14


Jueves, 28 de febrero de 2002. Hora: 15.55



–¡Maldita sea! – gritó Daniel-. ¿Qué demonios está haciendo? ¡Nos va a matar!

Daniel empujaba contra el cinturón de seguridad con una mano apoyada en el respaldo del asiento delantero del taxi, que era un viejo Cadillac negro. Daniel y Stephanie acababan de llegar a la isla de New Providence, en las Bahamas. El control de pasaportes y la aduana habían sido una mera formalidad dado que no llevaban equipaje. Las pocas prendas y artículos de tocador que la pareja había comprado en su estancia forzada de treinta y seis horas en Londres las llevaban en un pequeño bolso de mano. Habían sido los primeros en salir de la terminal y habían cogido el primer taxi en la parada.

–¡Dios mío! – gimió Daniel cuando un coche que venía de frente se cruzó con ellos por la derecha. Volvió la cabeza para ver cómo el otro coche se perdía en la distancia.

Alarmado por los gritos, el taxista miraba a sus pasajeros por el espejo retrovisor.

–¿Qué pasa? – preguntó, preocupado.

Daniel volvió a mirar al frente, aterrorizado ante la posibilidad de que aparecieran más coches. Estaba totalmente pálido. El coche que acababa de pasarles había sido el primero que habían encontrado en la carretera de doble dirección que salía del aeropuerto. Como siempre, Daniel había estado mirando nerviosamente a través del parabrisas y había visto cómo se acercaba el coche. Su miedo había aumentado por momentos mientras el taxista, que les ofrecía un monólogo de bienvenida como si fuese un miembro de la cámara de comercio de las islas, comenzaba a desviarse hacia la izquierda. Daniel había asumido que el hombre se daría cuenta del error y que llevaría el coche otra vez hacia la derecha. Pero no lo hizo. En el momento en que Daniel calculó que ya era demasiado tarde para desviarse a la derecha y evitar una colisión frontal, soltó un grito de desesperación.

–¡Daniel, tranquilízate! – le rogó Stephanie con voz serena. Apoyó una mano en el muslo tenso de su compañero-. No pasa nada. Es evidente que en Nassau se conduce por la izquierda.

–¿Por qué demonios no me lo has dicho antes? – replicó Daniel.

–No lo sabía hasta que nos cruzamos con aquel coche. Tiene sentido. Estas islas fueron colonias británicas durante siglos.

–Si es así, ¿cómo es que tiene el volante a la izquierda, como en los coches normales?

Stephanie comprendió que era inútil insistir, así que cambió de tema.

–Es increíble el color que tenía el mar visto desde el avión cuando nos disponíamos a aterrizar. Seguramente se debe a que es una zona poco profunda. Nunca había visto un aguamarina así de brillante o un zafiro tan fuerte.

Daniel se limitó a gruñir. Estaba atento a otro coche que se acercaba. Stephanie volvió su atención al exterior y bajó el cristal de la ventanilla, a pesar del aire acondicionado en el interior del Cadillac. Después de pasar casi dos días en el rigor del invierno en Londres, el cálido aire tropical y la exuberancia de la vegetación resultaban sorprendentes, en especial el escarlata brillante y el luminoso púrpura de las buganvillas que parecían ocupar todas las paredes. Los pueblos y edificios que veía le recordaban los de Nueva Inglaterra, excepto por los vibrantes tonos tropicales resaltados por el implacable sol de las Bahamas. Las personas que pasaban, cuya coloración de piel iba desde el blanco al caoba oscuro, parecían relajadas. Incluso a la distancia, sus sonrisas y carcajadas eran manifiestas. Stephanie tuvo la sensación de que este era un lugar feliz y confiaba en que fuese un buen augurio para aquello que ella y Daniel pretendían hacer.

En cuanto al alojamiento, Stephanie no tenía idea de lo que debía esperar, porque era una cuestión que no habían tratado. Daniel había hecho todos los arreglos antes de emprender el viaje a Italia, mientras ella se ocupaba de preparar el cultivo de los fibroblastos de Butler y visitaba a su familia. En cambio, sabía dónde estarían de aquí a tres semanas. Butler llegaría el veintidós de marzo, y ella y Daniel se trasladarían al enorme hotel Atlantis para disfrutar de las reservas hechas por el senador. Stephanie sacudió la cabeza en un gesto imperceptible al pensar en todo lo que debían hacer antes de la llegada del paciente. Confiaba en que el cultivo que había dejado en Cambridge continuara desarrollándose sin problemas. Si no era así, no habría ninguna posibilidad de realizar el implante en el plazo previsto.

Después de media hora de viaje, comenzaron a ver los primeros hoteles en el lado izquierdo de la carretera, en una zona que les informó el taxista se llamaba Cable Beach. La mayoría de los edificios eran muy altos y Stephanie apenas si les prestó atención. Luego entraron en la ciudad de Nassau, donde el bullicio era mucho más grande de lo que ella había imaginado, con gran abundancia de coches, camiones, autobuses, motos y peatones. Sin embargo, pese a toda esta actividad, los imponentes edificios de los bancos, y las bellas mansiones coloniales donde funcionaban las oficinas gubernamentales, se respiraba el mismo aire alegre que Stephanie había observado antes. Incluso estar metidos en un atasco no solo era tolerado por las personas que vio, sino que parecían disfrutarlo.

El taxi cruzó un puente elevado para ir a la isla Paradise, que según el conductor, se conocía con el nombre de Hog Island en la época de la colonia. Añadió que Huntington Hartford, que se había encargado de urbanizarla, le había cambiado el nombre por considerarlo poco atractivo. Stephanie y Daniel estuvieron de acuerdo. Una vez en la isla, el taxista les señaló un moderno centro comercial a la derecha y el enorme complejo del hotel Atlantis a la izquierda.

–¿Hay tiendas de ropa en el centro comercial? – preguntó Stephanie, que se volvió para mirar atrás. El centro parecía muy lujoso.

–Sí, señora, pero son muy caras. Si quiere comprar prendas locales a buen precio, le recomiendo que vaya a Bay Street.

Siguieron un poco más hacia el este, y luego el taxi se desvió hacia el norte por lo que parecía un largo y sinuoso camino particular con una vegetación muy densa a ambos lados. En la entrada había un cartel que decía: privado, the ocean club, solo huéspedes. A Stephanie le llamó mucho la atención que no le fuera posible ver el edificio del hotel hasta que el taxi dobló la última curva.

–Esto tiene toda la pinta de ser el paraíso -comentó cuando el taxista se detuvo a la sombra de la marquesina donde esperaban los porteros vestidos con camisas y pantalones blancos cortos.

–Se supone que es uno de los mejores hoteles -afirmó Daniel.

–Y no le han mentido -intervino el taxista.

El hotel resultó ser todavía mejor de lo que Stephanie podía esperar. Consistía en una serie de edificios de dos plantas dispersos alrededor de un sector de playa con forma de herradura y ocultos de la vista por grandes árboles cargados de flores. Daniel había reservado una de las suites en la planta baja desde donde solo había que cruzar un corto tramo de césped inmaculado para llegar a la playa de arena blanca. Guardaron sus escasas pertenencias en uno de los armarios y dejaron sus artículos de tocador en el baño de mármol.

–Son las cinco y media -dijo Daniel-. ¿Qué podemos hacer?

–Poca cosa -respondió Stephanie-. Para nosotros es casi medianoche según la hora europea, y estoy agotada.

–¿No crees que deberíamos llamar a la clínica Wingate y avisarles de que hemos llegado?

–Supongo que no estaría mal, aunque tampoco tengo muy claro de qué nos serviría, dado que iremos allí mañana por la mañana. Me parece que sería mucho más útil que fueses a la recepción y alquilaras un coche. Para mí lo más importante ahora mismo es llamar a Peter y preguntarle si está preparado para enviarme una parte de los fibroblastos de Butler. No podemos hacer prácticamente nada hasta que no los tengamos. Después de hablar con Peter, necesito llamar a mi madre. Le prometí que me pondría en contacto con ella para darle la dirección y el teléfono en cuanto estuviésemos instalados aquí.

–Necesitaremos ropa -dijo Daniel-. A ver qué te parece: yo voy a alquilar el coche, tú haces las llamadas y luego nos vamos al centro comercial cerca del puente y vemos si hay alguna tienda de ropa que no esté mal.

–¿Por qué no te limitas a alquilar el coche? Solo quiero darme una ducha, comer algo, y meterme en la cama. Ya tendremos tiempo para ir de compras mañana.

–Supongo que tienes razón -admitió Daniel-. Estar en Nassau por fin me tiene muy alterado, cuando la verdad es que yo también estoy agotado.

En cuanto Daniel salió de la habitación, Stephanie fue a sentarse a la mesa. Se llevó una agradable sorpresa al ver que el móvil tenía cobertura. Como le había dicho a Daniel, quería llamar a Peter que, como sospechaba, aún estaba en el laboratorio.

–El cultivo de John Smith se desarrolla a la perfección -le informó Peter en respuesta a la pregunta-. Tengo preparada una parte criopreservada para enviarla desde hace varios días. Esperaba tener noticias tuyas el martes pasado.

–Nos retrasó un pequeño problema que surgió por sorpresa -dijo Stephanie sin entrar en detalles. Sonrió con una expresión desabrida, al pensar en lo corta que se había quedado en su descripción, si consideraba que se habían visto obligados a huir de Italia sin equipaje para que no los detuvieran.

–¿Estás preparada para que te la envíe?

–Por supuesto. Envíala con los reagentes RSHT, las sondas de genes dopaminérgicos y los factores de crecimiento que dejé separados. Se me acaba de ocurrir algo más. Incluye el preparado con el promotor de tirosina hidrolaxa que utilizamos en los últimos experimentos con ratones.

–¡Dios mío! – exclamó Peter-. ¿Se puede saber qué estáis preparando?

–Más vale que no te lo explique. ¿Cuáles son las posibilidades de que lo envíes todo esta noche?

–No veo por qué no. En el peor de los casos, tendría que llevarlo yo mismo al aeropuerto, pero eso no es un problema. ¿Dónde quieres que lo envíe?

Stephanie pensó por un momento. Pensó en que podría recibirlo en el hotel, pero luego se dijo que lo mejor sería limitar el tiempo de transporte y meter la muestra en un congelador de nitrógeno líquido, algo que seguramente había en la clínica Wingate. Le pidió a Peter que esperara un momento, y utilizó el teléfono interno para llamar a la recepción y preguntar la dirección de la clínica Wingate. Era el 1200 de Windsor Field Road. Se la transmitió a Peter junto con el número de teléfono de la clínica.

–Lo enviaré todo esta noche por FedEx -prometió Peter-. ¿Cuándo estaréis de vuelta?

–Diría que dentro de un mes, quizá menos.

–¡Que tengáis buena suerte con lo que estéis haciendo!

–Gracias. La necesitaremos.

Stephanie contempló el suave oleaje del mar rosa y plata. Una línea de nubes marcaba el horizonte. Cada una de ellas mostraba en la parte superior la pincelada rosa fuerte de los rayos del sol que se ponía a su izquierda. El ventanal estaba abierto, y una suave brisa aromatizada con el perfume de alguna flor exótica le acarició el rostro. La vista y el entorno le producían un efecto sedante después de los frenéticos días de viaje e intriga. Notaba cómo comenzaba a relajarse en un entorno absolutamente sereno, ayudada por la noticia de lo bien que se había desarrollado el cultivo de fibroblastos de Butler. La constante preocupación de que pudiera estropearse había rondado en el fondo de su mente desde el momento en que había iniciado el viaje. Tal como iban las cosas, comenzaba a pensar que quizá el optimismo de Daniel sobre el proyecto Butler podía acabar siendo razonable, a pesar de que su intuición le decía lo contrario y las dificultades que ella y Daniel habían tenido en Turín.

En cuanto se puso el sol, la noche cayó con rapidez. Encendieron antorchas a lo largo de la playa, y la brisa agitaba las llamas. Stephanie cogió de nuevo el móvil y marcó el número de sus padres. Quería comunicarle a su madre el nombre del hotel, el número de la habitación y el del teléfono, ante la posibilidad de que su madre pudiese empeorar. Mientras esperaba, rogó para que no respondiera su padre. Siempre le resultaba difícil conversar con él. Se alegró al escuchar la voz de su madre.


Aunque Tony no tenía ningún motivo para creer que su tozuda hermana no cumpliría la amenaza de descansar en las Bahamas mientras su compañía se iba a pique, había mantenido la ilusión de que ella acabaría por ver la luz después de lo que él le había dicho, cancelaría el viaje, y haría lo que pudiera por solucionar los problemas. Sin embargo, la llamada de Stephanie a su madre, le había confirmado que no era ese el caso. La muy zorra y su estrafalario novio estaban en Nassau, alojados en una suite de algún hotel de lujo delante mismo de la playa. Era indignante.

Tony sacudió la cabeza, asombrado por el desparpajo de su hermana. Desde que había entrado en Harvard no había hecho más que burlarse de él cada vez que le daba la espalda, algo que él había tolerado porque era su hermana menor. Pero ahora se había pasado de la raya, sobre todo a la vista del imbécil académico con quien se había liado. Cien mil dólares era mucho dinero, y eso sin tener en cuenta la parte de los Castigliano. Todo el asunto era un embrollo, de eso no había ninguna duda, pero así y todo ella seguía siendo su hermana menor, así que las cosas no estaban tan claras como podrían haber estado.

El enorme Cadillac entró en el aparcamiento de grava y se detuvo delante del local de la empresa de suministros de fontanería de los hermanos Castigliano. Tony apagó las luces y el motor. Pero no se apeó del coche inmediatamente. Esperó unos momentos para calmarse. Podría haber llamado por teléfono y transmitirle la información a Sal o a Louie. Sin embargo, como se trataba de su hermana, necesitaba saber qué harían. Sabía que estaban tan furiosos como él, pero no se veían limitados por tener implicado a alguien de la familia. A él no le importaba en lo más mínimo lo que hicieran con el novio. Qué diablos, a él mismo no le importaría darle una paliza. Pero su hermana era otra historia. Si alguien tenía que atizarle, quería ser él.

Tony abrió la puerta y de inmediato olió el hedor nauseabundo del albañal. No conseguía entender cómo alguien podía estar en un local donde cada vez que el viento cambiaba de dirección, apestaba a huevos podridos. Era una noche sin luna, y Tony caminó con mucha precaución. No quería tropezar con un fregadero abandonado o cualquier otra pieza de chatarra.

Dado que ya había pasado el horario comercial, la tienda estaba cerrada, como indicaba el cartel colgado en el cristal de la puerta. Pero la puerta no estaba cerrada. Gaetano estaba detrás de la caja registradora, ocupado en sumar las ventas del día. Tenía un lápiz detrás de una oreja sorprendentemente pequeña, que lo parecía todavía más en comparación con la cabeza.

–¿Sal y Louie? – preguntó Tony.

Gaetano señaló con la cabeza hacia la parte de atrás sin interrumpir lo que estaba haciendo. Tony encontró a los gemelos sentados a sus respectivas mesas. Después de estrecharse las manos sonoramente y unas pocas palabras de saludo, Tony se sentó en el sofá. Los hermanos lo miraron, expectantes. La única luz en la habitación, suministrada por las pequeñas lámparas de cada mesa resaltaba las facciones cadavéricas de los hermanos. Desde la perspectiva de Tony, los ojos de ambos no eran más que agujeros negros.

–Están en Nassau -comenzó Tony-. Confiaba en que podría venir aquí y deciros lo contrario, pero no es el caso. Acaban de alojarse en un hotel de lujo llamado Ocean Club. Están en la suite 108. Incluso tengo el número de teléfono.

Tony se inclinó hacia adelante y dejó un trozo de papel en la mesa de Louie, que era la más cercana al sofá.

Se abrió la puerta y Gaetano asomó la cabeza.

–¿Me necesitan o qué? – preguntó.

–Sí -respondió Louie, mientras cogía el papel con el número de teléfono y le echaba una ojeada.

Gaetano entró en la habitación y cerró la puerta.

–¿Hay algún cambio en las perspectivas de la empresa? – preguntó Sal.

–No que yo sepa -contestó Tony-. Si hay alguna novedad, mi contable me lo hubiera dicho.

–Tiene toda la pinta de que el tipo se está burlando de nosotros -comentó Louie. Se rió con una risa siniestra-. ¡Nassau! Todavía no me lo puedo creer. Es como si estuviese pidiendo que le diéramos su merecido.

–¿Es eso lo que vais a hacer? – preguntó Tony.

Louie miró a Sal antes de responder.

–Queremos que venga aquí inmediatamente, y se ocupe de salvar la compañía y nuestra inversión. ¿Tengo razón, hermano?

–Toda la razón -afirmó Sal-. Tenemos que hacerle saber quién está metido en este asunto y dejar bien claro que queremos recuperar nuestro dinero, pase lo que pase. No solo tiene que volver aquí, sino que más le valdrá tener una idea bien clara de cuáles serán las consecuencias si no nos hace caso o cree que podrá librarse con declararse en quiebra o cualquier otra trampa legal. ¡Habrá que darle una paliza para que no se lleve a engaño!

–¿Qué pasa con mi hermana? – preguntó Tony-. No es que sea inocente en este follón, pero si hay que sacudirle, quiero ser yo quien lo haga.

–Ningún problema -dijo Louie. Dejó el papel con el número de teléfono en la mesa-. Como dije el domingo, no tenemos nada en contra de ella.

–¿Estás preparado para ir a Nassau, Gaetano? – preguntó Sal.

–Puedo marcharme mañana por la mañana a primera hora -manifestó Gaetano-. ¿Qué debo hacer después de darle el mensaje? ¿Me quedo o qué? ¿Qué pasará si no entiende el mensaje?

–Pues asegúrate de que lo reciba -declaró Sal-. No te hagas a la idea de que te estamos pagando unas vacaciones. Además, te necesitamos aquí. Después de darle el mensaje, te vuelves a Boston inmediatamente.

–Gaetano tiene razón -intervino Tony-. ¿Qué haréis si ese imbécil no hace caso del mensaje?

Sal miró a su hermano. No necesitaron decir ni una palabra para ponerse de acuerdo. Sal miró de nuevo a Tony.

–Si ese imbécil no estuviera, ¿tu hermana podría dirigir la compañía?

–¿Cómo puedo saberlo? – replicó Tony, y se encogió de hombros.

–Es tu hermana -manifestó Sal-. ¿No es doctora?

–En Harvard le dieron el título de doctora en biología -contestó Tony-. ¡Pura filfa! Para lo único que ha servido es para convertirla en una engreída insoportable. Hasta donde sé, eso solo significa que sabe un montón sobre gérmenes, genes y toda esas estupideces, pero no cómo dirigir una empresa.

–Pues el imbécil también es doctor -señaló Louie-. Así que a mí me parece que a la compañía no le podría ir peor si tu hermana dirigiera las cosas. Además, si ella estuviese al mando, tú estarías en mejores condiciones para decirle cómo se deben hacer las cosas.

–A ver si me aclaro. ¿Qué me estás diciendo? – preguntó Tony.

–Eh, ¿qué pasa? ¿No estoy hablando en inglés? – replicó Louie.

–Claro que estás hablando en inglés -afirmó Sal.

–Escucha -añadió Louie-. Si el jefe de la compañía no capta el mensaje, y no dudo que podemos contar con Gaetano para que se lo deje bien claro, entonces nos los cargaremos. Así de sencillo, y final de la historia para el profesor. Aunque solo sea para eso, servirá para que tu hermana reciba un clarísimo aviso de que más le vale hacer las cosas como está mandado.

–En eso tienes toda la razón -admitió Tony.

–¿Tú estás de acuerdo, Gaetano? – preguntó Sal.

–Por supuesto. Así y todo, no lo tengo muy claro. ¿Queréis o no que me quede allí hasta asegurarnos de que hace las cosas como es debido?

–Por última vez -dijo Sal con un tono amenazador-. Tienes que transmitir el mensaje y volver aquí. Si todo va bien y encuentras algún vuelo, quizá podrías hacerlo todo en un día. De lo contrario, te quedas. Pero queremos que vuelvas cuanto antes, porque hay muchas cosas que atender aquí. Si hay que cargárselo, ya irás. ¿De acuerdo?

Gaetano asintió, aunque estaba desilusionado. Cuando habían tratado el tema el domingo, se había hecho la idea de disfrutar de una semana al sol.

–Se me acaba de ocurrir algo -intervino Tony-. Dado que no podemos descartar que Gaetano deba volver, entonces no creo que deba hacer lo que tiene que hacer en el hotel. Si resulta que el profesor no quiere colaborar, tampoco queremos que se largue, algo que podría hacer si cree que el hotel no es un lugar seguro. En las Bahamas hay centenares de islas.

–Tienes razón -reconoció Sal-. No queremos que se esfume cuando está en juego nuestro dinero.

–Quizá entonces no estaría mal que me quedara por allí para vigilarlo -sugirió Gaetano con renovadas esperanzas.

–¿Cómo tengo que explicártelo, imbécil? – gritó Sal, que miró a Gaetano con una expresión furiosa-. Por última vez, no te irás al sur de vacaciones. Harás lo tuyo y te volverás. El problema con el profesor no es el único que tenemos.

–¡Vale, vale! – Gaetano levantó las manos como si se rindiera-. No me encontraré con el tipo en el hotel. Solo iré allí para localizarlo, o sea que necesitaré algunas fotos.

–Ya me lo figuraba -dijo Tony. Metió la mano en un bolsillo de la americana y sacó varias instantáneas-. Estos son los tortolitos. Se las hicieron la Navidad pasada. – Se las entregó a Gaetano que seguía junto a la puerta. El matón les echó una ojeada.

–¿Están bien? – preguntó Louie.

–No están nada mal -contestó Gaetano. Luego miró a Tony, y añadió-: Tu hermana es un bombón.

–Sí, pero olvídala -replicó Tony-. No se toca.

–Mala suerte -comentó Gaetano, con una sonrisa retorcida.

–Otra cosa -prosiguió Tony-. Con todas esas tonterías de la seguridad en los aeropuertos, no creo que sea recomendable llevar un arma ni siquiera en una maleta que vaya a la bodega. Si Gaetano necesita una, sería mejor que la consiga en la isla a través de los contactos en Miami. Tenéis contactos en Miami, ¿no?

–Claro que sí -contestó Sal-. Es una buena idea. ¿Alguna cosa más?

–Creo que eso es todo -dijo Tony. Aplastó la colilla en el cenicero y se levantó.


15


Viernes, 1 de marzo de 2002. Hora: 9.15



Había sido una larga, deliciosa y rejuvenecedora mañana. Con los ciclos circadianos descompensados, una consecuencia de su breve viaje a Europa, Stephanie y Daniel se habían despertado mucho antes de que el sol apareciera por el horizonte. Incapaces de volverse a dormir, se habían levantado, y después de ducharse, habían salido a dar un paseo por los jardines del hotel y a lo largo de la playa desierta, mientras contemplaban el fantástico amanecer tropical. De regreso al hotel, habían sido los primeros en desayunar. Mientras disfrutaban de una última taza de café, hablaron de la preparación de las células para el tratamiento de Butler. Con solo tres semanas a su disposición antes de la llegada del senador, se enfrentaban a un plazo muy limitado, y estaban ansiosos por comenzar, aunque tenían claro que podían hacer muy poco hasta que no llegara el envío de Peter. A las ocho llamaron a la clínica Wingate y le comunicaron a la recepcionista que ya estaban en Nassau y que irían a la clínica sobre las nueve y cuarto. La recepcionista les respondió que avisaría a los doctores.

–La parte occidental de la isla es muy diferente a la parte oriental -comentó Daniel, mientras iban hacia el oeste por Windsor Field Road-. Es mucho más llana.

–También está mucho menos urbanizada y se ve muy seca -añadió Stephanie. Estaban pasando por una zona semiárida con bosques de pinos salpicados con palmeras achaparradas. El cielo era de un azul fuerte, con algunas nubéculas en el horizonte.

Daniel había insistido en conducir, cosa que a Stephanie no le había importado hasta que su compañero sugirió que le resultaría más fácil conducir por la izquierda que a ella. Su reacción inicial había sido replicar a lo que le pareció una poco apropiada afirmación machista, pero luego lo dejó correr. No valía la pena discutir. En cambio, se instaló en el asiento del acompañante y se contentó con sacar el mapa. Como había ocurrido cuando habían escapado de Italia, haría las funciones de navegante.

Daniel conducía lentamente, cosa que le parecía bien a Stephanie, si dejaba aparte evitar la tendencia a girar a la derecha en las esquinas y no entrar en las rotondas contra dirección. Habían recorrido la costa norte de la isla, y se habían fijado una vez más en los hoteles de muchos pisos que se levantaban a lo largo de Cable Beach como soldados en posición de firmes. Después de pasar junto a numerosas cuevas prehistóricas, se dirigieron tierra adentro. Cuando giraron a la derecha en el siguiente cruce de Windsor Road, vieron a lo lejos el aeropuerto.

Continuaron la marcha hacia el oeste, y no tuvieron problemas para encontrar el desvío a la clínica Wingate. Estaba en el lado izquierdo de la carretera, señalado por un enorme cartel.

Stephanie se inclinó hacia delante para ver mejor a través del parabrisas a medida que se acercaban.

–¡Válgame Dios! ¿Ves el cartel?

–Resulta difícil no verlo. Es gigantesco.

Daniel condujo el coche por una calzada bordeada de árboles.

–Deben de tener mucho terreno -opinó Stephanie. Se echó hacia atrás-. No veo el edificio.

Después de varias vueltas y revueltas a través de un bosque, llegaron a una verja que cerraba la carretera. Una formidable alambrada coronada con alambre de espino se perdía en el bosque por ambos lados. En el lado izquierdo había una garita. Un guardia uniformado, con pistolera, gorra de plato y gafas de aviador salió de la garita. Llevaba una lista en la mano. Daniel detuvo el coche, Stephanie bajó el cristal de la ventanilla. El guardia metió la cabeza por la ventanilla abierta para dirigirse a Daniel.

–¿Puedo ayudarlo, señor? – Su tono era formal y carente de toda emoción.

–Somos la doctora D'Agostino y el doctor Lowell -respondió Stephanie-. Tenemos una cita con el doctor Wingate.

El guardia consultó la lista y luego acercó una mano a la visera de la gorra antes de volver a la garita. Al cabo de un momento, la reja se abrió silenciosamente, y Daniel arrancó.

Pasaron unos minutos antes de que la clínica apareciera a la vista. Anidado en un paisaje de árboles y flores había un complejo de edificios de arquitectura posmoderna, levantados en forma de U. Estaba compuesto de tres edificios conectados por caminos cubiertos con marquesinas. Los revestimientos de todas las construcciones eran de piedra caliza blanca con tejas rojas, y los frontones aparecían rematados con fantasiosas acroteras de conchas marinas que recordaban los templos griegos de la antigüedad. Al pie de las celosías entre las ventanas, las buganvillas comenzaban a trepar.

–¡Que me aspen! – exclamó Stephanie-. No estaba preparada para esto. Es hermoso. Se parece más a un balneario que a una clínica de reproducción asistida.

El camino conducía hasta una zona de aparcamiento delante del edificio central, cuya entrada estaba adornada con un pórtico de columnas. Las columnas eran cuadradas, con una entasis exagerada y rematadas con sencillos capiteles dóricos.

–Espero que haya ahorrado algo de dinero para los equipos de laboratorio -comentó Daniel. Aparcó el Mercury Marquis alquilado entre varios descapotables BMW nuevos. Algunas plazas más allá había dos limusinas, y sus chóferes de uniforme fumaban y charlaban apoyados en los guardabarros delanteros de los vehículos.

Daniel y Stephanie se apearon del coche y se detuvieron unos momentos para contemplar el complejo, que resplandecía iluminado por el brillante sol de las islas.

–Había escuchado decir que la esterilidad era lucrativa -añadió Daniel-, pero nunca imaginé que pudiera serlo tanto.

–Ni yo -afirmó Stephanie-. Me pregunto cuánto de todo esto será el resultado de que pudieran cobrar el seguro de incendios después de su huida de Massachusetts. – Sacudió la cabeza-. No importa de dónde salió el dinero; con el coste de la sanidad, la opulencia y la medicina son malas compañeras de cama. Hay algo que no está bien en esta imagen, y mis recelos a implicarme con estas personas se han vuelto a reavivar.

–No nos dejemos llevar por nuestros prejuicios y fariseísmos -le advirtió Daniel-. No hemos venido para emprender una cruzada social. Estamos aquí para tratar a Butler y punto.

Se abrió la gran puerta con adornos de bronce y apareció un hombre alto, muy bronceado y de cabellos blancos. Vestía una bata blanca. Agitó una mano y gritó una bienvenida con una voz aguda.

–Al menos estamos recibiendo una atención personalizada -dijo Daniel-. Vamos allá, y guárdate tus opiniones.

Daniel y Stephanie se encontraron delante del coche y comenzaron a caminar hacia la entrada.

–Espero que ese no sea Spencer Wingate -susurró Stephanie.

–¿Por qué no? – preguntó Daniel, en voz baja.

–Porque es lo bastante guapo como para hacer de médico en una serie de televisión.

–¡Vaya, lo había olvidado! Querías que fuera bajo, gordo y con una verruga en la nariz.

–Eso es.

–Bueno, todavía nos queda la esperanza de que sea un fumador empedernido y le apeste el aliento.

–¡Oh, cállate!

Daniel y Stephanie subieron los tres escalones que conducían al pórtico. Spencer extendió la mano mientras mantenía la puerta abierta con el pie. Se presentó a sí mismo con muchas sonrisas y aspavientos. Luego, con un gesto ampuloso, los invitó a que entraran.

En consonancia con el exterior, el interior presentaba un diseño clásico, con pilastras, molduras denticulares, y columnas dóricas. El suelo era de pizarra pulida, cubierto con alfombras orientales. Las paredes estaban pintadas de un color azul muy claro, que a primera vista parecía un gris claro. Incluso el mobiliario de madera barnizada tenía un aspecto clásico, con la tapicería de cuero verde oscuro. Un débil olor a pintura fresca impregnaba el aire acondicionado, como un recordatorio de que se trataba de una construcción muy reciente. Para Daniel y Stephanie, el frío seco resultaba un agradable contraste con el calor húmedo en el exterior, que había ido en aumento desde el amanecer.

–Esta es nuestra sala de espera principal -comentó Spencer con un gesto que abarcaba la gran habitación. Dos parejas de mediana edad, muy bien vestidas, estaban sentadas en sendos sofás. Hojeaban nerviosamente unas revistas y solo miraron a los recién llegados durante unos segundos. La recepcionista, con las uñas pintadas de un color rosa fuerte, ocupaba su puesto detrás de una mesa semicircular junto a la puerta.

–Este edificio es donde recibimos a los nuevos pacientes -añadió Wingate-. También alberga las oficinas de la administración. Estamos muy orgullosos de nuestra clínica, y nos gustaría acompañarles en una visita por todas las instalaciones, aunque sospechamos que a ustedes les interesa sobre todo nuestro laboratorio.

–No olvide el quirófano -dijo Daniel.

–Sí, por supuesto, el quirófano. Pero primero, vayamos a mi despacho. Tomaremos un café y les presentaré a mis colaboradores.

Spencer los llevó hasta el ascensor, aunque solo tenían que subir un piso. Durante la subida, Spencer les preguntó, como buen anfitrión, si habían disfrutado de un viaje sin contratiempos. Stephanie le aseguró que había sido perfecto. En la planta alta, pasaron junto a una secretaria que interrumpió por un momento su trabajo para sonreírles alegremente.

El inmenso despacho de Spencer estaba en la esquina nordeste del edificio. Se veía el aeropuerto en el lado este y la línea azul del océano al norte.

–Sírvanse ustedes mismos -dijo Spencer, y les señaló la bandeja con la cafetera y las tazas que había en una mesa de centro de mármol delante de un sofá en forma de L-. Voy a buscar a los dos directores de departamento.

Daniel y Stephanie se quedaron solos durante unos momentos.

–Esto tiene el aspecto de un despacho de uno de los directores ejecutivos de una de las quinientas compañías más grandes del mundo -opinó Stephanie-. Toda esta opulencia me parece obscena…

–No hagamos juicios hasta que no hayamos visto el laboratorio. – ¿Crees que aquellas dos parejas que están en la recepción son pacientes?

–No tengo la menor idea, ni me importa.

–Parecen un poco mayores para un tratamiento de reproducción asistida.

–No es algo que nos concierna.

–¿Crees que la clínica Wingate se dedica a embarazar a mujeres mayores como ese especialista italiano que va por libre?

Daniel miró a Stephanie con una expresión de enfado en el momento en que reaparecía Spencer. El fundador de la clínica venía acompañado por un hombre y una mujer, ambos vestidos con batas blancas almidonadas. Les presentó primero a Paul Saunders, que era bajo y fornido, y cuya silueta rechoncha le recordó a Stephanie las columnas del pórtico de la entrada. En consonancia con el cuerpo, el rostro de Paul era redondo, abotagado, con la piel muy pálida, lo que provocaba un fuerte contraste con la figura alta y delgada, las facciones muy marcadas y la piel bronceada de Spencer. Los cabellos desordenados y un mechón de pelo blanco completaban la excéntrica imagen de Paul y acentuaban su palidez.

Paul sonrió mientras estrechaba vigorosamente la mano de Daniel, y dejó a la vista los dientes romos, muy separados y amarillentos.

–Bienvenidos a la clínica Wingate, doctores -manifestó-. Es un honor tenerlos aquí. No saben lo entusiasmado que estoy con nuestra colaboración.

Stephanie esbozó una sonrisa cuando Paul le estrechó la mano. Estaba fascinada con los ojos del hombre. Como tenía la nariz ancha, sus ojos parecían estar más juntos de lo habitual. Además, nunca había conocido a una persona con los ojos de colores diferentes el uno del otro.

–Paul es el director de investigaciones -explicó Spencer: le dio una palmada en la espalda-. No ve la hora de tenerlos en su laboratorio, ayudarles en su trabajo, y de paso aprender unas cuantas cosas. – Dicho esto, Spencer apoyó un brazo en los hombros de la mujer, que tenía casi su misma estatura-. Esta es la doctora Sheila Donaldson, directora de los servicios clínicos. Ella se encargará de hacer todos los arreglos para que usen uno de nuestros dos quirófanos, además de las habitaciones para los pacientes, que supongo que aprovecharán.

–No sabía que disponían de habitaciones para los pacientes -dijo Daniel.

–Ofrecemos todos los servicios -manifestó Spencer, sin disimular el orgullo-. En el caso de que se trate de pacientes que deban permanecer ingresados durante un tiempo prolongado, cosa que no esperamos, tenemos previsto enviarlos al Doctors Hospital en la ciudad. Nuestras instalaciones para ese servicio están pensadas para los pacientes que no necesiten estar ingresados más de un día, algo que cubre sus necesidades a la perfección.

Stephanie dejó de mirar a Paul Saunders y se fijó en Sheila Donaldson. Tenía el rostro delgado y el cabello castaño lacio. En comparación con la exuberancia de los hombres, parecía retraída, casi tímida. Tuvo la sensación de que la doctora le rehuía la mirada mientras le daba la mano.

–¿No quieren café? – preguntó Spencer.

Stephanie y Daniel sacudieron las cabezas al unísono.

–Creo que ambos ya hemos tomado nuestra cuota -explicó Daniel-. Seguimos con el horario europeo, y nos hemos levantado con el alba.

–¿Europa? – repitió Paul con un tono de entusiasmo-. ¿El viaje a Europa tiene algo que ver con la Sábana Santa de Turín?

–Por supuesto -respondió Daniel.

–Confío en que haya sido un viaje provechoso -manifestó Paul, con un guiño de complicidad.

–Agotador pero provechoso -admitió Daniel-. Nosotros… -Se interrumpió como si quisiera decidir qué más revelar.

Stephanie contuvo la respiración. Confiaba en que a Daniel no se le ocurriera descubrir la experiencia de Turín. Deseaba mantener las distancias con estas personas. Que Daniel compartiera las experiencias del viaje a Europa sería algo demasiado personal y cruzaría un límite que ella no quería cruzar.

–Conseguimos una muestra del sudario con una mancha de sangre -añadió Daniel-. La tengo aquí conmigo. Quisiera ponerla en una solución salina para estabilizar los fragmentos de ADN, y me gustaría hacerlo lo antes posible.

–A mí me parece bien -asintió Paul-. Vayamos ahora mismo al laboratorio.

–No hay ninguna razón para que la visita no pueda empezar allí -manifestó Spencer amablemente.

Mucho más tranquila al ver que se habían mantenido las distancias personales, Stephanie soltó el aliento y se relajó un poco cuando el grupo salió del despacho de Spencer.

Cuando llegaron al ascensor, Sheila dijo que debía ocuparse de unos pacientes. Se despidió de las visitas y bajó las escaleras.

El laboratorio estaba en el lado izquierdo del edificio central y se accedía por uno de los caminos cubiertos.

–Nos decidimos por los edificios separados para obligarnos a salir, aunque se trate siempre de trabajo -explicó Paul-. Es bueno para el espíritu.

–Yo salgo bastante más que Paul -añadió Spencer, con un tono divertido-. Como si no fuese evidente por mi bronceado. No soy un adicto al trabajo.

–¿El laboratorio ocupa todo el edificio? – preguntó Daniel mientras cruzaba la puerta que Wingate mantenía abierta.

–No del todo -contestó Paul. Se acercó a un expositor de publicaciones y cogió una revista a todo color. El grupo había entrado en una habitación que parecía cumplir las funciones de sala de estar y biblioteca. Las estanterías cubrían las paredes-. Esta es nuestra sala de lectura, y este es un ejemplar del último número de nuestra revista Journal of Twentyfirst Century Reproductive Technology. -Le entregó la revista a Daniel con mal disimulado orgullo-. Hay unos cuantos artículos que le parecerán interesantes.

–Es muy amable de su parte -dijo Daniel, con un esfuerzo. Echó una ojeada al índice que aparecía en la portada y le pasó la revista a Stephanie.

–En este edificio hay habitaciones además del laboratorio-. Eso incluye algunos cuartos de huéspedes, que no son lujosos pero que sí cuentan con todas las comodidades. Están a su disposición si prefieren estar cerca de su trabajo. Incluso tenemos una cafetería, donde se sirven las tres comidas, en el edificio que está al otro lado del jardín, así que no tienen que salir de la clínica si no quieren. Verán, muchos de nuestros empleados viven en el complejo, y sus apartamentos también están en este edificio.

–Muchas gracias por la oferta -se apresuró a responder Stephanie-. Es muy amable de su parte, pero disponemos de un alojamiento muy cómodo en la ciudad.

–¿Dónde se alojan? – preguntó Paul.

–En el Ocean Club -dijo Stephanie.

–Una excelente elección -opinó Paul-. Bien, la oferta sigue en pie si deciden aceptarla.

–No lo creo -replicó Stephanie.

–¿Qué les parece si continuamos con la visita? – propuso Spencer.

–Por supuesto -asintió Paul. Guió al grupo hacia las puertas que comunicaban con las dependencias interiores-. Además del laboratorio y las habitaciones, aquí tenemos parte del equipo de diagnóstico, como el escáner PET. Lo hicimos instalar aquí porque consideramos que lo utilizaríamos más en el trabajo de investigación que en el clínico.

–No imaginaba que dispusieran de un escáner PET -dijo Daniel. Miró a Stephanie con las cejas enarcadas para comunicarle su agradable sorpresa en contrapartida a su evidente actitud hostil. Sabía que un escáner PET, que utiliza los rayos gamma para estudiar las funciones fisiológicas podía resultar muy útil si surgía algún problema con Butler después del tratamiento.

–Hemos diseñado todo esto pensando en la investigación además de los servicios clínicos -se vanaglorió Paul-. Ya que instalábamos un escáner CT y un MRI, pensamos que bien podíamos añadir un PET.

–Estoy impresionado -reconoció Daniel.

–Me lo suponía -declaró Paul-. A usted, como descubridor del RSHT, sin duda le interesará saber que planeamos tener un papel muy importante en la terapia de células madre, similar al que tenemos en el campo de la reproducción asistida.

–Es una combinación interesante -dijo Daniel con un tono vago, al no tener clara su reacción ante esta noticia inesperada. Como con tantas otras cosas relacionadas con la clínica Wingate, la idea de que pensaran aplicar la terapia de células madre era una sorpresa.

–Nos pareció la extensión natural de nuestro trabajo -explicó Paul-, si consideramos nuestro acceso a los ovocitos y nuestra gran experiencia con las transferencias nucleares. Lo más curioso es que lo habíamos interpretado como un trabajo colateral, pero desde que abrimos las puertas, estamos realizando más tratamientos con células madre que de reproducción asistida.

–Efectivamente -intervino Spencer-. Los pacientes que vieron ustedes en la sala de espera están aquí para someterse a la terapia de células madre. El boca a boca referente a nuestros servicios parece funcionar a tope. No hemos necesitado hacer publicidad.

Los rostros de Stephanie y Daniel reflejaron claramente su alarma ante semejante afirmación.

–¿Cuáles son las enfermedades que están tratando? – preguntó Daniel.

–¡Tratamos lo que sea! – Paul se echó a reír-. Son muchas las personas que tienen clara la importancia de las células madre en el tratamiento de una multitud de enfermedades, desde el cáncer terminal y las enfermedades degenerativas al envejecimiento. Dado que no pueden recibir el tratamiento con células madre en Estados Unidos, acuden a nosotros.

–¡Eso es absurdo! – exclamó Stephanie, indignada-. No hay protocolos establecidos para ningún tratamiento con células madre.

–Somos los primeros en admitir que estamos abriendo nuevos campos -respondió Spencer-. Es algo puramente experimental, lo mismo que harán ustedes con su paciente.

–En esencia, lo que hacemos es valemos de la demanda del público para financiar nuestras investigaciones -aclaró Paul-. Diablos, es algo lógico a la vista de que el gobierno norteamericano no quiere financiar los trabajos y lo único que consigue exponerle las cosas todavía más difíciles a los investigadores.

–¿Qué clase de células están utilizando? – preguntó Daniel.

–Células madre multipotentes -contestó Paul.

–¿No están diferenciando las células? – La incredulidad de Daniel crecía por momentos, dado que las células madre no diferenciadas no servían para ninguna clase de tratamiento.

–No, en absoluto -manifestó Paul-. Por supuesto, intentaremos hacerlo en el futuro, pero por ahora hacemos la transferencia nuclear, cultivamos las células madre y las inyectamos. La teoría es dejar que el cuerpo del paciente las utilice como le parezca más adecuado. Hemos obtenido algunos resultados muy interesantes, aunque no con todos los pacientes, pero eso forma parte de la naturaleza de la investigación.

–¿Cómo puede llamar investigación a lo que hace? – preguntó Stephanie, cada vez más furiosa-. Tendrá que perdonarme, pero no estoy de acuerdo. No puede establecer ningún paralelismo entre lo que nosotros pensamos hacer y lo que ustedes están haciendo.

Daniel cogió a Stephanie por el brazo y la apartó de Paul.

–La doctora D'Agostino solo se refiere a que en nuestro tratamiento utilizaremos células diferenciadas.

Stephanie intentó librarse de la mano de Daniel.

–Me estoy refiriendo a algo mucho más importante que eso -replicó-. ¡Lo que ustedes dicen que están haciendo con las células madre no es más que puro curanderismo!

Daniel aumentó la presión en el brazo de su compañera.

–Si nos perdonan un momento… -dijo a Paul y Spencer, cuyas expresiones se habían oscurecido. Se llevó a Stephanie a un aparte y le habló en un susurro furioso:

–¿Qué demonios estás haciendo? ¿Intentas sabotear nuestro proyecto y que nos echen de aquí?

–¿Qué quieres decir con qué estoy haciendo? – susurró Stephanie a su vez con la misma vehemencia-. ¿Cómo puedes no subirte por las paredes? Encima de todo lo demás, estos tipos son unos charlatanes.

–¡Cállate! – le ordenó Daniel. Sacudió a Stephanie-. ¿Tengo que recordarte que estamos aquí por un único motivo: tratar a Butler? ¿Por amor de Dios, no puedes contenerte? Nos estamos jugando el futuro de CURE y el RSHT. Estas personas no son ningunos santos. Lo sabíamos desde el principio. Por eso están aquí y no en Massachusetts. ¡Así que ahora no vayamos a echarlo todo por la borda por culpa de un ataque de pía indignación!

Daniel y Stephanie se miraron por un instante con expresiones furiosas. Por fin, Stephanie bajó la cabeza.

–Me estás haciendo daño en el brazo.

–¡Lo siento! – Daniel le soltó el brazo. Stephanie se hizo un masaje en la parte dolorida. Daniel inspiró con fuerza en un intento por controlar su enfado. Miró a Spencer y Paul, quienes los observaban con curiosidad. Volvió su atención a Stephanie-. ¿Podemos concentrarnos en nuestra misión? ¿Podemos aceptar que estos tipos carecen de toda ética, que son unos cretinos venales, y seguir con lo nuestro?

–Supongo que el dicho: «Si vives en una casa de cristal, no tires piedras» se aplica aquí a la perfección, a la vista de lo que pretendemos hacer. Quizá esa sea la razón por la que me preocupo tanto.

–Es probable que estés en lo cierto -asintió Daniel-. Pero no olvides que nos vemos obligados a saltarnos los límites éticos. ¿Puedo contar con que serás capaz de callarte tus opiniones sobre la clínica Wingate, al menos hasta que acabemos con lo nuestro?

–Haré todo lo posible.

–Bien. – Daniel realizó otra inspiración profunda para armarse de valor antes de ir a reunirse con los dos médicos. Stephanie lo siguió un par de pasos más atrás.

–Creo que aún estamos sufriendo los últimos efectos del jet lag -le explicó Daniel a sus anfitriones-. Nos exaltamos con demasiada facilidad. Además, la doctora D'Agostino tiende a exagerar cuando defiende una opinión. Intelectualmente, considera que las células diferenciadas son el camino más eficaz para aprovechar las ventajas que prometen las células madre.

–Hemos conseguido algunos resultados muy buenos -manifestó Paul-. Quizá, doctora D'Agostino, quiera usted echarles una ojeada antes de dar una opinión definitiva.

–Me parece una propuesta muy instructiva -mintió Stephanie.

–Continuemos -propuso Spencer-. Queremos enseñarles toda la clínica antes de la hora de la comida y hay mucho que ver.

Daniel y Stephanie cruzaron las puertas del enorme laboratorio, sin decir palabra, todavía asombrados, y su asombro fue todavía mayor cuando vieron las dimensiones del laboratorio y el despliegue de equipos, desde secuenciadores de ADN a las más normales incubadoras de cultivos. Superaba todo lo que habían esperado o imaginado. La única cosa que faltaba era el personal. Había un único técnico que trabajaba en un estereomicroscopio diseccionador.

–En estos momentos tenemos el personal mínimo -explicó Spencer, como si hubiese leído el pensamiento de sus huéspedes-, algo que no tardará en cambiar, dada la demanda.

–Iré a buscar a la supervisora del laboratorio -anunció Paul, antes de desaparecer en un despacho contiguo.

–Pensamos tener todo el personal necesario dentro de unos seis meses -añadió Spencer.

–¿Cuántos técnicos trabajarán aquí? – preguntó Stephanie.

–Unos treinta -respondió Spencer-. Al menos, eso es lo que indican las proyecciones actuales. Claro que si la demanda de tratamientos con células madre continúa aumentando al ritmo de ahora, tendremos que ajustar esa cifra al alza.

Paul reapareció. Traía de la mano a una mujer casi esquelética, con todos los huesos a flor de piel, sobre todo en las mejillas. Tenía los cabellos grises, y una nariz afilada que parecía un signo de exclamación encima de una boca pequeña de labios finos. Vestía una bata corta con las mangas arremangadas. Paul se acercó con ella al grupo y la presentó. Se llamaba Megan Finnigan, como rezaba en la placa de identificación enganchada en el bolsillo de la bata.

–Ya lo tenemos todo preparado para ustedes -dijo Megan, después de las presentaciones. Tenía una voz suave, con acento de Boston. Señaló uno de los bancos del laboratorio-. Hemos preparado este sector con todo aquello que nos pareció que podían necesitar. Si precisan algo más, no tienen más que pedirlo. La puerta de mi despacho está siempre abierta.

–El doctor Lowell necesita un frasco con solución salina -le informó Paul-. Necesita conservar el ADN de la sangre contenida en una muestra de tela.

–No hay ningún problema. – Megan llamó a una técnica. En el otro extremo del laboratorio, la mujer se apartó del microscopio y fue a preparar la solución.

–¿Cuándo quieren comenzar? – añadió la supervisora, mientras Daniel y Stephanie echaban una ojeada al sector que les habían destinado.

–En cuanto sea posible -dijo Daniel-. ¿Qué hay de los ovocitos humanos? ¿Estarán disponibles cuando los necesitemos?

–Eso está garantizado -afirmó Paul-. Solo necesitamos que nos avisen doce horas antes.

–Eso es sorprendente -manifestó Daniel-. ¿Cómo es posible?

–Es un secreto del oficio. – Paul sonrió-. Quizá después de haber trabajado juntos, podamos compartir secretos. A mí me interesa mucho el RSHT.

–¿Eso significa que quieren comenzar hoy? – preguntó Megan.

–Lamentablemente, no podemos. Tenemos que esperar a que llegue un paquete de FedEx antes de poder comenzar, además de sumergir la muestra de tela en una solución salina. – Miró a Spencer-. Supongo que no habrá llegado nada para nosotros esta mañana.

–¿Cuándo lo enviaron?

–Lo enviaron anoche desde Boston.

–¿Cuánto pesa? – quiso saber Spencer-. Eso establece una diferencia cuando llega. Nassau es, después de todo, un destino internacional para un envío desde Boston. Si fuese un sobre o un paquete muy pequeño, podría recibirlo mañana por la mañana a primera hora, o quizá a última hora de esta tarde.

–No es un sobre -le explicó Stephanie-. Será un paquete lo bastante grande como para contener un recipiente con un cultivo de tejido criopreservado además de una serie de reactivos.

–Entonces lo más temprano que puede esperar recibirlo será mañana a última hora -dijo el director de la clínica-. Si tiene que pasar por la Aduana, tardará un día más como mínimo.

–Es importante que pongamos el cultivo en el congelador antes de que se estropee -señaló Daniel.

–Llamaré a la Aduana para que agilicen los trámites -ofreció Spencer-. Durante el año pasado, mientras construían la clínica, tuvimos que tratar con ellos casi a diario.

La técnica de laboratorio se acercó con el frasco de la solución salina. Era una afroamericana de piel clara de unos veintitantos años que llevaba los cabellos recogidos en un rodete muy prieto.

Las pecas agraciaban el puente de la nariz, y un impresionante despliegue de piercings con las correspondientes joyas bordeaban sus orejas.

–Esta es Maureen Jefferson -dijo Paul-. La llamamos Mare. No quiero avergonzarla, pero tiene un toque de oro cuando se trata de usar las micropipetas y hacer las transferencias nucleares. Así que si necesitan ayuda, ella estará aquí. ¿No es así, Mare?

La muchacha sonrió recatadamente mientras le entregaba el recipiente a Daniel.

–Es muy generoso de su parte -manifestó Stephanie-. pero creo que nos podemos arreglar muy bien en la manipulación celular.

Mientras los demás miraban, Daniel sacó del bolsillo el sobre de celofán. Con unas tijeras que le ofreció Megan, cortó uno de los extremos. Luego apretó los bordes para abrirlo, y a continuación dejó caer el pequeño trozo de tela con la mancha de sangre sin tocarla en la solución salina. La muestra flotó en la superficie del líquido. Cerró el frasco con el tapón de goma y lo apretó. Con un rotulador que también le entregó Megan escribió las iniciales ST en la etiqueta del recipiente.

–¿Hay algún lugar seguro donde guardar la muestra mientras se disuelven los componentes de la sangre? – preguntó Daniel.

–Todo el laboratorio es seguro -le informó Paul-. No tiene motivos para preocuparse. Disponemos de nuestro propio equipo de seguridad.

–Considere esta clínica como el Fort Knox de Nassau -manifestó Spencer.

–Puede guardarlo en mi despacho -dijo Megan-. Incluso puedo guardarlo en mi caja de seguridad.

–Se lo agradecería -declaró Daniel-. Es irreemplazable.

–No tenga miedo -insistió Paul-. Estará bien protegida, créame ¿Le importaría si la cojo un momento?

–Claro que no -contestó Daniel. Le entregó el frasco a Paul.

El científico levantó el frasco para que le diera la luz de lleno. – ¿Se lo pueden creer? – comentó mientras miraba el pequeño trozo de tela rojiza que flotaba en la superficie del líquido-. ¡Tenemos el ADN de Jesucristo! Me estremezco solo con pensarlo.

–No nos pongamos melodramáticos -señaló Spencer.

–¿Cómo lo hizo para conseguirlo? – preguntó Paul, sin hacer caso del comentario de Spencer.

–Contamos con ayuda eclesiástica al más alto nivel -respondió Daniel vagamente.

–¿Y eso cómo lo consiguió? – quiso saber Paul, sin apartar la mirada del recipiente al tiempo que lo hacía girar.

–No fue cosa nuestra -dijo Daniel-. Lo hizo nuestro paciente.

–Vaya. – Paul bajó el recipiente y miró a Spencer-. ¿Su paciente está relacionado con la Iglesia católica?

–No que nosotros sepamos.

–Como mínimo, tiene que ser alguien con una considerable influencia -sugirió Spencer.

–Quizá -admitió Daniel-. No lo sabemos.

–Después de haber estado en Italia -dijo Spencer-. ¿qué opina respecto a la autenticidad de la Sábana Santa?

–Tal como le comenté en nuestra conversación telefónica -respondió Daniel, con una exasperación apenas disimulada-, no nos interesa entrar en la controversia referente a la autenticidad del sudario. Solo lo utilizamos debido a la insistencia de nuestro paciente como fuente del ADN que necesitamos para el RSHT. – A Daniel no le interesaba en lo más mínimo mantener un debate con estos granujas.

–Espero con ansia el momento de conocer a su paciente -comentó Paul-. Él y yo tenemos algo en común: ambos creemos que la Sábana Santa es auténtica. – Le devolvió el frasco a Megan-. ¡Mucho cuidado con esto! Tengo el presentimiento de que este trocito de tela hará historia.

Megan sujetó el frasco con las dos manos. Miró a Daniel.

–¿Qué quiere hacer con esta suspensión? – preguntó-. No esperará que la tela se disuelva, ¿verdad?

–Por supuesto que no. Solo quiero que se desprenda de la muestra todo el ADN linfocítico y se mezcle con la solución. Dentro de unas veinticuatro horas, pasaré una alícuota por el PCR. La electroforesis con algunos controles nos dará una idea de lo que tenemos. Si encontramos los suficientes fragmentos de ADN, cosa que a mi juicio sucederá, los amplificaremos y luego veremos si nuestras sondas recogen lo que necesitamos para el RSHT. Como es lógico, tendremos que hacerlo varias veces y secuenciar cualquier hueco. En cualquier caso, mantendremos la muestra en la solución salina hasta disponer de lo que necesitamos.

–Muy bien -dijo Megan-. Guardaré el frasco en mi caja de seguridad. Ya me avisará cuando la necesite.

–Perfecto -asintió Daniel.

–Si hemos terminado aquí, podríamos ir al edificio de la clínica -propuso Spencer. Consultó su reloj-. Querrán ver los quirófanos y las habitaciones de los pacientes. Les presentaré al personal, y luego iremos a la cafetería. Nos tienen preparada una mesa, y hemos invitado al doctor Rashid Nawaz, el neurocirujano. Nos pareció que querrían conocerlo.

–Así es -afirmó Daniel.


A Gaetano le pareció que había transcurrido una eternidad, pero había llegado finalmente su turno en el mostrador de la agencia de alquiler de coches. Se preguntó por qué las personas que le habían precedido en la cola habían tardado tanto en alquilar un maldito coche, cuando lo único que debían hacer era firmar el puñetero contrato. Consultó su reloj. Las doce y media. Había llegado veinte minutos antes, aunque había salido del aeropuerto Logan a las seis de la mañana, antes de que amaneciera. El problema fue la falta de vuelos directos, por lo que tuvo de hacer transbordo en Orlando.

Se balanceó impaciente. Sal y Lou le habían dejado muy claro que querían que realizara su misión en un solo día y regresara a Boston. Le habían advertido específicamente que no iban a tolerar ninguna excusa, aunque también estaban de acuerdo en que el éxito dependía de que Gaetano estableciera contacto rápidamente con el doctor Daniel Lowell, algo que no se podía asegurar, dado que, como habían admitido amablemente, había algunas variables que tener en cuenta. Gaetano había prometido hacer todo lo posible, aunque no tendría ni la más mínima oportunidad de hacer su trabajo si no conseguía llegar de una maldita vez al Ocean Club.

El plan era sencillo. Gaetano debía ir al hotel, localizar a su objetivo, quien según Lou y Sal estaría tomando el sol en la playa y disfrutando del agua, convencerlo para que saliera del hotel, y hacer lo que debía, o sea transmitir el mensaje de los jefes y sacudirlo a base de bien para que se tomara el mensaje en serio. Hecho esto, Gaetano debía ir pitando al aeropuerto y coger un avión de vuelta a Miami a tiempo para coger el último vuelo a Boston. Si esto no sucedía por alguna razón desconocida, entonces Gaetano realizaría su misión al anochecer, siempre y cuando el profesor saliera del hotel, y luego se alojaría en alguna pensión y regresaría al día siguiente. El único problema con este último plan era que no había ninguna garantía de que el objetivo saliera del hotel, lo que significaría que habría que dejarlo todo para el día siguiente. En ese caso, Lou y Sal pillarían un cabreo, por mucho que Gaetano quisiera explicarlo, así que se veía entre dos fuegos. La cuestión importante era que a Gaetano lo necesitaban en Boston. Tal como le habían recordado sus patrones, había mucho que hacer en estos días, con el rollo de que se hundía la economía y que la gente se lamentaba de no tener el dinero para pagar los préstamos y las deudas de juego.

Gaetano se enjugó el sudor que le chorreaba por la frente. Iba vestido con lo que había sido un pantalón impecablemente planchado, una camisa de manga corta estampada, y una americana azul. La idea era presentar un aspecto digno y evitar parecer un vagabundo que rondaba por el Ocean Club. Ahora llevaba la americana al hombro y el pantalón mostraba unas arrugas considerables a la altura de las corvas. Para colmo, su constitución física no era la más adecuada para soportar el húmedo calor tropical.

Quince minutos más tarde, Gaetano entró en el aparcamiento, donde hacía más calor que en el mismísimo infierno, para recoger un jeep Cherokee blanco. Si antes había tenido calor, ahora se asaba, y la camisa se le pegaba en las empapadas axilas. Llevaba un bolso en la mano derecha con lo mínimo indispensable y en la izquierda la documentación del coche y un mapa que le habían dado en el mostrador de la agencia. La idea de conducir por la izquierda, como le había dicho el empleado, le había preocupado un poco, pero ahora consideraba que no tendría mayores dificultades, siempre y cuando no lo olvidara. Le parecía el colmo de la ridiculez que en las Bahamas circularan por el lado equivocado.

Encontró el coche. Entró sin perder ni un segundo y arrancó el motor. Lo primero que hizo fue poner el aire acondicionado al máximo y dirigir todas las salidas de aire hacia él. Después de echar una ojeada al mapa, lo dejó desplegado en el asiento del acompañante y salió del aparcamiento.

Habían hablado de conseguir un arma, pero después habían desistido. En primer lugar, llevaría tiempo, y en segundo, no necesitaba un arma para tratar con un profesor gilipollas. Miró el mapa de nuevo. La ruta no tenía complicaciones dado que la mayoría de las carreteras llevaban a Nassau. Una vez allí, cruzaría el puente para ir a isla Paradise, donde no tendría problemas para dar con el Ocean Club.

Gaetano sonrió al pensar en las vueltas del destino. Unos pocos años antes, ¿quién hubiese imaginado que estaría conduciendo en las Bahamas, vestido como un dandi, la mar de contento, y con las posibilidades de un poco de acción? La excitación hizo que se le erizaran los cabellos de la nuca. A Gaetano le gustaba la violencia en todas sus formas. Era una adicción que le había metido en problemas en el pasado, desde la escuela primaria, pero sobre todo en el instituto. Le encantaban las películas y los videojuegos más violentos, pero sobre todo le gustaba la violencia real. Gracias a su corpachón y una muy buena preparación física, se las había apañado para salir victorioso en la mayoría de las refriegas.

El gran problema lo había tenido en el 2000. Gaetano y su hermano mayor trabajaban de lo que él seguía haciendo, como matones, pero en aquel entonces lo hacían para una de las grandes familias del crimen organizado de Queens, Nueva York. Había salido un trabajo, y se lo habían encomendado a él y a su hermano Vito. Tenían que darle una lección a un poli que cobraba el soborno pero que no cumplía con su parte del trato. Era un trabajo sencillo, pero se había torcido. El poli había sacado un arma que llevaba oculta y había conseguido herir de gravedad a Vito antes de que Gaetano pudiera desarmarlo.

Lamentablemente, Gaetano había perdido los estribos. Cuando se acabó la pelea, no solo había matado al policía, sino también a la esposa y al hijo adolescente del tipo, que habían sido lo bastante estúpidos para meterse en la bronca, la mujer con un arma y el chico con un bate de béisbol. Todo el mundo estaba furioso. Nadie había esperado que pudiera pasar nada semejante y había provocado una reacción desmesurada por parte del cuerpo de policía de Nueva York, como si el poli muerto hubiese sido un héroe. En un primer momento, Gaetano creyó que lo sacrificarían, ya fuera pegándole un tiro o entregándolo a la poli en bandeja de plata. Pero entonces, cuando menos lo esperaba, surgió la oportunidad de largarse a Boston y trabajar para los hermanos Castigliano, que tenían un parentesco lejano con la familia para la que habían trabajado, los Baresse.

Verse en Boston no le hizo mucha gracia. Detestaba la ciudad, a la que veía como un pueblucho de mala muerte comparada con Nueva York, y detestaba trabajar de empleado en una empresa de suministros de fontanería, un puesto que consideraba degradante. Sin embargo, poco a poco se fue acostumbrando.

–¡Caramba! – exclamó Gaetano, cuando vio el mar de las Bahamas. Nunca había visto unos colores tan vivos. A medida que aumentaba el tráfico, redujo la velocidad y disfrutó del paisaje. Se había acostumbrado más fácilmente de lo que esperaba a conducir por la izquierda, cosa que le permitía mirar a placer, y había mucho para recrearse la vista. Comenzó a pensar con más optimismo en sus planes para la tarde hasta que entró en Nassau. Se encontró sin más metido en un atasco, y durante un tiempo estuvo parado detrás de un autobús.

Miró su reloj. Era la una pasada. Sacudió la cabeza mientras su optimismo se esfumaba rápidamente. Sus posibilidades de hacer lo que debía y estar de regreso en el aeropuerto alrededor de las cuatro y media, si es que pretendía llegar a tiempo para coger el vuelo de Miami a Boston, se iban reduciendo con el paso de los minutos.

–¡A tomar por saco! – proclamó Gaetano vehementemente. De pronto decidió que no permitiría que el factor tiempo le estropease el día. Inspiró profundamente y miró a través de la ventanilla. Incluso le sonrió a una hermosa mujer negra que le devolvió la sonrisa, y le hizo pensar que podría disfrutar de una noche muy agradable. Bajó el cristal de la ventanilla, pero la mujer ya había desaparecido. Un momento más tarde, el autobús que tenía delante se puso en marcha.

Gaetano prosiguió su camino y cruzó el grácil puente que unía las islas New Providence y Paradise, y no tardó en llegar al aparcamiento del Ocean Club, que, a la vista de los coches aparcados, era más para el personal del hotel que para los huéspedes.

Dejó el bolso y la americana en el asiento de atrás del Cherokee, se apeó, y caminó en dirección oeste por un sendero bordeado de árboles y flores antes de desviarse hacia el norte entre dos de los edificios. Esto lo llevó hasta la zona de césped que separaba el hotel de la playa. Dobló hacia el este, y regresó hacia los edificios centrales donde estaban los espacios públicos y los restaurantes. Se sintió impresionado por todo lo que veía. Era un entorno de primera.

En lo alto de una pendiente que bajaba hasta la playa había un restaurante al aire libre con un bar en el centro y techo de cañas desde donde se disfrutaba de una preciosa vista. A la una y media, el comedor estaba a rebosar, y había una larga cola de clientes que esperaban a que se desocupara una mesa o los taburetes del bar. Gaetano se detuvo y sacó las fotos para mirar de nuevo las imágenes del profesor y la hermana de Tony. Su mirada se regodeó en la hermana, y lamentó que no fuera ella el objetivo. En su rostro apareció una sonrisa mientras pensaba en las diversas maneras de hacerle llegar un mensaje con la contundencia adecuada.

Provisto con la imagen mental de las personas que buscaba, Gaetano caminó lentamente alrededor del bar y el restaurante. Las mesas estaban dispuestas en el borde exterior del círculo con el bar en el centro. Todas las mesas y taburetes estaban ocupados, la mayoría por personas de todas las edades y tamaños, vestidas con trajes de baño, camisetas y pareos.

Gaetano se encontró de nuevo donde había comenzado, sin haber visto a nadie que se pareciera al tipo o a la chica. Abandonó el restaurante, bajó las escaleras hasta un rellano donde había varias duchas, y bajó por otro tramo de escaleras que conducían a la playa. A la derecha, al pie de las escaleras, estaban las tumbonas, las sombrillas y las toallas para los huéspedes. Gaetano se quitó los zapatos y los calcetines, y se recogió las perneras de los pantalones antes de caminar hasta donde el agua lamía la orilla. Cuando metió los pies en el agua, se arrepintió de no haber traído un bañador. El agua era transparente como el cristal, poco profunda, y deliciosamente tibia.

Gaetano caminó por la arena en dirección este, atento a los rostros de los bañistas. No había muchos, porque la mayoría estaban comiendo. Cuando llegó a un extremo donde ya no había nadie más, dio la vuelta y caminó hacia el oeste. Cuando allí tampoco encontró a su presa, decidió que el profesor y la hermana no estaban en la playa. Vaya pérdida de tiempo, pensó malhumorado.

Cruzó la playa y recuperó los zapatos. Se hizo con una toalla y subió al rellano donde se lavó los pies. Se calzó los zapatos, volvió a subir las escaleras; esta vez siguió por un sendero que cruzaba el césped delante del edificio principal del hotel que imitaba el estilo colonial. En el interior, se encontró en lo que parecía la sala de estar de una mansión. Un pequeño bar en una esquina con seis taburetes le recordó que esto era, después de todo, un hotel. El barman aprovechaba la ausencia de clientes para limpiar las copas.

Gaetano cogió el teléfono que estaba en una mesa con recado de escribir, y llamó a la telefonista del hotel. Le preguntó cómo podía llamar a la habitación de uno de los huéspedes y la empleada le dijo que ella lo conectaría. Gaetano le dio el número de la habitación: 108.

Mientras sonaba el teléfono, Gaetano se sirvió una pieza de la fruta que había en un bol. El teléfono sonó diez veces antes de que la telefonista apareciera en la línea para preguntarle si quería dejar un mensaje. Gaetano le respondió que llamaría más tarde y colgó.

Fue en ese momento en que Gaetano se preguntó si el hotel tendría una piscina. No la había visto donde la esperaba, en medio del césped entre el hotel y la playa, pero dado que el hotel disponía de mucho espacio, bien podía ser que tuvieran una. Así que cruzó la sala para ir a la recepción, donde le dieron toda clase de explicaciones.

Resultó ser que la piscina estaba en el lado este, lejos del océano y al pie de un jardín de varias terrazas, coronado por un templete medieval. Gaetano se sintió impresionado por el entorno pero desilusionado al tener la misma suerte que había tenido en la playa. El profesor y la hermana de Tony no se encontraban en la piscina ni en el bar anexo. Tampoco estaba en el gimnasio ni en ninguna de las numerosas pistas de tenis.

–¡Joder! – murmuró Gaetano. Era obvio que su objetivo no se encontraba en el hotel. Consultó su reloj. Eran más de las dos. Sacudió la cabeza. En lugar de preguntarse si tendría que pasar allí la noche, comenzó a pensar en cuántas noches más necesitaría si las cosas seguían a este ritmo.

Volvió sobre sus pasos, y en la recepción encontró un cómodo sofá con una mesa de centro donde estaban el bol de frutas y una pila de revistas, y desde donde disponía de una clara visión de la entrada principal. Resignado a esperar, Gaetano se sentó y se puso cómodo.


16


Viernes, 1 de marzo de 2002. Hora: 14.07



Paul dejó a Spencer, que iba a su lujoso despacho, y bajó las escaleras que conducían al sótano del edificio central después de despedirse de sus visitantes. A menudo se preguntaba qué haría Spencer durante toda la jornada metido en aquella enorme habitación, que tenía cuatro veces el tamaño del despacho de Paul y era diez veces más suntuoso. No obstante, a Paul no le molestaba en lo más mínimo. Había sido la única exigencia de Spencer durante la construcción de la nueva clínica. Más allá de insistir en disponer de un espacio ridículamente grande, Spencer le había dejado hacer a su voluntad, sobre todo en lo referente al laboratorio y los equipos. Por otra parte, Paul disponía de un segundo despacho, aunque muy pequeño, en el mismo laboratorio, que utilizaba muchísimo más que el primero en el edificio de la administración.

Paul silbaba feliz mientras abría la puerta blindada al pie de las escaleras. Tenía motivos para estar de buen humor. No solo esperaba un buen respaldo a su legitimidad como investigador en el campo de las células madre gracias a su colaboración con un posible premio Nobel, sino todavía más importante, consideraba la perspectiva de un cuantioso y muy necesitado aporte financiero para la clínica. Como la mitológica ave fénix, Paul había vuelto a resurgir de las cenizas, y esta vez en el sentido más literal. Menos de un año atrás, él y otros altos cargos de la clínica habían tenido que escapar de Massachusetts cuando los bárbaros convertidos en alguaciles federales asaltaban la entrada del establecimiento. Afortunadamente, Paul había previsto los problemas derivados de lo que había estado haciendo en sus investigaciones, aunque había supuesto que las dificultades las tendría con la FDA, no directamente con el Departamento de Justicia, y por lo tanto había preparado planes muy detallados para trasladar la clínica fuera del territorio nacional. Durante casi un año, había estado vaciando las cuentas a espaldas de Spencer, algo que le había resultado muy sencillo, dado que Spencer se había casi retirado a Florida. Paul había utilizado el dinero para comprar el solar en las Bahamas, diseñar una nueva clínica y comenzar la construcción. El inesperado asalto por parte de las fuerzas de la ley tras un par de chivatazos solo había significado que él y sus cómplices habían tenido que marcharse precipitadamente antes de que acabara la construcción de la nueva clínica. También les había obligado a activar un plan de destrucción total, que disponía el incendio de las instalaciones para eliminar todas las pruebas.

La ironía para Paul era que el reciente renacimiento desde las cenizas había sido su segunda recuperación milagrosa. Solo siete años antes, sus perspectivas habían sido catastróficas. Tenía prohibido ejercer en los hospitales y estaba a punto de perder su licencia médica en el estado de Illinois cuando solo hacía dos años que había acabado su período de residencia como obstetra y ginecólogo. Había sido por culpa de una estúpida estafa a la seguridad social que había copiado y después mejorado de algunos colegas locales. El problema le había forzado a escapar del estado. El azar le había llevado a Massachusetts, donde había aceptado un puesto de profesor de reproducción asistida para evitar que la junta médica de Massachusetts descubriera sus problemas en Illinois. Su suerte se había mantenido cuando uno de los profesores resultó ser Spencer Wingate, que pensaba retirarse. El resto era historia.

–¡Si mis amigos pudieran verme ahora! – murmuró Paul alegremente, mientras caminaba por el pasillo central del sótano. Estos comentarios eran su pasatiempo favorito. Por supuesto, utilizaba el término amigos un tanto a la ligera, dado que no tenía muchos; había sido un solitario durante la mayor parte de su vida, después de ser la víctima de todas las bromas a lo largo de sus años de formación. Siempre había sido muy trabajador, y sin embargo nunca había conseguido estar a la altura de las exigencias sociales, al margen de licenciarse en medicina. Pero ahora, con un laboratorio soberbiamente equipado a su disposición e incluso sin la amenaza de la supervisión de la FDA, sabía que estaba en posición de convertirse en el investigador biomédico del año, quizá de la década… quizá del siglo, si tenía en cuenta el potencial de la clínica Wingate para disfrutar del monopolio de la clonación terapéutica y reproductiva. Por supuesto, para Paul, la idea de convertirse en un famoso investigador era la mayor de las ironías. Nunca lo había considerado, carecía de la preparación adecuada para serlo, e incluso tenía el dudoso honor de haber sido el último de la clase en la facultad de medicina. Paul se rió para sus adentros, consciente de que en realidad debía su actual posición no solo a la suerte, sino también a la preocupación de los políticos estadounidenses con el tema del aborto, que les hacía olvidar todo lo referente a la esterilidad y perjudicar la investigación en el campo de las células madre. De no haber sido por eso, los investigadores del país estarían donde él estaba ahora.

Paul llamó a la puerta de Kurt Hermann. Kurt era el jefe de seguridad de la clínica y uno de sus primeros contratados. Al poco tiempo de su llegada a la clínica Wingate, Paul había intuido el inmenso negocio de la esterilidad, sobre todo si se estaba dispuesto a saltarse las normas y aprovechar al máximo la falta de supervisión en la materia. Con eso en mente, Paul había asumido que la seguridad sería un tema básico. Por consiguiente, había querido buscar a la persona adecuada para el trabajo, alguien sin muchos escrúpulos, por si se presentaba la necesidad de aplicar métodos draconianos, alguien muy machista en el sentido no sexista del término, y alguien con mucha experiencia. Paul había encontrado todos estos requisitos en Kurt Hermann. El hecho de que el hombre hubiese sido licenciado de las fuerzas especiales del ejército norteamericano en circunstancias muy poco honrosas, después de una serie de asesinatos de prostitutas en la isla de Okinawa, no había preocupado a Paul en lo más mínimo. Al contrario, le había parecido un galardón.

Abrió la puerta cuando escuchó la voz de Kurt, que lo invitaba a entrar. El jefe de seguridad había diseñado sus dependencias. La habitación principal era una combinación de despacho con un par de mesas y sus correspondientes sillas, y un pequeño gimnasio con media docena de aparatos. También había una colchoneta para la práctica del taekwondo. Además, había una sala de vídeo con toda una pared ocupada por monitores de televisión que mostraban las imágenes captadas por las cámaras de vigilancia instaladas por todo el complejo. Había un pasillo que conducía a un dormitorio y un baño. Kurt disponía de un apartamento más grande en la planta alta del laboratorio, pero en algunas ocasiones permanecía en su despacho durante varios días. Al otro lado del dormitorio había una celda con un lavabo, un inodoro, y un camastro de hierro.

El sonido metálico de las pesas llamó la atención de Paul que se dirigió hacia el gimnasio. Kurt Hermann se sentó en el banco al verle entrar. Iba vestido como de costumbre, con una camiseta negra ajustada, pantalón negro, y zapatillas a juego, algo que ofrecía un brusco contraste con sus cabellos de un color rubio sucio muy cortos. En una ocasión, Paul le había preguntado al pasar por qué insistía en vestir de negro a la vista de la intensidad del sol en las Bahamas. Kurt se había limitado a encogerse de hombros y a enarcar las cejas. En general, era hombre de pocas palabras.

–Tenemos que hablar -dijo Paul.

Kurt no respondió. Se quitó las muñequeras, se enjugó el sudor de la frente con una toalla, y fue a sentarse a la mesa. Los músculos pectorales y los tríceps tensaron la tela de la camiseta cuando apoyó los brazos en la mesa.

Después de sentarse, permaneció inmóvil. A Paul le recordó un gato dispuesto a saltar.

Cogió una silla, la colocó delante de la mesa, y se sentó.

–El doctor y su amiga han llegado a la isla -dijo Paul.

–Lo sé -respondió Kurt con una voz monótona. Giró el monitor que tenía sobre la mesa. En la pantalla aparecía la imagen congelada de Daniel y Stephanie en el momento en que se acercaban a la entrada del edificio de la administración. Sus rostros se veían con toda claridad; entrecerraban los párpados para protegerse los ojos del resplandor del sol.

–Una muy buena toma -comentó Paul-. Hace justicia a la hermosura de la mujer.

Kurt giró de nuevo el monitor pero no dijo palabra.

–¿Hemos conseguido alguna información referente a la identidad del paciente desde la última vez que hablamos? – preguntó Paul.

Kurt sacudió la cabeza.

–¿Las búsquedas en el apartamento y las oficinas no dieron ningún resultado?

–Ninguno -respondió el jefe de seguridad.

–Detesto ponerme pesado -añadió Paul-, pero necesitamos averiguar quién es esa persona lo antes posible. Cuanto más tardemos, menores serán nuestras posibilidades de aumentar nuestra compensación. Necesitamos el dinero.

–Las cosas serán más sencillas ahora que están en Nassau.

–¿Cuál es la estrategia?

–¿Cuándo comenzarán a trabajar en la clínica?

–Mañana, siempre y cuando reciban el paquete de FedEx que esperan.

–Necesito hacerme con sus ordenadores portátiles y sus móviles durante unos minutos -dijo Kurt-. Para eso, quizá necesite la ayuda del personal del laboratorio.

–¿Sí? – A Paul le llamó la atención que Kurt pidiera ayuda-. ¡Por supuesto! Hablaré con la señorita Finnigan. ¿Qué debe hacer?

–Después de que comiencen a trabajar, necesitaré saber dónde tienen los ordenadores, y con un poco de suerte los móviles, cuando vayan a la cafetería.

–Eso parece bastante sencillo -opinó Paul-. Megan seguramente les facilitará alguna taquilla para que guarden sus efectos personales. ¿Para qué necesita los móviles? Entiendo que pueda necesitar los ordenadores, pero ¿por qué los móviles?

–Para ver las identificaciones de las llamadas recibidas -respondió Kurt-. No es que espere descubrir gran cosa, a la vista de lo precavidos que se han mostrado hasta ahora. Ni tampoco espero nada de los ordenadores. Eso sería demasiado fácil. Estos profesores están lejos de ser unos estúpidos. Lo que de verdad quiero hacer es meter un micro en los móviles para controlar las llamadas. Así encontraremos lo que queremos saber. El lado malo es que la escucha tendrá que hacerse desde muy cerca, en un radio de unos treinta metros más o menos, debido a las limitaciones de la potencia. Una vez instalados los micros, Bruno o yo mismo tendremos que mantenernos dentro del alcance de los aparatos.

–¡Menudo trabajo! – afirmó Paul-. Confío en que no olvidará que aquí lo primordial es la discreción. No podemos permitirnos que se monte el más mínimo escándalo. Al doctor Wingate le daría una apoplejía.

Kurt le respondió con uno de sus inescrutables encogimientos de hombros.

–Sabemos que están alojados en el Ocean Club, en isla Paradise.

El jefe de seguridad apenas si movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

–Hoy también nos hemos enterado de algo que podría ser útil -añadió Paul-. El misterioso paciente podría ser alguien que pertenece a las altas jerarquías de la Iglesia católica, algo que podría sernos muy beneficioso a la vista de la posición de la Iglesia en el tema de las células madre. Mantener el secreto podría valer mucho dinero.

Kurt no hizo ningún comentario al respecto.

–Bueno, no hay nada más. – Paul se palmeó las rodillas antes de levantarse-. Insisto en que necesitamos un nombre.

–Lo conseguiré -prometió Kurt-. Confíe en mí.


–Ahora ¿qué pasa? – preguntó Daniel, con un tono irritado-. ¿Has decidido no hablarme o qué? No has dicho ni mu desde que salimos de la clínica hace más de veinte minutos.

–Tú tampoco has dicho gran cosa -replicó Stephanie. Miraba a través de la ventanilla con una expresión de malhumor y no se molestó en volver la cabeza hacia Daniel.

–Dije que hacía un día precioso cuando subimos al coche.

–¡Oh, vaya! – exclamó Stephanie despectivamente-. Algo excelente para iniciar una conversación, a la vista de cómo ha ido la mañana.

Daniel miró enfadado a su compañera antes de volver su atención a la carretera. Circulaban por la costa norte de la isla, camino de regreso al hotel.

–No creo que seas ecuánime. Te has puesto hecha una fiera con nuestros anfitriones, algo que no quiero que vuelva a repetirse, y ahora que estamos solos, estás callada como una momia. Actúas como si hubiese hecho algo mal.

–Pues si lo quieres saber, no entiendo por qué no estás escandalizado con todo lo que pasa en la clínica Wingate.

–¿Te refieres a su supuesta terapia con las células madre?

–Incluso llamarlo terapia es una burda exageración. Es una pura y desvergonzada estafa médica. No solo roba el dinero y niega el tratamiento adecuado a unas personas desesperadas, sino que además desprestigia todo lo relacionado con las células madre, porque no cura nada, salvo que actúe como un placebo.

–Estoy escandalizado -afirmó Daniel-. Cualquiera lo estaría, pero también lo estoy con los políticos que hacen que esto sea posible y, al mismo tiempo, nos obligan a tratar con estas personas.

–¿Qué me dices del putativo comercio secreto que le permite a la clínica Wingate suministrar ovocitos humanos a pedido en un plazo de doce horas?

–Admito que eso también plantea un problema ético francamente preocupante.

–¿Preocupante? – repitió Stephanie con un tono que no podía ser más despectivo. ¿Por casualidad has visto el artículo sobre los ovocitos en la revista que nos dieron? – Desenrolló la revista, que había convertido en un cilindro, y la señaló-. El título del artículo número tres es «Nuestra amplia experiencia con la maduración in vitro de los ovocitos fetales humanos». ¿Eso qué te sugiere?

–¿Crees que consiguen los ovocitos de fetos abortados?

–Por lo que sabemos, no sería una suposición descabellada. ¿Te has fijado en cuántas jóvenes nativas embarazadas trabajan en la cafetería, ninguna de las cuales, debo añadir, parece ser una mujer casada? ¿Qué me dices de cómo presumía Paul de su experiencia en las transferencias nucleares? Estas personas son muy capaces de estar ofreciendo la clonación reproductiva, aparte de todo lo demás.

Stephanie exhaló un sonoro suspiro al tiempo que sacudía la cabeza. Se negó a mirar a Daniel, y continuó mirando a través de la ventanilla. Mantenía los brazos cruzados sobre el pecho.

–El mero hecho de estar allí y hablar con esa gente, y ya no digamos que vayamos a trabajar en la clínica, me hace sentir cómplice.

Permanecieron en silencio durante algunos minutos. Daniel habló cuando entraron en los aledaños de Nassau y tuvo que reducir la velocidad.

–Todo lo que dices es verdad. Pero también lo es que tenía una idea muy aproximada de lo que eran estas personas antes de venir aquí. Tú te encargaste de averiguar sus antecedentes en la red, y permíteme que cite tus palabras: «Estas personas no son nada agradables, y tendríamos que limitar nuestro trato con ellas». ¿Lo recuerdas?

–Por supuesto que sí -replicó Stephanie vivamente-. Fue en el restaurante Rialto, y de aquello no ha pasado ni una semana. – Suspiró-. ¡Caray! Han pasado tantas cosas en los últimos seis días, que es como si hubiese pasado un año entero.

–¿Me has entendido? – insistió Daniel.

–Supongo que sí, pero también dije que deseaba tener la seguridad de que al trabajar en su clínica, no estuviésemos avalando algo del todo inaceptable.

–Aún a costa de hacer el ridículo repitiéndome, estamos aquí para tratar a Butler y nada más. Estuvimos de acuerdo en ese punto, y eso es lo que haremos. No estamos en una cruzada para destapar las actividades ilegales de la clínica Wingate, ni ahora ni después de haber tratado a Butler, porque si la FDA descubre lo que hemos hecho, podríamos tener problemas.

Stephanie se volvió para mirar a Butler.

–Cuando al principio acepté participar en el tratamiento de Butler, creí que el único compromiso que tendríamos era con la ética de la investigación. Desafortunadamente, parece que vamos cuesta abajo. Me preocupa saber adónde nos llevará todo esto.

–Siempre te queda la posibilidad de irte a casa -opinó Daniel-. Tú sabes más del trabajo celular, pero supongo que podría apañármelas.

–¿Lo dices de verdad?

–Sí. Tú tienes una técnica muy superior a la mía con las transferencias nucleares.

–No, me refiero a que no te importaría si me marchara.

–Si las concesiones éticas que debemos hacer van a conseguir que te sientas desgraciada o malhumorada y que seas desagradable, no me importará que te marches.

–¿Me echarías de menos?

–¿Es una pregunta con trampa? Ya te he dicho que prefiero mucho más que te quedes. Si me comparo contigo cuando trabajo con los ovocitos y los blastocitos en el microscopio diseccionador, siento como si tuviese seis dedos en cada mano.

–Me refiero a echarme de menos sentimentalmente.

–¡Por supuesto! Eso por descontado.

–Nunca lo es, sobre todo porque nunca lo has dicho. Pero no me malinterpretes; te agradezco que me lo digas ahora; también te agradezco que me dejes irme. Significa mucho para mí. – Stephanie suspiró una vez más-. Por mucho que me preocupe trabajar con esos imbéciles, no creo que deba dejarte que sigas solo. Me lo pensaré. Me tranquiliza saber que tengo una alternativa, y agradezco tus sentimientos. Después de todo, este asunto va desde el primer día en contra de lo que me dice la intuición y el buen juicio, y la experiencia de esta mañana no ha ayudado.

–Soy consciente de tus dudas y eso me hace apreciar más aún tu apoyo. Pero ya está bien. Sabemos que son unos tipejos y lo que hemos visto esta mañana lo confirma. Pasemos a otro tema. ¿Qué te ha parecido el neurocirujano paquistaní?

–¿Qué puedo decir? Me gusta su acento inglés, pero es bajito. Por otro lado, es un encanto.

–Intento ser serio -manifestó Daniel; de nuevo la irritación apareció en su voz.

–Pues yo intento ser graciosa. ¿Cómo puedes valorar a un profesional solo porque has comido con él? Al menos cuenta con una buena preparación en los mejores centros académicos de Londres, pero si es un buen cirujano, ¿quién lo puede decir? Al menos es un tipo tratable. – Stephanie se encogió de hombros-. ¿Tú qué opinas?

–Creo que es fantástico; es una suerte que lo tengamos con nosotros. El hecho de que tenga experiencia en la implantación de células fetales para el tratamiento de los enfermos de Parkinson es algo muy valioso. Me refiero a que va a usar el mismo procedimiento con nosotros. Implantar nuestras células dopaminérgicas clonadas será una mera repetición, con la diferencia de que saldrá bien. Intuí en él una sincera desilusión al ver los malos resultados de los estudios con células fetales que había hecho.

–Se le ve entusiasmado -añadió Stephanie-; lo reconozco, aunque no estoy del todo convencida de si era porque necesita el trabajo. Una cosa que me sorprendió fue su convencimiento de que no tardaría más de una hora.

–Pues a mí no -manifestó Daniel-. El único paso que requiere tiempo es colocar el equipo estereotáxico en posición. Trepanar e inyectar es algo que se hace rápido.

–Supongo que debemos dar gracias por haberlo encontrado sin problemas.

Daniel se limitó a asentir, y el silencio reinó en el coche durante unos minutos.

–Sé de otra razón por la que te alteraste tanto esta mañana -dijo Daniel de pronto.

–¿Sí? – preguntó Stephanie, que notó cómo volvía la tensión ahora que había conseguido relajarse un poco. No le interesaba en lo más mínimo escuchar otro detalle inquietante.

–Tu fe en la profesión médica debe estar en estos momentos por los suelos.

–¿De qué estás hablando?

–No se puede decir que Spencer Wingate sea el individuo bajo, rechoncho y con una verruga en la nariz que esperabas ver, aunque, como dije antes, bien puede ser que sea un fumador empedernido y tenga mal aliento.

Stephanie le pegó en el hombro juguetonamente varias veces.

–Después de todas las cosas que he dicho últimamente, es muy propio de ti recordar solo eso.

En la misma tónica divertida, Daniel simuló estar aterrorizado y se encogió contra su ventanilla para ponerse fuera de su alcance. En aquel momento, tuvieron que detenerse porque el semáforo que regulaba el acceso al puente a la isla Paradise estaba rojo.

–Paul Saunders es otra historia -comentó Daniel, al tiempo que se ponía en la posición correcta-. Así que quizá tu fe no haya sufrido un golpe irreversible, dado que su apariencia compensa plenamente el aspecto de estrella de cine de Spencer.

–Paul no es mal parecido -replicó Stephanie-. Tiene un cabello muy bonito, y el mechón blanco lo hace interesante.

–Sé que te cuesta criticar el aspecto físico de las personas -manifestó Daniel-. No es que lo comprenda, sobre todo en este caso, a la vista de lo que opinas de esta pareja, pero al menos tendrás que admitir que tiene una pinta extraña.

–Las personas no pueden elegir los rostros y los cuerpos, nacen con ellos. Yo diría que Paul Saunders es único. Nunca he visto a nadie con los ojos de diferente color.

–Tiene un síndrome genético epónimo -explicó Daniel-. Es algo poco frecuente, si no estoy equivocado, pero no recuerdo el nombre. Era una de esas enfermedades arcanas que de vez en cuando te aparecía en algún examen.

–¡Una enfermedad hereditaria! – afirmó Stephanie-. Por eso mismo no me gusta criticar el aspecto físico de las personas. ¿El síndrome puede provocar alguna consecuencia grave para la salud?

–Ahora mismo no lo recuerdo -admitió Daniel.

Cambió la luz del semáforo, y cruzaron el puente. La vista de la bahía de Nassau era impresionante, y ninguno de los dos dijo nada hasta llegar al otro lado.

–¡Eh! – exclamó Daniel. Cambió de carril para hacer un giro a la derecha y detuvo el coche-. ¿Qué te parece si aprovechamos para ir al centro comercial y compramos unas cuantas prendas? Como mínimo, necesitaremos bañadores para ir a la playa. Después de que llegue el paquete de FedEx no tendremos muchas oportunidades para disfrutar de los placeres de Nassau.

–Vayamos primero al hotel. Es hora de llamar al padre Maloney. Ya debe estar de regreso en Nueva York y quizá tenga alguna información referente a nuestro equipaje. Nuestras compras dependerán de si recibimos o no las maletas.

–¡Buena idea! – aprobó Daniel. Puso el intermitente de la izquierda y miró por encima del hombro mientras volvía al carril en dirección este.

Unos pocos minutos más tarde, Daniel condujo el coche más allá del aparcamiento y se detuvo delante mismo de la puerta del hotel. Los porteros acudieron rápidamente para abrir las puertas de los dos lados simultáneamente.

–¿No lo dejarás en el aparcamiento? – preguntó Stephanie.

–Que se encarguen los porteros -respondió Daniel-. Llamaremos al padre Maloney, pero lo encontremos o no, quiero volver para comprar los bañadores.

–De acuerdo -dijo Stephanie, mientras se apeaba del coche. Después de las tensiones de la mañana, ir de compras y disfrutar de una relajante visita a la playa le pareció la gloria.


Gaetano sintió que se le aceleraba el pulso y se le erizaban los cabellos de la nuca como si se hubiese tomado una dosis de anfetaminas. Finalmente, después de muchas falsas alarmas, las dos personas que entraron por la puerta principal del hotel se parecían a la pareja que buscaba. Sacó la foto que llevaba en el bolsillo de la camisa estampada sin perder ni un segundo. Mientras la pareja todavía estaba a la vista, comparó los rostros con los de la foto. «Bingo», murmuró. Guardó la foto y echó una ojeada al reloj. Las tres menos cuarto. Se encogió de hombros. Si el profesor cooperaba ya fuese saliendo a dar un largo paseo o, mejor todavía, se volvía a la ciudad, donde seguramente habían estado, Gaetano conseguiría coger el último vuelo a Boston.

La pareja desapareció de la vista por la derecha de Gaetano, al parecer a través del vestíbulo, más allá de los mostradores de la recepción. Con la mayor discreción, Gaetano dejó la revista que había estado leyendo, recogió la americana que había dejado en el respaldo del sofá, le sonrió al barman, que había tenido la amabilidad de charlar con él, con lo que había evitado llamar la atención de los guardias de seguridad, y siguió a la pareja. Cuando salió al exterior ya no estaban a la vista.

Gaetano caminó por el sinuoso sendero bordeado de árboles llenos de flores y setos. No le preocupaba no ver a la pareja, porque estaba seguro de que iban a su habitación, y él sabía dónde estaba la habitación 108. Mientras caminaba, lamentó que sus órdenes fueran no abordar al profesor en el hotel. Hubiese sido mucho más sencillo que esperar a que el hombre saliera del recinto.

Vio a sus presas en el momento en que entraban en su edificio. Siguió caminando en dirección al mar, y encontró una hamaca colgada entre dos palmeras que estaba en una posición estratégica. Colgó la americana en una de las cuerdas, y luego se subió con mucho cuidado. Desde este punto tenía la ventaja de ver si se dirigían a la playa, la piscina, o cualquier otra de las instalaciones del hotel. No podía hacer más que permanecer atento y vigilante, y confiar en que los planes de la pareja los llevaran lejos del hotel.

A medida que pasaban los minutos, el pulso de Gaetano volvió a la normalidad, aunque todavía le excitaba la inminente acción física. Estaba todo lo cómodo que podía desear, con la cabeza apoyada en una pequeña almohada de lona sujeta a la hamaca y un pie apoyado en el suelo para columpiarse suavemente. Se estaba fresco a la sombra de las palmeras. De haber tenido que esperar al sol se hubiese asado.

Una mujer con un biquini minúsculo y un pareo casi transparente pasó a su lado y le sonrió. Gaetano levantó la mano para corresponderle, y a punto estuvo de acabar en el suelo. Que él recordara, nunca se había acostado antes en una hamaca, y como no estaba tensada entre las palmeras sino floja, no tenía la firmeza que había imaginado. Se sentía más seguro si se cogía a los lados.

Iba a arriesgarse a soltar una mano para mirar el reloj cuando vio a la pareja. En lugar de dirigirse a la playa caminaban por el sendero de regreso al vestíbulo. Sin embargo, lo más importante era que no se habían cambiado de ropa. Gaetano no quería llamar a la mala suerte, pero vestidos como ahora, estaba claro que no iban a la piscina, y quizá se disponían a dejar el hotel.

En su intento de incorporarse rápidamente, consiguió que la hamaca diera una vuelta de campana y acabó ignominiosamente tumbado boca abajo en el suelo. Se levantó de un salto, y sintió una profunda vergüenza cuando descubrió que un par de chiquillos y su madre habían sido testigos de la caída.

Se limpió las briznas de hierba del pantalón y recogió las gafas de sol. Se enfadó al ver que los chiquillos se reían a su costa, y por un segundo, pensó en darles una lección sobre el respeto a sus mayores. Afortunadamente, la familia siguió su marcha, aunque uno de los mocosos se volvió para mirarlo por encima del hombro, con la misma expresión de burla. Gaetano le dedicó un gesto obsceno. Luego recogió la americana y siguió a la pareja.

Esta vez, Gaetano echó a correr; era importante no perderlos de vista. Los alcanzó antes de que llegaran al edificio central y acortó el paso. Respiraba con dificultad. Cuando entraron en el vestíbulo, Gaetano les pisaba los talones. Estaba lo bastante cerca como para escuchar su conversación, y también para notar que Stephanie era más hermosa de lo que parecía en la foto.

–¿Por qué no les dices que traigan el coche? – dijo Stephanie-. Solo tardaré un segundo. Quiero preguntar al recepcionista si necesitamos hacer reserva para cenar en el patio.

–De acuerdo -respondió Daniel amablemente.

Gaetano reprimió una sonrisa de placer; dio media vuelta y salió del vestíbulo por la misma puerta por la que había entrado. Se dirigió a paso rápido hacia el aparcamiento, y se subió al Cherokee. Arrancó y fue a situarse en un lugar desde donde veía el camino y la rotonda. Delante mismo de la puerta del hotel había un Mercury Marquis azul con el motor en marcha. Stephanie salió del edificio y subió al coche sin más demora.

–¡Bingo! – exclamó Gaetano alegremente.

Miró su reloj. Eran las tres y cuarto. De pronto, las piezas comenzaban a encajar.

El Mercury Marquis arrancó y pasó directamente por delante del Cherokee. Gaetano lo siguió, lo bastante cerca para leer la matrícula. Luego dejó que se alejaran un poco.


–¿Qué piensas de mi conversación con el padre Maloney? – preguntó Stephanie.

–Sigo tan confuso sobre su participación como lo estaba el día que salimos de Turín.

–Yo también -admitió Stephanie-. Confiaba en que se mostraría un poco más abierto que en Italia con toda esa historia de la intervención divina y que solo era un servidor de la voluntad de Dios. Pero al menos se ha ocupado de solucionar el problema de las maletas. Dada nuestra condición de fugitivos y lo que suele ocurrir con las maletas extraviadas, no hay duda de que es una prueba de la intervención divina.

–Quizá así sea, pero sin tener idea de cuándo pueden llegar, no creo que nos sea de mucha ayuda a corto plazo.

–Pues yo estoy dispuesta a creer que será pronto, así que limitaré mis compras a un traje de baño y unas pocas prendas imprescindibles.

Daniel entró en el aparcamiento y condujo por delante de las tiendas. Detuvo el coche cuando vio una tienda de ropa de mujer junto a otra de hombres. Los escaparates estaban puestos con mucho gusto, y las prendas respondían al corte europeo.

–No podría ser más conveniente -comentó Daniel mientras aparcaba el coche. Miró el reloj-. Si estás de acuerdo, nos encontraremos aquí dentro de media hora.

–Por mí, perfecto -dijo Stephanie, y se apeó del coche.


Con el mismo nerviosismo que había experimentado cuando la pareja salió del hotel, Gaetano metió el jeep en una de las plazas de aparcamiento con salida directa a la calle, desde la que tendría vía libre al puente que iba a la carretera hacia Nassau. En su trabajo siempre era importante tener previsto un camino que le permitiera escapar sin demora. Apagó el motor y miró por encima del hombro. Vio cómo la pareja se separaba; el profesor iba hacia la sastrería, mientras que la hermana de Tony caminaba hacia la tienda de ropa femenina.

No podía creerse este golpe de suerte. El problema había sido qué hacer con la mujer mientras él se ocupaba de su asunto con el profesor, dado que por decreto ella tenía que quedar fuera de la acción. Ahora la hermana no sería una complicación, siempre y cuando el profesor le brindara una oportunidad durante el tiempo que estaría solo. A la vista de que no tenía ninguna seguridad sobre el tiempo que su presa estaría solo, Gaetano se apeó del Cherokee de un salto. A medida que aceleraba el paso hasta trotar, su ansia fue en aumento. Para él, las maniobras que necesitaba para acercarse al objetivo eran como los juegos previos a un ciclo de excitación autogratificante, mientras que la violencia resultante era casi orgásmica. En realidad, para él, toda la experiencia era similar al acto sexual, pero mejor.


Para Daniel era un descanso bien venido estar solo, aunque únicamente fuese durante media hora. Las repetidas manifestaciones de Stephanie referentes a sus problemas de conciencia comenzaban a irritarlo. Descubrir que Spencer Wingate y sus socios estaban metidos en actividades dudosas no era una sorpresa, sobre todo después de todo lo que ella había encontrado gracias a la red. Confiaba en que sus actuales escrúpulos no le hicieran perder de vista el esquema general y se interpusiera en sus trabajos. Él se las podía arreglar sin su ayuda, pero no había mentido al afirmar que Stephanie estaba mucho más capacitada para la manipulación celular.

A Daniel no le gustaba comprar, y cuando entró en la tienda, tenía muy claro que no se entretendría mucho, para poder regresar al coche y disfrutar de la soledad. Todo lo que necesitaba comprar eran unas mudas de ropa interior, un bañador, y algunas prendas adecuadas para el trabajo, como unos pantalones de loneta y camisas de manga corta. Mientras estaban en Londres, Stephanie le había convencido para que se comprara pantalones, dos camisas de vestir, y una americana de mezclilla, así que por ese lado estaba cubierto.

El local era muy grande, a pesar de su modesta fachada, porque era largo. Junto a la puerta había una sección de golf muy bien provista y otra de tenis más pequeña, mientras que las prendas de vestir estaban más al fondo. La temperatura era fresca, y en el aire se olía a colonia mezclada con el olor de las telas. La música clásica sonaba a través de una multitud de altavoces. La decoración era la de un club, con el mobiliario de color caoba, grabados de caballos, y moqueta verde oscuro. Había otra media docena de clientes, todos en la sección de golf, cada uno acompañado por un vendedor.

Nadie se acercó a él, cosa que agradeció. Los vendedores siempre le molestaban con sus modales condescendientes, como si fuesen los árbitros del buen gusto. Cuando se trataba de prendas, Daniel era absolutamente conservador. Vestía lo mismo que en la universidad. Como iba a su aire, pasó de largo por la sección de deportes y se adentró en las profundidades de la tienda.

Daniel comenzó por lo más sencillo y buscó los bañadores. Encontró la sección y después la talla. Pasó unos cuantos entre docenas, y se decidió por un pantalón de baño azul oscuro. Consideró que era el más adecuado. Unos pasos más allá estaba la ropa interior. Siempre había usado los calzoncillos de tipo clásico, y no tardó en encontrar la talla.

Solo había gastado unos pocos minutos de su media hora de asueto cuando pasó a la sección de camisería. Descartó la mayoría, que eran de brillantes colores tropicales y estampados, y se decidió por las de tela Oxford. Buscó la talla y cogió dos de color azul. Con el bañador, la ropa interior, y las camisas en la mano, fue hasta la sección de los pantalones. Le costó un poco más encontrar unos de loneta pero dio con ellos, aunque esta vez no tenía muy clara la talla. Un tanto irritado, cogió unos cuantos de diferentes largos, y buscó los probadores. Los encontró al fondo de todo de la tienda, más allá de las secciones de trajes y americanas, donde no había nadie.

Había cuatro probadores en una habitación con paneles de caoba y espejos en las paredes laterales. A esta habitación se accedía a través de unas puertas batientes. Cada probador tenía un espejo de cuerpo entero y todos tenían la puerta abierta. El primero de los probadores, que estaba a la derecha, doblaba en tamaño a los otros tres; Daniel se decidió por el más grande.

En el interior había una silla tapizada y varios colgadores. Daniel cerró la puerta y corrió el cerrojo; dejó las prendas en la silla y colgó los pantalones. Se quitó los zapatos, se desabrochó el cinturón, y se quitó el pantalón. Cogió uno de los nuevos; iba a ponérselo cuando tras un sonoro golpe la puerta se abrió violentamente y se estrelló contra uno de los tabiques, con tanta fuerza que el pomo lo perforó. Daniel notó una súbita opresión en la garganta mientras un débil gemido escapaba de sus labios.

Pillado como se dice con los pantalones bajados, Daniel se limitó a mirar al fornido intruso, que cerró la puerta a pesar de tener el marco astillado y que apenas se aguantaba de las bisagras. Luego el hombre se acercó al pasmado Daniel, que se fijó en los ojos de un color azul acerado que parecían tachones en una cabeza muy grande rematada por unos cabellos oscuros con un corte militar. Antes de que pudiese decir ni una palabra, el agresor le arrebató el pantalón que tenía en las manos y lo arrojó a un lado.

En el mismo momento en que Daniel encontró su voz para protestar, un puño apareció de la nada y le pegó en plena cara; la consecuencia fue que le rompió muchos de los capilares de la nariz y aplastó otros del párpado inferior derecho. Lanzado hacia atrás, Daniel chocó contra el espejo y se deslizó hasta quedar sentado sobre las piernas dobladas. La imagen del atacante flotó ante sus ojos. Solo consciente en parte de lo que pasaba y sin ofrecer resistencia, Daniel se vio levantado para después verse arrojado sobre la silla donde estaban las prendas que quería comprar. Sintió cómo la sangre le manaba de la nariz, y apenas conseguía ver con el ojo derecho.

–Escúchame, gilipollas -gruñó Gaetano, con su rostro casi pegado al de Daniel-. Seré breve. Mis jefes, los hermanos Castigliano, en nombre de todos los accionistas de tu puta compañía quieren que muevas el culo y regreses al norte para solucionar los problemas de tu mierda de empresa. ¿Lo has entendido?

Daniel intentó hablar, pero sus cuerdas vocales no respondieron, así que asintió con un gesto.

–No es un mensaje complicado -añadió Gaetano-. Consideran que es una falta de respeto por tu parte estar aquí disfrutando del sol mientras su inversión de cien mil dólares se va al carajo.

–Estamos intentando… -consiguió decir Daniel, aunque su voz sonó como un chillido agudo.

–Sí, claro que lo estás intentando -se mofó Gaetano-. Tú y tu amiguita. Pero no es así como lo ven mis jefes, que preferirían mucho más ver que vuelves a Boston. Se hunda o no tu empresa, mis jefes esperan recuperar su dinero, por mucho que te busques unos abogados charlatanes. ¿Lo comprendes?

–Sí, pero…

–Nada de peros -le interrumpió Gaetano-. Quiero que esto quede bien claro. Tienes que decirme si lo entiendes. ¿Sí o no?

–Sí -gimió Daniel.

–Bien. Solo para estar seguro, tengo algo más en lo que quiero que pienses.

Gaetano golpeó a Daniel de nuevo sin previo aviso. Esta vez, fue en el lado izquierdo del rostro de Daniel, pero a diferencia del primer golpe, el matón utilizó la mano abierta. Sin embargo, fue un bofetón muy fuerte que arrancó a Daniel de la silla como si fuese un pelele y lo arrojó al suelo.

Daniel notó como si tuviese fuego en la mejilla y un pitido agudo en los oídos. Sintió cómo Gaetano lo empujaba con el pie antes de sujetarlo por los cabellos para apartarle la cabeza de la moqueta. Daniel abrió los ojos. Miró la silueta iluminada a contraluz de su atacante agachada sobre él.

–¿Puedo estar seguro de que has captado el mensaje? – preguntó Gaetano-. Porque quiero que sepas que podría haberte hecho mucho daño. Espero que lo comprendas. Por ahora no queremos hacerte mal porque tienes que ocuparte de salvar tu empresa. Por supuesto, eso podría cambiar si tengo que venir de nuevo desde Boston. ¿Lo has pillado?

–He entendido el mensaje -balbuceó Daniel.

Gaetano le soltó los cabellos, y la cabeza de Daniel golpeó contra el suelo. Permaneció inmóvil con los ojos cerrados.

–Esto es todo por ahora -se despidió Gaetano-. Espero no tener que hacerte otra visita.

Un segundo más tarde, Daniel escuchó el chirrido de la puerta cuando se abría y de nuevo cuando se cerraba. Luego reinó el silencio.


17


Viernes, 1 de marzo de 2002. Hora: 15.20



Daniel abrió los ojos después de permanecer absolutamente inmóvil durante unos minutos. Estaba solo en el probador; escuchó unas voces ahogadas al otro lado de la puerta. Le pareció que era uno de los vendedores que acompañaba a un cliente hasta uno de los otros probadores. Se sentó en el suelo y se miró en el espejo. El lado izquierdo de su rostro tenía un color rojo remolacha y un hilillo de sangre le chorreaba de la nariz hasta la comisura de los labios, antes de seguir hasta la barbilla. La hinchazón en el ojo derecho, que estaba amoratado le impedía abrir los párpados.

Se tocó la nariz y el pómulo derecho con la punta del dedo índice. Le dolía, pero no había un punto más doloroso que otro ni rebordes de hueso que indicaran que había sufrido una fractura. Se puso de pie y, después de un mareo momentáneo, se sintió razonablemente bien, excepto por el dolor de cabeza, la sensación de tener las piernas de goma y una inquietud como si acabara de tomar cinco tazas de café muy cargado. Tendió la mano; temblaba como una hoja. El episodio le había aterrorizado; nunca se había sentido tan absolutamente vulnerable.

Consiguió ponerse el pantalón aunque le costó mantener el equilibrio. Se limpió la sangre del rostro con el dorso de la mano, Mientras lo hacía, descubrió que tenía un corte en el lado interior de la mejilla. Con mucho cuidado, tocó la herida con la punta de la lengua. Afortunadamente, no era lo bastante grande como para que tuvieran que aplicarle puntos. Se arregló el cabello con los dedos a modo de peine. Después abrió la puerta y salió del probador.

–Buenas tardes -le saludó uno de los vendedores, de origen africano, elegantemente vestido y con un fuerte acento británico. Vestía un traje a rayas y el detalle de un pañuelo de seda que parecía haber explotado en el bolsillo del pecho. Estaba apoyado en la pared con los brazos cruzados mientras esperaba que su cliente saliera del probador. Miró a Daniel con una expresión de curiosidad aunque no dijo nada más.

Daniel, preocupado por cómo sonaría su voz, se limitó a asentir y esbozó una sonrisa. Avanzó con paso inseguro, muy consciente de sus temblores. Tenía miedo de dar la impresión de que estaba borracho. Sin embargo, a medida que caminaba, le resultó más fácil hacerlo. Respiró más tranquilo cuando el vendedor no le hizo ninguna pregunta. Quería evitar cualquier conversación. Solo deseaba salir de la tienda.

Cuando por fin llegó a la puerta, estaba seguro de que caminaba con normalidad. Abrió la puerta y asomó la cabeza al terrible calor exterior. Una rápida mirada al aparcamiento le convenció de que su musculoso atacante se había marchado hacía rato. Miró a través del escaparate de la tienda vecina, y vio a Stephanie muy entretenida con sus compras. Después de haber comprobado que ella estaba bien, caminó en línea recta hacia el Mercury Marquis.

Una vez en el interior del coche, Daniel abrió las ventanillas completamente para permitir que la brisa se llevara el tremendo calor acumulado en el interior durante los escasos minutos que había estado en la tienda. Exhaló un suspiro; le consolaba encontrarse en el entorno conocido de su coche alquilado. Movió el espejo retrovisor para poder mirarse con más atención. Le preocupaba sobre todo el ojo derecho, que ahora estaba prácticamente cerrado. Así y todo, se fijó en que la córnea estaba limpia, y que no había sangre en la cámara anterior, aunque había algunas hemorragias menores en la esclerótica. Después del tiempo que había pasado en las salas de urgencia durante su etapa como médico residente, sabía mucho respecto a los traumas faciales; en particular, de un problema llamado fractura estallada de la órbita. Para asegurarse de que eso no se había producido, comprobó si veía doble, sobre todo cuando miraba arriba y abajo. Afortunadamente, no era el caso. Así que acomodó el espejo retrovisor en la posición original y se reclinó en el asiento a esperar a Stephanie.

Stephanie salió de la tienda alrededor de un cuarto de hora más tarde, cargada con varias bolsas. Se protegió los ojos del sol, y miró hacia donde estaba el coche para saber si Daniel había vuelto; Daniel sacó la mano por la ventanilla y le hizo una seña. Stephanie respondió al saludo y se acercó corriendo. Él la observó mientras se acercaba.

Ahora que había tenido unos minutos para reflexionar sobre el ataque y su probable origen, su humor había pasado de la ansiedad a la furia, y gran parte de su enojo iba dirigido a Stephanie y a su familia. Aunque no le habían roto las rodillas, el modus operandi se parecía sospechosamente al de los mafiosos, cosa que le recordó de inmediato al hermano de Stephanie que estaba acusado por sus presuntas vinculaciones con el crimen organizado. No tenía idea de quiénes eran los Castigliano, pero iba a averiguarlo.

Stephanie abrió la puerta de atrás del lado del pasajero, y dejó las bolsas en el asiento trasero.

–¿Qué tal te ha ido? – preguntó alegremente-. Debo admitir que he comprado mucho y bien. – Cerró la puerta trasera, abrió la delantera y se sentó sin interrumpir la charla sobre sus compras. Cerró la puerta y cogió el cinturón de seguridad antes de mirar a Daniel. Cuando lo hizo, se interrumpió en mitad de la frase-. ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a tu ojo? – exclamó.

–Es muy amable de tu parte advertirlo -respondió Daniel despectivamente-. Es obvio, que me han dado una paliza. Pero antes de que entremos en los detalles desagradables, quiero hacerte una pregunta. ¿Quiénes son los hermanos Castigliano?

Stephanie miró a Daniel, y esta vez no solo se fijó en el ojo a la funerala, sino también en la mejilla amoratada y la sangre seca en las aletas de la nariz y los labios. Sintió el deseo de tocarlo, pero se contuvo. Veía la furia reflejada en el ojo abierto y la había escuchado en su tono. Además, el nombre de los hermanos y su significado le había producido una parálisis momentánea. Se miró las manos apoyadas en el regazo.

–¿Hay algún otro pequeño detalle importante del que no has querido hablarme? – continuó Daniel, con el mismo sarcasmo-. Me refiero aparte de que a tu hermano lo acusaran de presunta participación en actividades mafiosas después de convertirse en accionista. Te repito la pregunta: ¿quiénes demonios son los hermanos Castigliano?

La mente de Stephanie funcionó a pleno rendimiento. Era verdad que no había compartido la noticia de que su hermano solo había aportado la mitad del dinero. No tenía ninguna excusa para no haberlo dicho, sobre todo cuando la noticia la había inquietado, y este segundo fallo la hacía sentirse como un ladrón al que han pillado dos veces por el mismo delito.

–Esperaba que al menos pudiéramos tener una conversación -manifestó Daniel cuando Stephanie permaneció en silencio.

–Podemos, y la tendremos -dijo Stephanie repentinamente. Miró a su compañero. Nunca se había sentido tan culpable en toda su vida. Lo habían herido y debía aceptar que gran parte de la responsabilidad era suya-. Primero dime si estás bien.

–Todo lo bien que se puede estar dadas las circunstancias. – Daniel arrancó y salió de la plaza de aparcamiento.

–¿Debemos ir al hospital o ver a un médico?

–¡No! No hay ninguna necesidad. Viviré.

–¿Qué me dices de la policía?

–¡Rotundamente no! Acudir a la policía, que podría decidir investigar, podría echar por tierra nuestros planes de tratar a Butler. – Daniel condujo hacia la salida.

–Quizá este sea otro augurio sobre todo este asunto. ¿Estás seguro de que no quieres renunciar a esta búsqueda faustiana?

Daniel miró a Stephanie con una expresión donde se mezclaban la cólera y el desprecio.

–No me puedo creer que seas capaz de sugerir algo así. ¡De ninguna manera! No voy a rendirme y perder todo aquello por lo que hemos trabajado solo porque una pareja de malhechores me haya enviado a una bestia para transmitirme un mensaje.

–¿Habló contigo?

–Entre golpe y golpe.

–¿Cuál fue exactamente el mensaje?

–En palabras del matón, se espera que mueva el culo, regrese a Boston y saque a flote a la compañía. – Daniel salió a la carretera y aceleró-. Algunos de nuestros accionistas, enterados de que estamos en Nassau, creen que hemos venido de vacaciones.

–¿Vamos de vuelta al hotel?

–Dado que he perdido mi entusiasmo por ir de compras, quiero ponerme un poco de hielo en este ojo.

–¿Estás seguro de que no deberíamos ir a un médico? El ojo está bastante mal.

–Quizá te sorprendas si te recuerdo que soy médico.

–Hablo de un médico de verdad, que ejerza.

–Muy gracioso, pero perdóname si no me río.

Recorrieron en silencio el corto trayecto hasta el hotel. Daniel metió el coche en el aparcamiento. Se apearon. Stephanie recogió sus bolsas. No sabía muy bien qué decir.

–Los hermanos Castigliano son conocidos de mi hermano Tony -admitió finalmente, mientras caminaban hacia el edificio.

–¿Cómo es que no me sorprendo?

–Aparte de eso, no los conozco ni sé nada más de ellos.

Abrieron la puerta de la habitación. Stephanie dejó las bolsas en el suelo. Culpable como se sentía, no sabía cómo enfrentarse a la muy justificada furia de Daniel.

–¿Por qué no te sientas? – sugirió, solícita-. Iré a buscar hielo.

Daniel se acostó en el sofá de la sala, pero se sentó inmediatamente. Estar acostado hacía que le latiera la cabeza. Stephanie se acercó con una toalla, donde había envuelto unos cubitos de hielo del recipiente que estaba en el mostrado junto al minibar. Se la dio a Daniel, que la puso con mucha delicadeza sobre el ojo hinchado.

–¿Quieres un analgésico? – preguntó Stephanie.

Daniel asintió. Stephanie le trajo varias pastillas, junto con un vaso de agua.

Mientras Daniel se tomaba el analgésico, Stephanie se sentó en el sofá con las piernas recogidas debajo de los muslos. Luego le relató a Daniel los detalles de su conversación con Tony la tarde del día en que se habían marchado a Turín. Concluyó el relato con una abyecta disculpa por no haberla mencionado. Explicó que, debido a todo lo demás que había estado ocurriendo entonces, le había parecido algo de menor importancia.

–Iba a decírtelo cuando regresáramos de Nassau y estuviera aprobada la segunda línea de financiación, porque quería considerar los doscientos mil dólares de mi hermano como un préstamo y devolvérselos con intereses. No quería que él ni sus socios pudieran tener en el futuro ninguna relación con CURE.

–Al menos estamos de acuerdo en algo.

–¿Vas a aceptar mis disculpas?

–Supongo que sí -manifestó Daniel, sin mucho entusiasmo-. ¿Así que tu hermano te advirtió del riesgo que suponía venir aquí?

–Lo hizo -admitió Stephanie-, porque no podía decirle la razón del viaje. Pero fue algo así como una advertencia genérica, y desde luego sin amenazas. Debo decir que todavía me cuesta creer que esté relacionado con esta agresión.

–¿Ah, sí? – exclamó Daniel sarcásticamente-. ¡Pues comienza a creerlo, porque tiene que estarlo! Si no ha sido tu hermano quien se lo dijo a los Castigliano, ¿cómo podían saber que estábamos en Nassau? No puede ser una coincidencia que este matón apareciera al día siguiente de nuestra llegada. Es obvio que después de que anoche llamaras a tu madre, ella llamó a tu hermano, y él se lo dijo a sus colegas. Supongo que no es necesario recordarte cómo te enfureciste cuando saqué el tema de la violencia si tratábamos con personas involucradas en el crimen organizado.

Stephanie se ruborizó al recordarlo. Era verdad; se había puesto furiosa. En un arranque, cogió el móvil, levantó la tapa, y comenzó a marcar. Daniel le cogió la mano.

–¿A quién llamas?

–A mi hermano -respondió Stephanie, colérica. Se echó hacia atrás con el teléfono pegado a la oreja. Mantenía los labios apretados con una expresión de furia.

Daniel se inclinó hacia ella y le quitó el móvil. A pesar de la furia de Stephanie y su aparente decisión, no ofreció ninguna resistencia. Daniel apagó el móvil y lo dejó sobre la mesa de centro.

–Llamar a tu hermano en este momento es la última cosa que podemos hacer. – Se sentó muy erguido, con la toalla apretada contra el ojo.

–Quiero echárselo en cara. Si de verdad está implicado, no voy a permitir que se salga con la suya. Me siento traicionada por mi propia familia.

–¿Estás furiosa?

–Por supuesto que sí -replicó Stephanie.

–Pues yo también -afirmó Daniel vivamente-. Pero soy yo quien ha recibido la paliza, no tú.

Stephanie desvió la mirada.

–Tienes razón. Eres tú quien tiene todo el derecho a estar verdaderamente furioso.

–Quiero hacerte una pregunta -prosiguió Daniel. Se acomodó mejor la toalla-. Hace cosa de una hora dijiste que pensabas en la posibilidad de volver a casa y así tranquilizar tu conciencia por tener que trabajar como unos granujas como Paul Saunders y Spencer Wingate. A la vista de los últimos acontecimientos, quiero saber si piensas hacerlo o no.

Stephanie miró de nuevo a Daniel. Sacudió la cabeza y rió avergonzada.

–Después de lo ocurrido, y culpable como me siento, no pienso marcharme de ninguna de las maneras.

–Eso es un alivio -comentó Daniel-. Quizá siempre haya algo de bueno en las cosas que pasan, incluso cuando te zurran.

–Siento mucho que estés herido -repitió Stephanie-. De verdad que sí. Más de lo que crees.

–De acuerdo, de acuerdo -dijo Daniel. Apretó la rodilla de Stephanie como si quisiera consolarla-. Ahora que sé que te quedas, te diré lo que creo que debemos hacer. Haremos como si este incidente no hubiese ocurrido, y con eso me refiero a que no llames a tu hermano para recriminarlo o incluso a tu madre. La próxima vez que hables con ella recalca que tú y yo no estamos aquí de vacaciones sino muy ocupados en un trabajo para salvar CURE. Dile que nos llevará unas tres semanas y que luego regresaremos a casa.

–¿Qué me dices de la bestia que te atacó? ¿No crees que deberíamos preocuparnos ante la posibilidad de que regrese?

–Es una preocupación, pero también aparentemente un riesgo que debemos asumir. No es de las Bahamas y supongo que ya vuela de regreso a casa. Dijo que si tenía que venir otra vez desde Boston, él, y cito sus palabras, me haría daño de verdad, cosa que lleva a creer que debe de vivir en Nueva Inglaterra. Por otra parte, mencionó que no quería hacerme tanto daño como para que no pudiera ocuparme de reflotar la empresa, y eso me dice que, a su manera, les preocupa mi bienestar, a pesar de cómo me siento en estos instantes. Para mí lo más importante es que las conversaciones con tu madre, que sin duda alguna serán retransmitidas a tu hermano, sirvan para convencer a los hermanos Castigliano de que bien vale la pena esperar tres semanas.

–Puesto que le informé a mi madre de que nos alojábamos aquí; ¿debemos cambiar de hotel?

–Lo estuve pensando mientras estaba el coche y tú en la tienda. Incluso pensé en aceptar la oferta de Paul de alojarnos en la clínica Wingate.

–¡Oh, Dios! Eso sería como meterse en la boca del lobo.

–Yo tampoco quiero alojarme allí. Ya será bastante malo tener que aguantar a esos charlatanes durante el día. Por lo tanto, creo que deberíamos quedarnos aquí, a menos de que a ti te resulte insoportable. No quiero repetir la noche de Turín. Considero que debemos quedarnos aquí y no salir del hotel excepto para ir a la clínica, lugar donde, a partir de mañana, vamos a pasar la mayor parte del tiempo. ¿Estás de acuerdo?

Stephanie asintió varias veces mientras pensaba en todo lo que había dicho Daniel.

–¿Estás de acuerdo o no? – insistió Daniel-. No dices nada.

Stephanie levantó las manos en un repentino gesto de desilusión.

–Demonios, no sé qué pensar. El hecho de que te hayan atacado solo aumenta mis dudas sobre todo este asunto de tratar a Butler. Desde el primer día nos hemos visto obligados a aceptar determinadas cosas de unas personas de las que sabemos poco o nada.

–¡Espera un momento! – protestó Daniel. Su rostro, amoratado por los golpes, enrojeció todavía más, y su voz, que había comenzado con un tono más o menos normal, se hizo chillona-. No vamos a empezar a debatir de nuevo si trataremos o no a Butler. Eso ya está decidido. ¡Esta conversación solo trata de la logística a partir de ahora y punto!

–Vale, vale -dijo Stephanie. Apoyó una mano en su brazo-. ¡Tranquilízate! ¡De acuerdo! Nos quedaremos aquí y confiaremos en que las cosas salgan mejor que hasta ahora.

Daniel hizo varias inspiraciones profundas para serenarse.

–También creo que debemos tener la precaución de mantenernos juntos -opinó.

–¿De qué hablas?

–No creo que fuese accidental que el matón me atacara cuando me encontraba solo. Es obvio que tu hermano no quiere que te hieran; de lo contrario, nos hubiese zurrado a los dos, o como mínimo, te hubiese obligado a ser testigo de cómo me pegaba. Creo que el tipo esperó hasta que me quedé solo. Por consiguiente, creo que no separarnos cuando nos encontremos fuera de la habitación, ayudará a que tengamos un cierto margen de seguridad.

–Quizá tengas razón -murmuró Stephanie sin mucho convencimiento. Estaba hecha un lío. Por un lado, agradecía que Daniel no hubiera hecho una referencia negativa a su relación cuando había mencionado permanecer juntos, mientras que por el otro, aún le resultaba difícil admitirse a sí misma que su hermano tuviese algo que ver con el ataque a su pareja.

–¿Puedes traerme un poco más de hielo? – preguntó Daniel-. Ya no queda en la toalla.

–Por supuesto. – Stephanie agradeció tener algo que hacer. Cogió la toalla empapada y la dejó en el baño, donde cogió otra. Luego fue a buscar más cubitos en el bar. Cuando le entregaba la toalla a Daniel, comenzó a sonar el teléfono. Durante unos momentos, el campanilleo fue lo único que se escuchó en la habitación. Daniel y Stephanie permanecieron inmóviles, con la mirada puesta en el aparato.

–¿Quién demonios puede ser? – preguntó Daniel, después del cuarto timbrazo. Se puso la toalla en el ojo.

–No son muchos quienes saben que estamos aquí -señaló Stephanie-. ¿Te parece que debo atender?

–Supongo que sí. Si es tu madre o tu hermano, recuerda lo que dije antes.

–¿Qué pasa si es la persona que te atacó?

–Eso es prácticamente imposible. ¡Responde, pero procura mostrarte despreocupada! Si es el matón, cuelga. No intentes establecer una conversación.

Stephanie se acercó al teléfono, lo cogió, e intentó decir hola con un tono normal mientras miraba a Daniel. Él vio cómo enarcaba las cejas mientras escuchaba. Al cabo de unos segundos, le preguntó solo con el movimiento de los labios: «¿Quién es?». Stephanie levantó una mano y le hizo una seña para indicarle que esperara. Por fin, dijo:

–¡Fantástico! Muchas gracias. – Luego volvió a escuchar. Con un gesto distraído, comenzó a enrollar el cordón con el dedo. Después de una pausa, añadió-: Es muy amable de su parte, pero esta noche no es posible. En realidad, tampoco será posible en ninguna otra. – Se despidió con un tono seco, y colgó. Miró de nuevo a Daniel, aunque sin decir palabra.

–¿Bueno? ¿Quién era? – preguntó Daniel, dominado por la curiosidad.

–Era Spencer Wingate -respondió ella, con un tono de asombro.

–¿Qué quería?

–Quería avisarnos de que ha localizado el paquete de FedEx, y que lo ha arreglado todo para que lo entreguen mañana por la mañana a primera hora.

–Demos vivas por los pequeños favores. Eso significa que podemos empezar a crear las células para el tratamiento de Butler. De todas maneras, fue una conversación bastante larga para un mensaje de cuatro palabras. ¿Qué más quería?

Stephanie soltó una risa desabrida.

–Quería saber si aceptaba su invitación a cenar en su casa en la marina de Lyford Cay. Curiosamente, dejó muy claro que solo me invitaba a mí, y no a los dos como pareja. No me lo puedo creer. El tipo intentaba ligar.

–Míralo por el lado bueno. Al menos tiene buen gusto.

–No me hace ninguna gracia -replicó Stephanie.

–Ya lo veo -admitió Daniel-. Pero no pierdas de vista la imagen global.


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