a sí misma como una delincuente por no
haber denunciado un crimen. También le inquietaba pensar que su
hermano estaba relacionado con personas capaces de cometer un
asesinato, sobre todo porque dicha vinculación daba un significado
radicalmente nuevo a la acusación de supuesta pertenencia al crimen
organizado. Como si todo esto fuese poco, además estaban los
efectos psicológicos residuales de haber sido testigo de un hecho
violento. Temblaba, y tenía la sensación de que una mano helada le
apretaba la boca del estómago. Nunca había visto a una persona
muerta, y mucho menos que mataran a alguien delante de sus propios
ojos de una manera absolutamente brutal.
Contuvo las náuseas al recordar la terrible imagen que se
había grabado para siempre en su memoria. Deseó estar en cualquier
otra parte. Desde el momento en que Daniel había propuesto tratar
en secreto a Butler había considerado que era una mala idea, pero
nunca en sus suposiciones más descabelladas había pensado en que
llegaría a esto. Sin embargo, se veía atrapada en el asunto como si
hubiese caído en una zona de arenas movedizas, y se hundiera cada
vez más, sin ninguna posibilidad de librarse.
Daniel, por su parte, se sentía cada vez más confiado en su
decisión. En un primer momento no lo había estado tanto, pero eso
había cambiado cuando le acosó el recuerdo de la catástrofe
profetizada por el profesor Heinrich Wortheim. Se había jurado a sí
mismo desde el principio que no fracasaría y que evitaría cualquier
posibilidad de fracaso. Debía tratar a Butler y eso significaba
eludir cualquier contacto con la policía. Dado que él y Stephanie
serían las únicas personas relacionadas con el asesinato incluso la
más torpe de las investigaciones si es que no los consideraban
directamente sospechosos, acabaría por preguntarse qué estaban
haciendo en Nassau. En ese punto Butler tendría que ser informado
de la situación, porque después de su llegada era probable que
descubrieran su identidad, algo que despertaría el interés de la
prensa. Con semejante amenaza en el horizonte, Daniel dudaba de que
Butler se atreviera a venir.
Llegaron a la habitación. Daniel abrió la puerta. Stephanie
entró primero y encendió las luces. Las doncellas se habían
marchado hacía rato, y la habitación ofrecía la imagen de un
remanso de paz. Estaban echadas las cortinas, las camas abiertas,
con golosinas en las almohadas. Daniel cerró la puerta con todas
las cerraduras y el cerrojo de seguridad.
Stephanie se levantó la falda para mirarse la rodilla. Se
tranquilizó al ver que la herida no tenía la gravedad que hacía
temer la cantidad de sangre, que ahora le llegaba al zapato. Daniel
se bajó el pantalón para mirarse la suya. Como en el caso de
Stephanie, tenía una herida del tamaño de una pelota de golf. Ambas
heridas tenían incrustados fragmentos de concha, que tendrían que
sacar para evitar una infección.
–Me siento terriblemente inquieto -admitió Daniel. Se quitó
el pantalón, y luego extendió la mano: se sacudía como una hoja-.
Seguramente es consecuencia de la descarga de adrenalina. Abramos
una botella de vino mientras se llena la bañera. Tenemos que
remojar las heridas, y la combinación del vino y el agua caliente
ayudará a relajarnos.
–De acuerdo -asintió Stephanie. Un baño la ayudaría a pensar
con más claridad-. Yo me encargo de la bañera, tú trae el vino. –
Abrió al máximo el grifo del agua caliente después de echar una
buena cantidad de sales en la bañera. La habitación se llenó
rápidamente de vapor. En cuestión de minutos, el perfume de las
sales y el tranquilizador sonido del chorro de agua le produjeron
un efecto sedante. Cuando salió del baño con un albornoz del hotel
para avisarle a Daniel de que el baño estaba preparado, se sentía
muchísimo mejor. Daniel estaba sentado en el sofá con la guía de
las páginas amarillas abierta en el regazo. Había dos copas de vino
tinto en la mesa de centro. Stephanie cogió una y bebió un
sorbo.
–Se me acaba de ocurrir otra cosa -anunció Daniel-. Es obvio
que los Castigliano no se han dejado impresionar como esperaba por
las conversaciones que tú has tenido con tu madre.
–No podemos estar seguros de si mi hermano le comunicó a los
Castigliano lo que a nosotros nos interesaba.
–Ahora qué más da -dijo Daniel, con un gesto-. La cuestión es
que mandaron al pistolero para que me liquidara y quizá a ti
también. Por lo que se ve, no están muy contentos. No sabemos
cuánto tardarán en enterarse de que su matón no regresará. Tampoco
podemos saber cuál será su reacción cuando se enteren. Bien podrían
creer que nosotros lo matamos.
–¿Qué estás proponiendo?
–Utilizar el dinero de Butler para contratar a un
guardaespaldas las veinticuatro horas del día. A mi modo de ver, es
un gasto justificado, solo durante una semana y media, máximo
dos.
Stephanie exhaló un suspiro de resignación.
–¿Aparece alguna compañía de seguridad en la
guía?
–Sí, hay unas cuantas. ¿Qué opinas?
–No sé qué pensar -admitió Stephanie.
–Creo que necesitamos protección
profesional.
–Está bien, si tú lo dices. Pero quizá sería más importante
que comenzáramos a ser un poco más cuidadosos de lo que hemos sido
hasta ahora. Se acabaron los paseos en la oscuridad. ¿En qué
estábamos pensando?
–Visto ahora, fue una tontería, sabiendo que me dieron una
paliza y me lo advirtieron.
–¿Qué pasa con el baño? ¿Quieres bañarte tú primero? Está
preparado.
–No, ve tú. Quiero llamar a estas agencias. Cuanto antes
tengamos a alguien vigilando, mejor me sentiré.
Diez minutos más tarde, Daniel entró en el baño y se sentó en
el borde de la bañera. Aún no se había acabado el vino. Stephanie
estaba sumergida hasta el cuello, rodeada de burbujas, y su copa
estaba vacía.
–¿Te sientes mejor? – preguntó Daniel.
–Mucho mejor. ¿Qué tal te ha ido con las
llamadas?
–Bien. Dentro de media hora vendrá alguien para una
entrevista. Es de una compañía llamada First Security. Está
recomendada por el hotel.
–Estoy tratando de pensar quién pudo matar a aquel tipo. No
lo hemos comentado, pero fue nuestro salvador. – Stephanie se
levantó, se envolvió en una toalla, y salió de la bañera-. Tiene
que ser un tirador de primera. ¿Cómo es que estaba allí
precisamente cuando lo necesitábamos? Fue algo así como lo que hizo
el padre Maloney en el aeropuerto de Turín solo que diez veces más
importante.
–¿Se te ocurre alguna idea?
–Solo una, pero es muy rebuscada.
–Te escucho. – Daniel metió la mano en el agua y abrió el
grifo del agua caliente.
–Butler. Quizá tiene a alguien del FBI que nos vigila para
darnos protección.
Daniel se echó a reír mientras se sumergía en la
bañera.
–Eso sería toda una ironía.
–¿Se te ocurre alguna idea mejor?
–Ninguna -reconoció Daniel-. A menos que tenga algo que ver
con tu hermano. Quizá envió a alguien para que te
vigilara.
Ahora fue Stephanie quien se echó a reír muy a su
pesar.
–¡Esa idea todavía es más descabellada que la
mía!
Bruno Debianco, el supervisor de seguridad nocturno, estaba
habituado a recibir llamadas de su jefe, Kurt Hermann, a cualquier
hora. El hombre solo vivía para su trabajo como jefe de seguridad,
y como tenía sus habitaciones en la clínica, siempre estaba
importunando a Bruno con toda clase de órdenes y de peticiones de
menor cuantía. Algunas de ellas sorprendentes y ridículas, pero la
de esta noche se llevaba la palma. Kurt le había llamado al móvil
poco después de las diez para decirle que fuera a la isla Paradise
en una de las furgonetas negras de la clínica. El destino era el
claustro de Huntington Hartford. Bruno solo debía aparcar si la
carretera estaba desierta, y lo estaba, debía apagar los faros
antes de detenerse. Después de aparcar, debía subir hasta el
claustro pero sin entrar en la zona iluminada. En aquel instante,
Kurt iría a su encuentro.
Bruno esperó a que el semáforo le diera paso antes de entrar
en el puente que llevaba a la isla Paradise. Nunca le habían
ordenado que saliera de la clínica Wingate para realizar una misión
misteriosa, y todavía era más extraña la orden de que llevara una
bolsa para cadáveres. Intentó pensar qué podría haber pasado, pero
no se le ocurrió nada. En cambio, recordó los problemas que Kurt
había tenido en Okinawa. Bruno había servido con Kurt en las
fuerzas especiales del ejército y sabía que el hombre tenía una
relación de amor-odio con las prostitutas. Había sido una obsesión
que de pronto en la isla japonesa se había convertido en una
venganza personal. Bruno nunca lo había comprendido del todo, y
esperaba no verse enredado en una reaparición del problema. Él y
Kurt tenían un trabajo de primera con Spencer Wingate y Paul
Saunders, y no quería perderlo. Si Kurt había empezado de nuevo con
su vieja cruzada, tendrían todo un problema.
Había un tráfico moderado en la carretera que recorría la
isla de este a oeste, pero se redujo después de que Bruno pasara la
zona de los centros comerciales. Se redujo todavía más cuando dejó
atrás los primeros hoteles, y después del desvío al Ocean Club
estaba desierta. De acuerdo con las órdenes, apagó los faros cuando
se acercó al claustro. Gracias a la luz de la luna y la raya blanca
en el centro de la carretera, no tuvo ningún problema para conducir
en la oscuridad.
Después de pasar un último bosquecillo, el claustro iluminado
apareció a la derecha de Bruno. Cruzó la carretera y aparcó en una
zona más ancha del arcén. Apagó el motor antes de apearse del
coche. A la izquierda, al pie de la colina, vio la piscina
iluminada del Ocean Club.
Bruno fue hasta la parte trasera de la furgoneta, abrió la
puerta y recogió la bolsa de plástico. A continuación subió las
escaleras que llevaban al claustro. Se detuvo antes de llegar a la
zona iluminada. El claustro estaba desierto. Echó una ojeada a todo
el lugar, atento a cualquier presencia entre los árboles. Se
disponía a llamar a Kurt cuando su jefe apareció súbitamente a su
derecha. Lo mismo que Bruno, vestía de negro y era prácticamente
invisible. Le hizo una seña para que lo siguiera, al tiempo que le
ordenaba:
–¡Venga, muévete!
Bruno no tuvo problemas para caminar con la luz de la luna,
pero en cuanto se encontraron entre los árboles, fue otro cantar.
Se detuvo en cuanto dio unos pocos pasos.
–¡No veo nada, maldita sea!
–Ni falta que te hace -replicó Kurt en voz baja-. Ya estamos.
¿Has traído la bolsa?
–Sí.
–¡Ábrela y ayúdame a cargarla!
Bruno obedeció. Sus ojos se acomodaron gradualmente a la
oscuridad, y vio la silueta de Kurt. También vio el difuso contorno
de un cuerpo tumbado en el suelo. Le tendió un extremo de la bolsa
a Kurt que la cogió para después acercarse a los pies del cadáver.
Estiraron la bolsa, la dejaron en el suelo, y la
abrieron.
–A las tres -añadió Kurt-. Ten cuidado con la cabeza. Está
hecha un asco.
Bruno sujetó el cuerpo por las axilas, y cuando Kurt dijo
tres levantó el torso mientras su jefe levantaba las
piernas.
–¡Maldita sea! – exclamó Bruno-. ¿Quién es este tipo, un
zaguero de los Chicago Bears?
Kurt no respondió. Colocaron el cadáver en la bolsa y Kurt se
encargó de cerrar la cremallera.
–No me digas que tendremos que cargar a este tipo que pesa
una tonelada hasta la furgoneta -dijo Bruno, espantado ante la
idea.
–No vamos a dejarlo aquí. Ve y abre la puerta trasera de la
furgoneta. No quiero que haya ninguna interrupción al
cargarlo.
Al cabo de unos minutos, metieron la cabeza y el tronco de
Gaetano en la furgoneta. Para meter el resto, Bruno tuvo que subir
al vehículo y tirar de la bolsa mientras Kurt empujaba. Ambos
jadeaban cuando acabaron la macabra tarea.
–Hasta aquí todo ha ido bien -comentó Kurt, mientras cerraba
la puerta-. Larguémonos antes de que se nos acabe la suerte y
aparezca algún coche.
Bruno se sentó al volante. Kurt dejó la mochila negra en el
asiento trasero antes de sentarse en el asiento del acompañante.
Bruno arrancó el motor.
–¿Adónde vamos?
–Al aparcamiento del Ocean Club. El tipo tenía en el bolsillo
las llaves de un jeep alquilado. Quiero
encontrarlo.
Bruno dio una vuelta en U antes de encender los faros.
Viajaron en silencio. Bruno se moría de ganas de preguntar quién
demonios era el fiambre que llevaban en la furgoneta, pero se
abstuvo. Kurt tenía el hábito de decir solo aquello que consideraba
imprescindible, y se cabreaba cada vez que Bruno le hacía
preguntas. Siempre había sido un hombre de pocas palabras. Estaba
siempre tenso y a punto de estallar, como si estuviese
constantemente furioso por algún motivo.
Solo tardaron unos minutos en llegar al aparcamiento; una vez
allí, no tardaron mucho más en dar con el vehículo. Era el único
jeep en el aparcamiento y estaba muy cerca de la salida. Kurt se
apeó de la furgoneta para comprobar si las llaves abrían las
puertas. Así fue. Los documentos del jeep estaban en la guantera y
el bolso de mano de Gaetano en el asiento trasero. Kurt se acercó a
la furgoneta.
–Quiero que me sigas hasta el aeropuerto -le dijo a Bruno-.
Conduce con cuidado. No quiero que te detengan y que descubran el
cadáver.
–Eso sería una molestia -comentó Bruno-. Sobre todo cuando no
sé absolutamente nada. – Le pareció ver un destello de furia en los
ojos de Kurt antes de subirse al coche alquilado. Se encogió de
hombros y arrancó el motor.
Kurt puso en marcha el Cherokee. Detestaba las sorpresas, y
este día habían sido constantes. Gracias a su entrenamiento con las
fuerzas de operaciones especiales, se preciaba de ser un buen
planificados algo muy necesario en cualquier misión militar. Por
eso llevaba más de una semana vigilando a los dos doctores y creía
comprender la situación que vivían y sus personalidades. La entrada
de la doctora en la sala de los huevos había sido algo del todo
inesperado y lo había pillado desprevenido. Lo de esta noche
todavía era peor.
En cuanto atravesaron la ciudad y salieron otra vez a la
carretera, Kurt cogió el móvil y marcó el número de Paul Saunders.
Spencer Wingate era el director de la clínica, pero Kurt prefería
tratar con Paul. Había sido él quien lo había contratado en
Massachusetts. Además, a Kurt le caía bien Paul que, como él mismo,
siempre estaba en la clínica, a diferencia de Spencer, cuya única
preocupación era ligar con cuanta mujer bonita se le cruzara por el
camino.
Paul, como siempre, atendió el teléfono casi en el
acto.
–Llamo desde el móvil -le advirtió Kurt antes de decir nada
más.
–¿Sí? No me digas que ha surgido otro
problema.
–Me temo que sí.
–¿Tiene alguna relación con nuestros
invitados?
–Toda.
–¿Tiene algo que ver con lo que ocurrió hoy?
–Es peor.
–No me gusta como suena. ¿Puedes adelantarme alguna
cosa?
–Creo que es mejor que nos reunamos.
–¿Dónde y cuándo?
–Dentro de tres cuartos de hora en mi despacho. Digamos a las
veintitrés cero cero. – La costumbre hacía que Kurt utilizara el
horario militar.
–¿Debemos incluir a Spencer?
–No soy yo quien lo debe decidir.
–Hasta luego.
Kurt acabó la llamada y guardó el móvil en la funda sujeta al
cinturón. Miró por el espejo retrovisor. Bruno lo seguía a una
distancia prudencial. Por ahora, todo parecía estar bajo
control.
El aeropuerto estaba desierto, excepto por el personal de
limpieza. Todos los mostradores de las empresas de alquileres de
coches estaban cerrados. Kurt aparcó el jeep en la zona
correspondiente. Cerró el vehículo y dejó las llaves y la
documentación en el buzón nocturno. Un minuto más tarde, subió a la
furgoneta de Bruno, que había dejado el motor en
marcha.
–¿Ahora, adónde? – preguntó Bruno.
–Volvemos al Ocean Club para recoger mi furgoneta. Después
iremos hasta la marina de Lyford Bay. Saldrás a navegar a la luz de
la luna en el yate de la compañía.
–¡Ajá! Comienzo a captar la idea. Supongo que no tardaremos
en ir a comprar un ancla nueva. ¿Estoy en lo
cierto?
–Calla y conduce -dijo Kurt.
Fiel a su palabra, Kurt entró en su despacho exactamente a
las once. Spencer y Paul ya estaban allí, acostumbrados a su
puntualidad habitual. El jefe de seguridad llevó su mochila hasta
la mesa y la dejó caer. El golpe contra la superficie metálica sonó
como un trueno.
Spencer y Paul estaban sentados delante de la mesa. Sus
miradas habían seguido los movimientos del jefe de seguridad desde
el instante en que había cruzado la puerta. Esperaban que Kurt
dijese algo, pero él se tomó tiempo. Se quitó la chaqueta de seda
negra y la colgó en el respaldo de la silla. Luego sacó el arma que
llevaba en la cartuchera a la espalda y la dejó con mucho cuidado
sobre la mesa.
Spencer exhaló un sonoro suspiro como muestra de su
impaciencia y puso los ojos en blanco.
–Señor Hermann, me veo en la obligación de recordarle que es
usted quien trabaja para nosotros y no a la inversa. ¿Qué demonios
está pasando? Espero que la explicación sea convincente, y
justifique habernos hecho venir aquí en plena noche. Se da el caso
de que estaba placenteramente ocupado.
Kurt se quitó los guantes y los dejó junto a la automática.
Solo entonces se sentó. Luego apartó la pantalla del ordenador para
ver a sus visitantes sin ningún impedimento.
–Esta noche me vi forzado a matar a alguien en el
cumplimiento del deber.
Spencer y Paul abrieron las bocas, pasmados. Miraron al jefe
de seguridad que les devolvió la mirada sin perder la calma.
Durante una fracción de segundo, nadie se movió ni dijo nada. Fue
Paul el primero en recuperar la voz. Titubeó al hablar como si le
asustara escuchar la respuesta.
–¿Podrías decirnos a quién has matado?
Kurt utilizó una sola mano para desabrochar la tapa de la
mochila y con la otra sacó un billetero. Lo empujó a través de la
mesa hacia sus jefes y luego se reclinó en la
silla.
–Su nombre era Gaetano Baresse.
Paul cogió el billetero. Antes de que pudiese abrirlo,
Spencer descargó un manotazo en la superficie de metal con la
fuerza suficiente para hacerla sonar como un bombo. Paul dio un
salto y dejó caer el billetero. Kurt no mostró ninguna alteración
visible, aunque tensó todos los músculos.
Después de golpear la mesa, Spencer se levantó y comenzó a
caminar por la habitación, con las manos entrelazadas sobre la
cabeza.
–No me lo puedo creer -se lamentó-. Antes de que nos demos
cuenta, volverá a repetirse lo de Massachusetts, solo que esta vez
serán las autoridades de las Bahamas y no los agentes
norteamericanos quienes aporreen nuestra puerta.
–No lo creo -afirmó Kurt sencillamente.
–¿Ah, no? – replicó Spencer con un tono sarcástico. Se
detuvo-. ¿Cómo es que está tan seguro?
–No hay cadáver -dijo Kurt.
–¿Cómo es posible? – preguntó Paul, mientras cogía de nuevo
el billetero.
–Mientras hablamos, Bruno está arrojando al mar el cadáver y
sus pertenencias. Devolví el coche de alquiler del hombre al
aeropuerto como si se hubiera marchado de la isla. Desaparecerá sin
más. ¡Punto! Fin de la historia.
–Eso suena alentador -comentó Paul. Abrió el billetero y sacó
el carnet de conducir de Gaetano. Lo observó
atentamente.
–¡Prometedor, y un cuerno! – gritó Spencer-. Me prometiste
que este… -señaló a Kurt mientras buscaba la palabra adecuada para
describirlo-… este imbécil de boina verde no mataría a nadie. Y
aquí estamos, cuando no hace nada que hemos abierto, y ya se ha
cargado a alguien. Esto es un desastre total. No podemos
permitirnos trasladar la clínica a otra parte.
–¡Spencer! – gritó Paul-. ¡Siéntate!
–¡Me sentaré cuando a mí me dé la gana! Soy el director de
esta maldita clínica.
–Lo que quieras -dijo Paul, sin desviar la mirada-, pero
escuchemos primero los detalles antes de montar el cirio y empezar
a hablar de desastres. – Miró a Kurt-. Nos debes una explicación-.
¿Por qué matar a Gaetano Baresse de Somerville, Massachusetts, fue
en cumplimiento del deber? – Dejó el billetero y el carnet de
conducir sobre la mesa.
–Ya les dije que había instalado un micro en el móvil de la
doctora D'Agostino. Para escuchar las conversaciones, tenía que
mantenerme cerca. Después de cenar, salieron a dar un paseo por el
jardín del Ocean Club. Mientras los seguía a una distancia
prudencial, vi que el tal Gaetano Baresse también los seguía, pero
mucho más cerca. Así que me acerqué. No tardó mucho en quedar claro
que Gaetano Baresse era un asesino profesional, y que se disponía a
cargarse a los doctores. Tuve que tomar una decisión instantánea.
Consideré que querrían a los doctores vivos.
Paul miró a Spencer con una expresión interrogativa para
saber cuál era su reacción a lo que acababa de escuchar. Spencer se
acercó para recoger el carnet de conducir. Miró la foto durante un
momento antes de arrojarlo sobre la mesa. Cogió la silla y se
sentó, un tanto apartado de los demás.
–¿Cómo puede afirmar que el tal Baresse era un asesino
profesional? – preguntó. Su voz había perdido gran parte de su
agresividad.
Kurt abrió de nuevo la mochila con la mano izquierda, y con
la derecha sacó el arma de Gaetano. La empujó a través de la mesa
como había hecho con el billetero.
–Esto no es un juguete cualquiera. Tiene un silenciador y una
mira láser.
Paul cogió el arma con mucho cuidado, le echó un vistazo, y
se la ofreció a Spencer. El director de la clínica se negó a
tocarla. Paul volvió a dejarla sobre la mesa.
–Con mis contactos en el continente, quizá consiga averiguar
algo más de este tipo -manifestó Kurt-. Hasta entonces, no tengo
ninguna duda de que es un profesional, y llevando un arma como
esta, que tuvo que haber conseguido desde que llegó a las ocho,
está conectado.
–¡Hable en inglés! – le ordenó Spencer.
–Hablo del crimen organizado -le explicó Kurt-. Sin duda
estaba vinculado con el crimen organizado, probablemente con los
capos de la droga.
–¿Sugiere que nuestros invitados están metidos en el
narcotráfico? – preguntó Spencer, incrédulo.
–No -respondió el jefe de seguridad. Miró a sus jefes como si
los desafiara a que sacaran las conclusiones que él había sacado
mientras esperaba a que Bruno llegara al claustro.
–¡Espere un momento! – añadió Spencer-. ¿Por qué un rey del
narcotráfico iba a enviar a un asesino profesional a las Bahamas
para matar a un par de científicos si los investigadores no estaban
metidos en ese mundo?
Kurt no respondió. Miró a Paul, y este asintió al cabo de
unos segundos.
–Creo que entiendo el razonamiento de Kurt. ¿Estás sugiriendo
que el misterioso paciente quizá no esté relacionado con la Iglesia
católica?
–Pienso que quizá sea un jefe rival -señaló Kurt-, o al menos
un capo de la mafia. En cualquier caso, sus enemigos no quieren que
se cure.
–¡Maldita sea! – exclamó Paul-. Tiene sentido. Eso desde
luego explicaría tanto secretismo.
–A mí me parece muy traído por los pelos -manifestó Spencer,
escéptico-. ¿Por qué una pareja de científicos de primer orden iban
a estar dispuestos a tratar a un señor de la
droga?
–El crimen organizado tiene muchas maneras de presionar a la
gente -declaró Paul-. ¿Quién sabe? Quizá algún cártel blanqueó
dinero a través de la compañía de Lowell. Creo que Kurt ha dado en
el clavo. Es probable que un señor de la droga colombiano o un capo
de la mafia del nordeste sean católicos, cosa que explicaría toda
esa parte de la Sábana Santa.
–Pues te diré una cosa -dijo Spencer-. Todo esto hace que no
me interese averiguar la identidad del paciente, y no es solo por
este asesinato. No tenemos ninguna posibilidad de intentar
aprovecharnos de algún jefe del crimen organizado. Sería una
estupidez.
–¿Qué me dices de nuestra participación general? – preguntó
Paul-. ¿Queremos reconsiderar el permiso para que realicen el
tratamiento?
–Quiero ese segundo pago -contestó Spencer-. Lo necesitamos.
Creo que lo prudente sería mantenernos pasivos para no enfadar a
nadie.
Paul se volvió hacia el jefe de seguridad.
–¿El doctor Lowell fue consciente de que estaba en
peligro?
–Con toda claridad. Gaetano le salió al paso y le apuntó con
el arma a la frente. Le disparé en el último
segundo.
–¿Por qué lo preguntas? – quiso saber
Spencer.
–Espero que Lowell se preocupe por su seguridad -respondió
Paul-. Las personas que enviaron a Gaetano quizá envíen a algún
otro cuando se enteren del fracaso del pistolero y que no
volverá.
–Eso no ocurrirá al menos durante un tiempo -intervino Kurt-.
Por esa misma razón me tomé tanto trabajo para hacerlo desaparecer.
En lo que se refiere al doctor Lowell, juro que se llevó un susto
de muerte. La doctora D'Agostino también.
La comitiva salió del ascensor del Imperial Club en el
complejo hotelero Atlantis en el piso treinta y dos del ala oeste
de las Royal Towers y desfiló por el pasillo enmoquetado. En la
vanguardia iba el señor Grant Halpern, el gerente del hotel que
estaba de servicio, seguido por la señora Connie Corey, supervisora
de la recepción en el turno de día, y Harold Beardslee, director
del Imperial Club. Ashley Butler y Carol Manning los seguían un
poco más atrás, retrasados por el andar dificultoso del senador,
que había empeorado sensiblemente en el último mes. La retaguardia
la cerraban dos botones; uno empujaba un carro con las varias
maletas de Ashley y Carol, el otro cargaba el equipaje de mano y
las bolsas con los vestidos y trajes. Era como un safari en
miniatura.
–Bueno, bueno, mi querida Carol -dijo Ashley, con su acento
sureño pero con una voz que ahora era monótona-. ¿Cuál es tu
primera impresión de este modesto establecimiento?
–Modesto quizá sea el último adjetivo que se me pueda ocurrir
-respondió Carol. Sabía que Ashley solo pretendía complacer a la
gente del hotel.
–En ese caso, ¿cuál crees tú que sería el adjetivo más
adecuado?
–Fantasioso pero impresionante -manifestó Carol-. No estaba
preparada para esta grandeza teatral. El vestíbulo de la planta
baja es algo muy creativo, sobre todo con las columnas con volutas
y la bóveda dorada con conchas doradas. Me cuesta calcular la
altura que tiene.
–Se eleva a veinticinco metros -informó el señor Halpern por
encima del hombro.
–Muchas gracias, señor Halpern -le agradeció Ashley-. Es
usted muy amable y admirablemente bien informado.
–A su servicio, senador -respondió el señor Halpern sin
acortar el paso.
–Me complace que estés impresionada con el alojamiento
-declaró Ashley, que bajó la voz y se inclinó hacia su jefa de
personal-. Estoy seguro de que también estás impresionada con el
tiempo si lo comparas con el de Washington a finales de marzo.
Espero que te guste estar aquí. En honor a la verdad, me siento
culpable por no haberte pedido que me acompañaras el año pasado
cuando vine en una visita de reconocimiento, cuando estaba
preparando toda esta empresa.
Carol miró a su jefe con una expresión de sorpresa. Nunca le
había manifestado ninguna culpa por nada relacionado con ella, y
mucho menos por un viaje al trópico. Era otro pequeño pero curioso
detalle de los repentinos cambios que había mostrado durante el año
pasado.
–No tiene por qué sentirse culpable, señor. Estoy encantada
de encontrarme en Nassau. ¿Y usted está contento de estar
aquí?
–Absolutamente -afirmó Ashley, sin el menor rastro de
acento.
–¿No está un poco asustado?
–¿Yo, asustado? – preguntó Ashley en voz muy alta, que volvió
a adoptar súbitamente su histrionismo-. Mi papá me dijo que la
manera correcta de enfrentarte a la adversidad era hacer todo lo
que podías hacer, y luego ponerte en las manos de Dios. Eso es lo
que he hecho, así de sencillo. ¡Estoy aquí para
divertirme!
Carol asintió en silencio. Lamentaba haber hecho la pregunta.
Si alguien se sentía culpable era ella, dado que aún no tenía claro
cuál era el resultado que esperaba de la actual visita. Por el bien
de Ashley, intentaba convencerse a sí misma que deseaba una cura
milagrosa, mientras que íntimamente, sabía que no quería eso ni
mucho menos.
El señor Halpern y sus subalternos se detuvieron delante de
una gran puerta de caoba adornada con bajorrelieves de sirenas.
Ashley y Carol se unieron al grupo mientras el señor Halpern
buscaba en el bolsillo la tarjeta magnética
maestra.
–Un momento -dijo Ashley, y levantó una mano como si
estuviese recalcando un punto importante en el senado-. Esta no es
la habitación que ocupé en mi última estancia en el Atlantis. Pedí
específicamente la misma habitación.
La amable expresión del señor Halpern se nubló por un
momento.
–Senador, quizá no me escuchó usted antes. Cuando la señora
Corey le acompañó a mi despacho, mencioné que le habíamos dado una
habitación de más categoría. Esta es una de nuestras pocas suites
temáticas. Es la suite Poseidón.
El senador miró a su jefa de personal.
–Efectivamente, fue lo que dijo -afirmó
Carol.
Por un instante, Ashley pareció perdido detrás de sus pesadas
gafas de montura negra. Vestía como siempre, con un traje oscuro,
camisa blanca y una corbata muy discreta. Las gotas de sudor
perlaban su frente. Los rostros bronceados del personal del hotel
hacían que resaltara todavía más la palidez enfermiza del
senador.
–Esta habitación es más grande, tiene mejor vista, y es mucho
más elegante que la que ocupó el año pasado -explicó el señor
Halpern-. Es una de las mejores. ¿Quizá quiera usted
verla?
Butler se encogió de hombros.
–Supongo que solo soy un sencillo granjero, poco acostumbrado
a que lo mimen. ¡Muy bien! Veamos la suite
Poseidón.
La señora Corey, que se había adelantado al señor Halpern,
sacó la tarjeta, abrió la puerta y se apartó. El señor Halpern
invitó a Ashley con un gesto a que pasara primero.
–Después de usted, senador.
Ashley cruzó el pequeño recibidor para entrar en una gran
habitación con las paredes pintadas con una surrealista visión
submarina de una antigua ciudad sumergida, que presumiblemente
correspondía a la mítica Atlántida. El mobiliario consistía en una
mesa de comedor para ocho comensales, una mesa escritorio, un
mueble que integraba el televisor, la cadena de sonido y el
minibar, dos butacones y dos sofás de cuatro plazas. Toda la madera
a la vista estaba tallada con la forma de criaturas marinas,
incluidos los brazos de los dos sofás, que eran delfines. Los
cuadros, los colores de la tapicería y los dibujos de las alfombras
también se ajustaban al tema marino.
–Vaya, vaya -comentó Ashley mientras contemplaba la
habitación.
La señora Corey se acercó al minibar para controlar el
contenido. El señor Beardslee esponjó los cojines de los
sofás.
–El dormitorio principal está a su derecha, senador -explicó
el señor Halpern, y señaló una puerta abierta-. Para la señorita
Manning, tal como nos indicó, hay un dormitorio a la
izquierda.
Los botones se ocuparon inmediatamente de distribuir el
equipaje en las habitaciones indicadas.
–Ahora el plato fuerte -añadió el señor Halpern. Había pasado
junto a la figura un tanto encorvada de Ashley para acercarse a una
botonera instalada en la pared, y apretó el primero de los botones.
Se escuchó el suave zumbido de un motor mientras se descorrían poco
a poco las cortinas que cubrían toda una de las paredes, para ir
mostrando paulatinamente el maravilloso espectáculo del mar verde
esmeralda y zafiro más allá de la balaustrada de la terraza con el
suelo de mosaico.
–¡Fantástico! – exclamó Carol con una mano en el pecho. Desde
una altura de treinta y dos pisos, la vista quitaba el
aliento.
El señor Halpern apretó otro botón, y esta vez fueron las
ventanas las que se deslizaron por las guías metálicas. Cuando se
paró el mecanismo, los cristales habían desaparecido de la vista, y
el salón y la terraza habían quedado integrados en un único
espacio. El director señaló la terraza con una expresión de
orgullo.
–Si son tan amables de salir a la terraza, les señalaré
algunas de nuestras muchas atracciones al aire
libre.
Ashley y Carol aceptaron la invitación. El senador se acercó
sin vacilar a la balaustrada de piedra de poco más de un metro de
altura. Apoyó las manos en la balaustrada y miró hacia abajo.
Carol, que tenía un poco de miedo a las alturas, se acercó con
cierta prevención. Tocó la balaustrada como si quisiera asegurarse
de su solidez antes de asomarse. Después gozó de la visión a vista
de pájaro de la enorme playa del complejo hotelero y el parque
acuático, donde destacaba la laguna Paradise.
El señor Halpern se acercó a Carol. Comenzó a señalarle los
puntos más destacados, incluida la impresionante piscina, situada
casi directamente debajo de donde estaban.
–¿Qué es aquello a la izquierda? – preguntó Carol. Señaló el
lugar. A ella le parecía un monumento arqueológico
trasplantado.
–Ese es nuestro templo maya -le informó el señor Halpern-. Si
se atreve, hay un tobogán acuático que la llevará desde la cima,
que tiene una altura de seis pisos, a través de un tubo de
plexiglás que acaba en las profundidades de la laguna de los
tiburones.
–Carol, querida -intervino Ashley, con un tono divertido-.
Esa parece ser una actividad perfecta para alguien como tú, que
considera muy seriamente seguir una carrera política en
Washington.
Carol miró a su jefe con el miedo de que en su comentario
hubiese algo más que humor, pero él contemplaba la vista del
océano, como si su mente ya estuviese ocupada en otra
cosa.
–Señor Halpern -llamó la señora Corey desde la habitación-.
Todo está en orden, y las tarjetas del senador están sobre la mesa.
Debo volver a la recepción.
–Yo también debo marcharme -dijo el señor Beardslee-.
Senador, si necesita cualquiera cosa, solo tiene que comunicárselo
a mi personal.
–Les agradezco su extraordinaria amabilidad para con nosotros
-replicó el senador, con su tono más obsequioso-. Son ustedes un
orgullo para esta maravillosa organización.
–Yo también me marcho -anunció el señor Halpern, mientras
amagaba seguir a los demás.
Ashley sujetó ligeramente el brazo del
director.
–Le agradecería mucho que aguardara usted un
momento.
–Por supuesto -respondió el señor Halpern.
El senador hizo un gesto de despedida a los demás que se
marchaban, y luego volvió a contemplar el
panorama.
–Señor Halpern, mi estancia en Nassau no es ningún secreto,
ni lo puede ser, dado que he llegado aquí en un transporte público.
No obstante, eso no quiere decir que no agradezca que se respete mi
privacidad. Preferiría que esta habitación apareciera registrada
solo a nombre de la señorita Manning.
–Como usted desee, señor.
–Muchísimas gracias, señor Halpern. Cuento con su discreción
para evitar la publicidad. Quiero sentir que puedo disfrutar de los
placeres de su casino sin el miedo de ofender a los más puritanos
de mis votantes.
–Tiene usted mi palabra de que haremos todos los esfuerzos en
ese sentido. Pero, como el año pasado, no podemos impedir que en el
casino se le acerque cualquiera de sus muchos
partidarios.
–Mi temor es leer en los periódicos cualquier noticia
referente a mi presencia o que alguien llame al hotel para
confirmar que estoy aquí.
–Le aseguro que haremos todo lo que esté a nuestro alcance
para proteger su intimidad -afirmó el señor Halpern-. Ahora los
dejo para que descansen y deshagan las maletas. Les traerán una
botella de champán, con nuestros deseos para que disfruten de una
muy agradable estancia.
–Una última pregunta -dijo Ashley-. Se hicieron unas reservas
para nuestros amigos. ¿Hay alguna noticia de los doctores Lowell y
D'Agostino?
–¡Por supuesto! Ya están aquí, han llegado hace poco más de
una hora. Están en la 3208, en una de nuestras Superior Suites, en
esta misma planta.
–¡Muy conveniente! Es obvio que se ha ocupado admirablemente
de atender todas nuestras necesidades.
–Intentamos hacer siempre lo mejor -afirmó el señor Halpern.
Después de un último saludo, abandonó la terraza para dirigirse a
la puerta.
Ashley volvió la atención a su jefa de personal, quien ya se
había acostumbrado a la altura y ahora estaba arrobada por la
vista.
–¡Carol, querida! Quizá quieras tener la amabilidad de
averiguar si los doctores están en su habitación y, si es así, si
quieren reunirse con nosotros.
Carol se volvió para mirar a su jefe y parpadeó como si
saliera de un trance.
–Desde luego -se apresuró a responder, al recordar cuáles
eran sus obligaciones.
–Quizá tendrías que entrar tú solo -propuso Stephanie. Daniel
y ella estaban delante de la puerta con las tallas de sirenas de la
suite Poseidón. Daniel tenía una mano cerca del
timbre.
Daniel manifestó su desagrado con un sonoro suspiro, y dejó
que su brazo cayera a un costado.
–¿Se puede saber cuál es ahora el problema?
–No quiero ver a Ashley. Este asunto no me ha entusiasmado en
lo más mínimo desde el primer día, y ahora menos que
antes.
–¡Si estamos muy cerca de acabarlo! Las células para el
tratamiento ya están listas. Lo único que nos queda es
implantarlas, y esa es la parte más sencilla.
–Eso es lo que crees, y esperemos que estés en lo cierto.
Pero no he compartido tu optimismo en ningún momento, y no creo que
mi negatividad pueda servir para un propósito
constructivo.
–Tampoco creías que pudiéramos tener las células del
tratamiento en un mes, y lo hicimos.
–Es verdad, pero el trabajo celular es lo único que ha ido
bien.
Daniel movió la cabeza en círculos con los ojos en blanco
para aliviar la súbita tensión. Estaba furioso.
–¿Por qué me haces esto ahora? – preguntó con un tono
teatral. Inspiró a fondo y miró a Stephanie-. ¿Estás tratando de
sabotear el proyecto cuando hemos llegado al
final?
Stephanie soltó una carcajada fingida, mientras se
ruborizaba.
–¡Todo lo contrario! Después de tantos esfuerzos, no quiero
estropear las cosas. ¡Esa es la cuestión! Por eso te digo que
entres tú solo.
–Carol Manning dijo muy claramente que Ashley quería vernos a
los dos, y le respondí que así sería. Por todos los diablos, si no
entras, él creerá que algo no va bien. ¡Por favor! No tienes que
decir ni hacer nada. Solo sé tú misma y sonríe. ¡No creo que eso
sea pedir mucho!
Stephanie vaciló; se miró los pies y luego al guardaespaldas,
apoyado tranquilamente en la pared, junto a la puerta de la
habitación, donde le dijeron que esperara. Para ella, su presencia
era un claro recordatorio de todo lo que había salido mal. El
problema radicaba en que sus dudas la estaban volviendo loca. Por
otro lado, Daniel acertaba en cuanto a la implantación. En los
experimentos con los ratones, esta fase del tratamiento, después de
haberla perfeccionado, no había presentado ninguna
dificultad.
–¡Muy bien! – asintió Stephanie con un tono de resignación-.
Acabemos con esto de una vez, pero tú te encargarás de la
charla.
–¡Buena chica! – dijo Daniel mientras tocaba el
timbre.
Esta vez fue Stephanie quien puso los ojos en blanco. En
circunstancias normales, nunca hubiese tolerado este comentario
condescendiente y sexista.
Carol Manning abrió la puerta. Sonrió con una cortesía
superficial, aunque Stephanie intuyó el nerviosismo y la
preocupación subyacentes, como si fuese un espíritu gemelo en las
actuales circunstancias.
Ashley estaba sentado en uno de los sofás de brazos con forma
de delfín, aunque Daniel y Stephanie tardaron unos segundos en
reconocerlo. Habían desaparecido el traje oscuro, la camisa blanca,
y la discreta corbata. Incluso había abandonado las gafas de
montura negra. Ahora vestía una camisa de manga corta verde
brillante estampada con motivos caribeños, pantalón amarillo y
zapatos blancos con el cinturón a juego. Con los brazos blancos y
velludos, que indicaban que nunca había visto la luz del día y
mucho menos el sol, era la caricatura del turista. Las gafas de sol
de cristales azules se curvaban hacia las sienes como las gafas de
los ciclistas profesionales. También era una novedad para los dos
científicos la rigidez de la expresión facial del
senador.
–Bienvenidos, mis muy queridos amigos -les saludó Ashley con
su deje de siempre pero con una voz mucho menos modulada-. Son
ustedes una grata visión para unos pobres ojos fatigados, como la
carga de caballería en el momento oportuno. Soy incapaz de
describir la alegría que siento al ver sus agraciados e
inteligentes rostros. Perdonen que no me levante de un salto para
saludarles adecuadamente, como me dictan mis emociones.
Lamentablemente, los beneficios clínicos de la medicación se están
esfumando con mucha más celeridad desde la última vez que nos
encontramos.
–No se mueva -dijo Daniel-. Nosotros también nos alegramos de
verle. – Se acercó para estrechar la mano de Ashley antes de
sentarse en el otro sofá.
Stephanie dudó durante unos momentos antes de sentarse junto
a Daniel y procuró sonreír. Carol Manning prefirió sentarse aparte,
en el sillón giratorio de la mesa escritorio.
–Después de la muy escasa comunicación durante el mes pasado,
mi seguridad en que ustedes acabarían por aparecer aquí se basó
sobre todo en la fe -admitió Ashley-. La única pista indicadora de
que se hacían progresos era el considerable e implacable drenaje de
los fondos que puse a su disposición.
–Ha sido un esfuerzo titánico en muchos sentidos -respondió
Daniel.
–Espero que eso implique que están preparados para
proceder.
–Totalmente -afirmó Daniel-. Hemos hecho todos los
preparativos para que la implantación tenga lugar mañana a las diez
en la clínica Wingate. Confiamos en que usted esté preparado para
actuar deprisa.
–Este viejo granjero no ve la hora de hacerlo -manifestó
Ashley, con un tono mucho más grave, y solo un vestigio del deje
sureño habitual-. Se me está agotando el tiempo y cada vez me
resulta más difícil ocultar a los medios mi enfermedad
degenerativa.
–Entonces es de mutuo interés que se haga el
implante.
–Interpreto que han podido terminar el arduo proceso de
preparar las células del tratamiento que me describió hace un
mes.
–Lo hemos hecho -contestó Daniel-. En gran medida gracias a
la habilidad de la doctora D'Agostino. – Apretó la rodilla de
Stephanie.
Su compañera consiguió sonreír con cierta
alegría.
–Durante la última semana -añadió Daniel-, hemos creados
cuatro líneas celulares separadas de neuronas dopaminérgicas que
son clones de sus células.
–¿Cuatro? – preguntó Ashley sin el menor deje. Miró al
científico fijamente-. ¿Por qué tantas?
–La redundancia no es más que una red de segundad. Queríamos
estar absolutamente seguros de que al menos teníamos una. Ahora
podemos escoger, dado que todas serán igualmente eficaces para
tratarlo.
–¿Hay alguna otra cosa que deba saber sobre lo de mañana,
aparte de llevar mis viejos huesos a la clínica
Wingate?
–Solo las indicaciones preoperatorias habituales, como no
comer nada sólido después de la medianoche. También preferiríamos
que no tomara su medicación por la mañana, si eso es posible. En
nuestros estudios con ratones hemos apreciado que los efectos
terapéuticos son muy rápidos después de la implantación; esperamos
que ocurra lo mismo con usted. Los medicamentos podrían
enmascararlos.
–No tengo ningún inconveniente -asintió Ashley amablemente-.
Lo último que quiero hacer es complicar el tema. Por supuesto,
Carol tendrá que enfrentarse a la pesada tarea de vestirme y
llevarme hasta el coche.
–Estoy segura de que el hotel dispone de una silla de ruedas
que les podemos pedir -intervino Carol.
–¿Debo entender que la prohibición de comer después de la
medianoche es porque me anestesiarán? – preguntó Ashley, sin hacer
caso de Carol.
–Me han dicho que la anestesia será local, con una fuerte
sedación y la opción de una anestesia total si es necesaria. Un
anestesista estará presente en la sala. Debo informarle de que
hemos contratado los servicios de un neurocirujano local que tiene
experiencia en este tipo de implantes, aunque desde luego que no
con células clonadas. Es el doctor Rashid Nawaz. Le conoce a usted
con el nombre de John Smith, lo mismo que la clínica Wingate. El
doctor y los directores de la clínica han comprendido la necesidad
de ser discretos y están de acuerdo.
–Tengo la impresión de que se han ocupado admirablemente de
todos los detalles.
–Esa era nuestra intención -declaró Daniel-. De acuerdo con
el procedimiento habitual, debemos recomendarle que permanezca
ingresado en la clínica para que podamos controlarlo de
cerca.
–¿Sí? – preguntó Ashley, como si estuviese sorprendido-.
¿Durante cuánto tiempo?
–Al menos durante una noche. Después de todo, será su
evolución clínica la que lo determine.
–Había contado con regresar al Atlantis -señaló Ashley-. Fue
ese el motivo por el que reservé una habitación para ustedes.
Pueden controlarme aquí todo lo que quieran. Están en el otro
extremo del pasillo.
–El hotel carece de equipo médico de
diagnóstico.
–¿Qué?
–Aquello que tiene cualquier centro médico, como un
laboratorio y aparatos de rayos X.
–¿Rayos X? ¿Por qué un aparato de rayos X? ¿Esperan alguna
complicación?
–Ninguna en absoluto, siempre es preferible ser precavido.
Recuerde que, a falta de una palabra mejor, lo que haremos mañana
es experimental.
Daniel dirigió una rápida mirada a Stephanie para ver si ella
quería añadir algo más. En cambio, ella puso los ojos en blanco
durante unos segundos.
Muy atento, dadas las circunstancias, a cualquier matiz,
Ashley no pasó por alto la reacción de Stephanie.
–¿Tiene usted algún término que resulte más apropiado,
doctora D'Agostino? – preguntó.
Stephanie titubeó durante un momento.
–No. Creo que experimental es muy acertado -respondió, cuando
en realidad, pensó que temerario sería más
próximo a la realidad.
–Espero no estar detectando una sutil corriente negativa
-comentó Ashley, mientras su mirada pasaba alternativamente y con
gran rapidez de Daniel a Stephanie-. Para mí es importante creer
que ustedes como científicos ven este procedimiento con el mismo
entusiasmo que manifestaron durante la audiencia.
–Del todo -declaró Daniel-. Nuestra experiencia con los
modelos animales ha sido sorprendente. No podemos estar más
entusiastas y ansiosos por poner esta maravilla al servicio de la
humanidad. Esperamos con entusiasmo que llegue mañana para
aplicarle el tratamiento.
–Bien -dijo Ashley, pero su mirada implacable no se apartó de
Stephanie-. ¿Qué dice usted, doctora D'Agostino? ¿Comparte ese
ánimo? Parece un tanto callada.
A estas palabras siguió un breve silencio, solo roto por los
lejanos gritos de alegría de los niños que jugaban en las
abarrotadas piscinas y toboganes acuáticos treinta y dos pisos más
abajo.
–Sí -asintió Stephanie finalmente. Luego inspiró
profundamente mientras escogía las palabras con mucho cuidado-. Me
disculpo si parezco apática. Supongo que estoy un poco cansada
después de todo lo que hemos pasado para crear las células del
tratamiento. Pero, en respuesta a su pregunta, no solo comparto ese
ánimo sino que además espero con ansia ver acabado el
proyecto.
–Me tranquiliza saberlo -manifestó Ashley-. ¿Eso significa
que está satisfecha con las cuatro líneas celulares que ha clonado
a partir de mis células epiteliales?
–Lo estoy -respondió Stephanie-. Son neuronas productoras de
dopamina, y son… -hizo una pausa como si buscara la palabra
adecuada-… vigorosas.
–¿Vigorosas? – preguntó Ashley-. Vaya. Supondré que eso es
una ventaja, aunque suena un tanto vago para un lego como yo.
Dígame una cosa: ¿todas contienen genes de la Sábana
Santa?
–¡Por supuesto! – declaró Daniel-. Aunque supuso un
considerable esfuerzo por nuestra parte conseguir la muestra del
sudario, extraer el ADN, y reconstruir los genes necesarios a
partir de los fragmentos. Sin embargo, lo hicimos.
–Quiero estar absolutamente seguro en este punto -señaló el
senador-. Sé que no tengo manera de comprobarlo, pero no quiero que
haya ninguna duda. Es algo muy importante para mí.
–Los genes que utilizamos para el RSHT pertenecen a la sangre
de la Sábana Santa. – afirmó, Daniel-. Se lo juro por mi
honor.
–Aceptaré su palabra, de caballero -dijo Ashley, que recuperó
súbitamente su deje sureño. Con un tremendo esfuerzo consiguió
mover su corpachón y se levantó. Le extendió la mano a Daniel, que
también se había levantado. Se estrecharon las manos una vez
más.
–Durante el resto de mi vida, les estaré agradecido por sus
esfuerzos y creatividad científica -declaró.
–Por mi parte, lo estaré por su liderazgo y genio político al
no prohibir el RSHT -respondió Daniel.
Una sonrisa irónica apareció en el rostro de
Ashley.
–Me gustan los hombres con sentido del humor. – Soltó la mano
de Daniel y se la tendió a Stephanie, que se encontraba junto a su
pareja.
Stephanie miró la mano que le tendían, como si estuviese
debatiendo consigo misma si estrecharla o no. Por fin, lo hizo y
sintió cómo su mano quedaba sujeta por el sorprendentemente fuerte
apretón de Ashley. Después del prolongado y firme apretón y de
sostener la mirada fija del senador, intentó apartar la mano, sin
conseguirlo. Ashley se aferraba a ella. Aunque Stephanie podía
haber adivinado que el episodio era un reflejo de la enfermedad del
político, su reacción inmediata fue la de un súbito miedo
irracional a verse permanentemente sujeta por el hombre como una
metáfora de su participación en todo este desquiciado
asunto.
–Quiero expresarle mi más sincera gratitud por sus esfuerzos,
doctora D'Agostino -dijo Ashley-, y como caballero, debo confesar
que me he sentido encantado por su considerable belleza desde el
primer momento que tuve el placer de verla. – Solo entonces sus
dedos que parecían salchichas aflojaron su formidable presión en la
mano de la investigadora.
Stephanie cerró la mano en un puño y la apretó contra el
pecho, temerosa de que Ashley intentara sujetarla de nuevo. Era
consciente de que continuaba comportándose de una manera
irracional, pero no podía evitarlo. Al menos consiguió asentir y
esbozó una sonrisa de agradecimiento al cumplido y la gratitud del
senador.
–Bien -añadió Ashley-, ahora solo me queda desearles que
gocen de un plácido sueño. Quiero que ambos estén bien descansados
para el procedimiento de mañana que, según han dado a entender, no
será muy largo. ¿Es una suposición correcta?
–Calculo que tardará una hora, quizá un poco más -le informó
Daniel.
–¡Alabado sea Dios! Poco más de una hora es todo lo que
necesita la moderna biotecnología para apartar a este muchacho del
precipicio y evitar el hundimiento de su carrera. Estoy
impresionado.
–La mayor parte del tiempo estará dedicado a poner en su
sitio el marco estereotáxico -le explicó Daniel-. La implantación
en sí solo tardará unos minutos.
–Ya está de nuevo con lo mismo -protestó Ashley-. Otra
andanada de palabrejas incomprensibles. ¿Qué demonios es un marco
estereotáxico?
–Es un marco calibrado que se encaja en la cabeza como una
corona. Permitirá que el doctor Nawaz inyecte las células del
tratamiento en el lugar exacto donde usted ha perdido sus células
productoras de dopamina.
–No sé muy bien si debo preguntarlo -dijo Ashley con una
ligera vacilación-. ¿He de creer que inyectarán las células del
tratamiento directamente en mi cerebro y no en una
vena?
–Así es -comenzó Daniel.
–¡Alto ahí! – le interrumpió Ashley-. Creo que llegado a este
punto cuanto menos sepa, mejor. Soy un paciente muy miedoso, y más
cuando me harán todo esto sin dormirme. El dolor y yo nunca hemos
sido buenos compañeros.
–No sentirá ningún dolor -le aseguró Daniel-. El cerebro
carece de sensaciones.
–Acaba de decir que me meterán una aguja en el cerebro
-replicó el senador, incrédulo.
–Una aguja roma, para evitar cualquier daño.
–¿Cómo, si se puede saber, consiguen meter una aguja en el
cerebro?
–Se perfora un pequeño agujero a través del hueso. En su caso
será prefrontal.
–¿Prefrontal? Esa es otra palabreja.
–Significa a través de la frente -explicó Daniel, y apoyó un
dedo en su frente por encima de la ceja-. Recuérdelo, no notará
ningún dolor. Sentirá una ligera vibración cuando hagan la
perforación, algo parecido a los viejos tornos de los dentistas,
siempre y cuando no esté dormido por los sedantes, algo que puede
ser muy posible.
–¿Por qué no me duermen durante todo el
proceso?
–El neurocirujano quiere que esté despierto durante la
implantación.
–¡No quiero escuchar nada más! – Ashley exhaló un suspiro y
levantó una mano temblorosa como si quisiera protegerse-. Prefiero
mantener la ilusión de que las células del tratamiento me las
inyectarán en la vena como hacen con los implantes de médula
ósea.
–Eso no serviría para las neuronas.
–Es de lamentar, pero ya me las apañaré. Mientras tanto,
recuérdeme cuál es mi alias.
–John Smith.
–¡Por supuesto! ¿Cómo he podido olvidarlo? Doctora
D'Agostino, usted será mi Pocahontas.
Stephanie consiguió esbozar otra sonrisa.
–¡Muy bien! – exclamó Ashley con un tono entusiasta-. Ha
llegado el momento de que este sencillo granjero se olvide de las
preocupaciones de su enfermedad y baje al casino. Tengo una cita
importante con un grupo de delincuentes mancos.
Unos pocos minutos más tarde, Daniel y Stephanie caminaban
por el pasillo hacia su habitación. Stephanie saludó al
guardaespaldas cuando pasaron a su lado, pero Daniel hizo como si
no lo viera. Su enfado se hizo evidente en el portazo que dio
cuando entraron. La habitación tenía la mitad del tamaño de la
suite de Ashley. Disfrutaba de la misma vista, pero sin la
terraza.
–¡Vigorosas! ¡Menuda chorrada! – gritó. Se detuvo con las
manos en jarras-. ¿No podías haber pensado en alguna descripción de
nuestras células del tratamiento que llamarlas «vigorosas»? ¿Qué
pretendías hacer? ¿Intentabas que se echara atrás cuando ya estamos
acabando? Para colmo, has actuado como si no quisieras darle la
mano.
–No quería -replicó Stephanie. Se acercó al único sofá y se
sentó.
–¿Se puede saber por qué no? ¡Dios bendito!
–No lo respeto, y lo he repetido hasta la saciedad. Todo este
asunto me ha inquietado desde el primer momento.
–Te has comportado como si fueses pasiva-agresiva. Has hecho
una pausa antes de responder a las preguntas más
sencillas.
–¡Escucha! Hice todo lo posible. No quería mentir. Recuerda
que no quería entrar. Tú insististe.
Daniel la miró mientras respiraba
sonoramente.
–Algunas veces puedes ser insultante.
–Lo siento. Me cuesta fingir. En cuanto a lo de ser
insultante, tú tampoco lo haces nada mal. La próxima vez que te
sientas tentado de decir «buena chica», muérdete la
lengua.
Si, a lo largo de los años, ir al médico se había convertido
en algo emocionalmente difícil para Ashley Butler debido a que se
trataba de un ingrato recordatorio de su mortalidad, ir al hospital
era mucho peor, y su llegada a la clínica Wingate no había sido una
excepción. Por mucho que hubiese bromeado con Carol en la limusina
y utilizado su encanto sureño con las enfermeras y técnicos durante
la admisión, estaba aterrorizado. La delgada pátina de su aparente
despreocupación sufrió una severa prueba cuando le presentaron al
neurocirujano, el doctor Rashid Nawaz. No era lo que Butler se
había imaginado, a pesar de haber dicho su nombre claramente no
occidental. Los prejuicios siempre habían jugado un papel muy
importante en los pensamientos de Ashley, y ahora más que nunca. En
su mente, los neurocirujanos eran personas altas, de expresión
grave y talante autoritario, preferiblemente de ascendencia
norteña. En cambio, se vio delante de un individuo bajo, delgado y
de piel oscura con los labios y los ojos todavía más oscuros. Por
el lado positivo estaba su marcado acento británico que reflejaba
su formación en Oxford. También en el lado positivo figuraba una
aureola de confianza y profesionalidad unida a la compasión. El
médico comprendía y simpatizaba con la ansiedad de Ashley como un
paciente que se enfrentaba a un tratamiento nada ortodoxo y para
tranquilizarlo le explicó al senador que el procedimiento no era
nada difícil.
El doctor Carl Newhouse, el anestesista, estaba más en la
línea de las expectativas de Ashley. El inglés entrado en carnes y
mejillas rubicundas, se parecía más a los médicos caucásicos que
Ashley había conocido en el pasado. Iba vestido con las prendas
verdes de quirófano y llevaba gorra y una mascarilla colgada
alrededor del cuello sobre su pecho, junto con el estetoscopio, y
una colección de bolígrafos asomaba en el bolsillo del pecho. Un
trozo de tubo de goma marrón le rodeaba la
cintura.
El doctor Newhouse había repasado concienzudamente el
historial médico de Ashley, en especial todo lo relacionado con las
alergias, las reacciones a los medicamentos y a las anestesias.
Mientras el doctor Newhouse auscultaba y golpeaba el pecho de
Ashley como parte del examen médico rutinario, también le insertó
una aguja intravenosa con tanta práctica que Ashley apenas si notó
el pinchazo. Después de verificar que el líquido pasaba a su entera
satisfacción, el doctor Newhouse le explicó a Butler que le
suministraría un potente cóctel intravenoso que le haría sentirse
calmado, contento, posiblemente eufórico y definitivamente
somnoliento.
Cuanto antes mejor, había pensado Butler. Estaba más que
dispuesto a estar calmado. Sus miedos ante la inminente
intervención le habían impedido dormir la noche anterior. Además de
esta presión psicológica, no había sido una mañana fácil. De
acuerdo con las indicaciones de Daniel, no había tomado la
medicación para el Parkinson, con unas consecuencias más severas de
las que había esperado. No había sido consciente de la medida en
que los medicamentos habían controlado sus síntomas. No había sido
capaz de evitar que sus dedos realizaran un movimiento rítmico
involuntario como si quisiera hacer rodar algún objeto sobre las
palmas. Todavía peor era la rigidez, que él comparaba con la
intención de caminar sumergido en gelatina. Carol había tenido que
buscar una silla de ruedas para llevarlo hasta la limusina, y había
sido necesaria la ayuda de dos porteros para pasarlo de la silla al
interior del coche. La llegada a la clínica Wingate había
comportado idénticas dificultades, con la consiguiente indignidad.
La única parte buena de la dura prueba había sido que nadie pareció
reconocerlo, gracias a su disfraz de turista.
El cóctel intravenoso del doctor Newhouse había sido todo lo
que le había prometido y más. En estos momentos, Ashley se sentía
considerablemente más contento y tranquilo de lo que hubiese estado
de haberse bebido varias copas de su bourbon favorito, y esto a
pesar de encontrarse sentado en un quirófano en una mesa de
operaciones articulada para adoptar la forma de silla con los dos
brazos extendidos a los lados y sujetos a apoyabrazos. Incluso los
temblores habían mejorado, o si no era así, al menos no era
consciente de ellos. Vestía el típico camisón corto abierto por
atrás que dejaba al aire sus gordas piernas, de un blanco lechoso.
Sus pies desnudos, huesudos, con juanetes y las curvadas uñas
amarillentas apuntaban hacia el techo. En un brazo tenía la aguja
intravenosa y en el otro el ancho brazalete del aparato medidor de
la presión. En el pecho tenía adheridos los parches con los
extremos de los cables del electrocardiógrafo, y los monótonos
pitidos del aparato resonaban en la habitación.
El doctor Nawaz estaba ocupado con la cinta métrica, un
rotulador, y una maquinilla de afeitar mientras preparaba la cabeza
de Ashley para colocarle el marco estereotáxico, que Ashley veía
junto a una colección de instrumentos esterilizados dispuestos
sobre una mesa cubierta con una sábana. A pesar de que el marco
parecía un instrumento de tortura, a Ashley, drogado como estaba,
no le provocaba el menor espanto. Tampoco le preocupaba la
presencia del doctor Lowell y la doctora D'Agostino, que se
encontraban en compañía de los doctores Wingate y Saunders al otro
lado de una ventana que daba al quirófano. Vestidos con las batas
verdes, el cuarteto parecía estar observando los preparativos como
si fuese un entretenimiento. A Ashley le hubiese gustado hacerles
un gesto de saludo, pero no podía, por tener las manos atadas.
Además, si le costaba mantener los ojos abiertos, menos aún podría
levantar un brazo.
–Ahora le afeitaré unas pequeñas zonas en los costados y en
la parte posterior de la cabeza -anunció el doctor Nawaz, al tiempo
que le entregaba el rotulador y la cinta métrica a Marjorie Hickam,
la enfermera ayudante-. Esos serán los lugares donde aseguraré el
marco a su cabeza, tal como le expliqué antes. ¿Me ha entendido,
señor Smith?
Ashley tardó unos instantes en recordar que su nombre falso
era Smith y en comprender que se dirigían a él.
–Creo que sí -manifestó con una voz de beodo-. Quizá quiera
aprovechar para afeitarme. Sin la medicación, mucho me temo que
esta mañana no he sido mi mejor barbero.
El doctor Nawaz se echó a reír ante esta inesperada muestra
de humor, y lo mismo hicieron los demás presentes en el quirófano,
incluida la enfermera Constance Bartolo, quien con la mascarilla y
los guantes puestos, permanecía junto a la mesa con el marco y el
instrumental como si estuviese de guardia.
Al cabo de unos pocos minutos, el doctor Nawaz se apartó para
observar su trabajo.
–Yo diría que no ha quedado nada mal. Saldré un momento para
lavarme las manos, luego colocaremos las telas, y podremos
comenzar.
Ashley se sumió en un tranquilo sueño a pesar de verse en la
terrorífica circunstancia de esperar a que le taladraran el cráneo.
No tardó mucho en despertarse parcialmente al sentir el contacto de
las telas esterilizadas, pero volvió a dormirse sin demora. La
siguiente vez que se despertó fue a causa de un súbito y terrible
dolor en el cuero cabelludo en el lado derecho de la cabeza. Con un
gran esfuerzo, entreabrió los párpados que le pesaban como plomo.
Incluso intentó levantar el brazo derecho que tenía
atado.
–¡Tranquilo! – dijo el doctor Newhouse. Estaba a un lado por
detrás de Ashley-. ¡Todo va bien! – Apoyó una mano en el brazo de
Ashley.
–Solo le estoy inyectando un poco de anestesia local -le
explicó el doctor Nawaz-. Quizá note una sensación parecida a un
escozor. Le inyectaré en cuatro puntos.
¡Un escozor! Ashley se maravilló silenciosamente en su sopor.
Era muy típico de los médicos restarle importancia a los síntomas,
porque la sensación se parecía más a la de un cuchillo al rojo vivo
que le estuviese despellejando el cráneo. Así y todo, el senador
notaba un extraño distanciamiento, como si el dolor lo sufriera
otra persona y él solo fuese un observador. También le ayudó en
cada una de las aplicaciones el hecho de que el dolor fuera
pasajero, y lo reemplazara el entumecimiento total de la
zona.
Ashley apenas si advirtió el proceso de colocación del marco
esterotáxico. Se despertó y se durmió de nuevo varias veces durante
la más de media hora de manipulaciones y ajustes para fijar el
marco firmemente al cráneo. No tenía conciencia del pasado, del
futuro o del paso del tiempo.
–Creo que ya está -manifestó el doctor Nawaz. Sujetó los
brazos calibrados semicirculares que se arqueaban por encima de la
cabeza de Ashley y probó la estabilidad del marco, intentando
moverlo suavemente en todas las direcciones. Se aguantaba
firmemente, con los cuatro tornillos apretados contra el cráneo del
senador. Satisfecho con el resultado, el neurocirujano se apartó,
cruzó las manos enguantadas y las apretó contra su pecho, al tiempo
que se aclaraba la garganta-. Señorita Hickman, si es tan amable,
por favor avise a rayos X de que ya estamos
preparados.
La enfermera se detuvo bruscamente en su camino para ir a
buscar otro frasco de suero para el doctor Newhouse. Sus ojos color
humo miraron primero a su colega Constance en busca de apoyo antes
de enfrentarse a la mirada del doctor Nawaz. Durante unos segundos,
Marjorie se quedó sin palabras, dado que durante su período de
formación había tenido que enfrentarse a los arrebatos de cólera de
los neurocirujanos durante las operaciones, y se temía lo
peor.
–Quisiera que no nos demoráramos -añadió el doctor Nawaz con
un tono incisivo-. Es el momento de hacer las
radiografías.
–No tenemos rayos X -respondió Marjorie, vacilante. Buscó con
la mirada al doctor Newhouse para que corroborara su respuesta, y
así no tener que cargar con toda la responsabilidad del problema
que acababa de plantearse.
–¿Qué quiere decir con eso de que no tienen rayos X? –
preguntó el doctor Nawaz-. ¡Más les valdrá tener rayos X, o
recogemos todo y nos vamos a casa! No hay manera de que pueda hacer
una implantación intercraneal si no dispongo de las
radiografías.
–Marjorie se refiere a que estos dos quirófanos no disponen
de rayos X -medió el doctor Newhouse-. Fueron diseñados básicamente
para tratamientos de fecundación asistida, así que disponen de la
última palabra en equipos de ultrasonido. ¿Eso le resolvería el
problema?
–¡En absoluto! – tronó el doctor Nawaz-. El ultrasonido no me
sirve para nada. Necesito las radiografías para hacer las
mediciones acertadas. Hay que relacionar la parrilla de referencia
tridimensional del marco con el cerebro del paciente. De lo
contrario, sería como disparar a ciegas. ¡Necesito las malditas
radiografías! ¿Pretenden decirme que ni siquiera disponen de un
equipo portátil?
–¡Desafortunadamente, no! – respondió el doctor Newhouse.
Hizo un gesto para llamar a Paul Saunders que contemplaba la escena
desde el otro lado de la ventana.
Paul se cubrió la nariz y la boca con la mascarilla y asomó
la cabeza en el quirófano.
–¿Hay algún problema?
–Claro que tenemos un maldito problema -protestó el doctor
Nawaz, furioso-. Me acaban de informar de que no disponemos de
rayos X.
–Tenemos rayos X -replicó Paul-. Incluso tenemos un equipo de
resonancia magnética.
–¡En ese caso, traiga el equipo de rayos X ahora mismo! –
ordenó el doctor Nawaz impacientemente.
Paul entró en el quirófano y miró a los demás que estaban al
otro lado de la ventana. Les hizo una seña para que entraran, cosa
que hicieron después de ponerse las máscaras.
–Acaba de surgir un problema en el que nadie había pensado
-les informó Paul-. Rashid necesita hacer unas radiografías, pero
este quirófano carece de las instalaciones adecuadas, y no tenemos
un equipo portátil.
–¡Por todos los diablos! Después de todos estos esfuerzos,
¿fracasará todo por una chorrada? – preguntó Daniel. Luego, miró al
neurocirujano, y le espetó sin más-: ¿Por qué no mencionó que
necesitaría hacer radiografías?
–¿Por qué no me informaron de que no había ningún equipo
disponible? – replicó el doctor Nawaz-. Nunca he tenido el dudoso
honor de trabajar en un quirófano moderno que no dispusiera de
rayos X.
–Pensemos con calma por un momento -intervino Paul-. Tiene
que haber una solución.
–¡No hay nada en que pensar! – afirmó el doctor Nawaz-. No
puedo localizar el punto en el cerebro donde aplicar la inyección
sin unas radiografías. Es así de sencillo.
Todos guardaron silencio, y el único sonido que se escuchó en
el quirófano fue el del monitor cardíaco. Nadie buscó la mirada de
los demás, ni se movió.
–¿Por qué no trasladamos al paciente hasta la sala de rayos
X? – sugirió Spencer, cuando ya desesperaban de encontrar una
solución-. No está muy lejos.
A los demás también se les había ocurrido la misma idea, pero
la habían descartado. Ahora volvieron a considerarla. Trasladar a
un paciente desde el quirófano hasta la sala de rayos X en medio de
una intervención no era algo precisamente rutinario, y sin embargo,
no era algo descartable en las actuales circunstancias. La sala de
rayos X era flamante y estaba prácticamente vacía, con lo cual el
tema de la contaminación no tenía la misma importancia que en una
situación normal, máxime cuando aún no se había iniciado la
craneotomía.
–A mí me parece algo razonable -opinó Daniel con entusiasmo-.
Somos bastantes. Todos podemos echar una mano.
–¿Usted qué opina, Rashid? – preguntó Paul.
El doctor Nawaz se encogió de hombros.
–Supongo que podría funcionar, siempre y cuando mantengamos
al paciente en la mesa de operaciones. Dado que está sentado y con
el marco estereotáxico en su lugar, sería poco prudente pasarlo a
una camilla.
–La mesa tiene ruedas -les recordó el doctor
Newhouse.
–Pues entonces, ¿a qué esperamos? – dijo Paul-. Marjorie,
avise al técnico que vamos a la sala de rayos X.
El doctor Newhouse solo tardó unos minutos en desconectar a
Ashley del electrocardiógrafo y desatarle los brazos. De haberlos
tenidos abiertos, hubiese sido imposible hacer que pasara por la
puerta. Cuando todo estuvo preparado y Ashley tenía las manos
cruzadas sobre el vientre, el doctor Newhouse quitó el freno de las
ruedas con el pie. Luego, el doctor Newhouse empujó la mesa
mientras Marjorie y Paul tiraban, y entre los tres la sacaron al
pasillo. Excepto Constance, que permaneció en el quirófano, los
demás los escoltaron. Ashley continuaba dormido, y del todo ajeno a
lo que ocurría, a pesar de estar sentado y en movimiento. Con el
marco estereotáxico en la cabeza, parecía un personaje de una
película de ciencia ficción.
Una vez en el pasillo, todos excepto el doctor Nawaz ayudaron
a empujar, aunque no era necesario. La mesa de operaciones rodaba
sin problemas, y solo se escuchaba el rumor de las ruedas debido al
peso. Cuando el grupo llegó a la sala de rayos X, se suscitó una
discusión referente a si debían trasladar a Ashley de la mesa de
operaciones a la mesa de rayos X. Después de sopesar las ventajas y
los inconvenientes, decidieron que lo mejor era dejarlo donde
estaba.
El doctor Nawaz se puso un pesado delantal de plomo, dado que
insistió en ser él quien alineara y sostuviera la cabeza del
senador mientras le hacían las radiografías. Todos los demás se
retiraron al pasillo. Ashley continuó durmiendo como un
bendito.
–Quiero que revele las radiografías antes de que volvamos a
trasladarlo -le dijo el doctor Nawaz al técnico, cuando entró para
llevarse las placas-. Quiero tener la certeza de que han salido
bien.
–Las tendré preparadas en unos minutos -respondió el técnico,
con un tono entusiasta.
El doctor Newhouse entró en la sala para comprobar las
constantes vitales del paciente. Paul y Spencer acompañaron al
técnico para esperar el revelado de las placas. Daniel y Stephanie
se quedaron solos por unos momentos.
–Esto es como una comedia de errores donde nada es divertido
-susurró Stephanie, con una expresión de profundo
desagrado.
–Eso no es justo -replicó Daniel en voz baja-. Nadie tiene la
culpa. Veo las dos partes, y considero que ya es agua pasada. Han
hecho las radiografías, así que el proceso puede
continuar.
–No importa quién tenga la culpa -afirmó Stephanie, con un
tono de disgusto-. No deja de ser otra complicación añadida a todas
las que ha habido desde aquella fatídica y lluviosa noche en
Washington hasta ahora. No dejo de preguntarme qué más puede salir
mal.
–Intentemos ser un poco más optimistas -declaró Daniel,
tajante-. El final está a la vista.
Paul y Spencer salieron del cuarto de revelado, con el
técnico a la zaga. Paul llevaba las placas.
–A mí me parece que están bien -comentó cuando pasó junto a
Daniel y Stephanie para entrar en la sala. Los demás lo siguieron.
Paul colocó las placas en las cajas, encendió las luces, y se hizo
a un lado. Las imágenes mostraban el cráneo de Ashley y la
estructura opaca del marco estereotáxico.
El doctor Nawaz se acercó, y con la nariz casi pegada a las
placas, las observó cuidadosamente una a una, con la única
orientación de las difusas sombras de los ventrículos llenos de
fluido en el cerebro del senador. Durante unos momentos, nadie dijo
ni una palabra. El único sonido era el de la respiración profunda
de Ashley al que se sumó por unos segundos el bombeo de la pera del
medidor de la presión arterial cuando el doctor Newhouse hizo otro
control.
–¿Qué? – preguntó Paul.
El doctor Nawaz asintió sin demasiado
entusiasmo.
–Parecen estar bien. Tendrían que servir. – Sacó un
rotulador, un transportador y una regla metálica. Con mucho
cuidado, buscó un punto específico en cada placa y lo marcó con una
equis-. Este es nuestro objetivo: la parte compacta de la substantia nigra en el lado derecho del cerebro
medio. Ahora tengo que calcular las tres coordenadas. – Comenzó a
trazar líneas y a medir ángulos en las placas.
–¿Tiene que hacer todo eso aquí? – inquirió
Paul.
–Es una buena caja de luz -respondió el doctor Nawaz. Se le
veía preocupado.
–Tendríamos que llevar al paciente al quirófano -manifestó el
doctor Newhouse-. Me sentiría mucho más tranquilo si le viera
conectado al electrocardiógrafo.
–Buena idea -asintió Paul. Se acercó inmediatamente a los
pies de la mesa para echar una mano. El doctor Newhouse quitó el
freno de las ruedas.
Daniel y Stephanie miraron por encima del hombro del doctor
Nawaz, y no se perdieron ni un solo detalle mientras él calculaba
las coordenadas para la aguja de implantación, y el lugar en el
marco donde colocaría la guía.
Entre Paul que tiraba y el doctor Newhouse que empujaba,
sacaron la mesa de la sala de rayos X. El doctor Newhouse mantenía
una mano en el hombro de Butler para ayudar a mantenerlo en
posición mientras ellos avanzaban. Probablemente no era necesario,
dado que el doctor Newhouse había sujetado el torso de Ashley a la
parte levantada de la mesa con esparadrapo antes del traslado, pero
quería estar seguro.
Una vez en el pasillo, Paul cambió de posición para tener la
mesa detrás y mirar al frente. Resultaba más fácil que caminar
hacia atrás. Continuó tirando, pero su contribución ahora era la de
guiar, dado que la mesa, con las cuatro ruedas giratorias, tenía la
tendencia a desviarse. Marjorie caminaba junto a la mesa, con el
frasco de suero pero atenta por si hacía falta sujetar a Ashley.
Spencer cerraba la retaguardia, y de vez en cuando, daba alguna
orden, a la que nadie hacía el menor caso.
–Su color no es muy bueno -se quejó el doctor Newhouse cuando
recorrían el pasillo muy iluminado-. ¡Habrá que darse
prisa!
Todos aceleraron el paso.
–Su color era enfermizo desde el momento en que entró en la
clínica -señaló Spencer-. No creo que haya
cambiado.
–Quiero tenerlo conectado al monitor cuanto antes -insistió
el doctor Newhouse.
–¡Ya hemos llegado! – anunció Paul, al tiempo que abría la
puerta del quirófano y entraba sin volverse para mirar la mesa. En
la prisa, no alineó la mesa con la entrada, con la consecuencia de
que la mesa estaba un poco torcida. El resultado fue que una de las
esquinas delanteras golpeó contra el marco de hierro con la fuerza
suficiente como para que el cuerpo de Ashley presionara contra el
esparadrapo que lo sujetaba a la mesa. La inercia del marco
estereotáxico causó un leve efecto látigo, y la cabeza del senador
se movió hacia delante en una trayectoria oblicua. El doctor
Newhouse y Marjorie reaccionaron en el acto y sujetaron los brazos
de Ashley, que también se habían movido como consecuencia del
impacto.
–¡Dios bendito! – exclamó el doctor
Newhouse.
–Lo siento -dijo Paul con un tono culpable. Dado que él se
había encargado de guiar la mesa, era el único responsable de la
colisión.
–¿El aparato golpeó contra el marco? – preguntó el doctor
Newhouse, mientras acomodaba las manos de Ashley sobre los
muslos.
–No alcanzó a tocarlo -contestó Marjorie, que estaba en el
lado de la colisión y quizá podría haberla evitado si la hubiese
visto venir. Sencillamente había ocurrido muy rápido. Dejó el brazo
de Ashley para ocuparse de apartar del marco la parte delantera de
la mesa.
–Demos gracias a Dios por que haya sido así -manifestó el
doctor Newhouse-. Al menos no lo hemos contaminado. Si lo
hubiésemos hecho, habríamos tenido que empezar de nuevo por el
principio.
Constance se apartó de la mesa con el instrumental para
acercarse al grupo. Como ella se había quedado en el quirófano con
la bata, la mascarilla y los guantes puestos mientras todos los
demás iban a la sala de rayos X, sujetó el marco estereotáxico sin
amenazar su esterilidad, y lo colocó en posición junto con la
cabeza de Ashley.
–¿Ya hemos acabado? – preguntó el senador con voz de
borracho. La colisión lo había sacado del sueño. Intentó abrir los
ojos, sin éxito. Apenas si consiguió mover un poco los párpados. Al
notar un peso extraño en la cabeza, comenzó a levantar una mano
para tocarlo y saber qué era. El doctor Newhouse le sujetó el brazo
alzado y Marjorie el otro antes de que pudiese
moverlo.
–Pongan la mesa en posición -ordenó el doctor
Newhouse.
Paul empujó la mesa hasta el centro del quirófano. Ayudó al
doctor Newhouse a instalar los reposabrazos, y entre los dos
ligaron los brazos del senador. Ashley colaboró con ellos
durmiéndose en el acto. El doctor Newhouse le entregó los extremos
de los cables del electrocardiógrafo a Marjorie, quien los conectó
al equipo. Al cabo de un segundo el rítmico y tranquilizador pitido
del aparato rompió el tenso silencio en la habitación. El doctor
Newhouse se quitó el estetoscopio de los oídos después de medir la
tensión arterial del paciente.
–Todo en orden -anunció.
–Tendría que haber tenido un poco más de cuidado -se lamentó
Paul.
–No ha pasado nada grave -le tranquilizó el doctor Newhouse-.
El marco no ha sufrido ningún daño. Se lo comunicaremos al doctor
Nawaz para que lo compruebe. ¿Lo notas estable,
Constance?
–Firme como una roca -respondió Constance, que aún continuaba
sujetando el marco.
–Bien -manifestó el doctor Newhouse-. Creo que ya lo puedes
soltar. Gracias por la ayuda.
Constance aflojó la presión de las manos precavidamente. La
posición del marco no varió. La enfermera volvió a ocupar su puesto
junto a la mesa con el instrumental.
–Supongo que tenía usted razón en lo del color del paciente
-le dijo el doctor Newhouse a Spencer-. No se ha producido ningún
cambio en su ritmo cardíaco. No obstante, creo que le colocaré un
oximedidor. Marjorie, ¿podrías traerme uno de la sala de
anestesia?
–Por supuesto -respondió Marjorie, y se dirigió de inmediato
al cuarto vecino.
Una figura apareció en la ventana que daba al vestíbulo e
hizo una seña para llamar la atención de Paul. Aunque el hombre
vestía una bata verde y la mascarilla, Paul reconoció en el acto a
Kurt Hermann. El pulso de Paul se aceleró de nuevo después de
haberse normalizado tras la colisión de la mesa contra el marco de
la puerta. Se sentía nervioso, dado que era algo fuera de la
habitual ver al jefe de seguridad fuera del edificio de la
administración, donde tenía su despacho, y más todavía verlo en el
quirófano. Algo tendría que estar muy mal, sobre todo cuando el muy
comedido Kurt agitaba una mano para indicar a Paul que saliera al
vestíbulo.
Paul no perdió ni un segundo y salió al
pasillo.
–¿Qué pasa? – preguntó, ansioso.
–Necesito hablar con usted y el doctor Wingate en
privado.
–¿De qué se trata?
–De la identidad del paciente. No está relacionado con la
mafia.
–¡Fantástico! – exclamó Paul, complacido. Lo que menos había
esperado era una buena noticia-. ¿Quién es?
–¿Por qué no llama al doctor Spencer?
–¡De acuerdo! Ahora mismo lo llamo.
Paul entró de nuevo en el quirófano y le habló al oído al
director de la clínica. Spencer enarcó las cejas. Miró a Kurt a
través de la ventana, como si no diese crédito a la información de
Paul. Sin más demoras, siguió a Paul. Una vez fuera, Kurt los
invitó con un ademán a que lo siguieran hasta el cuarto de
suministros quirúrgicos. Entraron, y el jefe de seguridad comprobó
que la puerta estuviese bien cerrada antes de mirar a sus jefes. No
sentía un gran respeto por ninguno de los dos, sobre todo porque
nunca sabía cuál de ellos tenía el control.
–¿Bien? – preguntó Spencer, que no tenía con Kurt la misma
paciencia que Paul-. ¿Nos lo dirá o qué? ¿Quién
es?
–Primero, algunos antecedentes -respondió Kurt con su conciso
estilo militar-. Me enteré por el chófer de la limusina que él
había recogido al paciente y a su acompañante en el hotel Atlantis.
A través de los contactos con los empleados del complejo que me
facilitó la policía local, averigüé que se alojaban en la suite
Poseidón, registrada a nombre de Carol Manning, de
Washington.
–¿Carol Manning? – repitió Spencer-. Nunca lo he oído
mencionar. ¿Quién demonios es ese tipo?
–Carol Manning es una mujer -le corrigió Kurt-. Hice que un
amigo en el continente buscara el nombre en la red. Es la jefa de
personal del senador Ashley Butler. Lo comprobé luego con las
autoridades de inmigración locales. El senador Butler llegó ayer a
Nassau. Creo que el paciente es el senador.
–¿El senador Butler? ¡Por supuesto! – exclamó Spencer. Se dio
una palmada en la cabeza-. Me pareció reconocerlo esta mañana, pero
no conseguí relacionar el nombre con el rostro, al menos vestido
con aquellas ridículas prendas de turista.
–¡Maldita sea! – estalló Paul. Se paseó por el pequeño
espacio con las manos en jarras-. Tantas molestias para descubrir
quién era, y resulta ser un político. Ya podemos despedirnos de
hacernos con una pasta.
–Eh, no vayas con tanta prisa -le advirtió
Spencer.
–¿Por qué no, joder? – replicó Paul. Miró a Spencer-.
Contábamos con que el tipo anónimo fuese rico y famoso. Eso
significa ser una celebridad como una estrella de cine, un cantante
de rock, un as del deporte, o como mínimo, algún gran ejecutivo.
¡Nunca un político!
–Hay políticos y políticos -manifestó Spencer-. Lo importante
para nosotros podría ser que se habla mucho de que Butler quiera
ser el candidato demócrata en las elecciones de
2004.
–Los políticos no tienen dinero -afirmó Paul-. Al menos,
propio.
–Puede ser, pero sin duda tienen acceso a personas que sí
tienen mucho dinero -le recordó Spencer-. Eso es lo importante,
sobre todo si se trata de alguien que aspira a la presidencia.
Cuando quede claro quiénes serán los candidatos con mayores
posibilidades en las primarias, aparecerá el dinero. Si Butler se
presenta y le va bien en las primarias, aún podríamos hacernos con
una buena cantidad.
–Me parece que son demasiados si -declaró Paul con una
expresión incrédula-. En cualquier caso, estoy satisfecho con lo
que hemos conseguido hasta ahora. Nos hagamos o no con más pasta,
he aprendido mucho del RSHT, cosa que nos dará grandes beneficios,
sin contar los cuarenta y cinco mil dólares, que no son moco de
pavo. Por lo tanto, soy feliz, y más todavía porque el doctor
Lowell firmara aquel compromiso. No podrá negar lo que ha hecho
aquí, y pienso insistir para que publique el artículo sobre la
Sábana Santa y el RSHT en el NEJM. La
publicidad será nuestra mayor ganancia a largo plazo, y para eso,
diría que un político es incluso mejor que cualquier otra
celebridad.
–Volveré a mis ocupaciones -anunció Kurt. No estaba dispuesto
a malgastar su tiempo escuchando las tonterías de estos dos
payasos. Abrió la puerta.
–Gracias por averiguar el nombre -dijo Paul.
–Sí, gracias -añadió Spencer-. Intentaremos olvidar que tardó
un mes y que mató a alguien en el proceso.
Kurt miró fijamente a Spencer por un momento, y luego se
marchó. La puerta se cerró automáticamente.
–Ese último comentario no ha sido justo -protestó
Paul.
–Lo sé -admitió Spencer, sin darle importancia-. Solo
intentaba ser gracioso.
–No aprecias en absoluto su trabajo.
–Supongo que no.
–Lo harás cuando estemos funcionando a pleno rendimiento. La
seguridad será algo muy importante. ¡Créeme!
–Quizá, pero ahora volvamos al quirófano, y confiemos en que
las cosas vayan mejor que hasta ahora. – Spencer abrió la
puerta.
–Espera un momento. – Paul lo cogió por el brazo-. Se me
acaba de ocurrir una cosa. Ashley Butler es el senador que ha
impulsado el movimiento para prohibir el RSHT de Lowell. ¡No deja
de ser una ironía, dado que ahora será el
beneficiado!
–A mí me parece que es más hipócrita que irónico -opinó
Spencer-. Él y Lowell han tenido que llegar a algún tipo de acuerdo
secreto.
–Creo que tienes razón, y si es así, será perfecto para
nuestras intenciones de hacernos con una pasta, dado que ambos
querrán mantenerlo todo en el más estricto
secreto.
–Tenemos la sartén por el mango -manifestó Spencer-. Ahora
volvamos al quirófano para asegurarnos de que no haya más
problemas, y que se haga la implantación. ¡Ha sido una suerte que
estuviésemos a mano para resolver el tema de las
radiografías!
–Tendremos que comprar un equipo de rayos X
portátil.
–Si no te importa, preferiría esperar hasta tener un poco de
liquidez. – Spencer se detuvo un momento delante de la puerta del
quirófano-. Creo que es importante no decir que conocemos la
verdadera identidad del senador.
–Por supuesto -asintió Paul.
Para Tony D'Agostino, era como estar atrapado en una horrible
pesadilla, sin poder despertarse, cuando se encontró de nuevo
aparcando el coche delante del local de la empresa de suministros
de fontanería de los hermanos Castigliano. Para empeorar las cosas,
se trataba de una fría y lluviosa mañana de un domingo de finales
de marzo, y había mil cosas que hubiese preferido hacer, como
tomarse un capuchino y un cannoli en el
acogedor Café Cosenza en Hanover Street.
Tony abrió la puerta del coche, sacó el paraguas y lo abrió.
Solo entonces se apeó del Cadillac. Sin embargo, sus esfuerzos no
le sirvieron de nada. Acabó empapado. El viento arrastraba la
lluvia en todas las direcciones, e incluso tuvo problemas para
evitar que el viento le arrancara el paraguas de la
mano.
Entró en el local, dio varias patadas en el suelo para
quitarse el agua de los zapatos, se secó la frente con el dorso de
la mano y dejó el paraguas apoyado en la pared. Mientras pasaba
junto al mostrador donde trabajaba Gaetano, maldijo por lo bajo. No
tenía la menor duda de que Gaetano había vuelto a meter la pata, y
esperaba que el matón estuviese en el local para poder cantarle
cuatro frescas.
Como siempre, la puerta del despacho estaba abierta, y Tony
entró después de golpear sin esperar una respuesta. Los hermanos
ocupaban sus mesas alumbradas por sendas lámparas de pantalla
verde. Dado que afuera el cielo estaba encapotado, era muy poca la
luz que entraba a través de las ventanas con los cristales sucios
que se abrían al albañal.
Los Castigliano lo miraron al mismo tiempo. Sal tenía delante
un viejo libro de cuentas donde estaba copiando las facturas que
tenía apiladas sobre la mesa. Lou estaba haciendo un solitario.
Lamentablemente, a Gaetano no se le veía por ninguna
parte.
De acuerdo con el ritual, Tony chocó las manos de los gemelos
antes de sentarse en el sofá. No se echó hacia atrás ni se
desabrochó el abrigo. Tenía la intención de que la visita fuese lo
más breve posible. Se aclaró la garganta. Nadie había dicho ni una
palabra, cosa que resultaba un tanto extraña, máxime cuando era él
quien deseaba mostrarse enfadado.
–Mi madre habló anoche con mi hermana -comenzó Tony-. Quiero
que sepan que estoy un tanto confuso.
–¿Ah, sí? – preguntó Lou con un leve tono de desprecio-.
¡Bienvenido al club!
Tony miró a uno de los gemelos y después al otro. De pronto
resultó obvio que los Castigliano estaban de muy mal humor, tanto o
más que él. Lou incluso tuvo la insolencia de continuar con su
solitario; golpeaba las cartas contra la mesa a medida que jugaba.
Tony miró a Sal, y Sal lo miró, furioso. Sal parecía más siniestro
que de costumbre, con su rostro esquelético iluminado por debajo
por la luz verdosa. Bien podía pasar por un
cadáver.
–¿Por qué no nos cuentas por qué estás confuso? – sugirió Sal
arrogantemente.
–Sí, nos encantaría saberlo -añadió Lou, sin interrumpir el
solitario-. Sobre todo a la vista de que fuiste tú quien nos
retorció los brazos para que pusiéramos los cien billetes para el
chiringuito de tu hermana.
Un tanto alarmado por esta fría recepción que no se esperaba,
Tony se reclinó en el sofá. Notó un súbito calor en todo el cuerpo,
y se desabrochó el abrigo.
–No le retorcí el brazo a nadie -protestó, indignado, pero
cuando lo dijo, sintió que lo dominaba una desagradable sensación
de vulnerabilidad. Aunque ya era tarde para lamentaciones, se
reprochó haber ido al aislado local de los gemelos sin ninguna
protección o un respaldo. No iba armado, pero eso era habitual.
Casi nunca iba armado, y los hermanos lo sabían. Sin embargo, él
también tenía unos cuantos matones en su organización, lo mismo que
los Castigliano, y tendría que haberlos traído.
–Sigues sin decirnos por qué estás confuso -insistió Sal, sin
hacer caso de la protesta.
Tony se aclaró la garganta de nuevo. A la vista de su
creciente inquietud, decidió controlar su enfado.
–Estoy un tanto confuso respecto a lo que hizo Gaetano en su
segundo viaje a Nassau. La semana pasada, mi madre me comentó que
tenía problemas para dar con mi hermana. Dijo que cuando la
encontró, se comportó de una manera extraña, como si hubiese
ocurrido algo malo de lo que no quería hablar hasta el momento de
regresar a casa, cosa que sería pronto. Obviamente, creí que
Gaetano había hecho su trabajo y que el profesor era historia.
Bueno, anoche mi madre consiguió hablar con mi hermana, a la vista
que no había vuelto a dar señales de vida. Esta vez volvió a ser,
en palabras de mi madre, «la misma de siempre». Dijo que ella y el
profesor continuaban en Nassau, pero que regresarían a casa en
cuestión de días. ¿Cómo se entiende?
Durante unos minutos de tensión, nadie dijo nada. El único
sonido en la habitación era el golpe de las cartas cuando Lou las
dejaba sobre la mesa, combinado con los chillidos de las gaviotas
en el albañal.
Tony se irguió en el sofá y miró en derredor; la mayor parte
de la habitación estaba en sombras a pesar de la
hora.
–Ya que hablamos de Gaetano, ¿dónde está? – A Tony no le
hacía ninguna gracia verse sorprendido por el matón de los
gemelos.
–Esa es una pregunta que no dejamos de hacernos -contestó
Sal.
–¿Qué demonios me estás diciendo?
–Gaetano todavía tiene que regresar de Nassau -le informó
Sal-. Se ha esfumado. No sabemos nada de él desde que se marchó la
última vez que estuviste aquí, ni tampoco saben nada su hermano y
su cuñada, con quienes está muy unido. Nadie sabe absolutamente
nada. Cero.
Si Tony antes había creído que estaba confuso, ahora estaba
atónito. Aunque se había quejado hasta hacía unos minutos del
comportamiento de Gaetano, lo respetaba como un profesional
experimentado, y, por tratarse de un hombre relacionado, no podía
en duda su indudable lealtad. No tenía sentido que se largara sin
más.
–No es necesario decir que también nosotros estamos un tanto
desconcertados -añadió Sal.
–¿Habéis hecho algunas averiguaciones? – preguntó
Tony.
–¿Averiguaciones? – replicó Lou con un tono sarcástico, y
esta vez dejó de interesarse por el solitario-. ¿Qué necesidad
tenemos de hacer semejante estupidez? ¡Joder, no! Sencillamente nos
hemos quedado aquí, un día tras otro, comiéndonos las uñas mientras
esperamos a que suene el teléfono.
–Llamamos a la familia Spriano en Nueva York -explicó Sal,
sin prestar atención al sarcasmo de su hermano-. Por si no lo
sabías, somos parientes lejanos. Lo están averiguando. Mientras
tanto, nos enviarán a otro ayudante, que llegará aquí dentro de un
par de días. Ellos fueron quienes nos enviaron a
Gaetano.
El miedo fue como una mano helada en la espalda de Tony.
Sabía que la organización de los Spriano era una de las familias
más poderosas y despiadadas de la Costa Este. No sabía que los
gemelos estaban emparentados, cosa que los situaba en una categoría
mucho más preocupante y peligrosa.
–¿Qué hay de los colombianos de Miami que debían
suministrarle el arma? – preguntó para cambiar de
tema.
–También los hemos llamado -respondió Sal-. Nunca están muy
dispuestos a colaborar, como ya sabes, pero dijeron que
preguntarían. Las redes están echadas. Es obvio que queremos saber
dónde se ha escondido ese idiota y por qué.
–¿Falta algo de vuestro dinero? – preguntó
Tony.
–Nada que Gaetano hubiese podido llevarse -contestó Sal
enigmáticamente.
–Curioso -opinó Tony a falta de otra cosa mejor. No había
entendido la respuesta de Sal, pero no estaba dispuesto a
preguntar-. Lamento que tengáis este problema. – Se adelantó en el
asiento como si fuese a levantarse.
–Es más que curioso -afirmó Lou-, y que lo lamentes no es
suficiente. Hemos estado hablando del tema en los últimos días, y
creo que deberías saber cuál es nuestro parecer. En última
instancia, te hacemos a ti. responsable por este lío con Gaetano,
sea cual sea el resultado, y también de nuestros cien billetes, que
queremos recuperar con intereses. El interés será el habitual a
partir del día que lo entregamos y no es negociable. Una última
cosa: ahora consideramos que el crédito ha
vencido.
Tony se levantó bruscamente. Su cada vez mayor ansiedad había
alcanzado un punto crítico después de escuchar los comentarios de
Lou y la poco velada amenaza.
–Mantenedme informado si os enteráis de alguna cosa
-manifestó mientras caminaba hacia la puerta-. Mientras tanto, haré
algunas averiguaciones por mi cuenta.
–Más te valdrá comenzar a averiguar de dónde sacarás los cien
billetes -replicó Sal-, porque no vamos a tener tanta
paciencia.
Tony abandonó el local a toda prisa, sin preocuparse de la
lluvia. Sudaba, a pesar del frío. Cuando ya estaba en el coche
recordó que se había dejado el paraguas. ¡Que se lo metan donde les
quepa!, gritó. Puso el Cadillac en marcha, y con el brazo apoyado
en el respaldo del asiento del acompañante, miró por la ventanilla
trasera y aceleró. Los neumáticos levantaron una lluvia de
guijarros cuando el coche atravesaba el aparcamiento y salía a la
calle. Un momento más tarde, circulaba en dirección a la ciudad a
casi noventa kilómetros por hora.
Se relajó un poco y secó las palmas por turno en las
perneras. Se había librado de la amenaza inmediata, pero sabía
intuitivamente que una amenaza mucho mayor asomaría por el
horizonte, sobre todo si los Spriano se involucraban en el tema,
aunque solo fuera muy tangencialmente. Todo resultaba muy
desalentador, por no decir preocupante. Precisamente cuando estaba
movilizando todos sus recursos para enfrentarse a la acusación de
la fiscalía, asomaba la posibilidad de una guerra
territorial.
–¡John! ¿Me escucha? – llamó el doctor Nawaz. Se inclinó al
tiempo que levantaba los bordes de las telas esterilizadas que
colgaban sobre el rostro de Butler. La mayor parte del marco
estereotáxico sujeto al cráneo de Ashley y también gran parte de su
cuerpo aparecían cubiertos por las telas, y solo quedaba a la vista
una porción del lado derecho de la frente del senador. Allí, el
doctor Nawaz había hecho una pequeña incisión cutánea, que ahora
mantenía abierta con un retractor.
Después de dejar a la vista el hueso, el neurocirujano había
empleado un taladro especial para perforar un agujero muy pequeño
que dejaba a la vista la membrana grisácea que recubría el cerebro.
Directamente alineada con el agujero y bien sujeta a uno de los
arcos del marco estereotáxico estaba la aguja para la implantación.
Había calculado los ángulos correctos con la ayuda de las
radiografías, y la aguja ya había atravesado la membrana hasta la
parte exterior del cerebro. En este punto, solo faltaba avanzar la
aguja hasta la profundidad exacta para alcanzar la substantia nigra.
–Doctor Newhouse, quizá quiera usted sacudir al paciente por
mí -dijo el doctor Nawaz con su melodioso acento
paquistaní-inglés-. En este momento, preferiría que el paciente
estuviese despierto.
–Por supuesto. – El doctor Newhouse dejó a un lado la revista
que estaba leyendo y se levantó. Metió una mano por debajo de las
telas y sacudió el hombro de Ashley.
El senador abrió los párpados con un considerable
esfuerzo.
–¿Ahora me escucha, John? – preguntó de nuevo el
neurocirujano-. Necesitamos su ayuda.
–Por supuesto que lo escucho -contestó Ashley con voz de
dormido.
–Quiero que me diga si tiene cualquier sensación, la que sea,
durante los próximos minutos. ¿Lo hará?
–¿Qué quiere decir con «sensaciones»?
–Imágenes, pensamientos, sonidos, olores, o sensación de
movimiento; cualquier cosa que note.
–Tengo mucho sueño.
–Lo sé, pero intente mantenerse despierto solo unos minutos.
Como le dije, necesitamos su ayuda.
–Lo intentaré.
–Eso es todo lo que le pedimos -dijo el doctor Nawaz. Bajó la
tela para tapar el rostro de Ashley. Se volvió para levantar el
puño con el pulgar en alto en dirección al grupo al otro lado de la
ventana. Luego, después de flexionar los dedos enfundados en el
guante de látex, utilizó la ruedecilla del micromanipulador en la
guía que aguantaba la aguja de la implantación. Lentamente,
milímetro a milímetro, avanzó la aguja roma en las profundidades
del cerebro de Ashley. Cuando la aguja entró hasta la mitad,
levantó de nuevo el borde de la tela. Se alegró al ver que Ashley
mantenía los ojos abiertos, aunque fuese muy poco.
–¿Cómo vamos? – le preguntó al senador.
–De maravilla -contestó Ashley, con un leve rastro de su
acento sureño-. Feliz como un cerdo en la pocilga.
–Lo está haciendo muy bien -lo animó el doctor Nawaz-. No
tardaremos mucho más.
–Tómese su tiempo. Lo importante es hacerlo
bien.
–Eso es algo que está muy claro -respondió el doctor Nawaz.
Sonrió debajo de la mascarilla mientras bajaba la tela y hacía
avanzar la aguja de nuevo. Estaba impresionado con el coraje y buen
humor de Ashley. Unos pocos minutos más tarde y con una última
vuelta del micromanipulador, se detuvo exactamente en la
profundidad medida. Después de comprobar el estado de Ashley, le
dijo a Marjorie que llamara al doctor Lowell. Mientras tanto,
preparó la jeringa con las células del
tratamiento.
–¿Todo marcha bien? – preguntó Daniel. Se había puesto una
mascarilla antes de entrar. Con las manos cruzadas a la espalda, se
inclinó para mirar el agujero de la craneotomía con la aguja
insertada.
–Muy bien -contestó el doctor Nawaz-. Pero hay un problema
que admito que se me olvidó con todo el embrollo anterior. En esta
etapa, es costumbre hacer otra radiografía para corroborar
totalmente la ubicación de la punta de la aguja. Sin embargo, sin
un aparato de rayos X en el quirófano, eso no es posible. Hecha la
craneotomía y con la aguja insertada, no se puede mover al paciente
sin riesgos.
–¿Me está pidiendo mi opinión referente a si debe
seguir?
–Precisamente. Al fin y al cabo es su paciente. En esta
situación un tanto única, yo soy, como dicen ustedes los
norteamericanos, solo un pistolero contratado.
–¿Hasta qué punto está seguro de la posición de la
aguja?
–Estoy muy seguro. A lo largo de mi experiencia con el marco
estereotáxico, siempre he acertado con el lugar exacto. En este
caso hay otro factor que ayuda. Estamos añadiendo células; no
extirpamos nada, que es lo que suelo hacer habitualmente con este
procedimiento y donde los problemas pueden ser muchísimo más graves
si se produjera una muy leve desviación.
–Es difícil discutir con un cien por ciento de aciertos. Creo
que estamos en buenas manos. ¡Adelante!
–Bien dicho -afirmó el doctor Nawaz. Cogió la jeringa cargada
con la cantidad señalada de las células de tratamiento. Retiró el
trocar de la aguja de implantación y en su lugar sujetó la
jeringa-. Doctor Newhouse, estoy preparado para comenzar la
implantación.
–Muchas gracias -contestó el doctor Newhouse. Le gustaba que
le informaran de los momentos críticos de un procedimiento, y se
apresuró a verificar las constantes vitales. Cuando acabó y se
quitó el estetoscopio de los oídos, le indicó al neurocirujano con
un gesto que podía continuar.
Después de levantar la tela y hacer que el doctor Newhouse
volviera a sacudir a Ashley para despertarlo, el doctor Nawaz le
repitió al paciente las mismas instrucciones que le había dado
antes de insertar la aguja. Solo entonces comenzó la implantación,
esta vez con otro artilugio mecánico que le permitía empujar el
émbolo de la jeringa a un ritmo lento y constante.
Daniel se estremeció mientras presenciaba la implantación. A
medida que las neuronas productoras de dopamina clonadas y
aumentadas con los genes de la sangre de la Sábana Santa eran
depositadas lentamente en el cerebro de Ashley, estaba seguro de
que presenciaba un nuevo hito en la historia de la medicina. De una
tacada, las promesas de las células madre, la clonación terapéutica
y el RSHT se convertían en realidad para curar una grave enfermedad
degenerativa humana por primera vez. Con una sensación de creciente
entusiasmo, se volvió para hacerle a Stephanie el signo de la
victoria. Stephanie le respondió con el mismo gesto aunque con
mucho menos entusiasmo y como si se sintiera avergonzada. Daniel
supuso que estaba incómoda al verse obligada a estar con Paul
Saunders y Spencer Wingate y tener que charlar con
ellos.
El doctor Nawaz se detuvo a mitad de la implantación, como
había hecho durante la inserción de la aguja. Cuando levantó el
borde de la tela, descubrió que Ashley se había vuelto a quedar
dormido.
–¿Quiere que lo despierte? – preguntó el doctor
Newhouse.
–Por favor -respondió el doctor Nawaz-. Quizá quiera usted
intentar mantenerlo despierto durante algunos
minutos.
Ashley abrió los ojos en respuesta a las sacudidas. La mano
del doctor Newhouse le sujetaba el hombro.
–¿Se siente bien, señor Smith? – preguntó el
neurocirujano.
–De fábula -murmuró Ashley-. ¿Hemos
terminado?
–¡Casi! ¡Solo un momento más! – afirmó el doctor Nawaz. Soltó
la tela, y miró al doctor Newhouse-. ¿Todo
estable?
–Como una roca.
El doctor Nawaz volvió a empujar el émbolo, siempre con el
mismo ritmo controlado. El momento en que se disponía a darle al
mecanismo que empujaba el émbolo la última vuelta, e inyectar lo
que quedaba de las células de tratamiento, Ashley murmuró algo
ininteligible debajo de las telas. El neurocirujano se detuvo, miró
al doctor Newhouse, y le preguntó.si había entendido las palabras
de Ashley.
–No he entendido nada -admitió el doctor
Newhouse.
–¿Todo continúa estable?
–No se ha producido ningún cambio -le informó el doctor
Newhouse. Se puso el estetoscopio para controlar de nuevo la
presión sanguínea. Mientras tanto, el doctor Nawaz levantó la tela
y miró a Ashley. La apariencia de su rostro, visible solo hasta el
nivel de los ojos debido al marco, había cambiado de una manera un
tanto drástica. Curiosamente, las comisuras de los labios aparecían
inclinadas hacia arriba, y mantenía la nariz fruncida en una
expresión que sugería desagrado. Esto resultaba incluso más
sorprendente, porque antes su rostro había carecido de toda
expresión, un síntoma típico de su enfermedad.
–¿Hay algo que le preocupa? – preguntó el doctor
Nawaz.
–¿Qué es ese olor apestoso? – replicó Ashley. Su voz aún
sonaba como la de un beodo, pero hablaba de
corrido.
–¡Dígalo usted! – dijo el doctor Nawaz, en un tono de
preocupación-. ¿A qué huele?
–Diría que a mierda de cerdo. ¿Qué demonios están
haciendo?
La intuición de que se cernía un desastre sacudió al doctor
Nawaz como una débil y desagradable descarga eléctrica que le dejó
una leve molestia en el estómago que solo conocen los cirujanos con
una larga experiencia. Miró a Daniel en busca de consuelo, pero el
científico se limitó a encogerse de hombros. Daniel, que tenía una
experiencia quirúrgica muy limitada, no acababa de entender lo que
pasaba.
–¿Mierda de cerdo? ¿A qué se refiere? – preguntó,
desconcertado.
–Dado que no hay cerdos en el quirófano, mucho me temo que
está sufriendo una alucinación olfatoria -contestó el doctor Nawaz,
con un tono casi de furia.
–¿Eso es un problema?
–A ver si se lo puedo explicar -dijo el neurocirujano
vivamente-. Me preocupa. Confiemos en que no sea nada, pero
recomendaría que prescindamos de inyectarle lo que queda de las
células de tratamiento. ¿Está de acuerdo? Le hemos inyectado más
del noventa por ciento.
–Si hay alguna duda, no hay ningún inconveniente -manifestó
Daniel. No le preocupaba en absoluto que no inyectaran el resto.
Había calculado la cantidad a partir de los experimentos con los
ratones. En cambio, le preocupaba la reacción del doctor Nawaz. Era
consciente de la inquietud del neurocirujano, aunque no alcanzaba a
comprender por qué un mal olor pudiese ser señal de algo
preocupante. En cualquier caso, lo que menos deseaba en estos
momentos era una complicación de cualquier tipo, sobre todo cuando
estaban muy cerca del éxito.
–Estoy retirando la aguja -le comunicó el doctor Nawaz al
doctor Newhouse, aunque no estaban utilizando ningún tipo de
anestesia por inhalación. Con el mismo cuidado que había tenido
para la inserción, extrajo lentamente la aguja. En cuanto la punta
quedó a la vista, el neurocirujano miró la perforación para ver si
sangraba. Afortunadamente, no vio ninguna señal de
hemorragia.
–¡Retirada la aguja! – añadió el doctor Nawaz y se la entregó
a Constance. Inspiró profundamente y luego levantó la tela para
mirar a Ashley. Fue consciente de que Daniel miraba por encima de
su hombro. La expresión de asco del senador había dado paso a otra
de enfado. Mantenía los labios apretados, con los ojos muy abiertos
y las aletas de la nariz dilatadas.
–¿Se encuentra bien, señor Smith? – preguntó el
neurocirujano.
–Quiero marcharme de aquí de una puñetera vez -replicó
Ashley.
–¿Todavía huele ese olor?
–¿Qué olor?
–Hace solo un momento se quejó usted de un
olor.
–No sé de qué demonios me habla. ¡Lo único que sé es que
quiero largarme de aquí! – Dispuesto a cumplir con su deseo, Ashley
hizo presión contra el esparadrapo que le sujetaba el torso contra
la mesa y contra las ligaduras en las muñecas. Al mismo tiempo,
levantó las piernas hasta tocarse el pecho con las
rodillas.
–¡Sujétenlo! – gritó el doctor Nawaz. Se echó sobre los
muslos del senador, con la intención de obligarlo a bajar las
piernas con el peso de su cuerpo. El neurocirujano no había soltado
el borde de la tela, y vio cómo el rostro de Ashley enrojecía por
el esfuerzo.
Daniel reaccionó en el acto y se situó a los pies de la mesa.
Metió las manos bajo las telas para sujetar los tobillos de Ashley.
Intentó bajarlos y se sorprendió ante la resistencia del paciente.
El doctor Newhouse había soltado el hombro de Ashley para cogerle
la muñeca que el senador había conseguido librar del esparadrapo.
Marjorie corrió al otro lado de la mesa para sujetar el otro brazo
que también estaba a punto de zafarse de la
ligadura.
–¡Señor Smith, cálmese! – gritó el doctor Nawaz-. ¡Todo va
bien!
–¡Suéltenme, cabrones! – gritó el senador a su vez. Su tono
era el típico del borracho beligerante que se resiste a todos los
esfuerzos de aquellos que intentan sujetarle.
Stephanie, Paul y Spencer entraron a la carrera mientras
intentaban ponerse las mascarillas. Echaron una mano para sujetar a
Ashley, y así darle a Marjorie la oportunidad para reforzar las
ligaduras de las muñecas y que Daniel consiguiera bajar las piernas
de Ashley. En cuanto tuvo las manos libres, el doctor Newhouse
midió de nuevo la presión arterial de Butler. Los pitidos del
monitor del electrocardiógrafo habían aumentado el ritmo
considerablemente. Marjorie salió de la sala para ir a buscar unas
correas.
–Todo está bien -le repitió el doctor Nawaz a Ashley en
cuanto consiguieron controlarlo. Miró el rostro furioso del
paciente, que ahora mostraba un color rojo remolacha debido al
esfuerzo-. ¡Tiene que serenarse! Tenemos que cerrarle la incisión,
y ya habremos acabado. Entonces podrá levantarse. ¿Me ha
comprendido?
–Ustedes no son más que una pandilla de maricones. ¡Apártense
de una puñetera vez!
El uso de un lenguaje absolutamente soez e inapropiado en un
quirófano los sorprendió a todos tanto como su súbita resistencia
física. Durante una fracción de segundo, nadie dijo nada ni se
movió.
El doctor Nawaz fue el primero en reaccionar. Ahora que tenía
la seguridad de que Ashley no podía moverse, se apartó de los
muslos del paciente. Cuando lo hizo, todos advirtieron que Ashley
tenía una erección que levantaba las telas.
–¡Por favor, suéltenme las manos y los pies! – suplicó
Ashley, y se echó a llorar-. Están sangrando.
Todos se fijaron de inmediato en las manos y los pies de
Ashley, en particular Daniel, que aún sujetaba los tobillos del
senador mientras Marjorie se esforzaba para colocarle las
ligaduras.
–¿De qué demonios habla? – le preguntó Paul a los demás-. Si
no sangra.
–¡John, escúcheme! – dijo el doctor Nawaz, que mantenía
levantada la tela para dejar al descubierto el rostro de Ashley de
las cejas para abajo-. No le sangran las manos ni los pies. Está
perfectamente. Solo tiene que mantenerse tranquilo unos minutos más
para que yo pueda terminar.
–No me llamo John -manifestó Ashley en voz baja. Las lágrimas
se habían esfumado con la misma rapidez con la que habían
aparecido. Aunque aún hablaba como un borracho, parecía haber
recuperado súbitamente la paz interior.
–Si no se llama John, ¿cuál es su nombre? – preguntó el
neurocirujano.
Daniel dirigió una mirada de preocupación a Stephanie, que
acababa de apartarse de la mesa de operaciones después de haber
ayudado a sujetar uno de los brazos de Ashley. Como si ya no
tuviese bastantes problemas, ahora le preocupaba que el senador,
bajo el efecto de las drogas, acabara por revelar su verdadera
identidad. No tenía idea de cuál podía ser el efecto sobre el
resultado final del proyecto, pero no podía ser nada bueno, después
de todos los esfuerzos que habían hecho hasta el presente para
mantener el anonimato de Butler.
–Mi nombre es Jesús -contestó Ashley con voz dulce, mientras
cerraba los ojos beatíficamente.
Una vez más, todos los presentes en la sala se miraron los
unos a los otros con expresiones de desconcierto y también un tanto
divertidas. Todos menos el doctor Nawaz. Su respuesta fue
preguntarle al doctor Newhouse cuáles eran los sedantes que le
había suministrado al paciente antes de iniciar la
intervención.
–Diazepán y fentanil por vía intravenosa -respondió el doctor
Newhouse.
–¿Le parece correcto suministrarle otra dosis
inmediatamente?
–Por supuesto -asintió el doctor Newhouse-. ¿Quiere que lo
haga?
–Por favor.
El doctor Newhouse abrió el cajón de su mesa rodante, sacó
una jeringuilla, y abrió el envoltorio. Preparó rápidamente la
mezcla de sedantes y la inyectó en el tubo
intravenoso.
–Perdónalos, padre -dijo Ashley sin abrir los ojos-, porque
no saben lo que hacen.
–¿Qué demonios está pasando aquí? – preguntó Paul con un
susurro forzado-. ¿Es que este tipo se cree que es Jesucristo en la
cruz?
–¿Es acaso alguna reacción extraña de los sedantes? – quiso
saber Spencer.
–Lo dudo -contestó el doctor Nawaz-. Sea cual sea la causa,
desde luego es un ataque.
–¿Un ataque? – repitió Paul con un tono de incredulidad-.
Esto no se parece a ningún ataque que yo haya
visto.
–Se denomina un ataque parcial complejo -le explicó el
neurocirujano-. Se le conoce más habitualmente como ataque del
lóbulo temporal.
–¿Qué lo causa, si no son los sedantes? – preguntó Paul-.
¿Meterle la aguja en el cerebro?
–Si hubiese sido la aguja, creo que se hubiera producido
antes -señaló el doctor Nawaz-. Dado que ocurrió casi al final de
la implantación, creo que debemos asumir que esa fue la causa. –
Miró al doctor Newhouse-. ¿Puede comprobar si está
dormido?
El doctor Newhouse metió una mano por debajo de la tela y
sacudió suavemente el hombro de Ashley.
–¿Alguna respuesta? – le preguntó a su
colega.
El neurocirujano sacudió la cabeza y cubrió con la tela el
rostro del senador. Exhaló un suspiro al tiempo que se volvía para
mirar a Daniel. Entrelazó las manos sobre el
pecho.
Daniel tuvo la sensación de que le flaqueaban las piernas
mientras miraba los ojos oscuros del neurocirujano. Se daba cuenta
de su preocupación, que afloraba a pesar de la compostura que
procuraba mantener. El miedo a una complicación, que había estado
acechando en el fondo de su mente desde el momento en que Ashley
había mencionado el olor, reapareció con la fuerza de un
torrente.
–Creo que ya puede soltar los tobillos del paciente -dijo el
doctor Nawaz.
Daniel apartó las manos de los tobillos del senador, que
había continuado sujetando, incluso después de que Marjorie los
ligara.
–El ataque me preocupa -manifestó el doctor Nawaz-. No solo
creo que no fue causado por los sedantes, sino que creo que
producirse estando sedado indica una violenta perturbación
focal.
–¿Por qué no puede estar relacionado con los sedantes? –
preguntó Daniel, más animado por la esperanza que por la razón-.
¿No podría tratarse de un sueño inducido por los sedantes? Me
refiero a que la mezcla de diazepán y fentanil es muy potente.
Combinar esa mezcla con el fuerte estímulo emocional de la Sábana
Santa podría ser la causa de las alucinaciones.
–¿Qué tiene que ver la Sábana Santa con todo esto? – exclamó
el doctor Nawaz.
–Tiene relación con las células del tratamiento -explicó
Daniel-. Es una historia muy larga, pero antes del proceso de
clonación, algunos de los genes del paciente fueron reemplazados
con genes obtenidos de la sangre de la Sábana Santa. Fue una
petición específica del paciente, que cree en su autenticidad.
Incluso mencionó la posibilidad de la intervención
divina.
–Acepto que dicha idea podría tener algo que ver con las
alucinaciones del paciente. No obstante, no se puede negar la
evidencia de que la implantación produjo el
ataque.
–¿Cómo puede tener seguridad absoluta? – replicó
Daniel.
–Debido al momento y a la alucinación olfatoria -manifestó el
doctor Nawaz-. El olor del que habló fue un aura, y una de las
características del ataque del lóbulo temporal es que comienza con
un aura. Otras características son la hiperreligiosidad, los
bruscos cambios de humor, los intensos deseos sexuales y el
comportamiento agresivo, todas ellas cosas que el paciente ha
manifestado en el breve tiempo que permaneció despierto. Se trata
de un ejemplo clásico.
–¿Qué debemos hacer? – preguntó Daniel, aunque le asustaba la
posible respuesta.
–Rezar para que se trate de un fenómeno aislado.
Lamentablemente, a la vista de la intensidad del foco, me
sorprendería si no acaba con una epilepsia del lóbulo
temporal.
–¿No se puede hacer nada profilácticamente? – intervino
Stephanie.
–Lo que me gustaría hacer aunque sé que no puedo es ver las
células del tratamiento -comentó el doctor Nawaz-. Me gustaría
saber dónde han ido a parar. Quizá entonces podríamos hacer alguna
cosa.
–¿Qué quiere decir con eso de dónde han ido a parar? –
protestó Daniel-. Usted me dijo que con su experiencia en el uso
del marco estereotáxico, nunca había tenido ningún problema a la
hora de saber dónde estaba la aguja.
–Es verdad, pero también lo es que nunca he visto que un
paciente sufriese un ataque como este durante la intervención -se
defendió el doctor Nawaz-. Aquí hay algo que no
encaja.
–¿Acaso insinúa que las células podrían no estar en la
substantia nigra? -exclamó Daniel-. Si es
así, no quiero saberlo.
–¡Escuche! – replicó el doctor Nawaz, con un tono airado-.
Usted fue quien me animó a seguir con el procedimiento sin contar
con las radiografías adecuadas.
–No discutamos -dijo Stephanie-. Las células del tratamiento
se pueden ver.
Todas las miradas se centraron en ella.
–Incorporamos un gen como receptor en las células de
tratamiento -explicó Stephanie-. Hicimos lo mismo en los
experimentos con los ratones, con el propósito de poder
radiografiarlas. Disponemos de un anticuerpo monoclonal que
contiene un metal pesado opaco a las radiaciones diseñado por un
radiólogo. Es estéril y listo para ser utilizado. Solo hay que
inyectarlo en el fluido cerebroespinal en el espacio subaracnoide.
Funcionó a la perfección con los ratones.
–¿Dónde está? – preguntó el doctor Nawaz.
–En el laboratorio del edificio número uno -contestó
Stephanie-. En la mesa de nuestro despacho.
–¡Marjorie, llame inmediatamente a Megan Finnigan! – ordenó
Paul-. Dígale que recoja el anticuerpo y lo traiga a la
carrera.
El doctor Jeffrey Marcus era el radiólogo del Doctors
Hospital de Shirley Street, en el centro de Nassau. Spencer había
llegado a un acuerdo con él para cubrir los servicios de radiología
de la clínica Wingate a tiempo parcial hasta que se justificara la
necesidad de un radiólogo de plantilla. En cuanto se decidió que
era necesario hacerle un escáner al senador, Spencer le dijo a una
de las enfermeras que llamara a Jeffrey. Como era domingo por la
tarde, acudió a la llamada inmediatamente. El doctor Nawaz se
alegró porque conocía a Jeffrey desde los tiempos de Oxford y sabía
que contaba con una considerable experiencia
neurorradiológica.
–Estas son las secciones transversales del cerebro, que
comienzan en el borde dorsal del puente de Varolio -explicó Jeffrey
mientras señalaba en la pantalla del ordenador con la punta de un
anticuado lápiz Dixon amarillo nº 2. Jeffrey Marcus era otro de los
expatriados ingleses que habían venido a las Bahamas para escapar
del clima británico, lo mismo que el doctor Carl Newhouse-.
Avanzaremos en incrementos de un centímetro y llegaremos al nivel
de la substantia nigra en un par de
imágenes, como mucho.
Jeffrey estaba sentado delante de la pantalla. A su derecha e
inclinado para ver mejor se encontraba el doctor Nawaz. Daniel
estaba a la izquierda de Jeffrey. Paul, Spencer y Carl permanecían
junto a la ventana que daba a la sala del escáner. Carl tenía en la
mano una jeringuilla con otra dosis de sedantes que no había sido
necesario utilizar. Ashley no se había despertado desde la segunda
dosis y había dormido mientras le tapaban la perforación con un
botón de metal y le cosían la incisión, le quitaban el marco
estereotáxico, y lo trasladaban a la mesa del escáner. Ahora,
Ashley yacía en posición supina con la cabeza en el interior de la
abertura de la enorme máquina con forma de rosquilla. Tenía las
manos cruzadas sobre el pecho con las ligaduras en las muñecas
aunque sin atar. El suero continuaba goteando. Butler parecía
dormir beatíficamente.
Stephanie estaba en el fondo de la habitación, apartada de
los demás y apoyada contra un mostrador con los brazos cruzados.
Sin que nadie se diera cuenta, hacía lo imposible por contener las
lágrimas. Rogaba que nadie se acercara, porque si lo hacían, no
podría mantener el control. Había pensado en salir de la habitación
pero entonces se dijo que eso llamaría la atención de los demás,
así que se quedó donde estaba y sufrió en silencio. No necesitaba
mirar la siguiente imagen en el monitor. La intuición le decía que
se había producido un error muy grave en la implantación, y eso
había acabado con su control emocional, ya bastante castigado por
todo lo sucedido en el transcurso del mes. Se reprochó a sí misma
no haber hecho caso a sus intuiciones en el mismo momento en que
había comenzado este ridículo y ahora potencialmente trágico
asunto.
–¡Muy bien, allá vamos! – anunció Jeffrey. Volvió a señalar
la imagen en la pantalla-. Este es el cerebro medio, y esta la zona
de la substantia nigra. Mucho me temo que
no se aprecia la luminosidad que se esperaría de un anticuerpo de
metal pesado.
–Quizá el anticuerpo aún tiene que pasar del fluido
cerebroespinal al cerebro -manifestó el doctor Nawaz-. También
podría ser que no hubiese un único antigén superficial en las
células de tratamiento. ¿Está seguro de que el gen que insertó
estaba marcado?
–Absolutamente seguro -contestó Daniel-. La doctora
D'Agostino lo comprobó.
–Podríamos intentar repetirlo dentro de unas pocas horas
-opinó el doctor Nawaz.
–Con nuestros ratones, lo vimos a partir de la media hora y
un máximo de cuarenta y cinco minutos -le informó Daniel. Miró su
reloj-. El cerebro humano es más grande, pero hemos utilizado una
mayor cantidad de anticuerpo, y ya ha transcurrido una hora.
Tendríamos que verlo. Tiene que estar allí.
–¡Un momento! – avisó Jeffrey-. Aquí aparece una luminosidad
lateral difusa. – Movió la punta del lápiz un centímetro a la
derecha. Los puntos luminosos eran sutiles, como diminutos copos de
nieve sobre un fondo de cristal.
–¡Oh, Dios mío! – gritó el doctor Nawaz-. Esa es la parte
mesial del lóbulo temporal. No me extraña que tuviese un
ataque.
–Miremos la próxima sección -dijo Jeffrey, mientras la nueva
imagen comenzaba a borrar la anterior de arriba abajo, como una
cortina que se desenrolla-. Ahora es más visible. – Dio varios
golpecitos en la pantalla con la goma del lápiz-. Diría que está en
la región del hipocampo, pero para localizarlo con precisión,
tendríamos que insuflar un poco de aire en el cuerpo temporal del
ventrículo lateral. ¿Quiere hacerlo?
–¡No! – negó el doctor Nawaz tajantemente. Se llevó las manos
a la cabeza-. ¿Cómo demonios pudo desviarse tanto la aguja? No me
lo creo. Incluso miré las placas de nuevo, volví a tomar las
medidas, y luego comprobé las graduaciones en la guía. Todas eran
absolutamente correctas. – Apartó las manos de la cabeza y las
extendió como si suplicara que alguien le ofreciera una explicación
de lo ocurrido.
–Quizá el marco se movió un poco cuando golpeamos el marco de
la puerta con la mesa -dijo el doctor Newhouse.
–¿De qué está hablando? – preguntó el neurocirujano-. Me
dijeron que la mesa había rozado el marco. ¿A qué se refiere
exactamente con «golpeamos»?
–¿Cuándo golpeó la mesa el marco? – inquirió Daniel. Era la
primera vez que lo escuchaba mencionar-. ¿De qué marco están
hablando?
–El doctor Saunders fue quien dijo que lo rozó -manifestó el
doctor Newhouse, sin hacer caso a Daniel-. No yo.
El doctor Nawaz miró a Paul con una expresión interrogativa.
Paul asintió a regañadientes.
–Admito que quizá fue más un golpe que un roce, pero fue algo
sin importancia. Constance dijo que el marco estaba bien colocado
cuando lo sujetó.
–¿Lo sujetó? – chilló el doctor Nawaz-. ¿Qué necesidad tenía
de sujetar el marco?
Se produjo una pausa incómoda mientras Paul y el doctor
Newhouse se miraban el uno al otro.
–¿Qué es esto, una conspiración? – añadió el neurocirujano-.
¡Que alguien me responda!
–Hubo algo parecido a un efecto látigo -dijo el doctor
Newhouse-. Tenía prisa por conectar al paciente al monitor, así que
empujábamos la mesa bastante rápido. Lamentablemente, no estaba
alineada con la puerta del quirófano. Después de producirse el
choque, Constance se acercó para sujetar el marco. Ella llevaba la
bata y los guantes. En aquel momento, nos preocupaba la
contaminación, dado que el paciente se había despertado y no tenía
las manos sujetas. Sin embargo, no hubo ninguna
contaminación.
–¿Por qué no se me dijo cuando sucedió? – replicó el doctor
Nawaz, furioso.
–Se lo dijimos -manifestó Paul.
–Me dijeron que la mesa había rozado el marco de la puerta.
Eso dista mucho de un golpe lo bastante fuerte como para producir
un efecto látigo.
–Bueno, quizá decir que se produjo un efecto látigo resulte
una exageración -se corrigió a sí mismo el doctor Newhouse-. La
cabeza del paciente cayó hacia adelante. No volvió bruscamente
hacia atrás ni nada parecido.
–¡Dios bendito! – murmuró el doctor Nawaz, desanimado. Se
sentó pesadamente en una silla. Se quitó el gorro con una mano y
con la otra se mesó los cabellos mientras sacudía la cabeza como
una muestra de su frustración. No podía creer que hubiese aceptado
enredarse en un asunto absolutamente ridículo. Ahora veía claro que
el marco estereotáxico había rotado ligeramente además de
inclinarse, ya fuera como consecuencia del impacto o cuando lo
sujetó la enfermera.
–¡Tenemos que hacer algo! – afirmó Daniel. Había tardado unos
momentos en recuperarse de la noticia del choque de la mesa contra
el marco de la puerta y la posibilidad de una trágica
consecuencia.
–¿Qué se le ocurre? – preguntó el doctor Nawaz
despectivamente-. Hemos implantado por error una legión de células
productoras de dopamina en el lóbulo temporal del hombre. No
podemos entrar allí y sacarlas como si nada.
–No, pero podemos destruirlas antes de que comiencen la
arborización -replicó Daniel, con una chispa de esperanza que
comenzó a crepitar como el fuego en su imaginación-. Tenemos el
anticuerpo monoclonal para la superficie antigén de la célula. En
lugar de añadir el anticuerpo a un metal pesado como hicimos para
la visualización con los rayos X, podemos unirlo a un agente
citotóxico. En cuanto inyectemos esta combinación en el fluido
cerebroespinal, ¡bam! Aniquilaremos las neuronas mal colocadas.
Entonces solo nos quedará hacer otra implantación en el lado
izquierdo del paciente, y asunto solucionado.
El doctor Nawaz se arregló sus lustrosos cabellos negros y
dedicó unos momentos a pensar en la idea de Daniel. Por un lado, la
posibilidad de rectificar un desastre en el que él compartía una
buena parte de la responsabilidad resultaba tentadora, incluso si
el método no era nada ortodoxo, pero por el otro lado, su intuición
le decía que no debía permitir que lo complicaran todavía más con
la ejecución de otro procedimiento absolutamente
experimental.
–¿Tiene a mano la combinación del anticuerpo citotóxico? –
preguntó el doctor Nawaz. No se perdía nada con
preguntar.
–No -admitió Daniel-. Sin embargo estoy seguro de que la
misma firma que nos suministró el anticuerpo con el metal pesado
podría prepararlo de urgencia, y tenerlo aquí
mañana.
–Muy bien, avíseme cuando lo tenga -manifestó el doctor Nawaz
mientras se levantaba-. Hace un segundo dije que no podríamos
volver a entrar para eliminar las células del tratamiento. La muy
lamentable ironía es que si el paciente acaba con el tipo de
epilepsia del lóbulo temporal con la que seguramente acabará, es
probable que se tenga que someter a algo parecido a esto en el
futuro. Pero será una intervención invasiva que requerirá la
extirpación de una considerable cantidad de tejido cerebral con
todos los riesgos que conlleva.
–Eso refuerza la necesidad de hacer lo que propongo -señaló
Daniel, cada vez más entusiasmado con la idea.
Stephanie se apartó bruscamente del mostrador y se dirigió a
la puerta. A pesar de la fragilidad de sus emociones y el miedo a
llamar la atención, era incapaz de escuchar ni una sola palabra más
de esta conversación. Era como si la discusión versara sobre un
objeto inanimado y no sobre un ser humano enfermo. Se sentía
especialmente pasmada ante el comportamiento de Daniel, porque se
daba cuenta de que a pesar de la terrible complicación, continuaba
maniobrando como un moderno Maquiavelo médico, lanzado a la ciega
persecución de sus propios intereses empresariales a pesar de las
consecuencias morales.
–¡Stephanie! – llamó Daniel, al ver que caminaba hacia la
puerta-. Stephanie, ¿por qué no llamas a Peter a Cambridge y
le…?
La voz de Daniel se apagó cuando la puerta se cerró detrás de
Stephanie. Echó a correr por el pasillo. Escapó hacia el tocador de
señoras, donde confiaba poder llorar en paz. Estaba angustiada por
una multitud de cosas, pero sobre todo porque sabía que era tan
responsable como cualquiera de lo que había
sucedido.
–No pretendo ser una molestia para ustedes que son personas
de tanto talento -manifestó Ashley con su característico acento
sureño-. Tampoco quiero dar la impresión de que no aprecio todos
sus esfuerzos. Me disculpo desde lo más profundo de mi corazón si
les causo la más mínima preocupación, pero de ninguna manera puedo
quedarme aquí esta noche.
Ashley estaba sentado en la cama con el respaldo levantado al
máximo. Ya no vestía el camisón sino que llevaba las mismas prendas
del turista típico que había vestido a su llegada a la clínica. La
única prueba de la intervención quirúrgica era el vendaje en la
frente.
La habitación donde se encontraba se parecía más a la de un
hotel que a la de un hospital. Los colores tenían unos brillantes
tonos tropicales, en particular las paredes, pintadas de color
melocotón, y las cortinas, que eran una combinación de color verde
mar y rosa fuerte. Daniel, que hacía todo lo posible para convencer
al senador de la conveniencia de permanecer ingresado al menos
durante una noche, estaba a la derecha de Ashley. Stephanie estaba
a los pies de la cama. Carol Manning ocupaba una butaca con el
tapizado rojo cerca de la ventana. Se había quitado los zapatos
para estar más cómoda.
Después de que le hicieran el escáner, habían trasladado a
Ashley a la habitación para que durmiera hasta que se le pasara el
efecto de los sedantes. Tanto el doctor Nawaz como el doctor
Newhouse se habían marchado después de asegurarse de que la
condición del paciente era estable. Ambos le habían dado a Daniel
los números de sus móviles para que los llamara cuando apareciera
algún problema, sobre todo si se trataba de una repetición del
ataque. El doctor Newhouse también dejó un frasco con el preparado
de fentanil y diazepán que había dado excelentes resultados, con la
indicación de que debían suministrarle una dosis de dos centímetros
cúbicos por vía intramuscular o intravenosa si surgía la
necesidad.
Técnicamente, Ashley se encontraba al cuidado de una
enfermera de aspecto impecable llamada Myron Hanna, que había sido
la encargada de la sala de recuperación de la clínica Wingate en
Massachusetts. Así y todo, Daniel y Stephanie se habían quedado en
la habitación, junto con Carol Manning, durante las cuatro horas
que el senador había tardado en despertarse. Paul Saunders y
Spencer Wingate también se habían quedado durante un rato, pero se
habían marchado al cabo de una hora después de avisar dónde
estarían si necesitaban de sus servicios.
–Senador, se olvida de lo que le dije -repitió Daniel con
toda la paciencia de que fue capaz. Había momentos en los que
tratar con Butler era como tratar con un chiquillo
malcriado.
–No, comprendo que hubo un pequeño problema durante el
procedimiento -replicó Ashley, al tiempo que apoyaba una mano sobre
los brazos cruzados de Daniel para hacerlo callar-. Pero ahora me
siento muy bien. La verdad es que me siento como el chaval que no
soy, cosa que es un tributo a sus poderes esculapianos. Me dijo
antes de la implantación que quizá no notaría muchos cambios
durante los primeros días, e incluso que podría ser gradual, pero
está claro que no ha sido así. Si lo comparo con cómo me sentía
esta mañana, ya estoy curado. Los temblores prácticamente han
desaparecido, y me muevo con mucha más facilidad.
–Me alegra que se sienta de esa manera -declaró Daniel-. No
obstante -añadió con una sacudida de cabeza-, quizá debamos
atribuirlo más a su actitud positiva o a los sedantes que le
administraron. Senador, creemos que todavía necesita tratamiento,
tal como le dije antes, y es mucho más seguro que permanezca aquí
en la clínica, con todos los recursos médicos a mano. No olvide que
sufrió un ataque durante la intervención, y que cuando lo tuvo, se
comportó como una persona del todo diferente.
–¿Cómo podría comportarme como otra persona? Bastantes
problemas tengo para ser yo mismo. – Ashley se rió, pero nadie más
secundó su carcajada. Miró a los demás-. ¿Se puede saber qué les
pasa? Se comportan como si esto fuese un funeral más que una
celebración. ¿Es posible que les cueste tanto creer lo bien que me
siento?
Daniel había informado a Carol de que las células del
tratamiento habían sido inyectadas inadvertidamente en un punto
algo desviado del lugar previsto. Si bien había procurado restarle
importancia a la gravedad de la complicación, sí le había hablado
del ataque y de su preocupación ante la posibilidad de que pudiera
repetirse, y admitió la necesidad de continuar con el tratamiento.
Debido a la presencia de las ligaduras en las muñecas y los
tobillos de Butler, incluso había reconocido la preocupación
colectiva referente a lo que ocurriría cuando se despertara.
Afortunadamente, dichas preocupaciones habían resultado ser
infundadas, dado que el senador se había despertado con su habitual
personalidad histriónica como si no hubiese ocurrido el ataque. La
primera cosa que había reclamado había sido que le quitaran las
ligaduras para poder levantarse de la cama. Una vez conseguido esto
y después de que desapareciera un leve mareo, insistió en vestirse
con las prendas de calle. A partir de ese momento, había declarado
que estaba preparado para regresar al hotel.
Daniel, consciente de que llevaba las de perder, miró a
Stephanie y luego a Carol, pero ninguna de los dos decidió acudir
en su ayuda. El científico miró de nuevo al
senador.
–¿Qué le parece si negociamos? Usted se queda en la clínica
durante veinticuatro horas, y luego volvemos a hablar del
tema.
–Es obvio que tiene muy poca experiencia como negociador
-replicó Ashley con un tono risueño-. Sin embargo, no se lo
reprocharé. La cuestión es que no puede retenerme aquí contra mi
voluntad. Deseo regresar al hotel, tal como le manifesté ayer.
Lleve toda la medicación que crea que puedo necesitar, y siempre
podemos volver aquí si es necesario. No olvide que usted y la
hermosa doctora D'Agostino estarán a unos pocos pasos de mi
habitación.
Daniel puso los ojos en blanco como reconocimiento de la
derrota.
–Lo intenté -dijo. Se encogió de hombros y exhaló un
suspiro.
–Claro que sí, doctor -asintió Butler-. Carol, querida,
confío en que nuestro chófer nos esté esperando con la
limusina.
–Si no ha cambiado de idea -respondió Carol-. Estaba hace una
hora, y le dije que esperara hasta tener noticias
mías.
–Excelente. – El senador movió las piernas por encima del
borde de la cama con una agilidad que sorprendió a todos, incluido
él mismo-. ¡Gloria santa! No creo que hubiese podido hacerlo esta
mañana. – Se levantó-. Muy bien, este granjero está preparado para
regresar a los placeres del Atlantis y el esplendor de la suite
Poseidón.
Quince minutos más tarde en el aparcamiento delante de la
clínica Wingate, se suscitó una discusión referente al viaje. Al
final se decidió que Daniel iría con Butler y Carol en la limusina
mientras que Stephanie llevaría el coche alquilado. Carol se había
ofrecido a viajar con Stephanie, pero ella le había asegurado que
estaría bien y que prefería estar sola. Daniel llevaba el frasco
con la combinación de sedantes, varias jeringuillas, un puñado de
sobres de toallitas empapadas en alcohol, y un torniquete en una
pequeña bolsa negra que le había preparado Myron. Dado que él
llevaba la medicación, consideraba que era su deber estar junto a
Ashley por si surgía algún problema, al menos hasta que Butler se
encontrara en su habitación.
Daniel se sentó en el asiento que miraba hacia la ventanilla
trasera directamente detrás del cristal que separaba al chófer de
los pasajeros. Ashley y Carol viajaban sentados en el asiento
trasero y sus rostros eran iluminados intermitentemente por los
faros de los coches que circulaban en dirección opuesta. Superado
el trance de la intervención, Butler se mostraba ostensiblemente
eufórico en la conversación que mantenía con Carol sobre su agenda
política después del receso en el senado. En realidad, la
conversación se parecía mucho más a un monólogo, dado que Carol
sencillamente asentía con un gesto o decía sí de vez en
cuando.
Mientras Ashley continuaba con la charla, Daniel comenzó a
relajarse un poco de la tensión engendrada por la posibilidad de
que el senador sufriera otro ataque y la preocupación asociada de
tener que suministrarle los sedantes. Si el ataque resultaba
similar al que había presenciado en el quirófano, Daniel era
consciente de que la vía intravenosa sería del todo imposible, y
que tendría que ser intramuscular. El problema con la vía
intramuscular era que los sedantes tardarían más en hacer efecto, y
cualquier demora podría resultar problemática si el paciente se
volvía agresivo, tal como le había insistido el doctor Nawaz. Dada
la corpulencia y la sorprendente fuerza de Ashley, Daniel se daba
cuenta de que forcejear con él dentro de la limusina sería una
pesadilla.
Cuanto más se relajaba, más se centraba su mente en temas que
estaban más allá de la preocupación de un ataque. Estaba cada vez
más asombrado por el grado de movilidad que desplegaba el senador
en sus gestos y lo normal que parecían sus expresiones faciales y
la modulación de la voz. No tenía nada que ver con el individuo
casi paralizado que había visto por la mañana. Daniel estaba
intrigado, a la vista de que las células del tratamiento no se
encontraban en el lugar correcto, tal como habían visto con toda
claridad en el escáner. Así y todo, el efecto que estaba observando
no podía ser el resultado de los sedantes o el placebo, como había
sugerido antes. Tenía que haber alguna otra
explicación.
Como todos los científicos, Daniel era consciente de que a
veces la ciencia no avanzaba únicamente gracias al trabajo sino
también por algún golpe de suerte. Comenzó a preguntarse si el
lugar que ahora ocupaban las células del tratamiento podría
resultar el más adecuado para las células productoras de dopamina.
No tenía sentido, porque Daniel sabía que la zona del sistema
límbico donde residían ahora las células no era un modulador del
movimiento, sino que estaba involucrado con el olfato, las
conductas automáticas como el sexo, y las emociones. No obstante
había muchas cosas del cerebro humano y sus funciones que
continuaban siendo un misterio, y por ahora Daniel disfrutaba al
ver el resultado positivo de sus esfuerzos.
Cuando llegaron al Atlantis, Ashley insistió en que no
necesitaba la ayuda de los porteros para apearse de la limusina.
Aunque tuvo otro ataque de mareos cuando se puso de pie y tuvo que
apoyarse en Carol por un momento, se le pasó rápidamente y estuvo
en condiciones de caminar casi con absoluta normalidad a través del
vestíbulo para ir a los ascensores.
–¿Dónde está la bellísima doctora D'Agostino? – preguntó
Ashley mientras esperaban.
Daniel se encogió de hombros.
–Si no ha llegado antes que nosotros, estará a punto de
llegar. No me preocupa. Es una chica mayor.
–¡Desde luego! – afirmó Butler-. Y más lista que el
hambre.
En el pasillo del piso treinta y dos, Ashley caminó a la
vanguardia como si quisiera hacer exhibición de sus nuevas fuerzas.
Aunque caminaba un tanto de lado, lo hacía con mucha más normalidad
e incluso movía el brazo, que por la mañana casi no había
utilizado.
Carol usó la tarjeta llave cuando llegaron a la puerta con
las sirenas. La abrió y se hizo a un lado para que pasara su jefe.
Ashley encendió las luces al entrar.
–Cada vez que arreglan la habitación, lo cierran todo para
que el lugar parezca una tumba -protestó. Se acercó a la botonera y
apretó el de la abertura de las ventanas y de las cortinas
simultáneamente.
De noche, el panorama desde el interior de la suite no
resultaba tan impresionante como durante el día, porque la
extensión oceánica era negra como el petróleo. Pero no ocurría lo
mismo desde la terraza, y allí fue donde Butler se dirigió sin
perder ni un instante. Apoyó las manos en la fría balaustrada de
piedra, se inclinó hacia adelante, y contempló el enorme
semicírculo del parque acuático del hotel. Con el gran número de
piscinas, cascadas, pasarelas y acuarios, todos iluminados de una
forma artística, resultaba toda una fiesta para sus ojos después de
las tensiones del día.
Carol se retiró a su habitación mientras Daniel se acercaba
al umbral de la terraza. Durante unos momentos observó cómo el
senador cerraba los ojos y levantaba la cabeza para disfrutar de la
fresca brisa tropical que soplaba desde el mar. El viento le agitó
los cabellos y las mangas de su camisa estampada, pero por lo demás
permaneció inmóvil. Daniel se preguntó si Butler estaría rezando o
comunicándose con su Dios de alguna manera especial ahora que creía
que en su cerebro llevaba los genes de Jesucristo.
Una leve sonrisa apareció en el rostro de Daniel. De pronto
vio con optimismo el resultado del tratamiento de Ashley. El ataque
en el quirófano le había provocado una gran preocupación que había
aumentado al ver el escáner. Comenzó a pensar en la posibilidad de
un milagro.
–¡Senador! – llamó Daniel después de que pasaran cinco
minutos sin que Ashley moviera ni un solo músculo-. No quiero
molestarlo, pero creo que me iré a mi habitación.
Butler se volvió al escuchar la llamada y actuó como si le
sorprendiera ver a Daniel en el umbral de la
terraza.
–¡Vaya, si es el doctor Lowell! – respondió-. ¡Qué placer
verlo! – Se apartó de la balaustrada y caminó hacia el científico.
Antes de que Daniel pudiera darse cuenta de lo que pasaba, se vio
atrapado en un abrazo de oso que le mantenía los brazos pegados al
cuerpo.
Cohibido, Daniel se dejó abrazar, aunque se preguntó si tenía
alguna otra opción. Era una reafirmación de lo mucho más grande y
pesado que era Ashley comparado con el cuerpo delgado y huesudo de
Daniel. El abrazo continuó más allá de lo que Daniel consideró
razonable, y en el momento en el que se disponía a protestar,
Butler lo soltó y dio un paso atrás aunque mantuvo una mano en el
hombro de Daniel.
–Mi querido, querido amigo -dijo el senador-. Quiero darle
las gracias por todo lo que ha hecho desde lo más profundo de mi
corazón. Es usted un tributo a su profesión.
–Vaya, muchas gracias por decirlo -murmuró Daniel, incómodo
al saber que se había ruborizado.
Carol salió de su dormitorio y su presencia rescató a Daniel
de las manos de Ashley.
–Me voy a mi habitación -le dijo Daniel.
–¡Acuéstese y descanse! – le ordenó Butler, como si él fuese
el médico. Le dio una palmada en la espalda con tanta fuerza que
Daniel se vio obligado a dar un paso adelante para no perder el
equilibrio. El senador se volvió inmediatamente para salir a la
terraza y apoyarse en la balaustrada, donde adoptó la misma pose
meditabunda de antes.
Carol acompañó a Daniel hasta la puerta de la
suite.
–¿Hay algo que deba saber o hacer? –
preguntó.
–Nada que no le haya dicho antes. Parece encontrarse bien, y
desde luego mucho mejor de lo que esperaba.
–Tendría que sentirse orgulloso.
–Sí, bueno, quizá -tartamudeó Daniel. No tenía muy claro si
ella se refería al estado actual de Butler o era un comentario
sarcástico referente a la complicación. Su tono, lo mismo que su
rostro inexpresivo, era difícil de interpretar.
–¿A qué debo prestar una atención especial? – añadió
Carol.
–A cualquier cambio en su estado de salud o su
comportamiento. Sé que no tiene usted conocimientos médicos, así
que se verá en la necesidad de hacer lo que pueda. Hubiese
preferido que se quedara en la clínica para controlarle las
funciones vitales durante la noche, pero no ha sido así. Es un
individuo con una voluntad de hierro.
–Lo sé -manifestó Carol-. Lo vigilaré como siempre. ¿Debo
despertarlo durante la noche o cualquier otra cosa por el
estilo?
–No creo que sea necesario, a la vista de que parece estar
bien. Pero si surge cualquier problema o tiene alguna duda,
llámeme, no importa la hora.
Carol abrió la puerta para que saliera y la cerró sin añadir
nada más. Daniel contempló las tallas de las sirenas durante un
momento. Él era un científico puro y duro. La psicología distaba
mucho de ser su fuerte, y las personas como Carol Manning lo
confirmaban. Lo desconcertaba. En un momento cualquiera parecía la
ayudante perfecta y al siguiente daba la impresión de estar furiosa
por su subordinación. Daniel exhaló un suspiro. Al menos no era su
problema, siempre y cuando vigilara al senador durante la
noche.
Mientras recorría la corta distancia que lo separaba de la
habitación que compartía con Stephanie, volvió a pensar en la
sorprendente mejoría de Ashley. Había muchas cosas que no entendía
pero se sentía muy complacido, y no veía la hora de compartir las
noticias con Stephanie. Abrió la puerta y le sorprendió no verla,
máxime cuando tampoco se encontraba en el dormitorio. Entonces
escuchó el ruido de la ducha.
Daniel entró en el cuarto de baño y se encontró envuelto en
una densa niebla como si Stephanie llevase allí una media hora.
Bajó la tapa de la taza y se sentó. Ahora que estaba más bajo,
consiguió distinguir la silueta de su compañera detrás de la
mampara. Le pareció que ella permanecía inmóvil bajo el potente
chorro de la ducha.
–¿Estás bien? – gritó Daniel.
–Estoy mejor -respondió Stephanie.
¿Mejor?, se preguntó Daniel. No tenía idea de a qué se
refería, aunque recordó que Stephanie se había mostrado muy poco
comunicativa durante toda la tarde. También le recordó su casi
descortés respuesta al ofrecimiento de Carol de acompañarla en el
coche, si bien admitió que él hubiese respondido de la misma
manera. La diferencia radicaba en que, a diferencia de él,
Stephanie se preocupaba por los sentimientos de los demás. Daniel
no se consideraba a él mismo como una persona grosera, sino que
sencillamente no podía tomarse esa molestia. Las personas debían
comprender que tenía demasiadas cosas importantes en las que pensar
como para preocuparse de ser amable.
Debatió consigo mismo si debía o no acercarse al minibar para
buscar algo de beber. En muchos sentidos, este había sido uno de
los días más estresantes de su vida. Al final, decidió quedarse
donde estaba. Aún no le había comunicado a Stephanie las últimas
noticias referentes al senador; ya bebería más tarde. Pero
Stephanie no se movió.
–¡Stephanie! – gritó de nuevo cuando se cansó de esperar-.
¿Sales o qué?
Stephanie corrió una de las hojas de la mampara y asomó la
cabeza en medio de otra nube de vapor.
–Lo siento. ¿Estás esperando para ducharte?
Daniel agitó la mano para apartar el vapor de su rostro. El
cuarto se había convertido en un baño turco.
–No, estoy esperando para hablar contigo.
–Quizá no tendrías que esperar. Ahora mismo no me apetece
hablar.
Daniel se enfureció en el acto. La respuesta de Stephanie no
era precisamente la que deseaba escuchar. Después de todo lo que
había ocurrido a lo largo del día, necesitaba y se merecía un poco
de apoyo, algo que desde su punto de vista no era mucho pedir. Se
levantó bruscamente y salió del baño con un portazo. Refunfuñó para
sus adentros mientras sacaba del minibar una cerveza. No necesitaba
más agravios. Se dejó caer en el sofá y bebió un buen trago. Para
el momento en que Stephanie salió del baño envuelta en una toalla,
él ya se había tranquilizado.
–Sé por el portazo que estás enojado -comentó Stephanie con
voz calma. Fue hasta la puerta del dormitorio-. Solo quiero que
sepas que estoy emocional y físicamente agotada. Necesito dormir.
Nos levantamos a las cinco de la mañana para ocuparnos de que todo
estuviese en orden.
–Yo también estoy cansado. Solo quería decirte que Ashley
está muy bien. No deja de ser un misterio pero han desaparecido
casi todos los síntomas del Parkinson.
–Me alegro. Es una pena que eso no cambie el hecho de que la
implantación no se hiciera en el lugar correcto.
–¡Quizá no sea así! – replicó Daniel-. Te estoy diciendo que
te asombrarás cuando lo veas. Es otro hombre.
–Desde luego que es otro hombre. Sin darnos cuenta le hemos
implantado una horda de células productoras de dopamina en el
lóbulo temporal. Un neurocirujano con mucha experiencia cree
firmemente que acabará con una epilepsia del lóbulo temporal. Para
Butler, eso será incluso peor que el Parkinson.
–No ha tenido otro ataque desde el que tuvo en el quirófano.
Te lo repito, está de fábula.
–Di mejor que todavía no ha tenido
otro ataque.
–Si tiene algún problema, siempre podríamos tratarlo de la
manera que le indiqué al doctor Nawaz.
–¿Te refieres al agente citotóxico añadido al anticuerpo
monoclonal?
–Exactamente.
–Puedes hacerlo si te parece conveniente y si puedes
convencer a Butler de que se someta a un experimento sin la menor
garantía de éxito, pero no digas podríamos. No pienso tomar parte.
Ni siquiera lo hemos intentado en los cultivos celulares, y mucho
menos en animales. En mi opinión es un paso todavía menos ético que
todos los que hemos dado hasta ahora.
Daniel miró a Stephanie. El enfado resurgió con nuevas
fuerzas.
–¿Se puede saber de qué lado estás? Decidimos tratar a Butler
para salvar el RSHT y CURE, y te digo que lo
conseguiremos.
–Me gustaría creer que me estoy situando en el lado menos
motivado por el egoísmo -declaró Stephanie-. Hoy, cuando nos
enteramos de que no había un equipo de rayos X en el quirófano,
tendríamos que haber interrumpido el procedimiento. Arriesgamos la
vida de otra persona en aras de nuestro propio beneficio. – Levantó
las manos al ver cómo enrojecía el rostro de Daniel y abría la boca
para responder-. Si no te importa, vamos a dejarlo aquí -añadió-.
Lo siento. Esto se ha convertido precisamente en la clase de
discusión que no me siento capaz de tener esta noche. Estoy
agotada. Quizá me sienta diferente después de
dormir.
–¡Fantástico! – exclamó Daniel con un tono sarcástico. Hizo
un gesto despectivo-. ¡Vete a la cama!
–¿Vienes?
–Sí, quizá -contestó Daniel, furioso. Se levantó para ir al
minibar. Necesitaba otra cerveza.
Daniel no estaba seguro de cuántas veces había sonado el
teléfono desde que su mente agotada había incorporado los timbrazos
a la pesadilla. En el sueño, era de nuevo un estudiante de
medicina, y el teléfono era algo temible. En aquellos años, a
menudo era una llamada de emergencia para la que no estaba en
condiciones de atender.
Cuando consiguió abrir los ojos, ya no sonaba. Se sentó en la
cama, miró el teléfono y se preguntó si había sonado de verdad o
solo lo había soñado. Entonces miró en derredor para orientarse.
Estaba en la sala, vestido y con todas las luces encendidas.
Después de las dos cervezas, se había quedado
dormido.
Se abrió la puerta del dormitorio. Stephanie entró en el
salón vestida con su pijama de seda corto. Entrecerró los párpados,
molesta por la intensidad de la luz.
–Carol Manning está al teléfono -dijo con voz somnolienta-.
Parece inquieta y quiere hablar contigo.
–¡Oh, no! – exclamó Daniel. Apartó las piernas de la mesa de
centro. Aún tenía los zapatos puestos. Sin levantarse, se inclinó
sobre el sofá y cogió el teléfono. Stephanie permaneció atenta a la
conversación.
–Ashley se comporta de una manera extraña -le soltó Carol en
cuanto Daniel dijo hola.
–¿Qué hace? – preguntó Daniel. El viejo temor estudiantil de
no ser capaz de atender una emergencia resucitó con toda su fuerza.
Después de tantos años de no ejercer la medicina clínica, había
olvidado casi todos los conocimientos prácticos.
–No es tanto lo que hace, es de lo que se queja. Perdón por
el lenguaje, pero dice que huele a mierda de cerdo. Usted me
advirtió que si olía algo extraño, podría ser
importante.
Daniel sintió cómo el corazón le daba un brinco y el
optimismo que había sentido antes se esfumó en un abrir y cerrar de
ojos. No tenía ninguna duda de que Ashley estaba teniendo un aura
que anunciaba el comienzo de otro ataque en el lóbulo temporal. Al
mismo tiempo, los últimos vestigios de su confianza médica
desaparecieron cuando comprendió que estaba a punto de enfrentarse
a un episodio que, según había anunciado el doctor Nawaz, sería
peor que el primero.
–¿Se ha comportado de forma agresiva o ha dado muestras de
conducta sin inhibiciones? – preguntó Daniel, nervioso. Comenzó a
buscar con la mirada la bolsa negra con el sedante y las
jeringuillas. Ya desesperaba cuando afortunadamente la vio en la
mesa del vestíbulo.
–Ninguna de las dos cosas, pero sí que se ha mostrado
irritable. Claro que lo ha hecho a lo largo de todo el último
año.
–¡De acuerdo, no pierda la calma! – le recomendó Daniel,
tanto por su propio bien como por el de Carol-. Ahora mismo voy a
su habitación. – Consultó su reloj. Eran las dos y media de la
mañana.
–No estamos en la habitación.
–¿Dónde diablos está?
–Estamos en el casino -admitió Carol-. Ashley insistió. No
pude hacer nada aunque lo intenté. No lo llamé porque sabía que
usted tampoco podía hacer nada. Cuando decide hacer algo, se acabó.
Me refiero a que es un senador.
–¡Dios bendito! – Daniel se dio una palmada en la frente-.
¿Intentó llevarlo de nuevo a la habitación cuando dijo que olía a
mierda de cerdo?
–Se lo sugerí, pero me respondió que me largara con viento
fresco.
–¡De acuerdo! ¿En qué lugar del casino están
ahora?
–Estamos en las tragaperras en el lado de la sala que da al
mar, más allá de las mesas de ruleta.
–Ahora mismo bajo. ¡Tenemos que llevarlo de regreso a la
habitación!
Daniel se levantó y se volvió hacia Stephanie, pero ella
había desaparecido en el dormitorio. Fue hasta allí y asomó la
cabeza. Stephanie se había quitado el pijama y se vestía a la
carrera.
–¡Espera, iré contigo! Si Ashley va a tener otro ataque
parecido al que tuvo en el quirófano, necesitarás toda la ayuda que
puedas conseguir.
–Vale. ¿Dónde está el móvil?
Stephanie le señaló el tocador con un movimiento de cabeza
mientras se abotonaba la blusa.
–¡No te lo dejes! ¿Dónde están los números de Newhouse y
Nawaz?
–Ya los tengo. – Stephanie se puso el pantalón-. Están en el
bolsillo.
Daniel fue a recoger la bolsa negra. Solo para asegurarse,
abrió la cremallera. Se sintió un poco más tranquilo después de ver
el frasco con los sedantes y las jeringuillas. Lo difícil sería
inyectarle los sedantes antes de que se produjera la
catástrofe.
Stephanie salió del dormitorio. Intentó calzarse los
mocasines sobre la marcha al tiempo que acababa de remeterse la
blusa. Daniel la esperaba con la puerta abierta. Salieron al
pasillo y echaron a correr en dirección a los
ascensores.
Daniel apretó el botón de llamada. Luego cogió el móvil de
Stephanie, le dio la bolsa negra y marcó el número del doctor
Nawaz.
–¡Venga, venga! – murmuró Daniel mientras sonaba el teléfono.
El doctor Nawaz atendió la llamada con voz somnolienta cuando se
abrían las puertas del ascensor-. Soy el doctor Lowell -dijo-.
Quizá se interrumpa la comunicación. Estoy entrando en un ascensor.
– Stephanie apretó el botón de la planta baja y se cerraron las
puertas-. ¿Me escucha?
–Apenas -respondió el neurocirujano-. ¿Cuál es el
problema?
–Ashley está teniendo un aura olfatorio -le informó Daniel.
Miró el indicador electrónico. Estaban en un ascensor rápido, pero
los números parecían cambiar con una lentitud
desesperante.
–¿Quién es Ashley? – replicó el doctor
Nawaz.
–Quiero decir el señor Smith. – Daniel miró a Stephanie,
quien puso los ojos en blanco. Para ella, era otro pequeño episodio
en esta trágica comedia de errores.
–Tardaré unos veinte minutos en llegar a la clínica. Le
recomiendo que llame al doctor Newhouse. Como le dije antes,
sospecho que este ataque será peor que el primero, a la vista del
lugar donde se encuentran las células. Quizá convendría reunir al
mismo equipo.
–Llamaré al doctor Newhouse, pero no estamos en la clínica. –
¿Dónde están?
–Estamos en el Atlantis, en la isla Paradise. En estos
momentos, el paciente se encuentra en el casino, pero vamos a
intentar llevarlo de nuevo a su habitación. Está registrada a
nombre de Carol Manning. Es la suite Poseidón.
A esta información siguió un silencio que se prolongó varios
pisos.
–¿Todavía está allí? – preguntó Daniel.
–Me cuesta creer lo que acabo de escuchar. A este hombre le
han practicado una craneotomía hace unas doce horas. ¿Qué demonios
está haciendo en el casino?
–Sería una explicación demasiado larga.
–¿Qué hora es?
–Son las dos y treinta y cinco. Sé que no es una excusa, pero
no teníamos idea de que el señor Smith iría al casino cuando lo
trajimos aquí. Es un hombre que cuando toma una decisión no atiende
a razones.
–¿Se han producido más cambios más allá del
aura?
–Aún no lo he visto, pero no lo creo.
–Lo mejor que puede hacer ahora mismo es sacarlo del casino,
si no quiere encontrarse con un escándalo de
cuidado.
–Vamos camino del casino mientras hablamos.
–Llegaré allí lo antes posible. Primero iré a buscarlos al
casino. Si no están allí, subiré a la habitación.
Daniel se despidió del neurocirujano y marcó el número del
doctor Newhouse. Como había ocurrido con el doctor Nawaz, el
teléfono sonó durante un par de minutos antes de que lo atendieran.
En cambio, a diferencia del doctor Nawaz, respondió con una voz
alerta como si hubiese estado despierto.
–Lamento tener que molestarlo -dijo Daniel, mientras las
puertas del ascensor se abrían en el vestíbulo.
–No se preocupe. Estoy más que acostumbrado a que me llamen
en mitad de la noche. ¿Cuál es el problema?
Daniel le explicó la situación al tiempo que avanzaba lo más
rápido que podía sin llegar a correr en dirección al casino, que
estaba en el centro del enorme complejo. La reacción del doctor
Newhouse fue un fiel reflejo de la del doctor Nawaz en todos los
sentidos, y él también aseguró que acudiría inmediatamente. Daniel
apagó el teléfono y se lo entregó a Stephanie que le devolvió la
bolsa negra.
Stephanie y Daniel acortaron un poco el paso cuando llegaron
al casino. Las salas de juego funcionaban a tope y la multitud era
mucho mayor de la que esperaban, a pesar de la hora. Era un
colorido espectáculo con las mullidas alfombras rojas y negras, los
enormes candelabros de cristal, y los encargados de las mesas de
juego vestidos de esmoquin. La pareja se dirigió en línea recta en
medio de la multitud hacia la zona más allá de las ruletas
agrupadas en el centro de la inmensa sala. No tardaron mucho en dar
con la hilera de tragaperras que Carol les había indicado y, una
vez allí, todavía menos en encontrar a Ashley. Carol estaba detrás
del senador y se alegró ostensiblemente al ver que llegaba
ayuda.
Butler estaba sentado delante de una de las tragaperras con
una considerable cantidad de monedas en la bandeja. Aún iba vestido
con sus ridículas prendas de turista. El vendaje destacaba en la
frente. Su palidez no se veía gracias al resplandor rojizo de la
alfombra. No había ningún jugador en las máquinas
vecinas.
El senador echaba monedas en la máquina a un ritmo que le
hubiese sido imposible el día anterior. En el instante en que se
detenían las figuras, echaba otra moneda en la ranura y tiraba de
la palanca. Ashley parecía hipnotizado por las fugaces imágenes de
las frutas.
Sin la menor vacilación, Daniel se acercó a Ashley, apoyó una
mano en su hombro izquierdo y lo obligó a
volverse.
–¡Senador! ¡Es un placer verlo!
Butler escudriñó el rostro de Daniel sin parpadear. Tenía las
pupilas dilatadas. Sus cabellos habitualmente bien peinados estaban
revueltos como si alguien se los hubiese alborotado, cosa que
empeoraba su aspecto.
–Quítame las manos de encima, imbécil de mierda -gruñó
Ashley, sin el menor rastro de su acento sureño.
Daniel obedeció en el acto, sorprendido y aterrorizado por el
uso de un lenguaje que no era nada habitual en el político y que le
recordó el estallido en el quirófano. Lo que menos le interesaba
era provocar al hombre con la consecuencia de una más rápida
progresión de los síntomas del ataque. Miró los ojos de Ashley, que
reflejaban una cierta desconexión, dado que no daba ninguna señal
de reconocimiento. Durante unos segundos, ninguno de los dos se
movió mientras Daniel debatía rápidamente para sus adentros si
debía intentar medicarlo en el lugar. Decidió que no, por miedo al
fracaso y empeorar todavía más las cosas en el
proceso.
–Carol me dice que percibió un olor desagradable -comentó
Daniel, sin tener muy claro qué decir o cómo
proceder.
Ashley hizo un gesto como si quisiera quitarle
importancia.
–Creo que fue aquella puta del vestido rojo. Por eso me vine
a esta máquina.
Daniel miró a lo largo de la hilera de tragaperras. Había una
joven con un vestido rojo muy escotado que dejaba a la vista gran
parte de sus pechos, sobre todo cuando accionaba la palanca de la
máquina. Volvió a mirar al senador que continuaba con el
juego.
–¿Quiere decir que ya no lo huele?
–Solo un poco, ahora que estoy lejos de esa
zorra.
–Muy bien -dijo Daniel. Se permitió un cierto optimismo al
pensar que el aura no pasaría a mayores. No obstante, quería llevar
a Ashley a la suite Poseidón. Si se producía un escándalo en el
casino, no dudaba que todo el asunto acabaría apareciendo en los
medios.
–Senador, tengo algo que quiero mostrarle en su habitación. –
Lárgate, estoy ocupado.
Daniel tragó saliva. Su incipiente optimismo desapareció
mientras admitía que el humor y la conducta de Butler eran
significativamente anormales, aunque todavía no eran escandalosos.
Buscó con desesperación cualquier excusa para llevar a Ashley a la
habitación, pero no se le ocurrió nada.
Ya se daba por perdido cuando Carol le tiró de la manga de la
camisa y le susurró al oído. Daniel se encogió de hombros. Estaba
dispuesto a probar cualquier cosa por ridícula que
fuese.
–Senador. Hay una caja de botellas de bourbon en su
habitación.
Ashley soltó la palanca de la tragaperras y se volvió con una
alentadora rapidez para mirar a Daniel.
–Vaya, doctor, qué curioso resulta verlo por aquí -manifestó
con su acento habitual.
–Yo también me alegro de verlo, señor. He bajado para
avisarle de que acaban de traer una caja de bourbon para usted.
Tendrá que subir a la habitación para firmar el
recibo.
Daniel observó con gran alivio cómo Ashley se bajaba del
taburete atornillado al suelo delante de la tragaperras. Sin duda
debió tener un leve ataque de mareo, porque se tambaleó unos
momentos antes de sujetarse de la bandeja de la máquina. Daniel lo
cogió del otro brazo por encima del codo para ayudarlo a
sostenerse. Butler parpadeó, miró a Daniel, y por primera vez
sonrió.
–Vamos allá, joven -manifestó, muy animado-. Firmar el recibo
de una caja de bourbon le parece una causa muy digna a este viejo
granjero. ¡Por favor, Carol, querida, ocúpese de mis
ganancias!
Sin soltarle el brazo, Daniel guió al senador lejos de las
tragaperras. En una muestra de agradecimiento por la idea de Carol,
que a él nunca se le hubiera ocurrido, le guiñó un ojo cuando se
cruzaron sus miradas. Mientras Carol recogía rápidamente las
monedas de Butler, Daniel y Stephanie acompañaron al senador entre
la multitud de jugadores.
No tuvieron ningún problema hasta llegar a los ascensores,
donde tuvieron que esperar un par de minutos. Como una nube que
pasa delante del sol, la sonrisa de Ashley desapareció bruscamente
para ser reemplazada por una expresión agria. Daniel, que había
estado atento y había visto la transición, se sintió tentado de
preguntarle al senador en qué estaba pensando. Pero no lo hizo,
temeroso de romper el statu quo. La intuición le decía que un hilo
muy fino de realidad mantenía el control mental de
Butler.
Desafortunadamente, dos parejas que Ashley había visto por
encima del hombro de Daniel entraron tras ellos en el mismo
ascensor. Uno de los hombres apretó el botón del piso treinta.
Daniel maldijo por lo bajo. Había esperado tener el ascensor para
ellos solos, y la preocupación de que pudiera montar un escándalo
en presencia de extraños hizo que se le acelerara el pulso y que
aparecieran gotas de sudor en su frente. Durante una fracción de
segundo miró a Stephanie, quien parecía tanto o más aterrorizada
que él. Cuando miró de nuevo al político, comprobó que el senador
miraba furioso a las parejas que estaban un tanto bebidas y se
comportaban de una manera ruidosa y provocativa.
Daniel abrió la cremallera de la bolsa. Echó una ojeada al
frasco con la mezcla de sedantes y las jeringuillas, y se preguntó
si debía preparar una. El problema era que los extraños verían lo
que estaba haciendo y se alarmarían.
–¿Qué pasa, papaíto? – preguntó una de las mujeres
provocativamente después de advertir la mirada truculenta de
Ashley-. ¿Estás celoso, viejo? ¿Quieres un poco de
acción?
–¡Que te folien, puta! – replicó Butler.
–Eh, esa no es manera de hablarle a una señora -exclamó el
compañero de la mujer. Apartó a la mujer y se adelantó para
encararse con Butler.
Sin pensar en las consecuencias, Daniel se metió entre los
dos.
Olió el aliento a ajo y alcohol del hombre y sintió la mirada
de Ashley en la nuca.
–Le pido disculpas en nombre de mi paciente -dijo Daniel-.
Soy médico, y el caballero está enfermo.
–Lo estará mucho más si no le pide disculpas a mi esposa
-amenazó el hombre-. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido la chaveta? – El
hombre soltó una risotada al tiempo que intentaba esquivar el bulto
de Daniel para ver mejor a Ashley.
–Algo así -asintió Daniel.
–¡Puta! – gritó Ashley y acompañó el insulto con un gesto
obsceno.
–¡Se acabó! – afirmó el hombre. Intentó apartar a Daniel
mientras levantaba el puño.
Stephanie se apresuró a sujetarle el brazo.
–El doctor le está diciendo la verdad -declaró-. El caballero
no es él mismo. Lo llevamos de regreso a su habitación para
suministrarle un medicamento.
El ascensor se detuvo en el piso treinta, y se abrieron las
puertas.
–Quizá lo mejor sería que le consiguieran un cerebro nuevo
-se burló el hombre, mientras sus compañeros, muertos de risa, lo
obligaban a salir del ascensor. Se soltó de las manos que lo
sujetaban y continuó mirando a Ashley con una expresión de furia
hasta que las puertas se cerraron.
Daniel y Stephanie intercambiaron una mirada de inquietud.
Habían conseguido evitar un desastre. Daniel miró a Ashley, que
hacía un chasquido con los labios como si estuviese probando algo
desagradable. Las puertas del ascensor se abrieron en el piso
treinta y dos.
Con Carol de un brazo y Daniel del otro, consiguieron sacar a
Butler del ascensor y guiarlo por el pasillo. No oponía resistencia
sino que caminaba como un autómata. Cuando llegaron a la puerta de
las sirenas, Carol soltó a Ashley solo el tiempo necesario para
sacar la llave tarjeta y dársela a Stephanie, quien se encargó de
abrir la puerta. Carol y Daniel se disponían a ayudar al senador,
pero él los sorprendió al apartarle las manos y entrar
libremente.
–Gracias a Dios -murmuró Stephanie al cerrar la
puerta.
El candelabro del recibidor y la lámpara de la mesa en la
sala estaban encendidas. El resto de la suite estaba a oscuras. Las
cortinas y las ventanas estaban abiertas. Más allá de la terraza,
las estrellas formaban un arco sobre el mar oscuro. La brisa movía
suavemente el ramo de flores colocado en la mesa de
centro.
Ashley continuó caminando hasta llegar a unos pocos pasos de
la mesa de centro. Allí se detuvo y permaneció inmóvil con la
mirada fija en la distancia. Carol encendió todas las luces y luego
se acercó a Ashley para ver si conseguía que se
sentara.
Daniel vació el contenido de la bolsa en una de las mesas del
recibidor. Con manos torpes intentó abrir el envoltorio de una
jeringuilla, mientras Stephanie quitaba el capuchón de plástico que
cubría el tapón de goma del frasco con la combinación de
sedantes.
–¿Qué harás si se resiste? – susurró
Stephanie.
–No tengo ni la menor idea -admitió Daniel-. Con un poco de
suerte, el doctor Nawaz y el doctor Newhouse no tardarán en llegar
para echar una mano. – Utilizó los dientes para romper el
celofán.
–El senador está haciendo las mismas muecas que hacía cuando
dijo que olía los excrementos de cerdo -gritó Carol desde la
sala.
–Haga lo posible para que se siente -respondió Daniel a voz
en cuello. Por fin consiguió abrir el envoltorio y lo arrojó al
suelo.
–Ya lo he intentado -volvió a gritar Carol-. No
quiere.
Un tremendo estrépito de muebles rotos en la sala hizo que
Daniel y Stephanie volvieran la cabeza. Carol se estaba levantando
del suelo después de haber sido lanzada contra una de las mesas
donde había estado una gran lámpara de cerámica que ahora era un
montón de añicos. Ashley se estaba arrancando las prendas y las
arrojaba por toda la habitación.
–¡Dios bendito! – gritó Daniel-. ¡El senador se ha vuelto
loco! – Cogió uno de los sobres con las toallitas empapadas en
alcohol, pero cuando consiguió sacar la toallita, se le cayó al
suelo. Cogió otra.
–¿Te puedo ayudar? – preguntó Stephanie.
–Es como si tuviera seis dedos -respondió Daniel. Sacó la
toallita y la usó para frotar el tapón de goma. Antes de que
pudiera insertar la aguja, Ashley soltó un alarido. Dominado por el
pánico, Daniel le entregó el frasco y la jeringuilla a Stephanie
antes de correr a la sala para ver qué pasaba. Carol se encontraba
detrás de un sofá con las manos apoyadas en las mejillas. Ashley
seguía en el mismo lugar pero completamente desnudo excepto por los
calcetines negros. Estaba ligeramente encorvado y se miraba las
manos que mantenía curvadas muy cerca de los ojos.
–¿Cuál es el problema? – preguntó Daniel mientras se volvía
para mirar a Butler.
–Me sangran las palmas -contestó Ashley, horrorizado.
Temblaba como una hoja. Bajó las manos poco a poco con las palmas
hacia arriba y separó los dedos.
Daniel miró las manos de Butler y luego lo miró a la
cara.
–Sus manos están bien, senador. Tiene que serenarse. Todo
saldrá perfectamente. ¿Por qué no se sienta? Tenemos unos
medicamentos que le harán sentirse relajado.
–Lamento que no pueda ver las heridas en mis manos -señaló el
senador con un tono cortante-. Quizá consiga verlas en mis
pies.
Daniel le miró los pies y después a la cara.
–Lleva calcetines, pero sus pies parecen estar bien. Deje que
le ayude a sentarse en el sofá. – Daniel tendió una mano para coger
el brazo de Ashley, pero antes de que pudiera hacerlo, Butler apoyó
las manos en el pecho de Daniel y le dio un violento empellón.
Pillado totalmente por sorpresa, Daniel tropezó contra la mesa de
centro, cayó de espaldas sobre la misma y aplastó el jarrón con las
flores en su caída. El agua y las flores cayeron como una lluvia
sobre la mullida alfombra. Daniel rodó sobre la mesa y acabó boca
abajo en el suelo entre la mesa y uno de los
sofás.
Sin preocuparse en lo más mínimo por el caos que había
provocado, Ashley pasó por el otro lado de la mesa y corrió hacia
la terraza. Se detuvo bruscamente apenas pasado el umbral y levantó
los brazos con las manos dobladas hacia arriba. La brisa nocturna
le alborotó los cabellos.
–¡Virgen santa! ¡Está en la terraza! – gritó Stephanie.
Apretaba la jeringuilla, la toallita y el frasco contra el
pecho.
Daniel se levantó con la espalda dolorida por el golpe contra
el jarrón primero y luego contra la mesa. Evitó a Ashley cuando
salió a la terraza para después colocarse a modo de barrera entre
el senador y la balaustrada.
–¡Senador! – gritó Daniel con las manos levantadas-. ¡Vuelva
ahora mismo a la sala!
Butler no se movió. Tenía los ojos cerrados, y una expresión
de profunda serenidad había reemplazado el horror de
antes.
Daniel chasqueó con los dedos para llamar la atención de
Stephanie. La joven estaba muy cerca del umbral con una expresión
de espanto en su rostro.
–¿La jeringuilla está preparada? – le preguntó Daniel, sin
apartar la mirada del paciente.
–¡No!
–¡Prepárala ya!
–¿Qué cantidad?
–Dos centímetros cúbicos. ¡Deprisa!
Stephanie llenó la jeringuilla con la cantidad indicada,
guardó el frasco en el bolsillo, y golpeó la jeringuilla con la uña
del dedo índice para eliminar cualquier burbuja. Luego corrió a la
terraza para entregarle la jeringuilla a su compañero. Miró el
rostro beatífico de Ashley. El hombre era como una estatua. No se
movía. Ni siquiera parecía respirar.
–Está como congelado -opinó Stephanie.
–No sé si intentar ponérsela por vía intravenosa o
conformarme con la vía intramuscular -dijo Daniel. Se acercaba sin
haber acabado de decidirse, cuando Ashley abrió los ojos. Sin el
más mínimo aviso previo se lanzó hacia adelante. Daniel reaccionó
en el acto. Se abrazó al pecho de Butler al tiempo que intentaba
afirmar los pies en el suelo. Pero era como intentar detener a un
toro furioso. Los zapatos de Daniel se deslizaron sobre el suelo de
cerámica como si se tratara de una pista de baile, y cuando los dos
hombres chocaron contra la balaustrada, el impulso de Ashley hizo
que ambos pasaran por encima y se precipitaran al
vacío.
Stephanie soltó un grito de desesperación mientras corría
para asomarse a la balaustrada. Para su indescriptible horror,
Ashley y Daniel caían a cámara lenta, abrazados como dos amantes
que se precipitan al abismo. Al instante siguiente, Stephanie cerró
los ojos, y con una sensación de náusea, se dejó caer al suelo con
la espalda apoyada en la fría balaustrada de
piedra.
El débil resplandor en el horizonte, que había sido apenas
perceptible media hora antes, ahora era claro. Las estrellas se
habían ocultado, y en su lugar había un bello color rosado que
anunciaba la inminente salida del sol. Se había calmado la brisa
nocturna. Los trinos y los gorjeos de infinidad de pájaros se
escuchaban claramente, incluso en el piso treinta y
dos.
Stephanie y Carol estaban sentadas en sofás opuestos en la
sala de una suite similar en tamaño aunque no con el mismo lujo de
la Poseidón. Llevaban allí horas sin moverse ni hablar, en un
estado casi catatónico, después del tremendo trauma emocional
provocado por el salto mortal de Ashley y Daniel por encima de la
balaustrada. Carol había sido la primera en reaccionar después del
suceso. Había corrido al teléfono para avisar a la recepción de que
dos personas habían caído desde la terraza de la suite
Poseidón.
El espanto reflejado en la voz de Carol había conseguido que
Stephanie se pusiera de pie. Había evitado mirar de nuevo por
encima de la balaustrada y había salido corriendo de la habitación
para dirigirse a los ascensores. Mientras esperaba, Carol se había
reunido con ella. En el ascensor, ninguna de las dos había dicho ni
una palabra, sino que se habían mirado la una a la otra sin poder
creerse lo que habían presenciado. Ambas aún habían confiado en un
milagro. Todo había ocurrido tan rápido que les parecía
irreal.
Las dos mujeres habían bajado al nivel de lo que llamaban el
Pozo, y una vez allí habían corrido entre los acuarios iluminados
llenos con toda clase de criaturas marinas, y la fantástica
reproducción de las ruinas de la mítica Atlántida, para acceder a
la zona delante del hotel. Seguramente existía una ruta más corta,
pero esta era la única que Carol conocía para llegar hasta allí, y
el tiempo era lo más importante.
Cuando salieron al exterior, habían doblado a la izquierda
para rodear la Royal Baths Pool, iluminada con los focos
submarinos. Luego habían tenido que acortar el paso cuando se
encontraron con una pasarela mal iluminada. A continuación habían
cruzado el puente sobre la laguna Stingray para llegar a la zona
ajardinada al pie del ala izquierda de las Royal Towers. A las dos
les había faltado el aliento.
Un contingente de guardias de seguridad del hotel habían
reaccionado rápidamente al aviso dado por Carol y ya se encontraban
en la escena. Varios se ocupaban de acotar la zona con una cinta de
plástico amarilla tendida entre las palmeras. Un guardia muy
fornido vestido con un traje oscuro les interceptó el
paso.
–Lo siento -dijo. Su corpachón les impidió ver más allá-. Se
ha producido un accidente.
–Estamos alojadas con las víctimas -replicó Stephanie.
Intentó ver por el costado del guardia.
–Lo siento, pero es mejor que permanezcan aquí -insistió el
hombre-. Las ambulancias vienen de camino.
–¿Ambulancias? – repitió Stephanie que se aferraba
desesperadamente a la más mínima esperanza.
–Y la policía -añadió el guardia.
–¿Están bien? – tartamudeó Stephanie-. ¿Aún viven? ¡Tenemos
que verlos!
–Señora -respondió el guardia con voz amable-. Cayeron desde
el piso treinta y dos. No es un espectáculo
agradable.
Habían llegado las ambulancias para llevarse los cuerpos.
Después vino la policía para realizar una investigación preliminar.
El hallazgo de la jeringa había provocado un cierto revuelo hasta
que Stephanie explicó que se trataba de un medicamento recetado por
un médico local. Esto lo habían confirmado el doctor Nawaz y el
doctor Newhouse, que habían llegado minutos después de producirse
la tragedia. La policía había acompañado a las mujeres y a los
médicos a la suite Poseidón para ver la terraza y la balaustrada. A
continuación el inspector jefe les había confiscado los pasaportes
a las dos mujeres y les había dicho que debían permanecer en Nassau
hasta que se celebrara la vista preliminar. También ordenó que
precintaran la suite Poseidón y la habitación de Stephanie a la
espera del equipo de la policía científica.
El director del turno de noche había sido todo un ejemplo de
compostura, eficacia y comprensión. Inmediatamente y sin hacer
preguntas, había transferido a las mujeres a una suite en el ala
este de las Royal Towers, donde se encontraban ahora. También les
había provisto de toda clase de productos de uso personal dado que
no podían acceder a los propios por el momento. El doctor Nawaz y
el doctor Newhouse se habían quedado un rato. El doctor Newhouse
les había dado un sedante para que se lo tomaran si lo consideraban
necesario. Ninguna de los dos lo empleó. El pequeño recipiente de
plástico permanecía intacto en la mesa de centro en los dos
sofás.
Stephanie no había dejado de repasar una y otra vez todo lo
ocurrido, desde la lluviosa noche en Washington hasta la tragedia
de la madrugada. Al verlo en retrospectiva, le costaba creer que
ella y Daniel hubiesen decidido implicarse en algo que era una
locura. Más extraña todavía resultaba su incapacidad para darse
cuenta del error, a pesar de que tendrían que haber interpretado
los múltiples tropiezos como que se habían equivocado al tomar la
decisión. Habían confundido el fin con los medios. El hecho de que
ella en algunas ocasiones hubiese puesto en duda lo que estaban
haciendo era un magro consuelo, dado que ella nunca había seguido
sus intuiciones.
Apartó los pies de la mesa de centro y se sentó. Era incapaz
de seguir con el análisis. Entrelazó las manos y estiró los brazos
por encima de la cabeza. Estaba entumecida. Después de arreglarse
los cabellos y realizar una inspiración profunda, que exhaló
sonoramente, miró a Carol.
–Debe estar agotada -comentó-. Al menos yo dormí unas
horas.
–Por extraño que parezca, no lo estoy -respondió Carol.
Siguió el ejemplo de Stephanie y se desperezó-. Me siento como si
hubiese bebido diez tazas de café. No puedo dejar de pensar en lo
ridículo que ha sido todo este episodio, desde la noche de aquel
fatídico encuentro en mi coche hasta esta
catástrofe.
–¿Usted estaba en contra? – preguntó
Stephanie.
–¡Por supuesto! Intenté convencer a Ashley para que lo dejara
correr desde el primer momento.
–Estoy sorprendida.
–¿Por qué?
–No lo sé exactamente, pero creo que es porque eso significa
que las dos pensamos de la misma manera. – Stephanie se encogió de
hombros-. Yo también estaba en contra. Hice lo imposible para que
Daniel desistiera pero es obvio que no lo hice con la estridencia
necesaria.
–Al parecer, ambas estábamos condenadas a ser unas Casandras
-opinó Carol-. Sin duda es algo metafísicamente apropiado, dado que
todo este asunto ha resultado ser una tragedia
griega.
–¿Por qué lo dice?
Carol se rió sin fuerzas.
–No me haga caso. Me licencié en literatura, y algunas veces
me dejo llevar por mis metáforas.
–Me interesa -afirmó Stephanie-. ¿Explíqueme por qué lo ve
como una tragedia griega?
La mujer permaneció en silencio para darse tiempo a organizar
sus ideas.
–Es por el carácter de los protagonistas. Es la historia de
dos titanes en sus respectivos campos y, al mismo tiempo,
extrañamente similares en su arrogancia, personas que han
conseguido la grandeza pero que adolecían de trágicas faltas. La
del senador Butler era el amor al poder, que había evolucionado de
ser un medio para un fin a un fin en y para sí mismo. En el caso
del doctor Lowell diría que era el deseo del éxito financiero y la
celebridad que él consideraba adecuada a su intelecto y a su obra.
Cuando estos dos hombres se aliaron con el secreto deseo de
utilizar al otro para sus propios fines, sus trágicos fallos
acabaron por liquidarlos en el sentido más
literal.
Stephanie miró a Carol atentamente. Siempre la había tenido
por una mujer un tanto corta, destinada a ser una segundona. De
pronto fue ella quien se sintió diferente y en comparación menos
inteligente y menos preparada de lo que creía.
–¿Qué significa ser una Casandra?
–En la mitología griega, Casandra tenía el don de la profecía
pero estaba condenada a que nadie la creyera.
–Es interesante -dijo Stephanie a falta de algo mejor-.
Recuerdo que en una ocasión me burlé de Daniel al decirle que era
muy parecido a Ashley.
–Lo eran en algunos aspectos, al menos en lo referente a sus
egos. Dígame, ¿cuál fue la respuesta del doctor Lowell a la
burla?
–Se puso furioso.
–No me sorprende. La respuesta del senador Butler hubiese
sido la misma de haber tenido yo el coraje de decirle algo
parecido. En realidad creo que se admiraban, despreciaban y tenían
envidia el uno del otro todo al mismo tiempo. Eran competidores de
una manera un tanto distorsionada.
–Quizá tenga razón -contestó Stephanie, mientras pensaba en
el comentario. No creía que Daniel hubiese admirado mucho a Butler,
pero aceptaba que ahora mismo su capacidad para el análisis no
estaba al máximo-. ¿Tiene hambre? – preguntó, para cambiar de
tema.
–En absoluto -afirmó Carol.
–Yo tampoco. – Estaba agotada, pero era consciente de que no
podría dormir. Necesitaba del contacto humano y de la conversación
para evitar que su mente volviera una y otra vez a los mismos
temas-. ¿Qué hará cuando nos marchemos finalmente de las Bahamas
después de la vista preliminar?
–No estoy muy segura de que se celebre, y si se hace, será
rápida, solo para cubrir el expediente, y a puerta
cerrada.
–¿Por qué lo dice?
–Ashley Butler era un senador en un Congreso con una pequeña
mayoría. El gobierno norteamericano intervendrá inmediata y
agresivamente al más alto nivel. Creo que todo esto se resolverá
con muchísima rapidez, porque es por el interés de todos. Incluso
creo que se hará mucha presión para conseguir que este asunto no
aparezca en los medios, si eso es posible.
–¡Vaya! – murmuró Stephanie. La idea no se le había ocurrido.
La verdad es que ya se había imaginado los titulares en The Boston Globe, como el tiro de gracia para CURE.
En cambio, en ningún momento había pensado en las ramificaciones
políticas debidas al cargo de Butler.
–En cuanto a mí personalmente -añadió Carol-, iré a ver al
gobernador cuando vuelva a casa. Tendrá que nombrar a alguien para
ocupar el escaño de Butler, y quiero dejar bien claro que soy la
más adecuada para serlo. Si eso no ocurre e incluso si me designa,
comenzaré a preparar mi campaña para presentarme a las próximas
elecciones.
–¿Qué cree usted que pasará con el proyecto de ley
1103?
–Sin el senador Butler, probablemente pasará al olvido
-manifestó Carol-. El único riesgo es que los republicanos más
derechistas quizá decidan recoger el estandarte.
–Esa fue nuestra preocupación desde el principio -admitió
Stephanie-. Nos dejamos cegar por su jefe.
–No tendría que haber sido así. Era uno más de los temas
populistas que le gustaba abanderar. De esa manera mantenía su base
de poder. Supongo que no pasó por alto su hipocresía respecto al
procedimiento del doctor Lowell.
–En absoluto.
–¿Qué me dice de usted? ¿Qué hará cuando se marche de
Nassau?
Stephanie pensó durante un momento antes de dar su
respuesta.
–Primero, tengo que resolver un problema pendiente con mi
hermano. Es una larga historia, pero nuestra relación es otra
víctima de este lamentable asunto. Luego creo que me ocuparé de
recomponer lo que queda de CURE. No lo había creído posible hasta
que usted mencionó la posibilidad de que los medios no se hagan eco
de toda esta tragedia y que el proyecto de ley 1103 languidezca en
el comité. No tengo mucho de empresaria, pero puedo intentarlo.
Creo que eso es lo que hubiera querido Daniel, sobre todo si así el
público se beneficia del RSHT.
–Debo reconocer que me he convertido en una firme partidaria
del procedimiento del doctor Lowell y de la clonación terapéutica.
Sé que hubo una complicación técnica en la implantación del senador
Butler, pero no hay duda de que su Parkinson mejoró como por arte
de magia.
–Un resultado positivo tan inmediato nos pilló por sorpresa
-declaró Stephanie-. Nunca habíamos visto que los síntomas
desaparecieran con tanta rapidez en los ensayos con los ratones. No
puedo explicar qué le pasó a Ashley, pero no tengo ninguna duda de
que si la implantación se hubiese hecho tal como estaba planeada en
un centro médico norteamericano, el senador se hubiese curado, o
por lo menos hubiese mejorado notablemente.
–A mí me impresionó.
–A pesar de la tragedia, la intervención ha demostrado las
promesas de esta tecnología. Estoy convencida de que es el futuro
de la medicina para una legión de enfermedades, siempre que un
puñado de políticos no consigan negársela al pueblo norteamericano
por razones políticas.
–Confiemos en que tenga la oportunidad de evitarlo -afirmó
Carol-. Si consigo ocupar el escaño de Ashley Butler, será mi
cruzada.
También es un hecho que unos cuantos políticos
norteamericanos se han implicado en el debate sobre la biociencia,
un campo donde los descubrimientos se producen en progresión
geométrica. Todo parece indicar que el siglo xxi será el de la
biología, de la misma manera que el siglo xx fue para la física y
el xix para la química.
Lamentablemente, en mi opinión, algunos de los políticos se
han sumado al debate, como mi ficticio senador Ashley Butler, por
razones demagógicas más que como verdaderos líderes interesados en
el bien público. No obstante, sospecho que aquellos políticos que
buscan prohibir las investigaciones de estas tecnologías
terapéuticas del siglo xxi en Estados Unidos por lo que ellos creen
que son legítimas razones morales, no vacilarían en volar a otro
país donde se permitiera el desarrollo de dichos tratamientos si
ellos o algún miembro de sus familias padecieran de una enfermedad
curable.
En la escena de la audiencia del subcomité del Congreso
descrita en esta obra (capítulo 2), el senador Ashley Butler
muestra quién es en la realidad al jugar con los temores públicos
referentes a los cultivos de embriones y las atávicas mitologías
frankesteinianas.
El senador también rehúsa separar la clonación reproductiva
(la clonación de una persona, un tema que merece el rechazo
universal) de la clonación terapéutica (clonar las células de un
individuo con el propósito de tratar a dicho individuo). El senador
Butler, como otros oponentes de la investigación con células madre
y la clonación terapéutica, comenta que el proceso requiere el
desmembramiento de embriones.
Tal como señala Daniel sin el menor resultado, esto es falso.
Las células madre clonadas en la clonación terapéutica son
recogidas en la etapa de los blastocitos mucho antes de que se
forme el embrión. El hecho es que en la clonación terapéutica nunca
se permite que se forme el embrión y mucho menos que se implante
algo en el útero.
La mayoría de mis lectores saben que mis novelas tienen como
fondo importantes temas sociológicos. Esta novela no es una
excepción, y es que aquí el tema es el lamentable choque entre la
política y la biociencia en constante progreso. Pero una cosa es
utilizar un relato de advertencia para señalar un problema y otra
muy distinta proponer una solución. Sin embargo, Daniel se refiere
a una, y es la que a mí me gustaría que adoptara mi país. Daniel
pregunta en el capítulo 6: «Nosotros [se refiere a Estados Unidos]
hemos tomado muchas ideas sobre los derechos del individuo, el
gobierno, y desde luego nuestro derecho consuetudinario de
Inglaterra. ¿Por qué no podemos seguir la orientación británica a
la hora de tratar los temas éticos de la biociencia
reproductiva?».
Para dar una respuesta a los frecuentemente difíciles y
preocupantes temas éticos relacionados con la genética molecular y
la investigación de la reproducción humana puestos de relieve por
el nacimiento del primer bebé por reproducción in vitro en 1978, el Parlamento británico, en su
sabiduría, creó la Human Fertilisation and Embriology Authority
(HFEA), que está funcionando desde 1991. Este organismo, entre
otras funciones, otorga las licencias y controla las clínicas de
reproducción asistida (algo que no se hace en Estados Unidos),
además de debatir y recomendar al Parlamento las políticas
referentes a las tecnologías e investigaciones reproductivas. Es
digno de destacar que el presidente, el presidente delegado y al
menos la mitad de los miembros no pueden ser médicos o científicos
relacionados con la tecnología reproductiva. La cuestión es que los
ingleses han conseguido formar un cuerpo verdaderamente
representativo cuyos miembros reflejan un amplio espectro de los
intereses del público y que pueden debatir los temas en un entorno
apolítico. También se debe señalar que la HFEA redactó un informe
en 1998 donde diferenciaba claramente la clonación reproductiva,
con la recomendación de prohibirla, y la clonación terapéutica, que
recomendaba como una gran promesa para la terapia de enfermedades
graves.
El hecho de que la biociencia en general y la biociencia
reproductiva en particular avanzan a un ritmo acelerado plantea la
necesidad de establecer algún tipo de control. No hay ninguna duda
de que dejada a su libre albedrío la biociencia podría llegar a ser
una amenaza para la dignidad humana e incluso de nuestra identidad,
tal como ha señalado el doctor Leon Kass, actual titular del
consejo de bioética de la Presidencia. Sin embargo, la política
partidista no es el campo apropiado para tratar con este problema.
En dicho entorno, cualquier comité que se forme estará
inevitablemente copado por miembros de una determinada tendencia
política.
Creo que si el Congreso norteamericano dispusiera la creación
de un grupo no partidista similar a la HFEA inglesa para que
recomendara qué política seguir, el público estadounidense estaría
bien servido.
No solo se resolvería el actual debate sobre la clonación
terapéutica de una manera inteligente, apolítica y democrática (ya
existe el consenso contra la clonación reproductiva), sino que
además se podrían controlar adecuadamente las clínicas de
reproducción asistida. Incluso sería concebible que el tema del
aborto pudiese ser apartado del terreno político, para nuestro
beneficio colectivo.
Robin Cook, doctor en
medicina
Naples, Florida, 12 de marzo de
2003
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