–¡Maldita sea! – gritó Daniel-. ¿Qué demonios está haciendo?
¡Nos va a matar!
Daniel empujaba contra el cinturón de seguridad con una mano
apoyada en el respaldo del asiento delantero del taxi, que era un
viejo Cadillac negro. Daniel y Stephanie acababan de llegar a la
isla de New Providence, en las Bahamas. El control de pasaportes y
la aduana habían sido una mera formalidad dado que no llevaban
equipaje. Las pocas prendas y artículos de tocador que la pareja
había comprado en su estancia forzada de treinta y seis horas en
Londres las llevaban en un pequeño bolso de mano. Habían sido los
primeros en salir de la terminal y habían cogido el primer taxi en
la parada.
–¡Dios mío! – gimió Daniel cuando un coche que venía de
frente se cruzó con ellos por la derecha. Volvió la cabeza para ver
cómo el otro coche se perdía en la distancia.
Alarmado por los gritos, el taxista miraba a sus pasajeros
por el espejo retrovisor.
–¿Qué pasa? – preguntó, preocupado.
Daniel volvió a mirar al frente, aterrorizado ante la
posibilidad de que aparecieran más coches. Estaba totalmente
pálido. El coche que acababa de pasarles había sido el primero que
habían encontrado en la carretera de doble dirección que salía del
aeropuerto. Como siempre, Daniel había estado mirando nerviosamente
a través del parabrisas y había visto cómo se acercaba el coche. Su
miedo había aumentado por momentos mientras el taxista, que les
ofrecía un monólogo de bienvenida como si fuese un miembro de la
cámara de comercio de las islas, comenzaba a desviarse hacia la
izquierda. Daniel había asumido que el hombre se daría cuenta del
error y que llevaría el coche otra vez hacia la derecha. Pero no lo
hizo. En el momento en que Daniel calculó que ya era demasiado
tarde para desviarse a la derecha y evitar una colisión frontal,
soltó un grito de desesperación.
–¡Daniel, tranquilízate! – le rogó Stephanie con voz serena.
Apoyó una mano en el muslo tenso de su compañero-. No pasa nada. Es
evidente que en Nassau se conduce por la
izquierda.
–¿Por qué demonios no me lo has dicho antes? – replicó
Daniel.
–No lo sabía hasta que nos cruzamos con aquel coche. Tiene
sentido. Estas islas fueron colonias británicas durante
siglos.
–Si es así, ¿cómo es que tiene el volante a la izquierda,
como en los coches normales?
Stephanie comprendió que era inútil insistir, así que cambió
de tema.
–Es increíble el color que tenía el mar visto desde el avión
cuando nos disponíamos a aterrizar. Seguramente se debe a que es
una zona poco profunda. Nunca había visto un aguamarina así de
brillante o un zafiro tan fuerte.
Daniel se limitó a gruñir. Estaba atento a otro coche que se
acercaba. Stephanie volvió su atención al exterior y bajó el
cristal de la ventanilla, a pesar del aire acondicionado en el
interior del Cadillac. Después de pasar casi dos días en el rigor
del invierno en Londres, el cálido aire tropical y la exuberancia
de la vegetación resultaban sorprendentes, en especial el escarlata
brillante y el luminoso púrpura de las buganvillas que parecían
ocupar todas las paredes. Los pueblos y edificios que veía le
recordaban los de Nueva Inglaterra, excepto por los vibrantes tonos
tropicales resaltados por el implacable sol de las Bahamas. Las
personas que pasaban, cuya coloración de piel iba desde el blanco
al caoba oscuro, parecían relajadas. Incluso a la distancia, sus
sonrisas y carcajadas eran manifiestas. Stephanie tuvo la sensación
de que este era un lugar feliz y confiaba en que fuese un buen
augurio para aquello que ella y Daniel pretendían
hacer.
En cuanto al alojamiento, Stephanie no tenía idea de lo que
debía esperar, porque era una cuestión que no habían tratado.
Daniel había hecho todos los arreglos antes de emprender el viaje a
Italia, mientras ella se ocupaba de preparar el cultivo de los
fibroblastos de Butler y visitaba a su familia. En cambio, sabía
dónde estarían de aquí a tres semanas. Butler llegaría el veintidós
de marzo, y ella y Daniel se trasladarían al enorme hotel Atlantis
para disfrutar de las reservas hechas por el senador. Stephanie
sacudió la cabeza en un gesto imperceptible al pensar en todo lo
que debían hacer antes de la llegada del paciente. Confiaba en que
el cultivo que había dejado en Cambridge continuara desarrollándose
sin problemas. Si no era así, no habría ninguna posibilidad de
realizar el implante en el plazo previsto.
Después de media hora de viaje, comenzaron a ver los primeros
hoteles en el lado izquierdo de la carretera, en una zona que les
informó el taxista se llamaba Cable Beach. La mayoría de los
edificios eran muy altos y Stephanie apenas si les prestó atención.
Luego entraron en la ciudad de Nassau, donde el bullicio era mucho
más grande de lo que ella había imaginado, con gran abundancia de
coches, camiones, autobuses, motos y peatones. Sin embargo, pese a
toda esta actividad, los imponentes edificios de los bancos, y las
bellas mansiones coloniales donde funcionaban las oficinas
gubernamentales, se respiraba el mismo aire alegre que Stephanie
había observado antes. Incluso estar metidos en un atasco no solo
era tolerado por las personas que vio, sino que parecían
disfrutarlo.
El taxi cruzó un puente elevado para ir a la isla Paradise,
que según el conductor, se conocía con el nombre de Hog Island en
la época de la colonia. Añadió que Huntington Hartford, que se
había encargado de urbanizarla, le había cambiado el nombre por
considerarlo poco atractivo. Stephanie y Daniel estuvieron de
acuerdo. Una vez en la isla, el taxista les señaló un moderno
centro comercial a la derecha y el enorme complejo del hotel
Atlantis a la izquierda.
–¿Hay tiendas de ropa en el centro comercial? – preguntó
Stephanie, que se volvió para mirar atrás. El centro parecía muy
lujoso.
–Sí, señora, pero son muy caras. Si quiere comprar prendas
locales a buen precio, le recomiendo que vaya a Bay
Street.
Siguieron un poco más hacia el este, y luego el taxi se
desvió hacia el norte por lo que parecía un largo y sinuoso camino
particular con una vegetación muy densa a ambos lados. En la
entrada había un cartel que decía: privado, the ocean club, solo
huéspedes. A Stephanie le llamó mucho la atención que no le fuera
posible ver el edificio del hotel hasta que el taxi dobló la última
curva.
–Esto tiene toda la pinta de ser el paraíso -comentó cuando
el taxista se detuvo a la sombra de la marquesina donde esperaban
los porteros vestidos con camisas y pantalones blancos
cortos.
–Se supone que es uno de los mejores hoteles -afirmó
Daniel.
–Y no le han mentido -intervino el taxista.
El hotel resultó ser todavía mejor de lo que Stephanie podía
esperar. Consistía en una serie de edificios de dos plantas
dispersos alrededor de un sector de playa con forma de herradura y
ocultos de la vista por grandes árboles cargados de flores. Daniel
había reservado una de las suites en la planta baja desde donde
solo había que cruzar un corto tramo de césped inmaculado para
llegar a la playa de arena blanca. Guardaron sus escasas
pertenencias en uno de los armarios y dejaron sus artículos de
tocador en el baño de mármol.
–Son las cinco y media -dijo Daniel-. ¿Qué podemos
hacer?
–Poca cosa -respondió Stephanie-. Para nosotros es casi
medianoche según la hora europea, y estoy agotada.
–¿No crees que deberíamos llamar a la clínica Wingate y
avisarles de que hemos llegado?
–Supongo que no estaría mal, aunque tampoco tengo muy claro
de qué nos serviría, dado que iremos allí mañana por la mañana. Me
parece que sería mucho más útil que fueses a la recepción y
alquilaras un coche. Para mí lo más importante ahora mismo es
llamar a Peter y preguntarle si está preparado para enviarme una
parte de los fibroblastos de Butler. No podemos hacer prácticamente
nada hasta que no los tengamos. Después de hablar con Peter,
necesito llamar a mi madre. Le prometí que me pondría en contacto
con ella para darle la dirección y el teléfono en cuanto
estuviésemos instalados aquí.
–Necesitaremos ropa -dijo Daniel-. A ver qué te parece: yo
voy a alquilar el coche, tú haces las llamadas y luego nos vamos al
centro comercial cerca del puente y vemos si hay alguna tienda de
ropa que no esté mal.
–¿Por qué no te limitas a alquilar el coche? Solo quiero
darme una ducha, comer algo, y meterme en la cama. Ya tendremos
tiempo para ir de compras mañana.
–Supongo que tienes razón -admitió Daniel-. Estar en Nassau
por fin me tiene muy alterado, cuando la verdad es que yo también
estoy agotado.
En cuanto Daniel salió de la habitación, Stephanie fue a
sentarse a la mesa. Se llevó una agradable sorpresa al ver que el
móvil tenía cobertura. Como le había dicho a Daniel, quería llamar
a Peter que, como sospechaba, aún estaba en el
laboratorio.
–El cultivo de John Smith se desarrolla a la perfección -le
informó Peter en respuesta a la pregunta-. Tengo preparada una
parte criopreservada para enviarla desde hace varios días. Esperaba
tener noticias tuyas el martes pasado.
–Nos retrasó un pequeño problema que surgió por sorpresa
-dijo Stephanie sin entrar en detalles. Sonrió con una expresión
desabrida, al pensar en lo corta que se había quedado en su
descripción, si consideraba que se habían visto obligados a huir de
Italia sin equipaje para que no los detuvieran.
–¿Estás preparada para que te la envíe?
–Por supuesto. Envíala con los reagentes RSHT, las sondas de
genes dopaminérgicos y los factores de crecimiento que dejé
separados. Se me acaba de ocurrir algo más. Incluye el preparado
con el promotor de tirosina hidrolaxa que utilizamos en los últimos
experimentos con ratones.
–¡Dios mío! – exclamó Peter-. ¿Se puede saber qué estáis
preparando?
–Más vale que no te lo explique. ¿Cuáles son las
posibilidades de que lo envíes todo esta noche?
–No veo por qué no. En el peor de los casos, tendría que
llevarlo yo mismo al aeropuerto, pero eso no es un problema. ¿Dónde
quieres que lo envíe?
Stephanie pensó por un momento. Pensó en que podría recibirlo
en el hotel, pero luego se dijo que lo mejor sería limitar el
tiempo de transporte y meter la muestra en un congelador de
nitrógeno líquido, algo que seguramente había en la clínica
Wingate. Le pidió a Peter que esperara un momento, y utilizó el
teléfono interno para llamar a la recepción y preguntar la
dirección de la clínica Wingate. Era el 1200 de Windsor Field Road.
Se la transmitió a Peter junto con el número de teléfono de la
clínica.
–Lo enviaré todo esta noche por FedEx -prometió Peter-.
¿Cuándo estaréis de vuelta?
–Diría que dentro de un mes, quizá menos.
–¡Que tengáis buena suerte con lo que estéis
haciendo!
–Gracias. La necesitaremos.
Stephanie contempló el suave oleaje del mar rosa y plata. Una
línea de nubes marcaba el horizonte. Cada una de ellas mostraba en
la parte superior la pincelada rosa fuerte de los rayos del sol que
se ponía a su izquierda. El ventanal estaba abierto, y una suave
brisa aromatizada con el perfume de alguna flor exótica le acarició
el rostro. La vista y el entorno le producían un efecto sedante
después de los frenéticos días de viaje e intriga. Notaba cómo
comenzaba a relajarse en un entorno absolutamente sereno, ayudada
por la noticia de lo bien que se había desarrollado el cultivo de
fibroblastos de Butler. La constante preocupación de que pudiera
estropearse había rondado en el fondo de su mente desde el momento
en que había iniciado el viaje. Tal como iban las cosas, comenzaba
a pensar que quizá el optimismo de Daniel sobre el proyecto Butler
podía acabar siendo razonable, a pesar de que su intuición le decía
lo contrario y las dificultades que ella y Daniel habían tenido en
Turín.
En cuanto se puso el sol, la noche cayó con rapidez.
Encendieron antorchas a lo largo de la playa, y la brisa agitaba
las llamas. Stephanie cogió de nuevo el móvil y marcó el número de
sus padres. Quería comunicarle a su madre el nombre del hotel, el
número de la habitación y el del teléfono, ante la posibilidad de
que su madre pudiese empeorar. Mientras esperaba, rogó para que no
respondiera su padre. Siempre le resultaba difícil conversar con
él. Se alegró al escuchar la voz de su madre.
Aunque Tony no tenía ningún motivo para creer que su tozuda
hermana no cumpliría la amenaza de descansar en las Bahamas
mientras su compañía se iba a pique, había mantenido la ilusión de
que ella acabaría por ver la luz después de lo que él le había
dicho, cancelaría el viaje, y haría lo que pudiera por solucionar
los problemas. Sin embargo, la llamada de Stephanie a su madre, le
había confirmado que no era ese el caso. La muy zorra y su
estrafalario novio estaban en Nassau, alojados en una suite de
algún hotel de lujo delante mismo de la playa. Era
indignante.
Tony sacudió la cabeza, asombrado por el desparpajo de su
hermana. Desde que había entrado en Harvard no había hecho más que
burlarse de él cada vez que le daba la espalda, algo que él había
tolerado porque era su hermana menor. Pero ahora se había pasado de
la raya, sobre todo a la vista del imbécil académico con quien se
había liado. Cien mil dólares era mucho dinero, y eso sin tener en
cuenta la parte de los Castigliano. Todo el asunto era un embrollo,
de eso no había ninguna duda, pero así y todo ella seguía siendo su
hermana menor, así que las cosas no estaban tan claras como podrían
haber estado.
El enorme Cadillac entró en el aparcamiento de grava y se
detuvo delante del local de la empresa de suministros de fontanería
de los hermanos Castigliano. Tony apagó las luces y el motor. Pero
no se apeó del coche inmediatamente. Esperó unos momentos para
calmarse. Podría haber llamado por teléfono y transmitirle la
información a Sal o a Louie. Sin embargo, como se trataba de su
hermana, necesitaba saber qué harían. Sabía que estaban tan
furiosos como él, pero no se veían limitados por tener implicado a
alguien de la familia. A él no le importaba en lo más mínimo lo que
hicieran con el novio. Qué diablos, a él mismo no le importaría
darle una paliza. Pero su hermana era otra historia. Si alguien
tenía que atizarle, quería ser él.
Tony abrió la puerta y de inmediato olió el hedor nauseabundo
del albañal. No conseguía entender cómo alguien podía estar en un
local donde cada vez que el viento cambiaba de dirección, apestaba
a huevos podridos. Era una noche sin luna, y Tony caminó con mucha
precaución. No quería tropezar con un fregadero abandonado o
cualquier otra pieza de chatarra.
Dado que ya había pasado el horario comercial, la tienda
estaba cerrada, como indicaba el cartel colgado en el cristal de la
puerta. Pero la puerta no estaba cerrada. Gaetano estaba detrás de
la caja registradora, ocupado en sumar las ventas del día. Tenía un
lápiz detrás de una oreja sorprendentemente pequeña, que lo parecía
todavía más en comparación con la cabeza.
–¿Sal y Louie? – preguntó Tony.
Gaetano señaló con la cabeza hacia la parte de atrás sin
interrumpir lo que estaba haciendo. Tony encontró a los gemelos
sentados a sus respectivas mesas. Después de estrecharse las manos
sonoramente y unas pocas palabras de saludo, Tony se sentó en el
sofá. Los hermanos lo miraron, expectantes. La única luz en la
habitación, suministrada por las pequeñas lámparas de cada mesa
resaltaba las facciones cadavéricas de los hermanos. Desde la
perspectiva de Tony, los ojos de ambos no eran más que agujeros
negros.
–Están en Nassau -comenzó Tony-. Confiaba en que podría venir
aquí y deciros lo contrario, pero no es el caso. Acaban de alojarse
en un hotel de lujo llamado Ocean Club. Están en la suite 108.
Incluso tengo el número de teléfono.
Tony se inclinó hacia adelante y dejó un trozo de papel en la
mesa de Louie, que era la más cercana al sofá.
Se abrió la puerta y Gaetano asomó la
cabeza.
–¿Me necesitan o qué? – preguntó.
–Sí -respondió Louie, mientras cogía el papel con el número
de teléfono y le echaba una ojeada.
Gaetano entró en la habitación y cerró la
puerta.
–¿Hay algún cambio en las perspectivas de la empresa? –
preguntó Sal.
–No que yo sepa -contestó Tony-. Si hay alguna novedad, mi
contable me lo hubiera dicho.
–Tiene toda la pinta de que el tipo se está burlando de
nosotros -comentó Louie. Se rió con una risa siniestra-. ¡Nassau!
Todavía no me lo puedo creer. Es como si estuviese pidiendo que le
diéramos su merecido.
–¿Es eso lo que vais a hacer? – preguntó
Tony.
Louie miró a Sal antes de responder.
–Queremos que venga aquí inmediatamente, y se ocupe de salvar
la compañía y nuestra inversión. ¿Tengo razón,
hermano?
–Toda la razón -afirmó Sal-. Tenemos que hacerle saber quién
está metido en este asunto y dejar bien claro que queremos
recuperar nuestro dinero, pase lo que pase. No solo tiene que
volver aquí, sino que más le valdrá tener una idea bien clara de
cuáles serán las consecuencias si no nos hace caso o cree que podrá
librarse con declararse en quiebra o cualquier otra trampa legal.
¡Habrá que darle una paliza para que no se lleve a
engaño!
–¿Qué pasa con mi hermana? – preguntó Tony-. No es que sea
inocente en este follón, pero si hay que sacudirle, quiero ser yo
quien lo haga.
–Ningún problema -dijo Louie. Dejó el papel con el número de
teléfono en la mesa-. Como dije el domingo, no tenemos nada en
contra de ella.
–¿Estás preparado para ir a Nassau, Gaetano? – preguntó
Sal.
–Puedo marcharme mañana por la mañana a primera hora
-manifestó Gaetano-. ¿Qué debo hacer después de darle el mensaje?
¿Me quedo o qué? ¿Qué pasará si no entiende el
mensaje?
–Pues asegúrate de que lo reciba -declaró Sal-. No te hagas a
la idea de que te estamos pagando unas vacaciones. Además, te
necesitamos aquí. Después de darle el mensaje, te vuelves a Boston
inmediatamente.
–Gaetano tiene razón -intervino Tony-. ¿Qué haréis si ese
imbécil no hace caso del mensaje?
Sal miró a su hermano. No necesitaron decir ni una palabra
para ponerse de acuerdo. Sal miró de nuevo a Tony.
–Si ese imbécil no estuviera, ¿tu hermana podría dirigir la
compañía?
–¿Cómo puedo saberlo? – replicó Tony, y se encogió de
hombros.
–Es tu hermana -manifestó Sal-. ¿No es
doctora?
–En Harvard le dieron el título de doctora en biología
-contestó Tony-. ¡Pura filfa! Para lo único que ha servido es para
convertirla en una engreída insoportable. Hasta donde sé, eso solo
significa que sabe un montón sobre gérmenes, genes y toda esas
estupideces, pero no cómo dirigir una empresa.
–Pues el imbécil también es doctor -señaló Louie-. Así que a
mí me parece que a la compañía no le podría ir peor si tu hermana
dirigiera las cosas. Además, si ella estuviese al mando, tú
estarías en mejores condiciones para decirle cómo se deben hacer
las cosas.
–A ver si me aclaro. ¿Qué me estás diciendo? – preguntó
Tony.
–Eh, ¿qué pasa? ¿No estoy hablando en inglés? – replicó
Louie.
–Claro que estás hablando en inglés -afirmó
Sal.
–Escucha -añadió Louie-. Si el jefe de la compañía no capta
el mensaje, y no dudo que podemos contar con Gaetano para que se lo
deje bien claro, entonces nos los cargaremos. Así de sencillo, y
final de la historia para el profesor. Aunque solo sea para eso,
servirá para que tu hermana reciba un clarísimo aviso de que más le
vale hacer las cosas como está mandado.
–En eso tienes toda la razón -admitió Tony.
–¿Tú estás de acuerdo, Gaetano? – preguntó
Sal.
–Por supuesto. Así y todo, no lo tengo muy claro. ¿Queréis o
no que me quede allí hasta asegurarnos de que hace las cosas como
es debido?
–Por última vez -dijo Sal con un tono amenazador-. Tienes que
transmitir el mensaje y volver aquí. Si todo va bien y encuentras
algún vuelo, quizá podrías hacerlo todo en un día. De lo contrario,
te quedas. Pero queremos que vuelvas cuanto antes, porque hay
muchas cosas que atender aquí. Si hay que cargárselo, ya irás. ¿De
acuerdo?
Gaetano asintió, aunque estaba desilusionado. Cuando habían
tratado el tema el domingo, se había hecho la idea de disfrutar de
una semana al sol.
–Se me acaba de ocurrir algo -intervino Tony-. Dado que no
podemos descartar que Gaetano deba volver, entonces no creo que
deba hacer lo que tiene que hacer en el hotel. Si resulta que el
profesor no quiere colaborar, tampoco queremos que se largue, algo
que podría hacer si cree que el hotel no es un lugar seguro. En las
Bahamas hay centenares de islas.
–Tienes razón -reconoció Sal-. No queremos que se esfume
cuando está en juego nuestro dinero.
–Quizá entonces no estaría mal que me quedara por allí para
vigilarlo -sugirió Gaetano con renovadas
esperanzas.
–¿Cómo tengo que explicártelo, imbécil? – gritó Sal, que miró
a Gaetano con una expresión furiosa-. Por última vez, no te irás al
sur de vacaciones. Harás lo tuyo y te volverás. El problema con el
profesor no es el único que tenemos.
–¡Vale, vale! – Gaetano levantó las manos como si se
rindiera-. No me encontraré con el tipo en el hotel. Solo iré allí
para localizarlo, o sea que necesitaré algunas
fotos.
–Ya me lo figuraba -dijo Tony. Metió la mano en un bolsillo
de la americana y sacó varias instantáneas-. Estos son los
tortolitos. Se las hicieron la Navidad pasada. – Se las entregó a
Gaetano que seguía junto a la puerta. El matón les echó una
ojeada.
–¿Están bien? – preguntó Louie.
–No están nada mal -contestó Gaetano. Luego miró a Tony, y
añadió-: Tu hermana es un bombón.
–Sí, pero olvídala -replicó Tony-. No se
toca.
–Mala suerte -comentó Gaetano, con una sonrisa
retorcida.
–Otra cosa -prosiguió Tony-. Con todas esas tonterías de la
seguridad en los aeropuertos, no creo que sea recomendable llevar
un arma ni siquiera en una maleta que vaya a la bodega. Si Gaetano
necesita una, sería mejor que la consiga en la isla a través de los
contactos en Miami. Tenéis contactos en Miami,
¿no?
–Claro que sí -contestó Sal-. Es una buena idea. ¿Alguna cosa
más?
–Creo que eso es todo -dijo Tony. Aplastó la colilla en el
cenicero y se levantó.
Había sido una larga, deliciosa y rejuvenecedora mañana. Con
los ciclos circadianos descompensados, una consecuencia de su breve
viaje a Europa, Stephanie y Daniel se habían despertado mucho antes
de que el sol apareciera por el horizonte. Incapaces de volverse a
dormir, se habían levantado, y después de ducharse, habían salido a
dar un paseo por los jardines del hotel y a lo largo de la playa
desierta, mientras contemplaban el fantástico amanecer tropical. De
regreso al hotel, habían sido los primeros en desayunar. Mientras
disfrutaban de una última taza de café, hablaron de la preparación
de las células para el tratamiento de Butler. Con solo tres semanas
a su disposición antes de la llegada del senador, se enfrentaban a
un plazo muy limitado, y estaban ansiosos por comenzar, aunque
tenían claro que podían hacer muy poco hasta que no llegara el
envío de Peter. A las ocho llamaron a la clínica Wingate y le
comunicaron a la recepcionista que ya estaban en Nassau y que irían
a la clínica sobre las nueve y cuarto. La recepcionista les
respondió que avisaría a los doctores.
–La parte occidental de la isla es muy diferente a la parte
oriental -comentó Daniel, mientras iban hacia el oeste por Windsor
Field Road-. Es mucho más llana.
–También está mucho menos urbanizada y se ve muy seca -añadió
Stephanie. Estaban pasando por una zona semiárida con bosques de
pinos salpicados con palmeras achaparradas. El cielo era de un azul
fuerte, con algunas nubéculas en el horizonte.
Daniel había insistido en conducir, cosa que a Stephanie no
le había importado hasta que su compañero sugirió que le resultaría
más fácil conducir por la izquierda que a ella. Su reacción inicial
había sido replicar a lo que le pareció una poco apropiada
afirmación machista, pero luego lo dejó correr. No valía la pena
discutir. En cambio, se instaló en el asiento del acompañante y se
contentó con sacar el mapa. Como había ocurrido cuando habían
escapado de Italia, haría las funciones de
navegante.
Daniel conducía lentamente, cosa que le parecía bien a
Stephanie, si dejaba aparte evitar la tendencia a girar a la
derecha en las esquinas y no entrar en las rotondas contra
dirección. Habían recorrido la costa norte de la isla, y se habían
fijado una vez más en los hoteles de muchos pisos que se levantaban
a lo largo de Cable Beach como soldados en posición de firmes.
Después de pasar junto a numerosas cuevas prehistóricas, se
dirigieron tierra adentro. Cuando giraron a la derecha en el
siguiente cruce de Windsor Road, vieron a lo lejos el
aeropuerto.
Continuaron la marcha hacia el oeste, y no tuvieron problemas
para encontrar el desvío a la clínica Wingate. Estaba en el lado
izquierdo de la carretera, señalado por un enorme
cartel.
Stephanie se inclinó hacia delante para ver mejor a través
del parabrisas a medida que se acercaban.
–¡Válgame Dios! ¿Ves el cartel?
–Resulta difícil no verlo. Es gigantesco.
Daniel condujo el coche por una calzada bordeada de
árboles.
–Deben de tener mucho terreno -opinó Stephanie. Se echó hacia
atrás-. No veo el edificio.
Después de varias vueltas y revueltas a través de un bosque,
llegaron a una verja que cerraba la carretera. Una formidable
alambrada coronada con alambre de espino se perdía en el bosque por
ambos lados. En el lado izquierdo había una garita. Un guardia
uniformado, con pistolera, gorra de plato y gafas de aviador salió
de la garita. Llevaba una lista en la mano. Daniel detuvo el coche,
Stephanie bajó el cristal de la ventanilla. El guardia metió la
cabeza por la ventanilla abierta para dirigirse a
Daniel.
–¿Puedo ayudarlo, señor? – Su tono era formal y carente de
toda emoción.
–Somos la doctora D'Agostino y el doctor Lowell -respondió
Stephanie-. Tenemos una cita con el doctor
Wingate.
El guardia consultó la lista y luego acercó una mano a la
visera de la gorra antes de volver a la garita. Al cabo de un
momento, la reja se abrió silenciosamente, y Daniel
arrancó.
Pasaron unos minutos antes de que la clínica apareciera a la
vista. Anidado en un paisaje de árboles y flores había un complejo
de edificios de arquitectura posmoderna, levantados en forma de U.
Estaba compuesto de tres edificios conectados por caminos cubiertos
con marquesinas. Los revestimientos de todas las construcciones
eran de piedra caliza blanca con tejas rojas, y los frontones
aparecían rematados con fantasiosas acroteras de conchas marinas
que recordaban los templos griegos de la antigüedad. Al pie de las
celosías entre las ventanas, las buganvillas comenzaban a
trepar.
–¡Que me aspen! – exclamó Stephanie-. No estaba preparada
para esto. Es hermoso. Se parece más a un balneario que a una
clínica de reproducción asistida.
El camino conducía hasta una zona de aparcamiento delante del
edificio central, cuya entrada estaba adornada con un pórtico de
columnas. Las columnas eran cuadradas, con una entasis exagerada y
rematadas con sencillos capiteles dóricos.
–Espero que haya ahorrado algo de dinero para los equipos de
laboratorio -comentó Daniel. Aparcó el Mercury Marquis alquilado
entre varios descapotables BMW nuevos. Algunas plazas más allá
había dos limusinas, y sus chóferes de uniforme fumaban y charlaban
apoyados en los guardabarros delanteros de los
vehículos.
Daniel y Stephanie se apearon del coche y se detuvieron unos
momentos para contemplar el complejo, que resplandecía iluminado
por el brillante sol de las islas.
–Había escuchado decir que la esterilidad era lucrativa
-añadió Daniel-, pero nunca imaginé que pudiera serlo
tanto.
–Ni yo -afirmó Stephanie-. Me pregunto cuánto de todo esto
será el resultado de que pudieran cobrar el seguro de incendios
después de su huida de Massachusetts. – Sacudió la cabeza-. No
importa de dónde salió el dinero; con el coste de la sanidad, la
opulencia y la medicina son malas compañeras de cama. Hay algo que
no está bien en esta imagen, y mis recelos a implicarme con estas
personas se han vuelto a reavivar.
–No nos dejemos llevar por nuestros prejuicios y fariseísmos
-le advirtió Daniel-. No hemos venido para emprender una cruzada
social. Estamos aquí para tratar a Butler y punto.
Se abrió la gran puerta con adornos de bronce y apareció un
hombre alto, muy bronceado y de cabellos blancos. Vestía una bata
blanca. Agitó una mano y gritó una bienvenida con una voz
aguda.
–Al menos estamos recibiendo una atención personalizada -dijo
Daniel-. Vamos allá, y guárdate tus opiniones.
Daniel y Stephanie se encontraron delante del coche y
comenzaron a caminar hacia la entrada.
–Espero que ese no sea Spencer Wingate -susurró
Stephanie.
–¿Por qué no? – preguntó Daniel, en voz
baja.
–Porque es lo bastante guapo como para hacer de médico en una
serie de televisión.
–¡Vaya, lo había olvidado! Querías que fuera bajo, gordo y
con una verruga en la nariz.
–Eso es.
–Bueno, todavía nos queda la esperanza de que sea un fumador
empedernido y le apeste el aliento.
–¡Oh, cállate!
Daniel y Stephanie subieron los tres escalones que conducían
al pórtico. Spencer extendió la mano mientras mantenía la puerta
abierta con el pie. Se presentó a sí mismo con muchas sonrisas y
aspavientos. Luego, con un gesto ampuloso, los invitó a que
entraran.
En consonancia con el exterior, el interior presentaba un
diseño clásico, con pilastras, molduras denticulares, y columnas
dóricas. El suelo era de pizarra pulida, cubierto con alfombras
orientales. Las paredes estaban pintadas de un color azul muy
claro, que a primera vista parecía un gris claro. Incluso el
mobiliario de madera barnizada tenía un aspecto clásico, con la
tapicería de cuero verde oscuro. Un débil olor a pintura fresca
impregnaba el aire acondicionado, como un recordatorio de que se
trataba de una construcción muy reciente. Para Daniel y Stephanie,
el frío seco resultaba un agradable contraste con el calor húmedo
en el exterior, que había ido en aumento desde el
amanecer.
–Esta es nuestra sala de espera principal -comentó Spencer
con un gesto que abarcaba la gran habitación. Dos parejas de
mediana edad, muy bien vestidas, estaban sentadas en sendos sofás.
Hojeaban nerviosamente unas revistas y solo miraron a los recién
llegados durante unos segundos. La recepcionista, con las uñas
pintadas de un color rosa fuerte, ocupaba su puesto detrás de una
mesa semicircular junto a la puerta.
–Este edificio es donde recibimos a los nuevos pacientes
-añadió Wingate-. También alberga las oficinas de la
administración. Estamos muy orgullosos de nuestra clínica, y nos
gustaría acompañarles en una visita por todas las instalaciones,
aunque sospechamos que a ustedes les interesa sobre todo nuestro
laboratorio.
–No olvide el quirófano -dijo Daniel.
–Sí, por supuesto, el quirófano. Pero primero, vayamos a mi
despacho. Tomaremos un café y les presentaré a mis
colaboradores.
Spencer los llevó hasta el ascensor, aunque solo tenían que
subir un piso. Durante la subida, Spencer les preguntó, como buen
anfitrión, si habían disfrutado de un viaje sin contratiempos.
Stephanie le aseguró que había sido perfecto. En la planta alta,
pasaron junto a una secretaria que interrumpió por un momento su
trabajo para sonreírles alegremente.
El inmenso despacho de Spencer estaba en la esquina nordeste
del edificio. Se veía el aeropuerto en el lado este y la línea azul
del océano al norte.
–Sírvanse ustedes mismos -dijo Spencer, y les señaló la
bandeja con la cafetera y las tazas que había en una mesa de centro
de mármol delante de un sofá en forma de L-. Voy a buscar a los dos
directores de departamento.
Daniel y Stephanie se quedaron solos durante unos
momentos.
–Esto tiene el aspecto de un despacho de uno de los
directores ejecutivos de una de las quinientas compañías más
grandes del mundo -opinó Stephanie-. Toda esta opulencia me parece
obscena…
–No hagamos juicios hasta que no hayamos visto el
laboratorio. – ¿Crees que aquellas dos parejas que están en la
recepción son pacientes?
–No tengo la menor idea, ni me importa.
–Parecen un poco mayores para un tratamiento de reproducción
asistida.
–No es algo que nos concierna.
–¿Crees que la clínica Wingate se dedica a embarazar a
mujeres mayores como ese especialista italiano que va por
libre?
Daniel miró a Stephanie con una expresión de enfado en el
momento en que reaparecía Spencer. El fundador de la clínica venía
acompañado por un hombre y una mujer, ambos vestidos con batas
blancas almidonadas. Les presentó primero a Paul Saunders, que era
bajo y fornido, y cuya silueta rechoncha le recordó a Stephanie las
columnas del pórtico de la entrada. En consonancia con el cuerpo,
el rostro de Paul era redondo, abotagado, con la piel muy pálida,
lo que provocaba un fuerte contraste con la figura alta y delgada,
las facciones muy marcadas y la piel bronceada de Spencer. Los
cabellos desordenados y un mechón de pelo blanco completaban la
excéntrica imagen de Paul y acentuaban su palidez.
Paul sonrió mientras estrechaba vigorosamente la mano de
Daniel, y dejó a la vista los dientes romos, muy separados y
amarillentos.
–Bienvenidos a la clínica Wingate, doctores -manifestó-. Es
un honor tenerlos aquí. No saben lo entusiasmado que estoy con
nuestra colaboración.
Stephanie esbozó una sonrisa cuando Paul le estrechó la mano.
Estaba fascinada con los ojos del hombre. Como tenía la nariz
ancha, sus ojos parecían estar más juntos de lo habitual. Además,
nunca había conocido a una persona con los ojos de colores
diferentes el uno del otro.
–Paul es el director de investigaciones -explicó Spencer: le
dio una palmada en la espalda-. No ve la hora de tenerlos en su
laboratorio, ayudarles en su trabajo, y de paso aprender unas
cuantas cosas. – Dicho esto, Spencer apoyó un brazo en los hombros
de la mujer, que tenía casi su misma estatura-. Esta es la doctora
Sheila Donaldson, directora de los servicios clínicos. Ella se
encargará de hacer todos los arreglos para que usen uno de nuestros
dos quirófanos, además de las habitaciones para los pacientes, que
supongo que aprovecharán.
–No sabía que disponían de habitaciones para los pacientes
-dijo Daniel.
–Ofrecemos todos los servicios -manifestó Spencer, sin
disimular el orgullo-. En el caso de que se trate de pacientes que
deban permanecer ingresados durante un tiempo prolongado, cosa que
no esperamos, tenemos previsto enviarlos al Doctors Hospital en la
ciudad. Nuestras instalaciones para ese servicio están pensadas
para los pacientes que no necesiten estar ingresados más de un día,
algo que cubre sus necesidades a la perfección.
Stephanie dejó de mirar a Paul Saunders y se fijó en Sheila
Donaldson. Tenía el rostro delgado y el cabello castaño lacio. En
comparación con la exuberancia de los hombres, parecía retraída,
casi tímida. Tuvo la sensación de que la doctora le rehuía la
mirada mientras le daba la mano.
–¿No quieren café? – preguntó Spencer.
Stephanie y Daniel sacudieron las cabezas al
unísono.
–Creo que ambos ya hemos tomado nuestra cuota -explicó
Daniel-. Seguimos con el horario europeo, y nos hemos levantado con
el alba.
–¿Europa? – repitió Paul con un tono de entusiasmo-. ¿El
viaje a Europa tiene algo que ver con la Sábana Santa de
Turín?
–Por supuesto -respondió Daniel.
–Confío en que haya sido un viaje provechoso -manifestó Paul,
con un guiño de complicidad.
–Agotador pero provechoso -admitió Daniel-. Nosotros… -Se
interrumpió como si quisiera decidir qué más
revelar.
Stephanie contuvo la respiración. Confiaba en que a Daniel no
se le ocurriera descubrir la experiencia de Turín. Deseaba mantener
las distancias con estas personas. Que Daniel compartiera las
experiencias del viaje a Europa sería algo demasiado personal y
cruzaría un límite que ella no quería cruzar.
–Conseguimos una muestra del sudario con una mancha de sangre
-añadió Daniel-. La tengo aquí conmigo. Quisiera ponerla en una
solución salina para estabilizar los fragmentos de ADN, y me
gustaría hacerlo lo antes posible.
–A mí me parece bien -asintió Paul-. Vayamos ahora mismo al
laboratorio.
–No hay ninguna razón para que la visita no pueda empezar
allí -manifestó Spencer amablemente.
Mucho más tranquila al ver que se habían mantenido las
distancias personales, Stephanie soltó el aliento y se relajó un
poco cuando el grupo salió del despacho de
Spencer.
Cuando llegaron al ascensor, Sheila dijo que debía ocuparse
de unos pacientes. Se despidió de las visitas y bajó las
escaleras.
El laboratorio estaba en el lado izquierdo del edificio
central y se accedía por uno de los caminos
cubiertos.
–Nos decidimos por los edificios separados para obligarnos a
salir, aunque se trate siempre de trabajo -explicó Paul-. Es bueno
para el espíritu.
–Yo salgo bastante más que Paul -añadió Spencer, con un tono
divertido-. Como si no fuese evidente por mi bronceado. No soy un
adicto al trabajo.
–¿El laboratorio ocupa todo el edificio? – preguntó Daniel
mientras cruzaba la puerta que Wingate mantenía
abierta.
–No del todo -contestó Paul. Se acercó a un expositor de
publicaciones y cogió una revista a todo color. El grupo había
entrado en una habitación que parecía cumplir las funciones de sala
de estar y biblioteca. Las estanterías cubrían las paredes-. Esta
es nuestra sala de lectura, y este es un ejemplar del último número
de nuestra revista Journal of Twentyfirst
Century Reproductive Technology. -Le entregó la revista a
Daniel con mal disimulado orgullo-. Hay unos cuantos artículos que
le parecerán interesantes.
–Es muy amable de su parte -dijo Daniel, con un esfuerzo.
Echó una ojeada al índice que aparecía en la portada y le pasó la
revista a Stephanie.
–En este edificio hay habitaciones además del laboratorio-.
Eso incluye algunos cuartos de huéspedes, que no son lujosos pero
que sí cuentan con todas las comodidades. Están a su disposición si
prefieren estar cerca de su trabajo. Incluso tenemos una cafetería,
donde se sirven las tres comidas, en el edificio que está al otro
lado del jardín, así que no tienen que salir de la clínica si no
quieren. Verán, muchos de nuestros empleados viven en el complejo,
y sus apartamentos también están en este edificio.
–Muchas gracias por la oferta -se apresuró a responder
Stephanie-. Es muy amable de su parte, pero disponemos de un
alojamiento muy cómodo en la ciudad.
–¿Dónde se alojan? – preguntó Paul.
–En el Ocean Club -dijo Stephanie.
–Una excelente elección -opinó Paul-. Bien, la oferta sigue
en pie si deciden aceptarla.
–No lo creo -replicó Stephanie.
–¿Qué les parece si continuamos con la visita? – propuso
Spencer.
–Por supuesto -asintió Paul. Guió al grupo hacia las puertas
que comunicaban con las dependencias interiores-. Además del
laboratorio y las habitaciones, aquí tenemos parte del equipo de
diagnóstico, como el escáner PET. Lo hicimos instalar aquí porque
consideramos que lo utilizaríamos más en el trabajo de
investigación que en el clínico.
–No imaginaba que dispusieran de un escáner PET -dijo Daniel.
Miró a Stephanie con las cejas enarcadas para comunicarle su
agradable sorpresa en contrapartida a su evidente actitud hostil.
Sabía que un escáner PET, que utiliza los rayos gamma para estudiar
las funciones fisiológicas podía resultar muy útil si surgía algún
problema con Butler después del tratamiento.
–Hemos diseñado todo esto pensando en la investigación además
de los servicios clínicos -se vanaglorió Paul-. Ya que instalábamos
un escáner CT y un MRI, pensamos que bien podíamos añadir un
PET.
–Estoy impresionado -reconoció Daniel.
–Me lo suponía -declaró Paul-. A usted, como descubridor del
RSHT, sin duda le interesará saber que planeamos tener un papel muy
importante en la terapia de células madre, similar al que tenemos
en el campo de la reproducción asistida.
–Es una combinación interesante -dijo Daniel con un tono
vago, al no tener clara su reacción ante esta noticia inesperada.
Como con tantas otras cosas relacionadas con la clínica Wingate, la
idea de que pensaran aplicar la terapia de células madre era una
sorpresa.
–Nos pareció la extensión natural de nuestro trabajo -explicó
Paul-, si consideramos nuestro acceso a los ovocitos y nuestra gran
experiencia con las transferencias nucleares. Lo más curioso es que
lo habíamos interpretado como un trabajo colateral, pero desde que
abrimos las puertas, estamos realizando más tratamientos con
células madre que de reproducción asistida.
–Efectivamente -intervino Spencer-. Los pacientes que vieron
ustedes en la sala de espera están aquí para someterse a la terapia
de células madre. El boca a boca referente a nuestros servicios
parece funcionar a tope. No hemos necesitado hacer
publicidad.
Los rostros de Stephanie y Daniel reflejaron claramente su
alarma ante semejante afirmación.
–¿Cuáles son las enfermedades que están tratando? – preguntó
Daniel.
–¡Tratamos lo que sea! – Paul se echó a reír-. Son muchas las
personas que tienen clara la importancia de las células madre en el
tratamiento de una multitud de enfermedades, desde el cáncer
terminal y las enfermedades degenerativas al envejecimiento. Dado
que no pueden recibir el tratamiento con células madre en Estados
Unidos, acuden a nosotros.
–¡Eso es absurdo! – exclamó Stephanie, indignada-. No hay
protocolos establecidos para ningún tratamiento con células
madre.
–Somos los primeros en admitir que estamos abriendo nuevos
campos -respondió Spencer-. Es algo puramente experimental, lo
mismo que harán ustedes con su paciente.
–En esencia, lo que hacemos es valemos de la demanda del
público para financiar nuestras investigaciones -aclaró Paul-.
Diablos, es algo lógico a la vista de que el gobierno
norteamericano no quiere financiar los trabajos y lo único que
consigue exponerle las cosas todavía más difíciles a los
investigadores.
–¿Qué clase de células están utilizando? – preguntó
Daniel.
–Células madre multipotentes -contestó Paul.
–¿No están diferenciando las células? – La incredulidad de
Daniel crecía por momentos, dado que las células madre no
diferenciadas no servían para ninguna clase de
tratamiento.
–No, en absoluto -manifestó Paul-. Por supuesto, intentaremos
hacerlo en el futuro, pero por ahora hacemos la transferencia
nuclear, cultivamos las células madre y las inyectamos. La teoría
es dejar que el cuerpo del paciente las utilice como le parezca más
adecuado. Hemos obtenido algunos resultados muy interesantes,
aunque no con todos los pacientes, pero eso forma parte de la
naturaleza de la investigación.
–¿Cómo puede llamar investigación a lo que hace? – preguntó
Stephanie, cada vez más furiosa-. Tendrá que perdonarme, pero no
estoy de acuerdo. No puede establecer ningún paralelismo entre lo
que nosotros pensamos hacer y lo que ustedes están
haciendo.
Daniel cogió a Stephanie por el brazo y la apartó de
Paul.
–La doctora D'Agostino solo se refiere a que en nuestro
tratamiento utilizaremos células diferenciadas.
Stephanie intentó librarse de la mano de
Daniel.
–Me estoy refiriendo a algo mucho más importante que eso
-replicó-. ¡Lo que ustedes dicen que están haciendo con las células
madre no es más que puro curanderismo!
Daniel aumentó la presión en el brazo de su
compañera.
–Si nos perdonan un momento… -dijo a Paul y Spencer, cuyas
expresiones se habían oscurecido. Se llevó a Stephanie a un aparte
y le habló en un susurro furioso:
–¿Qué demonios estás haciendo? ¿Intentas sabotear nuestro
proyecto y que nos echen de aquí?
–¿Qué quieres decir con qué estoy haciendo? – susurró
Stephanie a su vez con la misma vehemencia-. ¿Cómo puedes no
subirte por las paredes? Encima de todo lo demás, estos tipos son
unos charlatanes.
–¡Cállate! – le ordenó Daniel. Sacudió a Stephanie-. ¿Tengo
que recordarte que estamos aquí por un único motivo: tratar a
Butler? ¿Por amor de Dios, no puedes contenerte? Nos estamos
jugando el futuro de CURE y el RSHT. Estas personas no son ningunos
santos. Lo sabíamos desde el principio. Por eso están aquí y no en
Massachusetts. ¡Así que ahora no vayamos a echarlo todo por la
borda por culpa de un ataque de pía indignación!
Daniel y Stephanie se miraron por un instante con expresiones
furiosas. Por fin, Stephanie bajó la cabeza.
–Me estás haciendo daño en el brazo.
–¡Lo siento! – Daniel le soltó el brazo. Stephanie se hizo un
masaje en la parte dolorida. Daniel inspiró con fuerza en un
intento por controlar su enfado. Miró a Spencer y Paul, quienes los
observaban con curiosidad. Volvió su atención a Stephanie-.
¿Podemos concentrarnos en nuestra misión? ¿Podemos aceptar que
estos tipos carecen de toda ética, que son unos cretinos venales, y
seguir con lo nuestro?
–Supongo que el dicho: «Si vives en una casa de cristal, no
tires piedras» se aplica aquí a la perfección, a la vista de lo que
pretendemos hacer. Quizá esa sea la razón por la que me preocupo
tanto.
–Es probable que estés en lo cierto -asintió Daniel-. Pero no
olvides que nos vemos obligados a saltarnos los límites éticos.
¿Puedo contar con que serás capaz de callarte tus opiniones sobre
la clínica Wingate, al menos hasta que acabemos con lo
nuestro?
–Haré todo lo posible.
–Bien. – Daniel realizó otra inspiración profunda para
armarse de valor antes de ir a reunirse con los dos médicos.
Stephanie lo siguió un par de pasos más atrás.
–Creo que aún estamos sufriendo los últimos efectos del
jet lag -le explicó Daniel a sus
anfitriones-. Nos exaltamos con demasiada facilidad. Además, la
doctora D'Agostino tiende a exagerar cuando defiende una opinión.
Intelectualmente, considera que las células diferenciadas son el
camino más eficaz para aprovechar las ventajas que prometen las
células madre.
–Hemos conseguido algunos resultados muy buenos -manifestó
Paul-. Quizá, doctora D'Agostino, quiera usted echarles una ojeada
antes de dar una opinión definitiva.
–Me parece una propuesta muy instructiva -mintió
Stephanie.
–Continuemos -propuso Spencer-. Queremos enseñarles toda la
clínica antes de la hora de la comida y hay mucho que
ver.
Daniel y Stephanie cruzaron las puertas del enorme
laboratorio, sin decir palabra, todavía asombrados, y su asombro
fue todavía mayor cuando vieron las dimensiones del laboratorio y
el despliegue de equipos, desde secuenciadores de ADN a las más
normales incubadoras de cultivos. Superaba todo lo que habían
esperado o imaginado. La única cosa que faltaba era el personal.
Había un único técnico que trabajaba en un estereomicroscopio
diseccionador.
–En estos momentos tenemos el personal mínimo -explicó
Spencer, como si hubiese leído el pensamiento de sus huéspedes-,
algo que no tardará en cambiar, dada la demanda.
–Iré a buscar a la supervisora del laboratorio -anunció Paul,
antes de desaparecer en un despacho contiguo.
–Pensamos tener todo el personal necesario dentro de unos
seis meses -añadió Spencer.
–¿Cuántos técnicos trabajarán aquí? – preguntó
Stephanie.
–Unos treinta -respondió Spencer-. Al menos, eso es lo que
indican las proyecciones actuales. Claro que si la demanda de
tratamientos con células madre continúa aumentando al ritmo de
ahora, tendremos que ajustar esa cifra al alza.
Paul reapareció. Traía de la mano a una mujer casi
esquelética, con todos los huesos a flor de piel, sobre todo en las
mejillas. Tenía los cabellos grises, y una nariz afilada que
parecía un signo de exclamación encima de una boca pequeña de
labios finos. Vestía una bata corta con las mangas arremangadas.
Paul se acercó con ella al grupo y la presentó. Se llamaba Megan
Finnigan, como rezaba en la placa de identificación enganchada en
el bolsillo de la bata.
–Ya lo tenemos todo preparado para ustedes -dijo Megan,
después de las presentaciones. Tenía una voz suave, con acento de
Boston. Señaló uno de los bancos del laboratorio-. Hemos preparado
este sector con todo aquello que nos pareció que podían necesitar.
Si precisan algo más, no tienen más que pedirlo. La puerta de mi
despacho está siempre abierta.
–El doctor Lowell necesita un frasco con solución salina -le
informó Paul-. Necesita conservar el ADN de la sangre contenida en
una muestra de tela.
–No hay ningún problema. – Megan llamó a una técnica. En el
otro extremo del laboratorio, la mujer se apartó del microscopio y
fue a preparar la solución.
–¿Cuándo quieren comenzar? – añadió la supervisora, mientras
Daniel y Stephanie echaban una ojeada al sector que les habían
destinado.
–En cuanto sea posible -dijo Daniel-. ¿Qué hay de los
ovocitos humanos? ¿Estarán disponibles cuando los
necesitemos?
–Eso está garantizado -afirmó Paul-. Solo necesitamos que nos
avisen doce horas antes.
–Eso es sorprendente -manifestó Daniel-. ¿Cómo es
posible?
–Es un secreto del oficio. – Paul sonrió-. Quizá después de
haber trabajado juntos, podamos compartir secretos. A mí me
interesa mucho el RSHT.
–¿Eso significa que quieren comenzar hoy? – preguntó
Megan.
–Lamentablemente, no podemos. Tenemos que esperar a que
llegue un paquete de FedEx antes de poder comenzar, además de
sumergir la muestra de tela en una solución salina. – Miró a
Spencer-. Supongo que no habrá llegado nada para nosotros esta
mañana.
–¿Cuándo lo enviaron?
–Lo enviaron anoche desde Boston.
–¿Cuánto pesa? – quiso saber Spencer-. Eso establece una
diferencia cuando llega. Nassau es, después de todo, un destino
internacional para un envío desde Boston. Si fuese un sobre o un
paquete muy pequeño, podría recibirlo mañana por la mañana a
primera hora, o quizá a última hora de esta tarde.
–No es un sobre -le explicó Stephanie-. Será un paquete lo
bastante grande como para contener un recipiente con un cultivo de
tejido criopreservado además de una serie de
reactivos.
–Entonces lo más temprano que puede esperar recibirlo será
mañana a última hora -dijo el director de la clínica-. Si tiene que
pasar por la Aduana, tardará un día más como
mínimo.
–Es importante que pongamos el cultivo en el congelador antes
de que se estropee -señaló Daniel.
–Llamaré a la Aduana para que agilicen los trámites -ofreció
Spencer-. Durante el año pasado, mientras construían la clínica,
tuvimos que tratar con ellos casi a diario.
La técnica de laboratorio se acercó con el frasco de la
solución salina. Era una afroamericana de piel clara de unos
veintitantos años que llevaba los cabellos recogidos en un rodete
muy prieto.
Las pecas agraciaban el puente de la nariz, y un
impresionante despliegue de piercings con
las correspondientes joyas bordeaban sus orejas.
–Esta es Maureen Jefferson -dijo Paul-. La llamamos Mare. No
quiero avergonzarla, pero tiene un toque de oro cuando se trata de
usar las micropipetas y hacer las transferencias nucleares. Así que
si necesitan ayuda, ella estará aquí. ¿No es así,
Mare?
La muchacha sonrió recatadamente mientras le entregaba el
recipiente a Daniel.
–Es muy generoso de su parte -manifestó Stephanie-. pero creo
que nos podemos arreglar muy bien en la manipulación
celular.
Mientras los demás miraban, Daniel sacó del bolsillo el sobre
de celofán. Con unas tijeras que le ofreció Megan, cortó uno de los
extremos. Luego apretó los bordes para abrirlo, y a continuación
dejó caer el pequeño trozo de tela con la mancha de sangre sin
tocarla en la solución salina. La muestra flotó en la superficie
del líquido. Cerró el frasco con el tapón de goma y lo apretó. Con
un rotulador que también le entregó Megan escribió las iniciales ST
en la etiqueta del recipiente.
–¿Hay algún lugar seguro donde guardar la muestra mientras se
disuelven los componentes de la sangre? – preguntó
Daniel.
–Todo el laboratorio es seguro -le informó Paul-. No tiene
motivos para preocuparse. Disponemos de nuestro propio equipo de
seguridad.
–Considere esta clínica como el Fort Knox de Nassau
-manifestó Spencer.
–Puede guardarlo en mi despacho -dijo Megan-. Incluso puedo
guardarlo en mi caja de seguridad.
–Se lo agradecería -declaró Daniel-. Es
irreemplazable.
–No tenga miedo -insistió Paul-. Estará bien protegida,
créame ¿Le importaría si la cojo un momento?
–Claro que no -contestó Daniel. Le entregó el frasco a
Paul.
El científico levantó el frasco para que le diera la luz de
lleno. – ¿Se lo pueden creer? – comentó mientras miraba el pequeño
trozo de tela rojiza que flotaba en la superficie del líquido-.
¡Tenemos el ADN de Jesucristo! Me estremezco solo con
pensarlo.
–No nos pongamos melodramáticos -señaló
Spencer.
–¿Cómo lo hizo para conseguirlo? – preguntó Paul, sin hacer
caso del comentario de Spencer.
–Contamos con ayuda eclesiástica al más alto nivel -respondió
Daniel vagamente.
–¿Y eso cómo lo consiguió? – quiso saber Paul, sin apartar la
mirada del recipiente al tiempo que lo hacía
girar.
–No fue cosa nuestra -dijo Daniel-. Lo hizo nuestro
paciente.
–Vaya. – Paul bajó el recipiente y miró a Spencer-. ¿Su
paciente está relacionado con la Iglesia católica?
–No que nosotros sepamos.
–Como mínimo, tiene que ser alguien con una considerable
influencia -sugirió Spencer.
–Quizá -admitió Daniel-. No lo sabemos.
–Después de haber estado en Italia -dijo Spencer-. ¿qué opina
respecto a la autenticidad de la Sábana Santa?
–Tal como le comenté en nuestra conversación telefónica
-respondió Daniel, con una exasperación apenas disimulada-, no nos
interesa entrar en la controversia referente a la autenticidad del
sudario. Solo lo utilizamos debido a la insistencia de nuestro
paciente como fuente del ADN que necesitamos para el RSHT. – A
Daniel no le interesaba en lo más mínimo mantener un debate con
estos granujas.
–Espero con ansia el momento de conocer a su paciente
-comentó Paul-. Él y yo tenemos algo en común: ambos creemos que la
Sábana Santa es auténtica. – Le devolvió el frasco a Megan-. ¡Mucho
cuidado con esto! Tengo el presentimiento de que este trocito de
tela hará historia.
Megan sujetó el frasco con las dos manos. Miró a
Daniel.
–¿Qué quiere hacer con esta suspensión? – preguntó-. No
esperará que la tela se disuelva, ¿verdad?
–Por supuesto que no. Solo quiero que se desprenda de la
muestra todo el ADN linfocítico y se mezcle con la solución. Dentro
de unas veinticuatro horas, pasaré una alícuota por el PCR. La
electroforesis con algunos controles nos dará una idea de lo que
tenemos. Si encontramos los suficientes fragmentos de ADN, cosa que
a mi juicio sucederá, los amplificaremos y luego veremos si
nuestras sondas recogen lo que necesitamos para el RSHT. Como es
lógico, tendremos que hacerlo varias veces y secuenciar cualquier
hueco. En cualquier caso, mantendremos la muestra en la solución
salina hasta disponer de lo que necesitamos.
–Muy bien -dijo Megan-. Guardaré el frasco en mi caja de
seguridad. Ya me avisará cuando la necesite.
–Perfecto -asintió Daniel.
–Si hemos terminado aquí, podríamos ir al edificio de la
clínica -propuso Spencer. Consultó su reloj-. Querrán ver los
quirófanos y las habitaciones de los pacientes. Les presentaré al
personal, y luego iremos a la cafetería. Nos tienen preparada una
mesa, y hemos invitado al doctor Rashid Nawaz, el neurocirujano.
Nos pareció que querrían conocerlo.
–Así es -afirmó Daniel.
A Gaetano le pareció que había transcurrido una eternidad,
pero había llegado finalmente su turno en el mostrador de la
agencia de alquiler de coches. Se preguntó por qué las personas que
le habían precedido en la cola habían tardado tanto en alquilar un
maldito coche, cuando lo único que debían hacer era firmar el
puñetero contrato. Consultó su reloj. Las doce y media. Había
llegado veinte minutos antes, aunque había salido del aeropuerto
Logan a las seis de la mañana, antes de que amaneciera. El problema
fue la falta de vuelos directos, por lo que tuvo de hacer
transbordo en Orlando.
Se balanceó impaciente. Sal y Lou le habían dejado muy claro
que querían que realizara su misión en un solo día y regresara a
Boston. Le habían advertido específicamente que no iban a tolerar
ninguna excusa, aunque también estaban de acuerdo en que el éxito
dependía de que Gaetano estableciera contacto rápidamente con el
doctor Daniel Lowell, algo que no se podía asegurar, dado que, como
habían admitido amablemente, había algunas variables que tener en
cuenta. Gaetano había prometido hacer todo lo posible, aunque no
tendría ni la más mínima oportunidad de hacer su trabajo si no
conseguía llegar de una maldita vez al Ocean Club.
El plan era sencillo. Gaetano debía ir al hotel, localizar a
su objetivo, quien según Lou y Sal estaría tomando el sol en la
playa y disfrutando del agua, convencerlo para que saliera del
hotel, y hacer lo que debía, o sea transmitir el mensaje de los
jefes y sacudirlo a base de bien para que se tomara el mensaje en
serio. Hecho esto, Gaetano debía ir pitando al aeropuerto y coger
un avión de vuelta a Miami a tiempo para coger el último vuelo a
Boston. Si esto no sucedía por alguna razón desconocida, entonces
Gaetano realizaría su misión al anochecer, siempre y cuando el
profesor saliera del hotel, y luego se alojaría en alguna pensión y
regresaría al día siguiente. El único problema con este último plan
era que no había ninguna garantía de que el objetivo saliera del
hotel, lo que significaría que habría que dejarlo todo para el día
siguiente. En ese caso, Lou y Sal pillarían un cabreo, por mucho
que Gaetano quisiera explicarlo, así que se veía entre dos fuegos.
La cuestión importante era que a Gaetano lo necesitaban en Boston.
Tal como le habían recordado sus patrones, había mucho que hacer en
estos días, con el rollo de que se hundía la economía y que la
gente se lamentaba de no tener el dinero para pagar los préstamos y
las deudas de juego.
Gaetano se enjugó el sudor que le chorreaba por la frente.
Iba vestido con lo que había sido un pantalón impecablemente
planchado, una camisa de manga corta estampada, y una americana
azul. La idea era presentar un aspecto digno y evitar parecer un
vagabundo que rondaba por el Ocean Club. Ahora llevaba la americana
al hombro y el pantalón mostraba unas arrugas considerables a la
altura de las corvas. Para colmo, su constitución física no era la
más adecuada para soportar el húmedo calor
tropical.
Quince minutos más tarde, Gaetano entró en el aparcamiento,
donde hacía más calor que en el mismísimo infierno, para recoger un
jeep Cherokee blanco. Si antes había tenido calor, ahora se asaba,
y la camisa se le pegaba en las empapadas axilas. Llevaba un bolso
en la mano derecha con lo mínimo indispensable y en la izquierda la
documentación del coche y un mapa que le habían dado en el
mostrador de la agencia. La idea de conducir por la izquierda, como
le había dicho el empleado, le había preocupado un poco, pero ahora
consideraba que no tendría mayores dificultades, siempre y cuando
no lo olvidara. Le parecía el colmo de la ridiculez que en las
Bahamas circularan por el lado equivocado.
Encontró el coche. Entró sin perder ni un segundo y arrancó
el motor. Lo primero que hizo fue poner el aire acondicionado al
máximo y dirigir todas las salidas de aire hacia él. Después de
echar una ojeada al mapa, lo dejó desplegado en el asiento del
acompañante y salió del aparcamiento.
Habían hablado de conseguir un arma, pero después habían
desistido. En primer lugar, llevaría tiempo, y en segundo, no
necesitaba un arma para tratar con un profesor gilipollas. Miró el
mapa de nuevo. La ruta no tenía complicaciones dado que la mayoría
de las carreteras llevaban a Nassau. Una vez allí, cruzaría el
puente para ir a isla Paradise, donde no tendría problemas para dar
con el Ocean Club.
Gaetano sonrió al pensar en las vueltas del destino. Unos
pocos años antes, ¿quién hubiese imaginado que estaría conduciendo
en las Bahamas, vestido como un dandi, la mar de contento, y con
las posibilidades de un poco de acción? La excitación hizo que se
le erizaran los cabellos de la nuca. A Gaetano le gustaba la
violencia en todas sus formas. Era una adicción que le había metido
en problemas en el pasado, desde la escuela primaria, pero sobre
todo en el instituto. Le encantaban las películas y los videojuegos
más violentos, pero sobre todo le gustaba la violencia real.
Gracias a su corpachón y una muy buena preparación física, se las
había apañado para salir victorioso en la mayoría de las
refriegas.
El gran problema lo había tenido en el 2000. Gaetano y su
hermano mayor trabajaban de lo que él seguía haciendo, como
matones, pero en aquel entonces lo hacían para una de las grandes
familias del crimen organizado de Queens, Nueva York. Había salido
un trabajo, y se lo habían encomendado a él y a su hermano Vito.
Tenían que darle una lección a un poli que cobraba el soborno pero
que no cumplía con su parte del trato. Era un trabajo sencillo,
pero se había torcido. El poli había sacado un arma que llevaba
oculta y había conseguido herir de gravedad a Vito antes de que
Gaetano pudiera desarmarlo.
Lamentablemente, Gaetano había perdido los estribos. Cuando
se acabó la pelea, no solo había matado al policía, sino también a
la esposa y al hijo adolescente del tipo, que habían sido lo
bastante estúpidos para meterse en la bronca, la mujer con un arma
y el chico con un bate de béisbol. Todo el mundo estaba furioso.
Nadie había esperado que pudiera pasar nada semejante y había
provocado una reacción desmesurada por parte del cuerpo de policía
de Nueva York, como si el poli muerto hubiese sido un héroe. En un
primer momento, Gaetano creyó que lo sacrificarían, ya fuera
pegándole un tiro o entregándolo a la poli en bandeja de plata.
Pero entonces, cuando menos lo esperaba, surgió la oportunidad de
largarse a Boston y trabajar para los hermanos Castigliano, que
tenían un parentesco lejano con la familia para la que habían
trabajado, los Baresse.
Verse en Boston no le hizo mucha gracia. Detestaba la ciudad,
a la que veía como un pueblucho de mala muerte comparada con Nueva
York, y detestaba trabajar de empleado en una empresa de
suministros de fontanería, un puesto que consideraba degradante.
Sin embargo, poco a poco se fue acostumbrando.
–¡Caramba! – exclamó Gaetano, cuando vio el mar de las
Bahamas. Nunca había visto unos colores tan vivos. A medida que
aumentaba el tráfico, redujo la velocidad y disfrutó del paisaje.
Se había acostumbrado más fácilmente de lo que esperaba a conducir
por la izquierda, cosa que le permitía mirar a placer, y había
mucho para recrearse la vista. Comenzó a pensar con más optimismo
en sus planes para la tarde hasta que entró en Nassau. Se encontró
sin más metido en un atasco, y durante un tiempo estuvo parado
detrás de un autobús.
Miró su reloj. Era la una pasada. Sacudió la cabeza mientras
su optimismo se esfumaba rápidamente. Sus posibilidades de hacer lo
que debía y estar de regreso en el aeropuerto alrededor de las
cuatro y media, si es que pretendía llegar a tiempo para coger el
vuelo de Miami a Boston, se iban reduciendo con el paso de los
minutos.
–¡A tomar por saco! – proclamó Gaetano vehementemente. De
pronto decidió que no permitiría que el factor tiempo le estropease
el día. Inspiró profundamente y miró a través de la ventanilla.
Incluso le sonrió a una hermosa mujer negra que le devolvió la
sonrisa, y le hizo pensar que podría disfrutar de una noche muy
agradable. Bajó el cristal de la ventanilla, pero la mujer ya había
desaparecido. Un momento más tarde, el autobús que tenía delante se
puso en marcha.
Gaetano prosiguió su camino y cruzó el grácil puente que unía
las islas New Providence y Paradise, y no tardó en llegar al
aparcamiento del Ocean Club, que, a la vista de los coches
aparcados, era más para el personal del hotel que para los
huéspedes.
Dejó el bolso y la americana en el asiento de atrás del
Cherokee, se apeó, y caminó en dirección oeste por un sendero
bordeado de árboles y flores antes de desviarse hacia el norte
entre dos de los edificios. Esto lo llevó hasta la zona de césped
que separaba el hotel de la playa. Dobló hacia el este, y regresó
hacia los edificios centrales donde estaban los espacios públicos y
los restaurantes. Se sintió impresionado por todo lo que veía. Era
un entorno de primera.
En lo alto de una pendiente que bajaba hasta la playa había
un restaurante al aire libre con un bar en el centro y techo de
cañas desde donde se disfrutaba de una preciosa vista. A la una y
media, el comedor estaba a rebosar, y había una larga cola de
clientes que esperaban a que se desocupara una mesa o los taburetes
del bar. Gaetano se detuvo y sacó las fotos para mirar de nuevo las
imágenes del profesor y la hermana de Tony. Su mirada se regodeó en
la hermana, y lamentó que no fuera ella el objetivo. En su rostro
apareció una sonrisa mientras pensaba en las diversas maneras de
hacerle llegar un mensaje con la contundencia
adecuada.
Provisto con la imagen mental de las personas que buscaba,
Gaetano caminó lentamente alrededor del bar y el restaurante. Las
mesas estaban dispuestas en el borde exterior del círculo con el
bar en el centro. Todas las mesas y taburetes estaban ocupados, la
mayoría por personas de todas las edades y tamaños, vestidas con
trajes de baño, camisetas y pareos.
Gaetano se encontró de nuevo donde había comenzado, sin haber
visto a nadie que se pareciera al tipo o a la chica. Abandonó el
restaurante, bajó las escaleras hasta un rellano donde había varias
duchas, y bajó por otro tramo de escaleras que conducían a la
playa. A la derecha, al pie de las escaleras, estaban las tumbonas,
las sombrillas y las toallas para los huéspedes. Gaetano se quitó
los zapatos y los calcetines, y se recogió las perneras de los
pantalones antes de caminar hasta donde el agua lamía la orilla.
Cuando metió los pies en el agua, se arrepintió de no haber traído
un bañador. El agua era transparente como el cristal, poco
profunda, y deliciosamente tibia.
Gaetano caminó por la arena en dirección este, atento a los
rostros de los bañistas. No había muchos, porque la mayoría estaban
comiendo. Cuando llegó a un extremo donde ya no había nadie más,
dio la vuelta y caminó hacia el oeste. Cuando allí tampoco encontró
a su presa, decidió que el profesor y la hermana no estaban en la
playa. Vaya pérdida de tiempo, pensó malhumorado.
Cruzó la playa y recuperó los zapatos. Se hizo con una toalla
y subió al rellano donde se lavó los pies. Se calzó los zapatos,
volvió a subir las escaleras; esta vez siguió por un sendero que
cruzaba el césped delante del edificio principal del hotel que
imitaba el estilo colonial. En el interior, se encontró en lo que
parecía la sala de estar de una mansión. Un pequeño bar en una
esquina con seis taburetes le recordó que esto era, después de
todo, un hotel. El barman aprovechaba la ausencia de clientes para
limpiar las copas.
Gaetano cogió el teléfono que estaba en una mesa con recado
de escribir, y llamó a la telefonista del hotel. Le preguntó cómo
podía llamar a la habitación de uno de los huéspedes y la empleada
le dijo que ella lo conectaría. Gaetano le dio el número de la
habitación: 108.
Mientras sonaba el teléfono, Gaetano se sirvió una pieza de
la fruta que había en un bol. El teléfono sonó diez veces antes de
que la telefonista apareciera en la línea para preguntarle si
quería dejar un mensaje. Gaetano le respondió que llamaría más
tarde y colgó.
Fue en ese momento en que Gaetano se preguntó si el hotel
tendría una piscina. No la había visto donde la esperaba, en medio
del césped entre el hotel y la playa, pero dado que el hotel
disponía de mucho espacio, bien podía ser que tuvieran una. Así que
cruzó la sala para ir a la recepción, donde le dieron toda clase de
explicaciones.
Resultó ser que la piscina estaba en el lado este, lejos del
océano y al pie de un jardín de varias terrazas, coronado por un
templete medieval. Gaetano se sintió impresionado por el entorno
pero desilusionado al tener la misma suerte que había tenido en la
playa. El profesor y la hermana de Tony no se encontraban en la
piscina ni en el bar anexo. Tampoco estaba en el gimnasio ni en
ninguna de las numerosas pistas de tenis.
–¡Joder! – murmuró Gaetano. Era obvio que su objetivo no se
encontraba en el hotel. Consultó su reloj. Eran más de las dos.
Sacudió la cabeza. En lugar de preguntarse si tendría que pasar
allí la noche, comenzó a pensar en cuántas noches más necesitaría
si las cosas seguían a este ritmo.
Volvió sobre sus pasos, y en la recepción encontró un cómodo
sofá con una mesa de centro donde estaban el bol de frutas y una
pila de revistas, y desde donde disponía de una clara visión de la
entrada principal. Resignado a esperar, Gaetano se sentó y se puso
cómodo.
Paul dejó a Spencer, que iba a su lujoso despacho, y bajó las
escaleras que conducían al sótano del edificio central después de
despedirse de sus visitantes. A menudo se preguntaba qué haría
Spencer durante toda la jornada metido en aquella enorme
habitación, que tenía cuatro veces el tamaño del despacho de Paul y
era diez veces más suntuoso. No obstante, a Paul no le molestaba en
lo más mínimo. Había sido la única exigencia de Spencer durante la
construcción de la nueva clínica. Más allá de insistir en disponer
de un espacio ridículamente grande, Spencer le había dejado hacer a
su voluntad, sobre todo en lo referente al laboratorio y los
equipos. Por otra parte, Paul disponía de un segundo despacho,
aunque muy pequeño, en el mismo laboratorio, que utilizaba
muchísimo más que el primero en el edificio de la
administración.
Paul silbaba feliz mientras abría la puerta blindada al pie
de las escaleras. Tenía motivos para estar de buen humor. No solo
esperaba un buen respaldo a su legitimidad como investigador en el
campo de las células madre gracias a su colaboración con un posible
premio Nobel, sino todavía más importante, consideraba la
perspectiva de un cuantioso y muy necesitado aporte financiero para
la clínica. Como la mitológica ave fénix, Paul había vuelto a
resurgir de las cenizas, y esta vez en el sentido más literal.
Menos de un año atrás, él y otros altos cargos de la clínica habían
tenido que escapar de Massachusetts cuando los bárbaros convertidos
en alguaciles federales asaltaban la entrada del establecimiento.
Afortunadamente, Paul había previsto los problemas derivados de lo
que había estado haciendo en sus investigaciones, aunque había
supuesto que las dificultades las tendría con la FDA, no
directamente con el Departamento de Justicia, y por lo tanto había
preparado planes muy detallados para trasladar la clínica fuera del
territorio nacional. Durante casi un año, había estado vaciando las
cuentas a espaldas de Spencer, algo que le había resultado muy
sencillo, dado que Spencer se había casi retirado a Florida. Paul
había utilizado el dinero para comprar el solar en las Bahamas,
diseñar una nueva clínica y comenzar la construcción. El inesperado
asalto por parte de las fuerzas de la ley tras un par de chivatazos
solo había significado que él y sus cómplices habían tenido que
marcharse precipitadamente antes de que acabara la construcción de
la nueva clínica. También les había obligado a activar un plan de
destrucción total, que disponía el incendio de las instalaciones
para eliminar todas las pruebas.
La ironía para Paul era que el reciente renacimiento desde
las cenizas había sido su segunda recuperación milagrosa. Solo
siete años antes, sus perspectivas habían sido catastróficas. Tenía
prohibido ejercer en los hospitales y estaba a punto de perder su
licencia médica en el estado de Illinois cuando solo hacía dos años
que había acabado su período de residencia como obstetra y
ginecólogo. Había sido por culpa de una estúpida estafa a la
seguridad social que había copiado y después mejorado de algunos
colegas locales. El problema le había forzado a escapar del estado.
El azar le había llevado a Massachusetts, donde había aceptado un
puesto de profesor de reproducción asistida para evitar que la
junta médica de Massachusetts descubriera sus problemas en
Illinois. Su suerte se había mantenido cuando uno de los profesores
resultó ser Spencer Wingate, que pensaba retirarse. El resto era
historia.
–¡Si mis amigos pudieran verme ahora! – murmuró Paul
alegremente, mientras caminaba por el pasillo central del sótano.
Estos comentarios eran su pasatiempo favorito. Por supuesto,
utilizaba el término amigos un tanto a la
ligera, dado que no tenía muchos; había sido un solitario durante
la mayor parte de su vida, después de ser la víctima de todas las
bromas a lo largo de sus años de formación. Siempre había sido muy
trabajador, y sin embargo nunca había conseguido estar a la altura
de las exigencias sociales, al margen de licenciarse en medicina.
Pero ahora, con un laboratorio soberbiamente equipado a su
disposición e incluso sin la amenaza de la supervisión de la FDA,
sabía que estaba en posición de convertirse en el investigador
biomédico del año, quizá de la década… quizá del siglo, si tenía en
cuenta el potencial de la clínica Wingate para disfrutar del
monopolio de la clonación terapéutica y reproductiva. Por supuesto,
para Paul, la idea de convertirse en un famoso investigador era la
mayor de las ironías. Nunca lo había considerado, carecía de la
preparación adecuada para serlo, e incluso tenía el dudoso honor de
haber sido el último de la clase en la facultad de medicina. Paul
se rió para sus adentros, consciente de que en realidad debía su
actual posición no solo a la suerte, sino también a la preocupación
de los políticos estadounidenses con el tema del aborto, que les
hacía olvidar todo lo referente a la esterilidad y perjudicar la
investigación en el campo de las células madre. De no haber sido
por eso, los investigadores del país estarían donde él estaba
ahora.
Paul llamó a la puerta de Kurt Hermann. Kurt era el jefe de
seguridad de la clínica y uno de sus primeros contratados. Al poco
tiempo de su llegada a la clínica Wingate, Paul había intuido el
inmenso negocio de la esterilidad, sobre todo si se estaba
dispuesto a saltarse las normas y aprovechar al máximo la falta de
supervisión en la materia. Con eso en mente, Paul había asumido que
la seguridad sería un tema básico. Por consiguiente, había querido
buscar a la persona adecuada para el trabajo, alguien sin muchos
escrúpulos, por si se presentaba la necesidad de aplicar métodos
draconianos, alguien muy machista en el sentido no sexista del
término, y alguien con mucha experiencia. Paul había encontrado
todos estos requisitos en Kurt Hermann. El hecho de que el hombre
hubiese sido licenciado de las fuerzas especiales del ejército
norteamericano en circunstancias muy poco honrosas, después de una
serie de asesinatos de prostitutas en la isla de Okinawa, no había
preocupado a Paul en lo más mínimo. Al contrario, le había parecido
un galardón.
Abrió la puerta cuando escuchó la voz de Kurt, que lo
invitaba a entrar. El jefe de seguridad había diseñado sus
dependencias. La habitación principal era una combinación de
despacho con un par de mesas y sus correspondientes sillas, y un
pequeño gimnasio con media docena de aparatos. También había una
colchoneta para la práctica del taekwondo. Además, había una sala
de vídeo con toda una pared ocupada por monitores de televisión que
mostraban las imágenes captadas por las cámaras de vigilancia
instaladas por todo el complejo. Había un pasillo que conducía a un
dormitorio y un baño. Kurt disponía de un apartamento más grande en
la planta alta del laboratorio, pero en algunas ocasiones
permanecía en su despacho durante varios días. Al otro lado del
dormitorio había una celda con un lavabo, un inodoro, y un camastro
de hierro.
El sonido metálico de las pesas llamó la atención de Paul que
se dirigió hacia el gimnasio. Kurt Hermann se sentó en el banco al
verle entrar. Iba vestido como de costumbre, con una camiseta negra
ajustada, pantalón negro, y zapatillas a juego, algo que ofrecía un
brusco contraste con sus cabellos de un color rubio sucio muy
cortos. En una ocasión, Paul le había preguntado al pasar por qué
insistía en vestir de negro a la vista de la intensidad del sol en
las Bahamas. Kurt se había limitado a encogerse de hombros y a
enarcar las cejas. En general, era hombre de pocas
palabras.
–Tenemos que hablar -dijo Paul.
Kurt no respondió. Se quitó las muñequeras, se enjugó el
sudor de la frente con una toalla, y fue a sentarse a la mesa. Los
músculos pectorales y los tríceps tensaron la tela de la camiseta
cuando apoyó los brazos en la mesa.
Después de sentarse, permaneció inmóvil. A Paul le recordó un
gato dispuesto a saltar.
Cogió una silla, la colocó delante de la mesa, y se
sentó.
–El doctor y su amiga han llegado a la isla -dijo
Paul.
–Lo sé -respondió Kurt con una voz monótona. Giró el monitor
que tenía sobre la mesa. En la pantalla aparecía la imagen
congelada de Daniel y Stephanie en el momento en que se acercaban a
la entrada del edificio de la administración. Sus rostros se veían
con toda claridad; entrecerraban los párpados para protegerse los
ojos del resplandor del sol.
–Una muy buena toma -comentó Paul-. Hace justicia a la
hermosura de la mujer.
Kurt giró de nuevo el monitor pero no dijo
palabra.
–¿Hemos conseguido alguna información referente a la
identidad del paciente desde la última vez que hablamos? – preguntó
Paul.
Kurt sacudió la cabeza.
–¿Las búsquedas en el apartamento y las oficinas no dieron
ningún resultado?
–Ninguno -respondió el jefe de seguridad.
–Detesto ponerme pesado -añadió Paul-, pero necesitamos
averiguar quién es esa persona lo antes posible. Cuanto más
tardemos, menores serán nuestras posibilidades de aumentar nuestra
compensación. Necesitamos el dinero.
–Las cosas serán más sencillas ahora que están en
Nassau.
–¿Cuál es la estrategia?
–¿Cuándo comenzarán a trabajar en la
clínica?
–Mañana, siempre y cuando reciban el paquete de FedEx que
esperan.
–Necesito hacerme con sus ordenadores portátiles y sus
móviles durante unos minutos -dijo Kurt-. Para eso, quizá necesite
la ayuda del personal del laboratorio.
–¿Sí? – A Paul le llamó la atención que Kurt pidiera ayuda-.
¡Por supuesto! Hablaré con la señorita Finnigan. ¿Qué debe
hacer?
–Después de que comiencen a trabajar, necesitaré saber dónde
tienen los ordenadores, y con un poco de suerte los móviles, cuando
vayan a la cafetería.
–Eso parece bastante sencillo -opinó Paul-. Megan seguramente
les facilitará alguna taquilla para que guarden sus efectos
personales. ¿Para qué necesita los móviles? Entiendo que pueda
necesitar los ordenadores, pero ¿por qué los
móviles?
–Para ver las identificaciones de las llamadas recibidas
-respondió Kurt-. No es que espere descubrir gran cosa, a la vista
de lo precavidos que se han mostrado hasta ahora. Ni tampoco espero
nada de los ordenadores. Eso sería demasiado fácil. Estos
profesores están lejos de ser unos estúpidos. Lo que de verdad
quiero hacer es meter un micro en los móviles para controlar las
llamadas. Así encontraremos lo que queremos saber. El lado malo es
que la escucha tendrá que hacerse desde muy cerca, en un radio de
unos treinta metros más o menos, debido a las limitaciones de la
potencia. Una vez instalados los micros, Bruno o yo mismo tendremos
que mantenernos dentro del alcance de los
aparatos.
–¡Menudo trabajo! – afirmó Paul-. Confío en que no olvidará
que aquí lo primordial es la discreción. No podemos permitirnos que
se monte el más mínimo escándalo. Al doctor Wingate le daría una
apoplejía.
Kurt le respondió con uno de sus inescrutables encogimientos
de hombros.
–Sabemos que están alojados en el Ocean Club, en isla
Paradise.
El jefe de seguridad apenas si movió la cabeza en un gesto de
asentimiento.
–Hoy también nos hemos enterado de algo que podría ser útil
-añadió Paul-. El misterioso paciente podría ser alguien que
pertenece a las altas jerarquías de la Iglesia católica, algo que
podría sernos muy beneficioso a la vista de la posición de la
Iglesia en el tema de las células madre. Mantener el secreto podría
valer mucho dinero.
Kurt no hizo ningún comentario al respecto.
–Bueno, no hay nada más. – Paul se palmeó las rodillas antes
de levantarse-. Insisto en que necesitamos un
nombre.
–Lo conseguiré -prometió Kurt-. Confíe en
mí.
–Ahora ¿qué pasa? – preguntó Daniel, con un tono irritado-.
¿Has decidido no hablarme o qué? No has dicho ni mu desde que
salimos de la clínica hace más de veinte minutos.
–Tú tampoco has dicho gran cosa -replicó Stephanie. Miraba a
través de la ventanilla con una expresión de malhumor y no se
molestó en volver la cabeza hacia Daniel.
–Dije que hacía un día precioso cuando subimos al
coche.
–¡Oh, vaya! – exclamó Stephanie despectivamente-. Algo
excelente para iniciar una conversación, a la vista de cómo ha ido
la mañana.
Daniel miró enfadado a su compañera antes de volver su
atención a la carretera. Circulaban por la costa norte de la isla,
camino de regreso al hotel.
–No creo que seas ecuánime. Te has puesto hecha una fiera con
nuestros anfitriones, algo que no quiero que vuelva a repetirse, y
ahora que estamos solos, estás callada como una momia. Actúas como
si hubiese hecho algo mal.
–Pues si lo quieres saber, no entiendo por qué no estás
escandalizado con todo lo que pasa en la clínica
Wingate.
–¿Te refieres a su supuesta terapia con las células
madre?
–Incluso llamarlo terapia es una burda exageración. Es una
pura y desvergonzada estafa médica. No solo roba el dinero y niega
el tratamiento adecuado a unas personas desesperadas, sino que
además desprestigia todo lo relacionado con las células madre,
porque no cura nada, salvo que actúe como un
placebo.
–Estoy escandalizado -afirmó Daniel-. Cualquiera lo estaría,
pero también lo estoy con los políticos que hacen que esto sea
posible y, al mismo tiempo, nos obligan a tratar con estas
personas.
–¿Qué me dices del putativo comercio secreto que le permite a
la clínica Wingate suministrar ovocitos humanos a pedido en un
plazo de doce horas?
–Admito que eso también plantea un problema ético francamente
preocupante.
–¿Preocupante? – repitió Stephanie con un tono que no podía
ser más despectivo. ¿Por casualidad has visto el artículo sobre los
ovocitos en la revista que nos dieron? – Desenrolló la revista, que
había convertido en un cilindro, y la señaló-. El título del
artículo número tres es «Nuestra amplia experiencia con la
maduración in vitro de los ovocitos fetales humanos». ¿Eso qué te
sugiere?
–¿Crees que consiguen los ovocitos de fetos
abortados?
–Por lo que sabemos, no sería una suposición descabellada.
¿Te has fijado en cuántas jóvenes nativas embarazadas trabajan en
la cafetería, ninguna de las cuales, debo añadir, parece ser una
mujer casada? ¿Qué me dices de cómo presumía Paul de su experiencia
en las transferencias nucleares? Estas personas son muy capaces de
estar ofreciendo la clonación reproductiva, aparte de todo lo
demás.
Stephanie exhaló un sonoro suspiro al tiempo que sacudía la
cabeza. Se negó a mirar a Daniel, y continuó mirando a través de la
ventanilla. Mantenía los brazos cruzados sobre el
pecho.
–El mero hecho de estar allí y hablar con esa gente, y ya no
digamos que vayamos a trabajar en la clínica, me hace sentir
cómplice.
Permanecieron en silencio durante algunos minutos. Daniel
habló cuando entraron en los aledaños de Nassau y tuvo que reducir
la velocidad.
–Todo lo que dices es verdad. Pero también lo es que tenía
una idea muy aproximada de lo que eran estas personas antes de
venir aquí. Tú te encargaste de averiguar sus antecedentes en la
red, y permíteme que cite tus palabras: «Estas personas no son nada
agradables, y tendríamos que limitar nuestro trato con ellas». ¿Lo
recuerdas?
–Por supuesto que sí -replicó Stephanie vivamente-. Fue en el
restaurante Rialto, y de aquello no ha pasado ni una semana. –
Suspiró-. ¡Caray! Han pasado tantas cosas en los últimos seis días,
que es como si hubiese pasado un año entero.
–¿Me has entendido? – insistió Daniel.
–Supongo que sí, pero también dije que deseaba tener la
seguridad de que al trabajar en su clínica, no estuviésemos
avalando algo del todo inaceptable.
–Aún a costa de hacer el ridículo repitiéndome, estamos aquí
para tratar a Butler y nada más. Estuvimos de acuerdo en ese punto,
y eso es lo que haremos. No estamos en una cruzada para destapar
las actividades ilegales de la clínica Wingate, ni ahora ni después
de haber tratado a Butler, porque si la FDA descubre lo que hemos
hecho, podríamos tener problemas.
Stephanie se volvió para mirar a Butler.
–Cuando al principio acepté participar en el tratamiento de
Butler, creí que el único compromiso que tendríamos era con la
ética de la investigación. Desafortunadamente, parece que vamos
cuesta abajo. Me preocupa saber adónde nos llevará todo
esto.
–Siempre te queda la posibilidad de irte a casa -opinó
Daniel-. Tú sabes más del trabajo celular, pero supongo que podría
apañármelas.
–¿Lo dices de verdad?
–Sí. Tú tienes una técnica muy superior a la mía con las
transferencias nucleares.
–No, me refiero a que no te importaría si me
marchara.
–Si las concesiones éticas que debemos hacer van a conseguir
que te sientas desgraciada o malhumorada y que seas desagradable,
no me importará que te marches.
–¿Me echarías de menos?
–¿Es una pregunta con trampa? Ya te he dicho que prefiero
mucho más que te quedes. Si me comparo contigo cuando trabajo con
los ovocitos y los blastocitos en el microscopio diseccionador,
siento como si tuviese seis dedos en cada mano.
–Me refiero a echarme de menos
sentimentalmente.
–¡Por supuesto! Eso por descontado.
–Nunca lo es, sobre todo porque nunca lo has dicho. Pero no
me malinterpretes; te agradezco que me lo digas ahora; también te
agradezco que me dejes irme. Significa mucho para mí. – Stephanie
suspiró una vez más-. Por mucho que me preocupe trabajar con esos
imbéciles, no creo que deba dejarte que sigas solo. Me lo pensaré.
Me tranquiliza saber que tengo una alternativa, y agradezco tus
sentimientos. Después de todo, este asunto va desde el primer día
en contra de lo que me dice la intuición y el buen juicio, y la
experiencia de esta mañana no ha ayudado.
–Soy consciente de tus dudas y eso me hace apreciar más aún
tu apoyo. Pero ya está bien. Sabemos que son unos tipejos y lo que
hemos visto esta mañana lo confirma. Pasemos a otro tema. ¿Qué te
ha parecido el neurocirujano paquistaní?
–¿Qué puedo decir? Me gusta su acento inglés, pero es bajito.
Por otro lado, es un encanto.
–Intento ser serio -manifestó Daniel; de nuevo la irritación
apareció en su voz.
–Pues yo intento ser graciosa. ¿Cómo puedes valorar a un
profesional solo porque has comido con él? Al menos cuenta con una
buena preparación en los mejores centros académicos de Londres,
pero si es un buen cirujano, ¿quién lo puede decir? Al menos es un
tipo tratable. – Stephanie se encogió de hombros-. ¿Tú qué
opinas?
–Creo que es fantástico; es una suerte que lo tengamos con
nosotros. El hecho de que tenga experiencia en la implantación de
células fetales para el tratamiento de los enfermos de Parkinson es
algo muy valioso. Me refiero a que va a usar el mismo procedimiento
con nosotros. Implantar nuestras células dopaminérgicas clonadas
será una mera repetición, con la diferencia de que saldrá bien.
Intuí en él una sincera desilusión al ver los malos resultados de
los estudios con células fetales que había hecho.
–Se le ve entusiasmado -añadió Stephanie-; lo reconozco,
aunque no estoy del todo convencida de si era porque necesita el
trabajo. Una cosa que me sorprendió fue su convencimiento de que no
tardaría más de una hora.
–Pues a mí no -manifestó Daniel-. El único paso que requiere
tiempo es colocar el equipo estereotáxico en posición. Trepanar e
inyectar es algo que se hace rápido.
–Supongo que debemos dar gracias por haberlo encontrado sin
problemas.
Daniel se limitó a asentir, y el silencio reinó en el coche
durante unos minutos.
–Sé de otra razón por la que te alteraste tanto esta mañana
-dijo Daniel de pronto.
–¿Sí? – preguntó Stephanie, que notó cómo volvía la tensión
ahora que había conseguido relajarse un poco. No le interesaba en
lo más mínimo escuchar otro detalle inquietante.
–Tu fe en la profesión médica debe estar en estos momentos
por los suelos.
–¿De qué estás hablando?
–No se puede decir que Spencer Wingate sea el individuo bajo,
rechoncho y con una verruga en la nariz que esperabas ver, aunque,
como dije antes, bien puede ser que sea un fumador empedernido y
tenga mal aliento.
Stephanie le pegó en el hombro juguetonamente varias
veces.
–Después de todas las cosas que he dicho últimamente, es muy
propio de ti recordar solo eso.
En la misma tónica divertida, Daniel simuló estar
aterrorizado y se encogió contra su ventanilla para ponerse fuera
de su alcance. En aquel momento, tuvieron que detenerse porque el
semáforo que regulaba el acceso al puente a la isla Paradise estaba
rojo.
–Paul Saunders es otra historia -comentó Daniel, al tiempo
que se ponía en la posición correcta-. Así que quizá tu fe no haya
sufrido un golpe irreversible, dado que su apariencia compensa
plenamente el aspecto de estrella de cine de
Spencer.
–Paul no es mal parecido -replicó Stephanie-. Tiene un
cabello muy bonito, y el mechón blanco lo hace
interesante.
–Sé que te cuesta criticar el aspecto físico de las personas
-manifestó Daniel-. No es que lo comprenda, sobre todo en este
caso, a la vista de lo que opinas de esta pareja, pero al menos
tendrás que admitir que tiene una pinta extraña.
–Las personas no pueden elegir los rostros y los cuerpos,
nacen con ellos. Yo diría que Paul Saunders es único. Nunca he
visto a nadie con los ojos de diferente color.
–Tiene un síndrome genético epónimo -explicó Daniel-. Es algo
poco frecuente, si no estoy equivocado, pero no recuerdo el nombre.
Era una de esas enfermedades arcanas que de vez en cuando te
aparecía en algún examen.
–¡Una enfermedad hereditaria! – afirmó Stephanie-. Por eso
mismo no me gusta criticar el aspecto físico de las personas. ¿El
síndrome puede provocar alguna consecuencia grave para la
salud?
–Ahora mismo no lo recuerdo -admitió Daniel.
Cambió la luz del semáforo, y cruzaron el puente. La vista de
la bahía de Nassau era impresionante, y ninguno de los dos dijo
nada hasta llegar al otro lado.
–¡Eh! – exclamó Daniel. Cambió de carril para hacer un giro a
la derecha y detuvo el coche-. ¿Qué te parece si aprovechamos para
ir al centro comercial y compramos unas cuantas prendas? Como
mínimo, necesitaremos bañadores para ir a la playa. Después de que
llegue el paquete de FedEx no tendremos muchas oportunidades para
disfrutar de los placeres de Nassau.
–Vayamos primero al hotel. Es hora de llamar al padre
Maloney. Ya debe estar de regreso en Nueva York y quizá tenga
alguna información referente a nuestro equipaje. Nuestras compras
dependerán de si recibimos o no las maletas.
–¡Buena idea! – aprobó Daniel. Puso el intermitente de la
izquierda y miró por encima del hombro mientras volvía al carril en
dirección este.
Unos pocos minutos más tarde, Daniel condujo el coche más
allá del aparcamiento y se detuvo delante mismo de la puerta del
hotel. Los porteros acudieron rápidamente para abrir las puertas de
los dos lados simultáneamente.
–¿No lo dejarás en el aparcamiento? – preguntó
Stephanie.
–Que se encarguen los porteros -respondió Daniel-. Llamaremos
al padre Maloney, pero lo encontremos o no, quiero volver para
comprar los bañadores.
–De acuerdo -dijo Stephanie, mientras se apeaba del coche.
Después de las tensiones de la mañana, ir de compras y disfrutar de
una relajante visita a la playa le pareció la
gloria.
Gaetano sintió que se le aceleraba el pulso y se le erizaban
los cabellos de la nuca como si se hubiese tomado una dosis de
anfetaminas. Finalmente, después de muchas falsas alarmas, las dos
personas que entraron por la puerta principal del hotel se parecían
a la pareja que buscaba. Sacó la foto que llevaba en el bolsillo de
la camisa estampada sin perder ni un segundo. Mientras la pareja
todavía estaba a la vista, comparó los rostros con los de la foto.
«Bingo», murmuró. Guardó la foto y echó una ojeada al reloj. Las
tres menos cuarto. Se encogió de hombros. Si el profesor cooperaba
ya fuese saliendo a dar un largo paseo o, mejor todavía, se volvía
a la ciudad, donde seguramente habían estado, Gaetano conseguiría
coger el último vuelo a Boston.
La pareja desapareció de la vista por la derecha de Gaetano,
al parecer a través del vestíbulo, más allá de los mostradores de
la recepción. Con la mayor discreción, Gaetano dejó la revista que
había estado leyendo, recogió la americana que había dejado en el
respaldo del sofá, le sonrió al barman, que había tenido la
amabilidad de charlar con él, con lo que había evitado llamar la
atención de los guardias de seguridad, y siguió a la pareja. Cuando
salió al exterior ya no estaban a la vista.
Gaetano caminó por el sinuoso sendero bordeado de árboles
llenos de flores y setos. No le preocupaba no ver a la pareja,
porque estaba seguro de que iban a su habitación, y él sabía dónde
estaba la habitación 108. Mientras caminaba, lamentó que sus
órdenes fueran no abordar al profesor en el hotel. Hubiese sido
mucho más sencillo que esperar a que el hombre saliera del
recinto.
Vio a sus presas en el momento en que entraban en su
edificio. Siguió caminando en dirección al mar, y encontró una
hamaca colgada entre dos palmeras que estaba en una posición
estratégica. Colgó la americana en una de las cuerdas, y luego se
subió con mucho cuidado. Desde este punto tenía la ventaja de ver
si se dirigían a la playa, la piscina, o cualquier otra de las
instalaciones del hotel. No podía hacer más que permanecer atento y
vigilante, y confiar en que los planes de la pareja los llevaran
lejos del hotel.
A medida que pasaban los minutos, el pulso de Gaetano volvió
a la normalidad, aunque todavía le excitaba la inminente acción
física. Estaba todo lo cómodo que podía desear, con la cabeza
apoyada en una pequeña almohada de lona sujeta a la hamaca y un pie
apoyado en el suelo para columpiarse suavemente. Se estaba fresco a
la sombra de las palmeras. De haber tenido que esperar al sol se
hubiese asado.
Una mujer con un biquini minúsculo y un pareo casi
transparente pasó a su lado y le sonrió. Gaetano levantó la mano
para corresponderle, y a punto estuvo de acabar en el suelo. Que él
recordara, nunca se había acostado antes en una hamaca, y como no
estaba tensada entre las palmeras sino floja, no tenía la firmeza
que había imaginado. Se sentía más seguro si se cogía a los
lados.
Iba a arriesgarse a soltar una mano para mirar el reloj
cuando vio a la pareja. En lugar de dirigirse a la playa caminaban
por el sendero de regreso al vestíbulo. Sin embargo, lo más
importante era que no se habían cambiado de ropa. Gaetano no quería
llamar a la mala suerte, pero vestidos como ahora, estaba claro que
no iban a la piscina, y quizá se disponían a dejar el
hotel.
En su intento de incorporarse rápidamente, consiguió que la
hamaca diera una vuelta de campana y acabó ignominiosamente tumbado
boca abajo en el suelo. Se levantó de un salto, y sintió una
profunda vergüenza cuando descubrió que un par de chiquillos y su
madre habían sido testigos de la caída.
Se limpió las briznas de hierba del pantalón y recogió las
gafas de sol. Se enfadó al ver que los chiquillos se reían a su
costa, y por un segundo, pensó en darles una lección sobre el
respeto a sus mayores. Afortunadamente, la familia siguió su
marcha, aunque uno de los mocosos se volvió para mirarlo por encima
del hombro, con la misma expresión de burla. Gaetano le dedicó un
gesto obsceno. Luego recogió la americana y siguió a la
pareja.
Esta vez, Gaetano echó a correr; era importante no perderlos
de vista. Los alcanzó antes de que llegaran al edificio central y
acortó el paso. Respiraba con dificultad. Cuando entraron en el
vestíbulo, Gaetano les pisaba los talones. Estaba lo bastante cerca
como para escuchar su conversación, y también para notar que
Stephanie era más hermosa de lo que parecía en la
foto.
–¿Por qué no les dices que traigan el coche? – dijo
Stephanie-. Solo tardaré un segundo. Quiero preguntar al
recepcionista si necesitamos hacer reserva para cenar en el
patio.
–De acuerdo -respondió Daniel amablemente.
Gaetano reprimió una sonrisa de placer; dio media vuelta y
salió del vestíbulo por la misma puerta por la que había entrado.
Se dirigió a paso rápido hacia el aparcamiento, y se subió al
Cherokee. Arrancó y fue a situarse en un lugar desde donde veía el
camino y la rotonda. Delante mismo de la puerta del hotel había un
Mercury Marquis azul con el motor en marcha. Stephanie salió del
edificio y subió al coche sin más demora.
–¡Bingo! – exclamó Gaetano alegremente.
Miró su reloj. Eran las tres y cuarto. De pronto, las piezas
comenzaban a encajar.
El Mercury Marquis arrancó y pasó directamente por delante
del Cherokee. Gaetano lo siguió, lo bastante cerca para leer la
matrícula. Luego dejó que se alejaran un poco.
–¿Qué piensas de mi conversación con el padre Maloney? –
preguntó Stephanie.
–Sigo tan confuso sobre su participación como lo estaba el
día que salimos de Turín.
–Yo también -admitió Stephanie-. Confiaba en que se mostraría
un poco más abierto que en Italia con toda esa historia de la
intervención divina y que solo era un servidor de la voluntad de
Dios. Pero al menos se ha ocupado de solucionar el problema de las
maletas. Dada nuestra condición de fugitivos y lo que suele ocurrir
con las maletas extraviadas, no hay duda de que es una prueba de la
intervención divina.
–Quizá así sea, pero sin tener idea de cuándo pueden llegar,
no creo que nos sea de mucha ayuda a corto plazo.
–Pues yo estoy dispuesta a creer que será pronto, así que
limitaré mis compras a un traje de baño y unas pocas prendas
imprescindibles.
Daniel entró en el aparcamiento y condujo por delante de las
tiendas. Detuvo el coche cuando vio una tienda de ropa de mujer
junto a otra de hombres. Los escaparates estaban puestos con mucho
gusto, y las prendas respondían al corte europeo.
–No podría ser más conveniente -comentó Daniel mientras
aparcaba el coche. Miró el reloj-. Si estás de acuerdo, nos
encontraremos aquí dentro de media hora.
–Por mí, perfecto -dijo Stephanie, y se apeó del
coche.
Con el mismo nerviosismo que había experimentado cuando la
pareja salió del hotel, Gaetano metió el jeep en una de las plazas
de aparcamiento con salida directa a la calle, desde la que tendría
vía libre al puente que iba a la carretera hacia Nassau. En su
trabajo siempre era importante tener previsto un camino que le
permitiera escapar sin demora. Apagó el motor y miró por encima del
hombro. Vio cómo la pareja se separaba; el profesor iba hacia la
sastrería, mientras que la hermana de Tony caminaba hacia la tienda
de ropa femenina.
No podía creerse este golpe de suerte. El problema había sido
qué hacer con la mujer mientras él se ocupaba de su asunto con el
profesor, dado que por decreto ella tenía que quedar fuera de la
acción. Ahora la hermana no sería una complicación, siempre y
cuando el profesor le brindara una oportunidad durante el tiempo
que estaría solo. A la vista de que no tenía ninguna seguridad
sobre el tiempo que su presa estaría solo, Gaetano se apeó del
Cherokee de un salto. A medida que aceleraba el paso hasta trotar,
su ansia fue en aumento. Para él, las maniobras que necesitaba para
acercarse al objetivo eran como los juegos previos a un ciclo de
excitación autogratificante, mientras que la violencia resultante
era casi orgásmica. En realidad, para él, toda la experiencia era
similar al acto sexual, pero mejor.
Para Daniel era un descanso bien venido estar solo, aunque
únicamente fuese durante media hora. Las repetidas manifestaciones
de Stephanie referentes a sus problemas de conciencia comenzaban a
irritarlo. Descubrir que Spencer Wingate y sus socios estaban
metidos en actividades dudosas no era una sorpresa, sobre todo
después de todo lo que ella había encontrado gracias a la red.
Confiaba en que sus actuales escrúpulos no le hicieran perder de
vista el esquema general y se interpusiera en sus trabajos. Él se
las podía arreglar sin su ayuda, pero no había mentido al afirmar
que Stephanie estaba mucho más capacitada para la manipulación
celular.
A Daniel no le gustaba comprar, y cuando entró en la tienda,
tenía muy claro que no se entretendría mucho, para poder regresar
al coche y disfrutar de la soledad. Todo lo que necesitaba comprar
eran unas mudas de ropa interior, un bañador, y algunas prendas
adecuadas para el trabajo, como unos pantalones de loneta y camisas
de manga corta. Mientras estaban en Londres, Stephanie le había
convencido para que se comprara pantalones, dos camisas de vestir,
y una americana de mezclilla, así que por ese lado estaba
cubierto.
El local era muy grande, a pesar de su modesta fachada,
porque era largo. Junto a la puerta había una sección de golf muy
bien provista y otra de tenis más pequeña, mientras que las prendas
de vestir estaban más al fondo. La temperatura era fresca, y en el
aire se olía a colonia mezclada con el olor de las telas. La música
clásica sonaba a través de una multitud de altavoces. La decoración
era la de un club, con el mobiliario de color caoba, grabados de
caballos, y moqueta verde oscuro. Había otra media docena de
clientes, todos en la sección de golf, cada uno acompañado por un
vendedor.
Nadie se acercó a él, cosa que agradeció. Los vendedores
siempre le molestaban con sus modales condescendientes, como si
fuesen los árbitros del buen gusto. Cuando se trataba de prendas,
Daniel era absolutamente conservador. Vestía lo mismo que en la
universidad. Como iba a su aire, pasó de largo por la sección de
deportes y se adentró en las profundidades de la
tienda.
Daniel comenzó por lo más sencillo y buscó los bañadores.
Encontró la sección y después la talla. Pasó unos cuantos entre
docenas, y se decidió por un pantalón de baño azul oscuro.
Consideró que era el más adecuado. Unos pasos más allá estaba la
ropa interior. Siempre había usado los calzoncillos de tipo
clásico, y no tardó en encontrar la talla.
Solo había gastado unos pocos minutos de su media hora de
asueto cuando pasó a la sección de camisería. Descartó la mayoría,
que eran de brillantes colores tropicales y estampados, y se
decidió por las de tela Oxford. Buscó la talla y cogió dos de color
azul. Con el bañador, la ropa interior, y las camisas en la mano,
fue hasta la sección de los pantalones. Le costó un poco más
encontrar unos de loneta pero dio con ellos, aunque esta vez no
tenía muy clara la talla. Un tanto irritado, cogió unos cuantos de
diferentes largos, y buscó los probadores. Los encontró al fondo de
todo de la tienda, más allá de las secciones de trajes y
americanas, donde no había nadie.
Había cuatro probadores en una habitación con paneles de
caoba y espejos en las paredes laterales. A esta habitación se
accedía a través de unas puertas batientes. Cada probador tenía un
espejo de cuerpo entero y todos tenían la puerta abierta. El
primero de los probadores, que estaba a la derecha, doblaba en
tamaño a los otros tres; Daniel se decidió por el más
grande.
En el interior había una silla tapizada y varios colgadores.
Daniel cerró la puerta y corrió el cerrojo; dejó las prendas en la
silla y colgó los pantalones. Se quitó los zapatos, se desabrochó
el cinturón, y se quitó el pantalón. Cogió uno de los nuevos; iba a
ponérselo cuando tras un sonoro golpe la puerta se abrió
violentamente y se estrelló contra uno de los tabiques, con tanta
fuerza que el pomo lo perforó. Daniel notó una súbita opresión en
la garganta mientras un débil gemido escapaba de sus
labios.
Pillado como se dice con los pantalones bajados, Daniel se
limitó a mirar al fornido intruso, que cerró la puerta a pesar de
tener el marco astillado y que apenas se aguantaba de las bisagras.
Luego el hombre se acercó al pasmado Daniel, que se fijó en los
ojos de un color azul acerado que parecían tachones en una cabeza
muy grande rematada por unos cabellos oscuros con un corte militar.
Antes de que pudiese decir ni una palabra, el agresor le arrebató
el pantalón que tenía en las manos y lo arrojó a un
lado.
En el mismo momento en que Daniel encontró su voz para
protestar, un puño apareció de la nada y le pegó en plena cara; la
consecuencia fue que le rompió muchos de los capilares de la nariz
y aplastó otros del párpado inferior derecho. Lanzado hacia atrás,
Daniel chocó contra el espejo y se deslizó hasta quedar sentado
sobre las piernas dobladas. La imagen del atacante flotó ante sus
ojos. Solo consciente en parte de lo que pasaba y sin ofrecer
resistencia, Daniel se vio levantado para después verse arrojado
sobre la silla donde estaban las prendas que quería comprar. Sintió
cómo la sangre le manaba de la nariz, y apenas conseguía ver con el
ojo derecho.
–Escúchame, gilipollas -gruñó Gaetano, con su rostro casi
pegado al de Daniel-. Seré breve. Mis jefes, los hermanos
Castigliano, en nombre de todos los accionistas de tu puta compañía
quieren que muevas el culo y regreses al norte para solucionar los
problemas de tu mierda de empresa. ¿Lo has
entendido?
Daniel intentó hablar, pero sus cuerdas vocales no
respondieron, así que asintió con un gesto.
–No es un mensaje complicado -añadió Gaetano-. Consideran que
es una falta de respeto por tu parte estar aquí disfrutando del sol
mientras su inversión de cien mil dólares se va al
carajo.
–Estamos intentando… -consiguió decir Daniel, aunque su voz
sonó como un chillido agudo.
–Sí, claro que lo estás intentando -se mofó Gaetano-. Tú y tu
amiguita. Pero no es así como lo ven mis jefes, que preferirían
mucho más ver que vuelves a Boston. Se hunda o no tu empresa, mis
jefes esperan recuperar su dinero, por mucho que te busques unos
abogados charlatanes. ¿Lo comprendes?
–Sí, pero…
–Nada de peros -le interrumpió Gaetano-. Quiero que esto
quede bien claro. Tienes que decirme si lo entiendes. ¿Sí o
no?
–Sí -gimió Daniel.
–Bien. Solo para estar seguro, tengo algo más en lo que
quiero que pienses.
Gaetano golpeó a Daniel de nuevo sin previo aviso. Esta vez,
fue en el lado izquierdo del rostro de Daniel, pero a diferencia
del primer golpe, el matón utilizó la mano abierta. Sin embargo,
fue un bofetón muy fuerte que arrancó a Daniel de la silla como si
fuese un pelele y lo arrojó al suelo.
Daniel notó como si tuviese fuego en la mejilla y un pitido
agudo en los oídos. Sintió cómo Gaetano lo empujaba con el pie
antes de sujetarlo por los cabellos para apartarle la cabeza de la
moqueta. Daniel abrió los ojos. Miró la silueta iluminada a
contraluz de su atacante agachada sobre él.
–¿Puedo estar seguro de que has captado el mensaje? –
preguntó Gaetano-. Porque quiero que sepas que podría haberte hecho
mucho daño. Espero que lo comprendas. Por ahora no queremos hacerte
mal porque tienes que ocuparte de salvar tu empresa. Por supuesto,
eso podría cambiar si tengo que venir de nuevo desde Boston. ¿Lo
has pillado?
–He entendido el mensaje -balbuceó Daniel.
Gaetano le soltó los cabellos, y la cabeza de Daniel golpeó
contra el suelo. Permaneció inmóvil con los ojos
cerrados.
–Esto es todo por ahora -se despidió Gaetano-. Espero no
tener que hacerte otra visita.
Un segundo más tarde, Daniel escuchó el chirrido de la puerta
cuando se abría y de nuevo cuando se cerraba. Luego reinó el
silencio.
Daniel abrió los ojos después de permanecer absolutamente
inmóvil durante unos minutos. Estaba solo en el probador; escuchó
unas voces ahogadas al otro lado de la puerta. Le pareció que era
uno de los vendedores que acompañaba a un cliente hasta uno de los
otros probadores. Se sentó en el suelo y se miró en el espejo. El
lado izquierdo de su rostro tenía un color rojo remolacha y un
hilillo de sangre le chorreaba de la nariz hasta la comisura de los
labios, antes de seguir hasta la barbilla. La hinchazón en el ojo
derecho, que estaba amoratado le impedía abrir los
párpados.
Se tocó la nariz y el pómulo derecho con la punta del dedo
índice. Le dolía, pero no había un punto más doloroso que otro ni
rebordes de hueso que indicaran que había sufrido una fractura. Se
puso de pie y, después de un mareo momentáneo, se sintió
razonablemente bien, excepto por el dolor de cabeza, la sensación
de tener las piernas de goma y una inquietud como si acabara de
tomar cinco tazas de café muy cargado. Tendió la mano; temblaba
como una hoja. El episodio le había aterrorizado; nunca se había
sentido tan absolutamente vulnerable.
Consiguió ponerse el pantalón aunque le costó mantener el
equilibrio. Se limpió la sangre del rostro con el dorso de la mano,
Mientras lo hacía, descubrió que tenía un corte en el lado interior
de la mejilla. Con mucho cuidado, tocó la herida con la punta de la
lengua. Afortunadamente, no era lo bastante grande como para que
tuvieran que aplicarle puntos. Se arregló el cabello con los dedos
a modo de peine. Después abrió la puerta y salió del
probador.
–Buenas tardes -le saludó uno de los vendedores, de origen
africano, elegantemente vestido y con un fuerte acento británico.
Vestía un traje a rayas y el detalle de un pañuelo de seda que
parecía haber explotado en el bolsillo del pecho. Estaba apoyado en
la pared con los brazos cruzados mientras esperaba que su cliente
saliera del probador. Miró a Daniel con una expresión de curiosidad
aunque no dijo nada más.
Daniel, preocupado por cómo sonaría su voz, se limitó a
asentir y esbozó una sonrisa. Avanzó con paso inseguro, muy
consciente de sus temblores. Tenía miedo de dar la impresión de que
estaba borracho. Sin embargo, a medida que caminaba, le resultó más
fácil hacerlo. Respiró más tranquilo cuando el vendedor no le hizo
ninguna pregunta. Quería evitar cualquier conversación. Solo
deseaba salir de la tienda.
Cuando por fin llegó a la puerta, estaba seguro de que
caminaba con normalidad. Abrió la puerta y asomó la cabeza al
terrible calor exterior. Una rápida mirada al aparcamiento le
convenció de que su musculoso atacante se había marchado hacía
rato. Miró a través del escaparate de la tienda vecina, y vio a
Stephanie muy entretenida con sus compras. Después de haber
comprobado que ella estaba bien, caminó en línea recta hacia el
Mercury Marquis.
Una vez en el interior del coche, Daniel abrió las
ventanillas completamente para permitir que la brisa se llevara el
tremendo calor acumulado en el interior durante los escasos minutos
que había estado en la tienda. Exhaló un suspiro; le consolaba
encontrarse en el entorno conocido de su coche alquilado. Movió el
espejo retrovisor para poder mirarse con más atención. Le
preocupaba sobre todo el ojo derecho, que ahora estaba
prácticamente cerrado. Así y todo, se fijó en que la córnea estaba
limpia, y que no había sangre en la cámara anterior, aunque había
algunas hemorragias menores en la esclerótica. Después del tiempo
que había pasado en las salas de urgencia durante su etapa como
médico residente, sabía mucho respecto a los traumas faciales; en
particular, de un problema llamado fractura estallada de la órbita.
Para asegurarse de que eso no se había producido, comprobó si veía
doble, sobre todo cuando miraba arriba y abajo. Afortunadamente, no
era el caso. Así que acomodó el espejo retrovisor en la posición
original y se reclinó en el asiento a esperar a
Stephanie.
Stephanie salió de la tienda alrededor de un cuarto de hora
más tarde, cargada con varias bolsas. Se protegió los ojos del sol,
y miró hacia donde estaba el coche para saber si Daniel había
vuelto; Daniel sacó la mano por la ventanilla y le hizo una seña.
Stephanie respondió al saludo y se acercó corriendo. Él la observó
mientras se acercaba.
Ahora que había tenido unos minutos para reflexionar sobre el
ataque y su probable origen, su humor había pasado de la ansiedad a
la furia, y gran parte de su enojo iba dirigido a Stephanie y a su
familia. Aunque no le habían roto las rodillas, el modus operandi
se parecía sospechosamente al de los mafiosos, cosa que le recordó
de inmediato al hermano de Stephanie que estaba acusado por sus
presuntas vinculaciones con el crimen organizado. No tenía idea de
quiénes eran los Castigliano, pero iba a
averiguarlo.
Stephanie abrió la puerta de atrás del lado del pasajero, y
dejó las bolsas en el asiento trasero.
–¿Qué tal te ha ido? – preguntó alegremente-. Debo admitir
que he comprado mucho y bien. – Cerró la puerta trasera, abrió la
delantera y se sentó sin interrumpir la charla sobre sus compras.
Cerró la puerta y cogió el cinturón de seguridad antes de mirar a
Daniel. Cuando lo hizo, se interrumpió en mitad de la frase-. ¡Dios
mío! ¿Qué le ha pasado a tu ojo? – exclamó.
–Es muy amable de tu parte advertirlo -respondió Daniel
despectivamente-. Es obvio, que me han dado una paliza. Pero antes
de que entremos en los detalles desagradables, quiero hacerte una
pregunta. ¿Quiénes son los hermanos Castigliano?
Stephanie miró a Daniel, y esta vez no solo se fijó en el ojo
a la funerala, sino también en la mejilla amoratada y la sangre
seca en las aletas de la nariz y los labios. Sintió el deseo de
tocarlo, pero se contuvo. Veía la furia reflejada en el ojo abierto
y la había escuchado en su tono. Además, el nombre de los hermanos
y su significado le había producido una parálisis momentánea. Se
miró las manos apoyadas en el regazo.
–¿Hay algún otro pequeño detalle importante del que no has
querido hablarme? – continuó Daniel, con el mismo sarcasmo-. Me
refiero aparte de que a tu hermano lo acusaran de presunta
participación en actividades mafiosas después de convertirse en
accionista. Te repito la pregunta: ¿quiénes demonios son los
hermanos Castigliano?
La mente de Stephanie funcionó a pleno rendimiento. Era
verdad que no había compartido la noticia de que su hermano solo
había aportado la mitad del dinero. No tenía ninguna excusa para no
haberlo dicho, sobre todo cuando la noticia la había inquietado, y
este segundo fallo la hacía sentirse como un ladrón al que han
pillado dos veces por el mismo delito.
–Esperaba que al menos pudiéramos tener una conversación
-manifestó Daniel cuando Stephanie permaneció en
silencio.
–Podemos, y la tendremos -dijo Stephanie repentinamente. Miró
a su compañero. Nunca se había sentido tan culpable en toda su
vida. Lo habían herido y debía aceptar que gran parte de la
responsabilidad era suya-. Primero dime si estás
bien.
–Todo lo bien que se puede estar dadas las circunstancias. –
Daniel arrancó y salió de la plaza de
aparcamiento.
–¿Debemos ir al hospital o ver a un médico?
–¡No! No hay ninguna necesidad. Viviré.
–¿Qué me dices de la policía?
–¡Rotundamente no! Acudir a la policía, que podría decidir
investigar, podría echar por tierra nuestros planes de tratar a
Butler. – Daniel condujo hacia la salida.
–Quizá este sea otro augurio sobre todo este asunto. ¿Estás
seguro de que no quieres renunciar a esta búsqueda
faustiana?
Daniel miró a Stephanie con una expresión donde se mezclaban
la cólera y el desprecio.
–No me puedo creer que seas capaz de sugerir algo así. ¡De
ninguna manera! No voy a rendirme y perder todo aquello por lo que
hemos trabajado solo porque una pareja de malhechores me haya
enviado a una bestia para transmitirme un mensaje.
–¿Habló contigo?
–Entre golpe y golpe.
–¿Cuál fue exactamente el mensaje?
–En palabras del matón, se espera que mueva el culo, regrese
a Boston y saque a flote a la compañía. – Daniel salió a la
carretera y aceleró-. Algunos de nuestros accionistas, enterados de
que estamos en Nassau, creen que hemos venido de
vacaciones.
–¿Vamos de vuelta al hotel?
–Dado que he perdido mi entusiasmo por ir de compras, quiero
ponerme un poco de hielo en este ojo.
–¿Estás seguro de que no deberíamos ir a un médico? El ojo
está bastante mal.
–Quizá te sorprendas si te recuerdo que soy
médico.
–Hablo de un médico de verdad, que ejerza.
–Muy gracioso, pero perdóname si no me río.
Recorrieron en silencio el corto trayecto hasta el hotel.
Daniel metió el coche en el aparcamiento. Se apearon. Stephanie
recogió sus bolsas. No sabía muy bien qué decir.
–Los hermanos Castigliano son conocidos de mi hermano Tony
-admitió finalmente, mientras caminaban hacia el
edificio.
–¿Cómo es que no me sorprendo?
–Aparte de eso, no los conozco ni sé nada más de
ellos.
Abrieron la puerta de la habitación. Stephanie dejó las
bolsas en el suelo. Culpable como se sentía, no sabía cómo
enfrentarse a la muy justificada furia de Daniel.
–¿Por qué no te sientas? – sugirió, solícita-. Iré a buscar
hielo.
Daniel se acostó en el sofá de la sala, pero se sentó
inmediatamente. Estar acostado hacía que le latiera la cabeza.
Stephanie se acercó con una toalla, donde había envuelto unos
cubitos de hielo del recipiente que estaba en el mostrado junto al
minibar. Se la dio a Daniel, que la puso con mucha delicadeza sobre
el ojo hinchado.
–¿Quieres un analgésico? – preguntó
Stephanie.
Daniel asintió. Stephanie le trajo varias pastillas, junto
con un vaso de agua.
Mientras Daniel se tomaba el analgésico, Stephanie se sentó
en el sofá con las piernas recogidas debajo de los muslos. Luego le
relató a Daniel los detalles de su conversación con Tony la tarde
del día en que se habían marchado a Turín. Concluyó el relato con
una abyecta disculpa por no haberla mencionado. Explicó que, debido
a todo lo demás que había estado ocurriendo entonces, le había
parecido algo de menor importancia.
–Iba a decírtelo cuando regresáramos de Nassau y estuviera
aprobada la segunda línea de financiación, porque quería considerar
los doscientos mil dólares de mi hermano como un préstamo y
devolvérselos con intereses. No quería que él ni sus socios
pudieran tener en el futuro ninguna relación con
CURE.
–Al menos estamos de acuerdo en algo.
–¿Vas a aceptar mis disculpas?
–Supongo que sí -manifestó Daniel, sin mucho entusiasmo-.
¿Así que tu hermano te advirtió del riesgo que suponía venir
aquí?
–Lo hizo -admitió Stephanie-, porque no podía decirle la
razón del viaje. Pero fue algo así como una advertencia genérica, y
desde luego sin amenazas. Debo decir que todavía me cuesta creer
que esté relacionado con esta agresión.
–¿Ah, sí? – exclamó Daniel sarcásticamente-. ¡Pues comienza a
creerlo, porque tiene que estarlo! Si no ha sido tu hermano quien
se lo dijo a los Castigliano, ¿cómo podían saber que estábamos en
Nassau? No puede ser una coincidencia que este matón apareciera al
día siguiente de nuestra llegada. Es obvio que después de que
anoche llamaras a tu madre, ella llamó a tu hermano, y él se lo
dijo a sus colegas. Supongo que no es necesario recordarte cómo te
enfureciste cuando saqué el tema de la violencia si tratábamos con
personas involucradas en el crimen organizado.
Stephanie se ruborizó al recordarlo. Era verdad; se había
puesto furiosa. En un arranque, cogió el móvil, levantó la tapa, y
comenzó a marcar. Daniel le cogió la mano.
–¿A quién llamas?
–A mi hermano -respondió Stephanie, colérica. Se echó hacia
atrás con el teléfono pegado a la oreja. Mantenía los labios
apretados con una expresión de furia.
Daniel se inclinó hacia ella y le quitó el móvil. A pesar de
la furia de Stephanie y su aparente decisión, no ofreció ninguna
resistencia. Daniel apagó el móvil y lo dejó sobre la mesa de
centro.
–Llamar a tu hermano en este momento es la última cosa que
podemos hacer. – Se sentó muy erguido, con la toalla apretada
contra el ojo.
–Quiero echárselo en cara. Si de verdad está implicado, no
voy a permitir que se salga con la suya. Me siento traicionada por
mi propia familia.
–¿Estás furiosa?
–Por supuesto que sí -replicó Stephanie.
–Pues yo también -afirmó Daniel vivamente-. Pero soy yo quien
ha recibido la paliza, no tú.
Stephanie desvió la mirada.
–Tienes razón. Eres tú quien tiene todo el derecho a estar
verdaderamente furioso.
–Quiero hacerte una pregunta -prosiguió Daniel. Se acomodó
mejor la toalla-. Hace cosa de una hora dijiste que pensabas en la
posibilidad de volver a casa y así tranquilizar tu conciencia por
tener que trabajar como unos granujas como Paul Saunders y Spencer
Wingate. A la vista de los últimos acontecimientos, quiero saber si
piensas hacerlo o no.
Stephanie miró de nuevo a Daniel. Sacudió la cabeza y rió
avergonzada.
–Después de lo ocurrido, y culpable como me siento, no pienso
marcharme de ninguna de las maneras.
–Eso es un alivio -comentó Daniel-. Quizá siempre haya algo
de bueno en las cosas que pasan, incluso cuando te
zurran.
–Siento mucho que estés herido -repitió Stephanie-. De verdad
que sí. Más de lo que crees.
–De acuerdo, de acuerdo -dijo Daniel. Apretó la rodilla de
Stephanie como si quisiera consolarla-. Ahora que sé que te quedas,
te diré lo que creo que debemos hacer. Haremos como si este
incidente no hubiese ocurrido, y con eso me refiero a que no llames
a tu hermano para recriminarlo o incluso a tu madre. La próxima vez
que hables con ella recalca que tú y yo no estamos aquí de
vacaciones sino muy ocupados en un trabajo para salvar CURE. Dile
que nos llevará unas tres semanas y que luego regresaremos a
casa.
–¿Qué me dices de la bestia que te atacó? ¿No crees que
deberíamos preocuparnos ante la posibilidad de que
regrese?
–Es una preocupación, pero también aparentemente un riesgo
que debemos asumir. No es de las Bahamas y supongo que ya vuela de
regreso a casa. Dijo que si tenía que venir otra vez desde Boston,
él, y cito sus palabras, me haría daño de verdad, cosa que lleva a
creer que debe de vivir en Nueva Inglaterra. Por otra parte,
mencionó que no quería hacerme tanto daño como para que no pudiera
ocuparme de reflotar la empresa, y eso me dice que, a su manera,
les preocupa mi bienestar, a pesar de cómo me siento en estos
instantes. Para mí lo más importante es que las conversaciones con
tu madre, que sin duda alguna serán retransmitidas a tu hermano,
sirvan para convencer a los hermanos Castigliano de que bien vale
la pena esperar tres semanas.
–Puesto que le informé a mi madre de que nos alojábamos aquí;
¿debemos cambiar de hotel?
–Lo estuve pensando mientras estaba el coche y tú en la
tienda. Incluso pensé en aceptar la oferta de Paul de alojarnos en
la clínica Wingate.
–¡Oh, Dios! Eso sería como meterse en la boca del
lobo.
–Yo tampoco quiero alojarme allí. Ya será bastante malo tener
que aguantar a esos charlatanes durante el día. Por lo tanto, creo
que deberíamos quedarnos aquí, a menos de que a ti te resulte
insoportable. No quiero repetir la noche de Turín. Considero que
debemos quedarnos aquí y no salir del hotel excepto para ir a la
clínica, lugar donde, a partir de mañana, vamos a pasar la mayor
parte del tiempo. ¿Estás de acuerdo?
Stephanie asintió varias veces mientras pensaba en todo lo
que había dicho Daniel.
–¿Estás de acuerdo o no? – insistió Daniel-. No dices
nada.
Stephanie levantó las manos en un repentino gesto de
desilusión.
–Demonios, no sé qué pensar. El hecho de que te hayan atacado
solo aumenta mis dudas sobre todo este asunto de tratar a Butler.
Desde el primer día nos hemos visto obligados a aceptar
determinadas cosas de unas personas de las que sabemos poco o
nada.
–¡Espera un momento! – protestó Daniel. Su rostro, amoratado
por los golpes, enrojeció todavía más, y su voz, que había
comenzado con un tono más o menos normal, se hizo chillona-. No
vamos a empezar a debatir de nuevo si trataremos o no a Butler. Eso
ya está decidido. ¡Esta conversación solo trata de la logística a
partir de ahora y punto!
–Vale, vale -dijo Stephanie. Apoyó una mano en su brazo-.
¡Tranquilízate! ¡De acuerdo! Nos quedaremos aquí y confiaremos en
que las cosas salgan mejor que hasta ahora.
Daniel hizo varias inspiraciones profundas para
serenarse.
–También creo que debemos tener la precaución de mantenernos
juntos -opinó.
–¿De qué hablas?
–No creo que fuese accidental que el matón me atacara cuando
me encontraba solo. Es obvio que tu hermano no quiere que te
hieran; de lo contrario, nos hubiese zurrado a los dos, o como
mínimo, te hubiese obligado a ser testigo de cómo me pegaba. Creo
que el tipo esperó hasta que me quedé solo. Por consiguiente, creo
que no separarnos cuando nos encontremos fuera de la habitación,
ayudará a que tengamos un cierto margen de
seguridad.
–Quizá tengas razón -murmuró Stephanie sin mucho
convencimiento. Estaba hecha un lío. Por un lado, agradecía que
Daniel no hubiera hecho una referencia negativa a su relación
cuando había mencionado permanecer juntos, mientras que por el
otro, aún le resultaba difícil admitirse a sí misma que su hermano
tuviese algo que ver con el ataque a su pareja.
–¿Puedes traerme un poco más de hielo? – preguntó Daniel-. Ya
no queda en la toalla.
–Por supuesto. – Stephanie agradeció tener algo que hacer.
Cogió la toalla empapada y la dejó en el baño, donde cogió otra.
Luego fue a buscar más cubitos en el bar. Cuando le entregaba la
toalla a Daniel, comenzó a sonar el teléfono. Durante unos
momentos, el campanilleo fue lo único que se escuchó en la
habitación. Daniel y Stephanie permanecieron inmóviles, con la
mirada puesta en el aparato.
–¿Quién demonios puede ser? – preguntó Daniel, después del
cuarto timbrazo. Se puso la toalla en el ojo.
–No son muchos quienes saben que estamos aquí -señaló
Stephanie-. ¿Te parece que debo atender?
–Supongo que sí. Si es tu madre o tu hermano, recuerda lo que
dije antes.
–¿Qué pasa si es la persona que te atacó?
–Eso es prácticamente imposible. ¡Responde, pero procura
mostrarte despreocupada! Si es el matón, cuelga. No intentes
establecer una conversación.
Stephanie se acercó al teléfono, lo cogió, e intentó decir
hola con un tono normal mientras miraba a Daniel. Él vio cómo
enarcaba las cejas mientras escuchaba. Al cabo de unos segundos, le
preguntó solo con el movimiento de los labios: «¿Quién es?».
Stephanie levantó una mano y le hizo una seña para indicarle que
esperara. Por fin, dijo:
–¡Fantástico! Muchas gracias. – Luego volvió a escuchar. Con
un gesto distraído, comenzó a enrollar el cordón con el dedo.
Después de una pausa, añadió-: Es muy amable de su parte, pero esta
noche no es posible. En realidad, tampoco será posible en ninguna
otra. – Se despidió con un tono seco, y colgó. Miró de nuevo a
Daniel, aunque sin decir palabra.
–¿Bueno? ¿Quién era? – preguntó Daniel, dominado por la
curiosidad.
–Era Spencer Wingate -respondió ella, con un tono de
asombro.
–¿Qué quería?
–Quería avisarnos de que ha localizado el paquete de FedEx, y
que lo ha arreglado todo para que lo entreguen mañana por la mañana
a primera hora.
–Demos vivas por los pequeños favores. Eso significa que
podemos empezar a crear las células para el tratamiento de Butler.
De todas maneras, fue una conversación bastante larga para un
mensaje de cuatro palabras. ¿Qué más quería?
Stephanie soltó una risa desabrida.
–Quería saber si aceptaba su invitación a cenar en su casa en
la marina de Lyford Cay. Curiosamente, dejó muy claro que solo me
invitaba a mí, y no a los dos como pareja. No me lo puedo creer. El
tipo intentaba ligar.
–Míralo por el lado bueno. Al menos tiene buen
gusto.
–No me hace ninguna gracia -replicó
Stephanie.
–Ya lo veo -admitió Daniel-. Pero no pierdas de vista la
imagen global.