Viernes, 22 de febrero de 2002. Hora: 14.35



Stephanie se despertó muy temprano y de inmediato comenzó a ocuparse de los detalles del proyecto Butler. Su intuición negativa respecto a tratar la enfermedad de Parkinson que padecía el senador no había cambiado, pero había demasiadas cosas que hacer como para obsesionarse con sus sentimientos. Incluso antes de ducharse había utilizado su ordenador portátil para enviar una serie de mensajes referentes a la biopsia al senador.

Primero, quería tener la biopsia lo antes posible; segundo, quería estar absolutamente segura de que fuese una muestra de todo el grosor de la piel, porque necesitaría las células más profundas de la dermis; y tercero, quería que la muestra se la enviaran sumergida en un caldo de cultivo de tejido y no congelada o enfriada. Estaba segura de que la muestra se conservaría sin problemas a temperatura ambiente hasta que llegara a su laboratorio en Cambridge, donde podría tratarla apropiadamente. El objetivo era crear un cultivo de los fibroblastos del senador, y a partir de sus núcleos crear las células para el tratamiento. Siempre había obtenido mejores resultados con las células frescas que con las congeladas cuando realizaba el RSHT seguido de la transferencia nuclear, o clonación terapéutica, como insistían algunas personas en llamar al proceso.

Para sorpresa de Stephanie y a pesar de lo temprano de la hora, el senador le respondió al mensaje sin tardanza, una prueba de que no solo era madrugador sino que estaba comprometido con el proyecto, había dicho la noche anterior. En su mensaje le aseguraba que ya había llamado a su médico y que en cuanto le respondiera, él le comunicaría sus recomendaciones e insistiría en que se siguieran al pie de la letra.

Daniel se mostró muy activo desde el momento en que apartó las mantas. Él también conectó su ordenador portátil, para enviar una serie de mensajes. Vestido solo con un albornoz del hotel, escribió un mensaje a un grupo de inversores de riesgo en la costa Oeste que había manifestado su interés en invertir en CURE, pero que no estaban dispuestos a hacer ninguna aportación hasta no saber qué pasaría con el proyecto de ley del senador Butler. Daniel quería hacerles saber que el proyecto estaba destinado a dormir el sueño de los justos en los archivos del subcomité y que ya no representaba una amenaza. También le hubiese gustado explicarles cómo se había enterado, pero no podía hacerlo. No esperaba que los posibles inversores le respondieran hasta al cabo de unas cuantas horas, dado que eran las cuatro de la mañana en la costa Oeste cuando envió su mensaje por la red. Sin embargo, tenía confianza en la respuesta.

Se permitieron el lujo de pedir que les sirvieran el desayuno en la habitación. A insistencia de Daniel, incluyó un ramo de mimosas. Con un tono divertido, le comentó a Stephanie que ya se podía ir acostumbrando a ese estilo de vida, porque sería el habitual en cuanto CURE se convirtiera en una empresa pública.

–Estoy un poco harto de la pobreza académica -declaró-. ¡Vamos a figurar en la lista de los mejores, y nos comportaremos como tales!

A las nueve y cuarto se llevaron una sorpresa cuando los llamaron de la recepción para comunicarles que un mensajero había traído un paquete con el sello de urgente enviado por la doctora Claire Schneider. El recepcionista preguntó si deseaban que se lo subieran a la habitación, y ambos respondieron afirmativamente. Tal como suponían, en el paquete estaba la biopsia de la piel de Butler, y ambos se sintieron impresionados por la eficacia del senador. Había llegado unas cuantas horas antes de lo esperado.

Con la biopsia en su poder, pudieron coger el vuelo de las diez y media a Boston, y llegaron al aeropuerto Logan unos minutos después de las doce. Después de un viaje en taxi todavía más espeluznante que los de Washington, al menos en opinión de Daniel, con un taxista paquistaní en un vehículo destartalado, llegaron al edificio de apartamentos Appleton Street donde vivía Daniel. Se cambiaron y después de un almuerzo rápido fueron en el Ford Focus de Daniel hasta el local de CURE en Athenaeum Street, East Cambridge. La compañía ocupaba un local en la planta baja a la derecha de la entrada.

Cuando Daniel había fundado CURE, la empresa ocupó casi toda la planta baja del renovado edificio de oficinas del siglo xix, pero después, con la escasez de fondos, el primer recorte fue el de espacio. En la actualidad, solo conservaba una décima parte del original, con un único laboratorio, dos despachos pequeños y una recepción. Luego se marchó el personal no esencial. Ahora trabajaban Daniel y Stephanie, que no cobraban sus salarios desde hacía cuatro meses, un científico llamado Peter Conway, Vicky McGowan que oficiaba de telefonista, recepcionista y secretaria, y tres técnicos de laboratorio que muy pronto se reducirían a dos o quizá incluso uno, aunque Daniel no había tomado aún una decisión en firme. No había tocado para nada la junta de directores, el consejo asesor científico, y el comité de ética, y no pensaba comentarles absolutamente nada del caso Butler.

–Son solo las dos y treinta y cinco -comentó Stephanie, después de cerrar la puerta-. Diría que vamos muy bien de horario, si tenemos en cuenta que nos levantamos en Washington.

Daniel se limitó a un gruñido. Ahora mismo prestaba atención a Vicky, que le entregó un montón de mensajes telefónicos, algunos de los cuales necesitaban una explicación. Entre ellos estaba el del grupo de inversores de la costa Oeste que habían llamado en lugar de responder al e-mail de Daniel. Según Vicky, no estaban muy satisfechos con la información recibida y exigían más detalles.

Stephanie dejó que Daniel se ocupara de los temas económicos y se fue a su laboratorio. Saludó a Peter, que estaba sentado delante de uno de los microscopios diseccionadores. Mientras Daniel y Stephanie viajaban a Washington, él se había quedado para mantener en marcha todos los experimentos de la compañía.

Dejó el ordenador portátil en la mesa de laboratorio que utilizaba como escritorio; su despacho privado había caído en el recorte de espacio. Con el frasco de la biopsia de Butler en la mano, fue a una zona de trabajo del laboratorio. Sacó el trozo de piel con unas pinzas, lo picó, y luego puso el material picado en un caldo de cultivo fresco, junto con varios antibióticos. Vació el preparado en un frasco, lo metió en la incubadora, y volvió a su mesa.

–¿Qué tal han ido las cosas por Washington? – le preguntó Peter. Era un hombre de constitución delgada que parecía un adolescente, a pesar de ser mayor que Stephanie. Sus características más notables eran sus prendas andrajosas y una larga cabellera rubia recogida en una coleta. Stephanie siempre había pensado que podría haber sido un modelo ideal de la época hippie.

–No ha estado mal -respondió Stephanie sin más detalles. Ella y Daniel habían decidido no hablar con los demás del senador Butler hasta después de aplicar el procedimiento.

–¿Así que seguimos funcionando? – quiso saber Peter.

–Eso parece. – Enchufó el ordenador y lo encendió. En cuestión de segundos, se conectó a la red.

–¿Llegará el dinero de San Francisco? – insistió Peter.

–Tendrás que preguntárselo a Daniel. Intento mantenerme apartada de los temas financieros.

Peter captó el mensaje implícito y volvió a su trabajo.

Stephanie había estado impaciente por averiguar más cosas de la Sábana Santa de Turín desde el momento en que Daniel le había propuesto que fuese su contribución inicial al proyecto Butler. Había pensado en hacerlo aquella mañana después de ducharse y antes de recibir la biopsia del senador, pero después decidió no hacerlo porque conectarse a la red a través del módem le parecía terriblemente lento, mal acostumbrada como estaba por la conexión de banda ancha de CURE. Además, le había parecido una tontería conectarse y tener que interrumpirse. Ahora disponía de toda la tarde.

Fue al buscador Google, escribió «Sábana Santa» y clicó buscar. No tenía idea de lo que podía esperar. Aunque recordaba unas vagas referencias sobre el sudario de cuando ella era una niña y todavía católica practicante. Tras las noticias que había leído en su primer año de universidad de que la datación del carbono 14 había determinado que se trataba de una falsificación, no había vuelto a pensar en la reliquia en años y había supuesto que a los demás les había pasado lo mismo. Después de todo, ¿a quién podía interesar una falsificación del siglo xiii? Pero un par de segundos más tarde, cuando Google acabó la búsqueda, comprendió que estaba en un error. Sorprendida, miró el número de entradas: ¡más de 28.300!

Stephanie marcó el link de la primera página web, titulada «El Sudario de Turín», y durante la hora siguiente se encontró totalmente desbordada por la cantidad de información disponible. En la introducción de la página, leyó que el sudario era «el objeto más estudiado de toda la historia humana». Con su relativamente escaso conocimiento del tema, le pareció una declaración a todas luces extraordinaria, sobre todo si tenía en cuenta su interés por la historia en general; se había licenciado en química, pero también había hecho un curso intermedio de historia. Además leyó que muchos expertos no tenían nada claro que los resultados de las dataciones de carbono hubiesen demostrado que el sudario no era del siglo i. Como científica y conocedora de la fiabilidad de la datación del carbono 14, no conseguía entender cómo alguien podía defender esa opinión y estaba ansiosa por averiguarlo. Pero antes de hacerlo, buscó en la red las fotografías del sudario, que se ofrecían en formato positivo y negativo.

Stephanie se enteró de que la primera persona que había fotografiado el sudario en 1898 se había sorprendido al comprobar que las imágenes eran mucho más nítidas en el negativo, y a ella le pasó lo mismo. La imagen en positivo era débil, y sus intentos por ver la figura le recordó uno de sus pasatiempos juveniles veraniegos: intentar ver rostros, figuras, o animales en las infinitas variaciones de las nubes. Pero en negativo, ¡la imagen era sorprendente! Correspondía claramente a un hombre que había sido golpeado, torturado, y crucificado, y que planteaba la pregunta de cómo un falsificador medieval podía haberse anticipado al descubrimiento de la fotografía. Aquello que en positivo no era más que manchones ahora eran impresionantes churretes de sangre. Cuando miró de nuevo la imagen en positivo, le sorprendió que la sangre hubiese retenido el color rojo.

Stephanie volvió al menú principal de la página del sudario de Turín, y clicó en el botón marcado preguntas más frecuentes. Una de las preguntas era si se habían hecho pruebas de ADN en el sudario. Dominada por la excitación, marcó la pregunta. La respuesta decía que investigadores tejanos habían encontrado rastros de ADN en las manchas de sangre, aunque había algunas dudas referentes a la procedencia de la muestra. También estaba el problema de la contaminación de ADN producida por la cantidad de personas que habían tocado el sudario a lo largo de los siglos.

La página también incluía una extensa bibliografía, y Stephanie la consultó. Una vez más, se sorprendió al ver la cantidad de títulos. Ahora que le había picado la curiosidad y como amante de los libros, leyó unos cuantos títulos. Salió de la página del sudario, y buscó la de una librería, donde aparecían unos cien libros, muchos de los cuales eran los mismos de la página del sudario. Después de leer unas cuantas reseñas, seleccionó unos cuantos que quería tener inmediatamente. Se sintió muy interesada por las obras de Ian Wilson, un erudito que había estudiado en Oxford, que al parecer presentaba los dos lados de la controversia referente a la autenticidad del sudario a pesar de estar convencido de que era auténtico, y con esto se refería no solo a que era del siglo i, sino que era la mortaja de Jesucristo.

Stephanie cogió el teléfono y llamó a la librería local. Se alegró cuando le informaron de que tenían uno de los títulos que le interesaban. Era The Turin Shroud: The Illustrated Evidence de Ian Wilson y Barrie Schortz, un fotógrafo profesional que había sido miembro de un equipo norteamericano que había analizado a fondo el sudario en 1978. Stephanie pidió que se lo reservaran.

Volvió a la página de la librería, y pidió que le enviaran otros cuantos libros. Hecho esto, se levantó y cogió el abrigo colgado del respaldo de la silla.

–Voy a la librería -le gritó a Peter-. Voy a recoger un libro sobre el sudario de Turín. Por pura curiosidad, ¿qué sabes de él?

–Hummm -dijo Peter, al tiempo que hacía una mueca como si le costara mucho pensar-. Sé el nombre de la ciudad donde lo tienen.

–Hablo en serio -le advirtió Stephanie.

–Bueno, te lo diré de otra manera. He escuchado mencionarlo, pero no es algo que aparezca con frecuencia en las conversaciones que tengo con mis amigos. Si me presionaran, diría que es una de esas cosas que la iglesia medieval utilizaba para avivar el fuego religioso que mantenía los cepillos llenos, como las astillas de la cruz y las uñas de los santos.

–¿Crees que es auténtico?

–¿Te refieres a si es la mortaja de Jesucristo?

–Sí.

–¡Diablos, no! Demostraron que era una falsificación hace diez años.

–¿Qué pasaría si te dijera que es el objeto más investigado en la historia de la humanidad?

–Te preguntaría qué has estado fumando.

Stephanie se echó a reír.

–Gracias, Peter.

–¿Por qué me das las gracias? – replicó Peter, obviamente confuso.

–Me preocupaba que mi falta de conocimientos sobre el sudario de Turín fuera algo único. Me tranquiliza saber que no lo es. – Stephanie se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta.

–¿A qué viene este súbito interés en el sudario de Turín? – le gritó Peter.

–No tardarás en saberlo -le respondió Stephanie por encima del hombro. Cruzó la recepción en diagonal y asomó la cabeza en el despacho de Daniel. Se sorprendió al verlo inclinado sobre la mesa con la cabeza entre las manos.

–Eh -exclamó Stephanie-. ¿Estás bien?

Daniel levantó la cabeza y parpadeó. Tenía los ojos enrojecidos, como si se los hubiera estado frotando, y su rostro estaba más pálido de lo habitual.

–Sí, estoy bien -contestó, con un tono de cansancio. No quedaba ni rastro del entusiasmo anterior.

–¿Qué pasa?

Daniel sacudió la cabeza mientras miraba la mesa cubierta de papeles. Exhaló un suspiro.

–Dirigir esta organización es como mantener a flote una barca que se hunde achicando el agua con un dedal. La gente de San Francisco se niega a seguir financiándonos hasta que no les diga por qué estoy tan seguro de que el proyecto de ley no saldrá del subcomité. No se lo puedo decir, porque si lo hago, acabará filtrándose, y entonces lo más probable es que Butler se eche atrás y dé curso al proyecto de ley. En ese caso, se habrá acabado todo.

–¿Cuánto dinero nos queda?

–Casi nada -se lamentó Daniel-. El mes que viene para estas fechas, tendremos que recurrir a nuestra línea de crédito solo para pagar las nóminas.

–Eso nos da el mes que necesitamos para tratar a Butler -señaló Stephanie.

–¡Vaya suerte! – exclamó Daniel con un tono sarcástico-. Me irrita profundamente que debamos detener nuestras investigaciones y tratar con tipos como Butler y posiblemente con aquellos payasos de Nassau. Es un verdadero crimen que la investigación médica se haya politizado en este país. Nuestros padres fundadores que insistieron en la separación entre la iglesia y el estado se estarán revolviendo en sus tumbas al ver que unos cuantos políticos utilizan sus supuestas creencias religiosas para impedir lo que indudablemente sería el mayor avance en el tratamiento médico.

–Todos sabemos lo que realmente está detrás de todo este jaleo en contra de la biotecnología.

–¿De qué estás hablando?

–En realidad es la política contra el aborto disfrazada -declaró Stephanie-. El tema es que estos demagogos quieren que el cigoto sea considerado como un ser humano con todos los derechos constitucionales, con independencia de cómo se formó y sin preocuparse del futuro del cigoto. Es una postura ridícula, pero con todo si se diera, habrá que olvidarse de Roe contra Wade.

–Probablemente tengas razón -admitió Daniel. Exhaló un suspiro que sonó como el aire que escapa de un neumático-. ¡Qué situación más absurda! La historia se preguntará qué clase de personas éramos para permitir que un tema absolutamente personal como el aborto fuese una rémora social a lo largo de los años. Nosotros tomamos muchas de nuestras ideas sobre los derechos del individuo, el gobierno, y desde luego nuestro derecho consuetudinario de Inglaterra. ¿Por qué no podemos seguir la orientación británica a la hora de tratar los temas éticos de la biociencia reproductiva?

–Esa es una muy buena pregunta, pero no nos servirá de nada preocuparnos por la respuesta en estos momentos. ¿Qué se ha hecho de tu entusiasmo por tratar a Butler? ¡Hagámoslo! En cuanto acabemos de tratarlo, ya no se podrá echar atrás en lo convenido, incluso si se produce una filtración a los medios, porque tendremos su firma en el documento de descargo. Me refiero a que una vez que esté curado, podrá enfrentarse a la prensa negando sin más cualquier acusación de una motivación política. Lo que no podrá hacer es negar un documento firmado.

–Has dado en el clavo -señaló Daniel.

–¿Qué hay del dinero de Butler? – preguntó Stephanie-. A mí me parece que es la pregunta clave en estos momentos. ¿Hemos recibido alguna comunicación al respecto?

–Ni siquiera se me ha ocurrido comprobarlo. – Daniel abrió el correo para consultar su cuenta particular-. Aquí hay un mensaje que debe ser de Butler. Lleva un archivo adjunto cifrado. Esto promete.

Daniel abrió el archivo. Stephanie se acercó para mirar por encima de su hombro.

–Yo diría que es muy prometedor -comentó-. Nos facilita el número de una cuenta en un banco de las Bahamas, y por lo que se ve, ambos estamos autorizados a retirar fondos.

–Hay un link con la página del banco -dijo Daniel-. Veamos si podemos consultar cuánto dinero ha depositado en la cuenta. Eso nos dirá hasta qué punto se toma en serio todo este asunto.

Al cabo de un minuto, Daniel se echó hacia atrás en la silla. Miró a Stephanie, y ella le devolvió la mirada. Se habían quedado boquiabiertos.

–¡Yo diría que se lo toma muy en serio! – opinó Stephanie-. ¡Desesperado!

–Pues a mí me ha dejado de piedra. Esperaba un ingreso de diez o veinte mil dólares. Ni siquiera en un momento de locura hubiese pensado en cien mil. ¿Cómo se las habrá apañado para conseguir esa cantidad con tanta rapidez?

–Te dije que tenía una serie de comités de acción política que se dedican a recaudar fondos. Lo que me pregunto es si alguna de las personas que contribuyen han imaginado alguna vez en qué se gastaría el dinero. Resulta toda una ironía si son unos conservadores recalcitrantes como me imagino que son.

–Eso es algo que no nos concierne -declaró Daniel-. Además, nunca nos gastaremos cien mil dólares. Claro que es una tranquilidad saber que están disponibles. ¡Venga, a trabajar!

–Yo ya he comenzado el cultivo de fibroblastos con la biopsia de piel.

–Excelente. – Daniel comenzó a recuperar el entusiasmo de primera hora de la mañana. Hasta le volvieron los colores-. Me pondré ahora mismo a averiguar lo que pueda sobre la clínica Wingate.

–Me parece estupendo -dijo Stephanie mientras caminaba hacia la puerta-. Volveré dentro de una hora.

–¿Adónde vas?

–A una librería del centro -le respondió Stephanie por encima del hombro. Titubeó un momento al llegar al umbral-. Me tienen reservado un libro. Después de comenzar el cultivo, busqué información sobre el sudario de Turín. Debo decir que he tenido muy buena suerte en el reparto de trabajo. El sudario está resultando ser un tema muchísimo más interesante de lo que imaginaba.

–¿Qué has averiguado?

–Lo suficiente para engancharme, pero te daré un informe completo dentro de veinticuatro horas.

Daniel sonrió, saludó con el pulgar levantado y se volvió de nuevo hacia la pantalla del ordenador. Utilizó un buscador para consultar un listado de las clínicas de reproducción asistida. Encontró la página web de la clínica Wingate, y se conectó.

Echó un vistazo a las primeras páginas. Tal como esperaba, se referían al centro en los términos más encomiables para atraer a los clientes. En la sección titulada «conozca a nuestro equipo», leyó los antecedentes profesionales de los directivos, donde figuraban el fundador y director ejecutivo, doctor Spencer Wingate; el jefe de los servicios de investigación y laboratorio, doctor Paul Saunders y la directora de los servicios clínicos, doctora Sheila Donaldson. Las presentaciones eran tan brillantes como la descripción de la clínica, aunque Daniel opinaba que los tres individuos habían estudiado en escuelas de segundo y tercer orden, y lo mismo se podía decir de sus programas de formación.

Al final de la página, encontró lo que buscaba: un número de teléfono. También había una dirección de correo electrónico, pero Daniel quería hablar directamente con alguno de los directivos, ya fuese Wingate o Saunders. Cogió el teléfono y marcó el número. La llamada fue atendida de inmediato por una operadora muy amable que le ofreció un breve elogio de la clínica antes de preguntarle con quién quería hablar.

–Con el doctor Wingate -respondió Daniel. Decidió que lo mejor era comenzar por arriba.

Tuvo que esperar unos segundos antes de que le pasaran con otra mujer tan amable como la anterior. Le preguntó cortésmente cuál era su nombre antes de decirle si el doctor Wingate estaba disponible. Cuando Daniel se lo dijo, la respuesta fue inmediata.

–¿Es el doctor Daniel Lowell de la Universidad de Harvard?

Daniel hizo una pausa, mientras pensaba en cuál sería la mejor respuesta.

–He estado en Harvard, aunque ahora tengo mi propia compañía.

–Ahora mismo le paso con el doctor Wingate -dijo la secretaria-. Sé que estaba esperando hablar con usted.

Daniel puso cara de sorpresa y apartó el auricular de la oreja para mirarlo incrédulo, como si el teléfono pudiera explicarle la inesperada respuesta de la secretaria. ¿Cómo podía Spencer Wingate estar esperando hablar con él? Sacudió la cabeza.

–¡Buenas tardes, doctor Lowell! – dijo una voz con un marcado acento de Nueva Inglaterra, y una octava más alto de lo que Daniel hubiese esperado-. Soy Spencer Wingate, y me alegra mucho escucharlo. Esperábamos que nos llamara la semana pasada, pero no importa. ¿Le importaría aguardar un momento mientras llamo al doctor Saunders para que se ponga en la línea? Solo será un minuto, pero, ya que estamos, podríamos aprovechar para que sea una conferencia, porque el doctor Saunders está tan ansioso como yo de hablar con usted.

–De acuerdo -asintió Daniel amablemente, aunque su asombro iba en aumento. Echó la silla hacia atrás, puso los pies encima de la mesa, y se pasó el teléfono a la mano izquierda para poder tamborilear con un lápiz en la mesa. La respuesta de Wingate a su llamada lo había pillado totalmente por sorpresa y sintió una cierta ansiedad. Tenía muy presentes las advertencias de Stephanie respecto a cualquier relación con estos infames personajes.

El minuto se convirtió en cinco. Cuando Daniel comenzaba a preguntarse si se habría cortado la comunicación, Spencer reapareció en la línea. Jadeaba un poco.

–¡Muy bien, ya estoy aquí! ¿Tú qué dices, Paul? ¿Estás ahí?

–Aquí estoy -respondió Paul, al parecer desde una extensión en otra sala. A diferencia de la voz de Spencer, la suya era profunda, con un claro tono nasal del Medio Oeste-. Es un placer hablar con usted, Daniel, si me permite llamarlo por su nombre de pila.

–Como usted quiera.

–Muchas gracias, y por favor llámeme Paul. No es necesaria tanta formalidad entre amigos y colegas. Permítame decirle que me entusiasma la idea de trabajar con usted.

–Lo mismo digo -declaró Spencer-. ¡Diablos! Todo el personal de la clínica lo está. ¿Cuándo vendrá por aquí?

–Verán, esa es una de las razones por las que llamo -explicó Daniel que intentaba mostrarse diplomático, aunque le consumía la curiosidad-. Ante todo, me gustaría saber cómo es que esperaban mi llamada.

–Por el explorador o como quiera que se denomine su trabajo -respondió Spencer-. ¿Cómo dijo que se llamaba, Paul?

–Marlowe.

–¡Eso es! Bob Marlowe -dijo Spencer-. Después de visitar la clínica, nos informó de que usted nos llamaría la semana siguiente. No hace falta decir, que nos llevamos una desilusión cuando no recibimos su llamada. Pero ahora que nos ha llamado, aquello ya es agua pasada.

–Nos encanta que quiera utilizar nuestras instalaciones -manifestó Paul-. Será un honor trabajar con usted. Ahora espero que no le importe si reflexiono en voz alta sobre lo que tiene pensado, porque Bob Marlowe fue muy vago, pero supongo que desea ensayar su ingenioso procedimiento RSHT en un paciente. Me refiero a que si no es eso, ¿por qué otra razón estaría dispuesto a prescindir de su propio laboratorio y de todos los grandes hospitales de Boston? ¿Acierto en mi suposición?

–¿Cómo se ha enterado del RSHT? – preguntó Daniel. No estaba muy seguro de querer referirse a sus motivos cuando apenas si habían comenzado a hablar.

–Leímos su sobresaliente artículo en Nature -contestó Paul-. Era brillante, sencillamente brillante. Su importancia fundamental para la biociencia me recordó mi propio trabajo: «Maduración in vitro de los ovocitos humanos». ¿Lo ha leído?

–Todavía no -respondió Daniel, dispuesto a seguir actuando con tacto-. ¿En qué revista se publicó?

–En The Journal of Twentyfirst Century Reproductive Technology -le informó Spencer.

–No he tenido la ocasión de leer ningún número. ¿Quién la publica?

–Nosotros -manifestó Paul, orgulloso-. Aquí mismo, en la clínica Wingate. Estamos comprometidos con la investigación tanto como con los servicios clínicos.

Daniel puso los ojos en blanco. Sin la crítica de sus pares, las autopublicaciones científicas eran una tontería, y se sintió impresionado con la acertada descripción de los dos hombres que le había hecho Butler.

–El procedimiento RSHT nunca se ha utilizado en humanos -comentó Daniel, que eludió de nuevo responder a la pregunta de Paul.

–Lo sabemos -apuntó Spencer-, y esa es una de las muchas razones por las que nos entusiasmaría que se hiciera aquí por primera vez. Estar a la última es precisamente la reputación que la clínica Wingate intenta conseguir.

–La FDA no verá con buenos ojos que se realice un procedimiento experimental fuera de un protocolo aprobado -señaló Daniel-. Nunca darían su aprobación.

–Por supuesto que no lo aprobarían -admitió Spencer-. Nosotros lo sabemos muy bien. – Se echó a reír y Paul le hizo coro-. Pero aquí en las Bahamas no es necesario que la FDA se entere, dado que no tienen jurisdicción.

–Si yo fuera a practicar el RSHT en un humano, tendría que ser en el más absoluto secreto -dijo Daniel, en una admisión indirecta de sus planes-. No se podrá divulgar y obviamente no se podrá utilizar para la promoción de la clínica.

–Somos conscientes de ello -replicó Paul-. Spencer no pretendía decir que lo fuéramos a utilizar inmediatamente.

–¡Cielos, no! – exclamó Spencer-. Pensaba en utilizarlo solo después de que fuera del conocimiento público.

–Tendré que reservarme el derecho de decidir cuándo podría ser -dijo Daniel-. Ni siquiera me he planteado utilizar esto para promocionar el RSHT.

–¿No? – preguntó Paul-. Entonces, ¿por qué quiere hacerlo?

–Por razones estrictamente personales. Estoy seguro de que el RSHT funcionará en los humanos con la misma eficacia que en los ratones. Pero necesito demostrármelo a mí mismo con un paciente y así tener la fortaleza que necesito para enfrentarme a los ataques de la derecha política. No sé si estarán enterados, pero ahora mismo me enfrento a un posible veto del Congreso a mi procedimiento.

Se produjo una pausa un tanto violenta en la conversación. Al exigir el secreto y negarles cualquier posible campaña publicitaria en un futuro próximo, Daniel le estaba negando a la clínica Wingate algunas de las razones para su cooperación. Intentó pensar a la desesperada en algo que le permitiera amortiguar la desilusión, y cuando ya se disponía a hablar y posiblemente empeorar las cosas, Spencer rompió el silencio:

–Supongo que podemos respetar su deseo de mantener el secreto. Pero si no vamos a conseguir ningún beneficio publicitario por su colaboración con nosotros en un plazo relativamente corto, ¿en qué clase de compensación ha pensado por el uso de nuestras instalaciones y servicios?

–Estamos dispuestos a pagar -respondió Daniel.

Siguió otro silencio. Daniel intuyó que la negociación no iba por buen camino, y le asustó la posibilidad de desaprovechar la ocasión de utilizar la clínica Wingate para el tratamiento de Butler. Si tenía en cuenta las limitaciones de tiempo, dicha pérdida sería el final del proyecto. Comprendió que debía ofrecer algo más. Entonces recordó las palabras del senador sobre la vanidad de los dos médicos. Hizo de tripas corazón y añadió:

–Más adelante, después de que la FD A apruebe el RSHT para uso general, podríamos publicar un artículo conjunto sobre el caso.

Daniel hizo una mueca. La idea de aparecer como coautor de un artículo con aquellos tipejos era algo doloroso, aunque se dijo que podría retrasarlo indefinidamente. Sin embargo, a pesar de la oferta, el silencio continuó, y el miedo de Daniel fue creciendo. En aquel momento recordó su propia respuesta a la exigencia de Butler de utilizar la sangre de la Sábana Santa de Turín para el RSHT, así que lo mencionó con la explicación de que el paciente había insistido en ello. Incluso propuso el mismo título para el artículo que le había sugerido a Stephanie en tono de guasa.

–¡Ese sería un artículo bomba! – opinó Paul sorpresivamente-. ¡Me encanta! ¿Dónde lo podríamos publicar?

–En cualquier revista -dijo Daniel sin comprometerse-. Science o Nature. La que ustedes prefieran. No creo que pusieran ninguna pega.

–¿Se puede hacer el RSHT con la sangre de la Sábana Santa de Turín? – preguntó Spencer-. Si no recuerdo mal, esa cosa tiene una antigüedad de quinientos años.

–Di mejor unos dos mil -intercaló Paul.

–¿No se demostró que era una falsificación medieval? – replicó Spencer.

–No vamos a entrar ahora en una discusión sobre su autenticidad -dijo Daniel-. No tiene importancia para nuestros propósitos. Si el paciente quiere creer que es auténtico, nosotros de acuerdo.

–Sí, pero ¿funcionará en la práctica? – insistió Spencer.

–El ADN estará fragmentado, tenga quinientos o dos mil años -le recordó Daniel-. En cualquier caso, ese no es un problema. Solo necesitamos unos fragmentos, que buscarán nuestras sondas RSHT después de la amplificación PCR. Uniremos enzimáticamente todo lo que necesitemos para los genes completos. Funcionará.

–¿Por qué no el The New England Journal of Medicine? -sugirió Paul-. ¡Sería el no va más para la clínica! Me encantaría colar algo en esa publicación tan repipi.

–Pues claro -dijo Daniel, aterrorizado ante la idea-. ¿Por qué no?

–A mí también comienza a gustarme -declaró Spencer-. ¡Esa es la clase de artículo que sería recogido por la prensa como si fuese oro puro! Aparecería en todos los periódicos. Diablos, ya veo a todos los presentadores de los informativos de televisión hablando del tema.

–No me cabe la menor duda de que tiene razón -afirmó Daniel-. Pero no lo olviden, hasta que el artículo no se publique, hay que mantener todo este asunto en el más absoluto secreto.

–Lo comprendemos -dijo Spencer.

–¿Cómo hará para conseguir una muestra de la Sábana Santa? – preguntó Paul-. Tengo entendido que la Iglesia católica la tiene guardada en una especie de cápsula espacial.

–Se están ocupando del tema mientras mantenemos esta conversación -respondió Daniel-. Nos han prometido la asistencia de las más altas jerarquías eclesiásticas.

–¡No sé cómo lo conseguirá si no conoce al Papa! – comentó Paul.

–Quizá tendríamos que hablar del coste -sugirió Daniel, ansioso por cambiar de tema ahora que se había superado la crisis-. No queremos que haya ningún malentendido.

–¿De qué tipo de servicios estamos hablando? – quiso saber Paul.

–El paciente que trataremos sufre de la enfermedad de Parkinson -explicó Daniel-. Necesitaremos personal de quirófano y un equipo estereotáxico para la implantación.

–Disponemos del quirófano -dijo Paul-, pero no tenemos un equipo estereotáxico.

–Eso no es problema -apuntó Spencer-. Podemos pedirlo prestado al hospital Princess Margaret. El gobierno de las Bahamas y la comunidad médica de la isla han apoyado decididamente la instalación de la clínica. Estoy seguro de que les encantará ayudar. Sencillamente no les diremos para qué lo vamos a utilizar.

–Necesitaremos los servicios de un neurocirujano -añadió Daniel-. Alguno que sea discreto.

–No creo que tampoco tengamos problemas por ese lado -afirmó Spencer-. Hay varios en la isla que, en mi opinión, están infrautilizados. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo con alguno de ellos. No sé exactamente cuánto querrá cobrar, pero sí le garantizo que le costará mucho menos que en Estados Unidos. Calculo que le pedirá doscientos o trescientos dólares.

–¿No cree que pueda haber problemas con la confidencialidad?

–En absoluto -contestó Spencer-. Todos están buscando trabajo. Como cada vez son menos los turistas que alquilan monopatines, se han reducido notablemente los traumas craneales. Lo sé porque dos cirujanos han venido a la clínica para dejar sus tarjetas.

–Suena maravilloso -opinó Daniel-. Aparte de eso, solo necesitamos poder usar parte de su laboratorio. Supongo que disponen de un laboratorio donde hacen su trabajo reproductivo.

–Se sorprenderá cuando vea nuestro laboratorio -afirmó Paul con un tono de orgullo-. ¡Dispone de los equipos más modernos y es mucho más que un laboratorio de reproducción asistida! Además de mí, tenemos a varios técnicos de primera fila a su disposición que tienen experiencia en la transferencia de núcleos y que están ansiosos por aprender el procedimiento RSHT.

–No necesitaremos la asistencia de personal de laboratorio. Nosotros haremos nuestro propio trabajo celular. Lo que necesitamos son ovocitos humanos. ¿Hay alguna posibilidad de que nos los puedan suministrar?

–¡Por supuesto! – dijo Paul-. Los ovocitos son nuestra especialidad y muy pronto serán los que nos darán de comer. Es nuestra intención suministrarlos en un futuro a todo Estados Unidos. ¿Cuál es el tiempo del que dispone?

–Los necesitamos lo antes posible. Esto puede parecer un exceso de optimismo, pero quisiéramos estar preparados para un implante dentro de un mes. Nos vemos limitados en el tiempo, con un margen muy pequeño impuesto por el paciente voluntario.

–No hay ningún problema -le informó Paul-. ¡Podemos suministrarle los ovocitos mañana mismo!

–¿De verdad? – preguntó Daniel. Le pareció demasiado bueno para ser cierto.

–Podemos suministrarles los ovocitos cuando usted quiera -repitió Paul. Luego añadió con un tono divertido-: ¡Incluso en festivos!

–Estoy impresionado -dijo Daniel sinceramente-. Y mucho más tranquilo. Me preocupaba que pudiera retrasarnos conseguir los ovocitos. Sin embargo, eso nos lleva otra vez a los costes.

–Excepto por los ovocitos, no sabemos qué podemos cobrar -dijo Spencer-. En honor a la verdad, nunca se nos ocurrió que alguien quisiera utilizar nuestra clínica. Vamos a hacerlo lo más sencillo posible: ¿Qué le parecen veinte mil dólares por el quirófano, incluido el personal, y otros veinte mil por el laboratorio?

–Me parece bien. ¿Qué me dice de los ovocitos?

–Quinientos dólares por unidad -respondió Paul-. Le garantizamos un mínimo de cinco divisiones con cada uno o se los cambiamos.

–Me parece justo. ¡Pero tienen que ser frescos!

–Frescos del día -afirmó Paul-. ¿Cuándo vendrá?

–Los volveré a llamar dentro de unas horas o esta noche. En el peor de los casos, mañana. Tenemos que darnos prisa.

–Estaremos aquí -dijo Spencer, y colgó.

Daniel colgó el teléfono lentamente. En cuanto apartó la mano, soltó un grito de alegría. Tenía el fuerte presentimiento de que, a pesar de los últimos retrocesos, CURE, el RSHT, y su propio destino volvían al camino correcto.


El doctor Spencer Wingate mantuvo la mano bronceada sobre el teléfono después de colgar mientras reflexionaba sobre la conversación que acababa de mantener con el doctor Daniel Lowell. No había ido como había imaginado ni como esperaba y se sentía desilusionado. Cuando dos semanas antes había surgido inesperadamente el tema de que el famoso investigador quería utilizar la clínica Wingate, lo había tomado como algo providencial, dado que acababan de abrir las puertas después de ocho meses de construcción. En su mente, la asociación profesional con un hombre que según Paul podía ganar un premio Nobel hubiese sido una magnífica manera de anunciar al mundo que Wingate volvía a la actividad después del lamentable fracaso en Massachusetts el pasado mes de mayo. Pero tal como se habían planteado las cosas, no habría ningún anuncio. Los cuarenta mil dólares podían venir bien, pero era una miseria comparados con el dinero que habían gastado en la construcción y el equipamiento de la clínica.

La puerta del despacho, que había quedado entreabierta cuando Spencer volvió después de buscar a su segundo, se abrió del todo. En el umbral apareció la figura baja y fornida del doctor Paul Saunders. La amplia sonrisa que destacaba en su rostro dejaba a la vista los dientes cuadrados y muy separados. Era obvio que no compartía la desilusión de Spencer.

–¿Te lo imaginas? – le soltó Paul-. ¡Vamos a publicar un artículo en The New England Journal of Medicine! -Se dejó caer en una silla delante de la mesa de Spencer y comenzó a agitar los brazos en alto como si hubiese ganado una etapa del Tour de Francia-. Será sensacional. «La clínica Wingate, la Sábana Santa de Turín y el RSHT se combinan para la primera cura de la enfermedad de Parkinson». ¡Fabuloso! La gente hará cola en la puerta.

Spencer se reclinó en la silla y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Miró al director de investigación, un título que Paul había insistido en tener, con cierta condescendencia. Paul era un trabajador animado por su proyecto, pero tendía a ser excesivamente entusiasta, y carecía del sentido práctico necesario para dirigir correctamente una empresa. En el tiempo en que la clínica estaba en Massachusetts, había conseguido casi hundirla financieramente. De no haber sido porque Spencer había hipotecado la clínica hasta la última piedra y había sacado del país la mayoría de los fondos, ahora estarían en la ruina.

–¿Por qué estás tan seguro de que habrá un artículo? – preguntó Spencer.

El rostro de Paul se ensombreció.

–¿De qué estás hablando? Acabamos de discutirlo ahora mismo con Daniel. Hasta tenemos el título. Él mismo lo propuso.

–Lo propuso, pero ¿cómo podemos estar seguros de que lo hará? Estoy de acuerdo en que sería fantástico si lo hiciera, pero también podría postergarlo indefinidamente.

–¿Por qué demonios haría algo así?

–No lo sé, pero por alguna razón el secreto parece estar por encima de todo, y un artículo destaparía el tema. No querrá escribir el artículo, al menos en el plazo que nos interesa, y si seguimos adelante y lo hacemos sin él, probablemente negará cualquier participación. Si eso sucede, nadie querrá publicarlo.

–En eso tienes toda la razón -admitió Paul.

Los dos hombres se miraron el uno al otro a través de la extensión de la mesa de Spencer. Un avión que se disponía a aterrizar en el aeropuerto internacional de Nassau atronó el espacio por encima de sus cabezas. La clínica estaba situada muy cerca del aeropuerto por el lado oeste, en un terreno árido donde solo crecían matojos. Había sido el único lugar donde habían podido comprar a precio razonable un solar amplio que se pudiera vallar adecuadamente.

–¿Crees que ha sido sincero cuando dijo que utilizaría la Sábana Santa? – preguntó Paul.

–Eso no lo sé. En cualquier caso, me ha parecido un tanto sospechoso. Tú ya me entiendes.

–Pues a mí me ha picado la curiosidad.

–No me malinterpretes -dijo Spencer-. La idea es interesante y, desde luego, es apropiada para un artículo científico rematadamente bueno y como noticia a nivel internacional, pero cuando lo unes todo, incluido el tema del secreto, hay algo decididamente sospechoso en este asunto. ¿Tú te has creído su explicación cuando le preguntaste por qué se tomaba todas estas molestias?

–¿Te refieres a que quería demostrarse a sí mismo que el RSHT funcionaba?

–Eso es.

–No del todo, aunque es verdad que el Senado norteamericano está considerando prohibir el RSHT. Ahora que lo dices, también me parece que aceptó el precio que le diste sin pensárselo ni un segundo, como si el precio no tuviese importancia.

–Estoy de acuerdo contigo. No tenía idea de cuánto podía pedir por el uso de nuestras instalaciones, y me inventé una cantidad a la espera de una contraoferta. Diablos, a la vista de la prisa que se dio, bien podría haberle pedido el doble.

–¿Tú cómo lo ves?

–Creo que el tema importante es la identidad del paciente -opinó Spencer-. Es la única cosa que parece tener sentido.

–¿Quién puede ser?

–No lo sé. Pero si tuviese que adivinar por obligación, diría primero que es un familiar, y si no es así, entonces creería que es alguien rico, alguien muy rico y posiblemente famoso. Me creo mucho más esto último.

–¡Rico! – repitió Paul. En su rostro apareció la sombra de una sonrisa-. Una cura que podría costar millones.

–Efectivamente, y por lo tanto, creo que deberíamos trabajar con la hipótesis de que es alguien rico y famoso. Después de todo, ¿por qué Daniel Lowell tiene que embolsarse millones mientras que a nosotros solo nos dan cuarenta mil?

–Eso significa que debemos averiguar la identidad del paciente.

–Confiaba en que vieras este asunto desde mi punto de vista. Me preocupaba que pudieras conformarte con el mero hecho de trabajar con un investigador de renombre.

–¡Diablos, no! – exclamó Paul-. De ninguna manera, cuando no podemos obtener los beneficios de la promoción que esperábamos. Incluso dio a entender que no recibiremos ningún conocimiento sobre el RSHT cuando dijo que se encargaría de su propio trabajo celular. Había creído que nos dejaría participar. Todavía quiero aprender el procedimiento, así que cuando vuelva a llamarle, dile que forma parte del paquete.

–Será un placer decírselo -manifestó Spencer-. También le diré que queremos la mitad del dinero por anticipado.

–Dile también que queremos una consideración especial cuando en el futuro otorguen licencias para explotar el RSHT.

–Esa es una muy buena idea -admitió Spencer-. Veré lo que puedo hacer a la hora de renegociar nuestro acuerdo sin modificar el precio fijado. No quiero asustarlo. Mientras tanto, ¿qué te parece si tú te encargas de averiguar la identidad del paciente? Eso es algo que tú puede hacer mucho mejor que yo.

–Lo tomaré como un cumplido.

–Es un cumplido.

–Buscaré a Kurt Hermann, nuestro jefe de seguridad, ahora mismo. – Paul se levantó-. Le encantan esta clase de encargos.

–Dile a nuestro deshonrosamente licenciado boina verde, o lo que demonios fuera, que procure matar al menor número de personas posible. Después de todas las inversiones y esfuerzos que hemos hecho, no quiero que nos vean con malos ojos en esta isla.

Paul se echó a reír.

–En realidad es un tipo muy cuidadoso y discreto.

–No es eso lo que tengo entendido -replicó Spencer. Levantó las manos para indicar que no quería discutir-. No creo que las putas de Okinawa a las que maltrató lo consideren precisamente cuidadoso, y se le fue un poco la mano cuando estábamos en Massachusetts, pero no hablemos más. Admito que es bueno en su trabajo; si no fuera así no lo tendríamos en nómina. Solo hazme el favor de decirle que sea discreto. Es todo lo que pido.

–Se lo diré. De todas maneras, recuerda que como ninguno de nosotros, incluido Kurt, puede regresar a Estados Unidos, probablemente no podrá conseguir gran cosa hasta que Daniel, su equipo, y el paciente lleguen aquí.

–No pido milagros -afirmó Spencer.


7


Viernes, 22 de febrero de 2002. Hora: 16.45



El dentado perfil de Manhattan se recortaba contra el cielo gris cuando el avión del puente aéreo Washington-Nueva York hacía su aproximación final al aeropuerto de La Guardia. Las luces de la gran ciudad resplandecían como piedras preciosas en la penumbra. Los puentes colgantes parecía collares de perlas tendidos entre los gigantescos pilares. Las sinuosas columnas de faros en la autovía FDR recordaban una sarta de diamantes, mientras que las luces traseras sugerían rubíes. Un barco con la cubierta engalanada con luces de colores parecía un broche, mientras se deslizaba silenciosamente hacia su amarre en el río Hudson.

Carol Manning dejó de mirar el precioso panorama y echó una ojeada a la cabina. Nadie hablaba. Sin hacer el menor caso de la majestuosa vista, los pasajeros estaban absortos en sus periódicos, documentos de trabajo, y pantallas de ordenador. Su mirada se centró en el senador que compartía su hilera con un asiento vacío de por medio. Leía como todos los demás pasajeros. Sus grandes manos sujetaban el montón de hojas relacionadas con su agenda para el día siguiente que había arrebatado de las manos de Dawn Shackelton cuando él y Carol habían salido corriendo del despacho con el deseo de coger el vuelo de las tres y media. Lo habían conseguido por los pelos.

Ante la insistencia de Ashley, Carol había telefoneado aquella mañana a uno de los secretarios privados del cardenal para concertar una cita aquella misma tarde. Tal como le había indicado el senador, se limitó a decir que era un asunto muy urgente pero que el encuentro no duraría más de quince minutos. El padre Maloney le había respondido que intentaría arreglarlo, a pesar de que la agenda del cardenal estaba completa. Afortunadamente, Maloney había llamado cuando aún no había pasado una hora para comunicar que el cardenal recibiría al senador en algún momento entre las cinco y media y las seis y media, después de una recepción oficial a un cardenal italiano y antes de la cena con el alcalde. Carol respondió que serían puntuales.

Dadas las circunstancias de haber tenido que correr para coger el avión y no saber qué podía depararles el tráfico de Nueva York, Carol no pudo menos que sentirse impresionada con la aparente tranquilidad de Ashley. Por supuesto, la tenía a ella para que se preocupara de los detalles, pero si se hubieran invertido los papeles y ella hubiese tenido que enfrentarse a lo que se enfrentaba el senador, sin duda ahora mismo sería un manojo de nervios y no hubiese podido concentrarse. ¡Desde luego no era ese el caso con Ashley! A pesar del leve temblor de la mano izquierda, leía las páginas de un vistazo y las pasaba rápidamente, una prueba de que su legendaria rapidez de lectura no se había resentido por la enfermedad ni los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Carol carraspeó.

–Senador, cuanto más pienso en este asunto, más me sorprende que no me haya pedido mi opinión. Usted siempre me pide mi opinión sobre casi todo.

Ashley volvió la cabeza para mirar a Carol por encima de las gafas de montura gruesa que se habían deslizado casi hasta la punta de la nariz. Frunció el entrecejo con una expresión condescendiente.

–Carol, querida -respondió-. No es necesario que me des tu opinión. Como te dije anoche, sé muy bien cuál es.

–Entonces confío en que sea consciente de que a mi juicio está corriendo un gran riesgo ante este supuesto tratamiento.

–Aprecio tu interés, sea cual sea el motivo, pero estoy decidido.

–Está permitiendo que experimenten con usted. No tiene ni idea de cuál puede ser el resultado.

–Puede ser verdad que no sé exactamente cuál será el resultado, pero también es cierto que si no hiciera nada a la vista del avance de una enfermedad neurológica degenerativa incurable, sabría muy bien cuál sería el resultado. Mi padre predicaba que Dios Nuestro Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. He sido un luchador durante toda mi vida, y desde luego no pienso rendirme ahora. No me iré sin plantar cara. Me defenderé con uñas y dientes.

–¿Qué pasará si el cardenal le dice que su plan es inviable?

–Dicha respuesta es poco probable, dado que no tengo la intención de comunicarle al cardenal cuáles son mis propósitos.

–En ese caso, ¿para qué hemos venido aquí? – preguntó Carol, con un tono cercano al enfado-. Confiaba en que Su Eminencia podría apelar a su buen juicio durante la conversación.

–No estamos haciendo esta peregrinación a la sede del poder de la Iglesia católica norteamericana en busca de consejo sino sencillamente para conseguir una muestra de la Sábana Santa de Turín como una prometedora ayuda contra las incertidumbres de mi terapia.

–¿Cómo piensa tener acceso al sudario sin explicar los motivos?

Ashley levantó una mano como un orador que acalla a una multitud inquieta.

–Ya es suficiente, mi querida Carol, no conviertas tu presencia en una carga en lugar de una ayuda. – Volvió su atención a las páginas mientras el avión comenzaba las operaciones de aterrizaje.

El rubor cubrió las facciones de Carol al verse despachada de una manera tan sumaria. Este tratamiento degradante se estaba convirtiendo en algo frecuente, lo mismo que la consiguiente irritación. Preocupada por la posibilidad de que sus sentimientos se notaran, volvió a mirar a través de la ventanilla.

Mientras el avión rodaba hacia la puerta de desembarque, Carol mantuvo la atención puesta en el exterior. Vista de cerca, Nueva York ya no parecía una joya, debido a los montones de basura y nieve que bordeaban la pista. En consonancia con el oscuro y lúgubre panorama, le inquietaba el conflicto de emociones y el sentimiento de culpa en relación con el plan de Ashley para tratar su enfermedad. Por un lado, tenía un miedo legítimo ante el tratamiento experimental, mientras que por el otro, le preocupaba que la terapia pudiese salir bien. Aunque su reacción inicial al diagnóstico de Ashley había sido de una compasión sincera, a lo largo del año también lo había visto como una oportunidad. Ahora el miedo a un mal resultado competía en pie de igualdad con el miedo a uno bueno, si bien le costaba admitir esto último. En cierto sentido, se veía como Bruto ante César.

El paso del avión a la limusina, que había pedido Carol, se efectuó sin problemas. Sin embargo, cuarenta y cinco minutos más tarde, se encontraban atascados entre un mar de coches en la autovía FDR, donde el tráfico había empeorado sensiblemente desde que la habían sobrevolado.

Molesto con la demora, Ashley arrojó las páginas que había estado leyendo y apagó la lámpara de lectura. En el interior del vehículo volvió a reinar la oscuridad.

–Vamos a perder nuestra oportunidad -rezongó el senador, sin el menor deje sureño.

–Lo siento -dijo Carol, como si fuese culpa suya.

Milagrosamente, después de estar detenidos durante cinco minutos y amplia variedad de maldiciones por parte de Ashley, los coches volvieron a circular.

–Demos gracias al Señor por los pequeños favores -entonó Butler.

El chófer salió de la calle 96, tomó por un atajo para ir al centro y dejó al senador y su jefa de personal delante de la residencia arzobispal en la esquina de Madison y la calle 50, cuatro minutos antes de la hora fijada. Le dijeron al conductor que diera vueltas a la manzana, dado que pensaban emprender el camino de regreso al aeropuerto en menos de una hora.

Carol nunca había estado en la residencia. Observó el poco imponente edificio de tres plantas, color gris, y techo de pizarra que se acurrucaba a la sombra de los rascacielos. Se alzaba directamente sobre la acera, sin un solo toque de verde para suavizar su severidad. Unos pocos aparatos de aire acondicionado en algunas de las ventanas desfiguraban la fachada, como también lo hacían las recias rejas de hierro en la planta baja. Los barrotes daban al edificio más la apariencia de pequeña cárcel que de residencia. Un trozo de encaje belga detrás del cristal de una de las ventana era la única pincelada amable.

Ashley subió los escalones de piedra y tiró del cordón de la brillante campanilla de latón. No tuvieron que esperar mucho. La pesada puerta la abrió un sacerdote alto y delgado con una sorprendente nariz romana y la cabellera roja muy corta. Vestía un traje negro con el alzacuello blanco.

–Buenas tardes, senador.

–Lo mismo digo, padre Maloney -respondió Ashley mientras entraba-. Confío en haber llegado en el momento oportuno.

–No podía serlo más -afirmó el padre Maloney-. He de acompañarle a usted y a su ayudante al despacho privado de Su Eminencia. Se reunirá con usted en unos momentos.

El despacho era una habitación, espartana como una celda, en el primer piso. La decoración se reducía a un retrato del papa Juan Pablo II y una pequeña estatua de la Virgen de mármol de Carrara. No había ninguna alfombra en el suelo de madera, y los tacones de Carol sonaron como martillazos contra la superficie encerada. El padre Maloney se retiró sin decir palabra y cerró la puerta.

–Es un tanto austero -comentó Carol. El mobiliario consistía en un pequeño y viejo sofá de cuero, una butaca a juego, un reclinatorio, y una pequeña mesa escritorio con una silla de madera de respaldo recto.

–Al cardenal le gusta que sus visitantes crean que no le interesa el mundo material -le explicó Ashley, al tiempo que se sentaba en la butaca-. Pero yo le conozco bien.

Carol se sentó muy rígida en el borde del sofá con las piernas recogidas a un lado. Ashley se puso cómodo como si estuviese de visita en la casa de un familiar. Cruzó las piernas y dejó a la vista el calcetín negro y parte de su pantorrilla, de un blanco lechoso.

Al cabo de un momento, se abrió la puerta y entró su Eminencia el cardenal James O'Rourke escoltado por el padre Maloney, que se encargó de cerrar la puerta. El cardenal iba vestido con todas las galas. Sobre los pantalones negros y la camisa blanca llevaba una sotana con alamares rojos y botones. Sobre la sotana una capa roja. Una ancha faja roja le rodeaba la cintura. Se cubría la cabeza con un capelo rojo. Alrededor del cuello llevaba colgada una cruz de plata recamada con piedras preciosas.

Carol y Ashley se levantaron. Carol se sintió impresionada por el suntuoso atuendo del cardenal, acentuado por la austeridad del entorno. Pero una vez de pie, se dio cuenta de que el poderoso prelado era más bajo que ella, que medía un metro sesenta y dos de estatura, y que junto a Ashley, que no era nada alto, parecía bajo y regordete. A pesar de las galas, su rostro sonriente y expresión amable transmitía la sensación de que era un humilde sacerdote con una suave y turgente piel inmaculada, las mejillas sonrosadas, y las armoniosas facciones redondeadas. Sin embargo, la mirada aguda de sus ojos sugería otra característica, más coherente con lo que Carol sabía del poderoso personaje. Reflejaba una formidable y astuta inteligencia.

–Senador -dijo el cardenal, con una voz a juego con sus amables modales. Extendió la mano con la muñeca floja.

–Su Eminencia -respondió Ashley, con su más cordial acento sureño. Apretó más que estrechó la mano del cardenal y evitó besar el anillo del prelado-. Es un placer. Estoy enterado de lo apretado de su agenda, y le agradezco profundamente que haya encontrado un minuto para atender a este granjero con tan poca anticipación.

–Oh, por favor, senador -manifestó el cardenal lisonjeramente-. Es un placer, como siempre, recibir su visita. Por favor, siéntese.

Ashley se sentó y adoptó la misma postura de antes.

Carol volvió a ruborizarse. Que le hicieran el menor caso resultaba tan vergonzoso como ser despachada. Había esperado que la presentaran, sobre todo cuando el cardenal le dirigió una mirada acompañada por un muy leve arqueo interrogativo de las cejas. Se sentó en el filo del sofá mientras el cardenal acercaba la rústica silla que estaba junto a la mesa. El padre Maloney permaneció de pie y en silencio junto a la puerta.

–En deferencia a nuestros compromisos -comenzó Ashley-, creo que debo ir al grano.

Carol, con la extraña sensación de ser invisible, miró a los dos hombres sentados a su lado. Identificó inmediatamente las similitudes de carácter, a pesar de las diferencias de aspecto y más allá de sus exigentes y trabajadoras naturalezas. Ambos consideraban los difusos límites entre la Iglesia y el Estado como un terreno ventajoso; ambos eran adeptos a la adulación y a cultivar las relaciones personales con aquellos con los que podían intercambiar favores en sus respectivas parcelas; ambos ocultaban sus personalidades, que eran duras, calculadoras y de una voluntad de hierro detrás de sus fachadas (un sacerdote humilde el cardenal y un cordial e ingenuo granjero el senador); ambos eran celosos guardianes de su autoridad y les gratificaba el ejercicio del poder.

–Siempre es mejor ser directo -comentó O'Rourke. Estaba sentado muy erguido con el capelo en sus manos regordetas. Era casi calvo.

En la mente de Carol apareció la imagen de dos duelistas que se vigilaban.

–Me ha preocupado muchísimo ver a la Iglesia católica tan asediada -prosiguió el senador-. Los escándalos sexuales han hecho sentir sus efectos, sobre todo con la división entre sus propias filas y un dirigente viejo y enfermo en Roma. Me he pasado noches enteras despierto mientras buscaba la manera de prestar un servicio.

Carol tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Conocía sobradamente cuáles eran los verdaderos sentimientos del senador respecto a la Iglesia católica. Como congregacionalista fundamentalista, tenía en muy poca consideración cualquier religión jerarquizada, y para él la Iglesia católica era la más jerarquizada de todas.

–Aprecio su comprensión -respondió el cardenal-, y he sentido la misma preocupación por el Congreso norteamericano después de la tragedia del once de septiembre. Yo también he buscado la mejor manera de ayudar.

–Su liderazgo moral es una ayuda constante -dijo Ashley.

–Quisiera hacer más -señaló O'Rourke.

–Me preocupa el hecho de que un número relativamente pequeño de sacerdotes con un desarrollo psicosexual frustrado haya podido poner a una organización filantrópica como es la Iglesia en una situación financiera arriesgada. Lo que me gustaría proponer a cambio de un pequeño favor es una legislación que limite las indemnizaciones que deban pagar las instituciones benéficas reconocidas, de las cuales la Iglesia católica es el más brillante ejemplo.

Durante unos minutos, el silencio reinó en la habitación. Por primera vez, Carol escuchó el tictac del pequeño reloj que había en la mesa y los sonidos apagados del tráfico en Madison Avenue. Miró el rostro del cardenal. Su expresión no había cambiado.

–Dicha legislación sería de gran ayuda en la presente crisis -manifestó O'Rourke finalmente.

–Por grave que sea para la víctima cada episodio de abuso sexual, no debemos victimizar a todas aquellas almas que dependen de la Iglesia para satisfacer sus necesidades sanitarias, educacionales, y espirituales. Como mi madre solía decir: «No debemos arrojar al bebé con el agua del baño».

–¿Cuál es la probabilidad de que se apruebe dicha legislación?

–Con mi pleno respaldo, que ciertamente lo daría, diría que las probabilidades son considerables. En cuanto al presidente, creo que le complacería mucho convertirlo en ley. Es un hombre de mucha fe, firmemente convencido de lo necesaria que es la caridad religiosa.

–Estoy seguro de que el Santo Padre agradecerá su apoyo.

–Soy un servidor del pueblo -declaró Ashley-. Sin distinción de razas y religiones.

–Mencionó un pequeño favor -dijo el cardenal-. ¿Se trata de algo que yo deba saber?

–Oh, es algo muy pequeño. Algo relacionado con la memoria de mi madre. Mi madre era católica. ¿Se lo mencioné alguna vez?

–No creo que lo haya hecho.

Carol pensó de nuevo en dos esgrimistas que se tanteaban.

–Católica como la que más -afirmó el senador-. Era del viejo país, de las afueras de Dublín y, desde luego, una mujer profundamente religiosa.

–Asumo por su sintaxis que está en el seno de su Hacedor.

–Desafortunadamente, sí -admitió Butler. Vaciló por un momento, como si la emoción le impidiera hablar-. Hace ya unos cuantos años, Dios bendiga su alma, cuando yo apenas si levantaba un palmo del suelo.

Esta era una historia que Carol conocía. Una noche, después de una larga sesión en el Senado, había ido con su jefe a un bar de Capitol Hill. Después de unas cuantas copas, el senador se había mostrado especialmente locuaz y le había relatado la triste historia de su madre. Había fallecido cuando Ashley tenía nueve años como consecuencia de una hemorragia provocada por un aborto clandestino que había decidido hacerse en lugar de tener a su décimo hijo. La ironía era que tenía miedo a morir durante el parto a la vista de las complicaciones que tuvo cuando había parido al noveno. El severísimo padre de Ashley se había escandalizado hasta tal punto que le informó a su familia y a la congregación que la mujer había sido condenada a arder en el infierno por toda la eternidad.

–¿Quiere que oficie una misa por su alma? – preguntó el prelado.

–Eso sería muy generoso -declaró Ashley-, pero no es del todo lo que había pensado. A día de hoy, todavía recuerdo cuando me tenía sentado en sus rodillas y me hablaba de todas las cosas maravillosas de la Iglesia católica. Sobre todo recuerdo cuando me habló de la milagrosa Sábana Santa de Turín, su reliquia más querida.

Por primera vez, hubo un cambio en la expresión del cardenal. Fue un cambio muy sutil, pero Carol vio que era claramente de sorpresa.

–La Sábana Santa está considerada como una reliquia muy sagrada -recalcó O'Rourke.

–No esperaba menos -respondió Ashley.

–El Santo Padre en persona manifestó extraoficialmente su convicción de que es la mortaja de Jesucristo.

–Me alegra saber que la creencia de mi madre está confirmada -comentó Ashley-. Como un reconocimiento a las palabras de mi madre, durante todos estos años me he interesado en el sudario. Sé que se sacaron muestras del mismo, algunas para realizar pruebas y otras no. También sé que las muestras que no se utilizaron, las reclamó la Iglesia después de los resultados de la datación del carbono 14. Lo que desearía obtener es una pequeña -Ashley unió el pulgar y el índice para recalcar sus palabras- muestra de la tela manchada de sangre que fue devuelta.

El cardenal se reclinó en la silla. Intercambió una rápida mirada con el padre Maloney.

–Es una petición muy poco corriente -dijo-. Sin embargo, la Iglesia ha sido muy clara en este tema. No se harán más pruebas científicas de la Sábana Santa, excepto las necesarias para asegurar su conservación.

–No tengo el menor interés en someterla a ningún tipo de prueba -manifestó el senador categóricamente.

–En ese caso, ¿para qué quiere esta pequeña, muy pequeña, muestra?

–Para mi madre -respondió Ashley simplemente-. Deseo colocarla en la urna que guarda sus cenizas la próxima vez que vaya a mi casa, de forma que sus restos se mezclan con el Huésped Divino. Su urna está junto a la de mi padre en la repisa de la chimenea del viejo hogar.

Carol tuvo que reprimir una carcajada de desprecio al ver con cuánta facilidad y convicción mentía el senador. La misma noche que su jefe le había contado la historia de su pobre madre, había añadido que su padre no había permitido que la enterraran en el cementerio de su iglesia, y habían tenido que sepultarla en el solar del alfarero del pueblo.

–Creo -añadió Ashley-, que si ella hubiese podido formular un deseo, hubiese sido este, para ayudar a su alma inmortal a entrar en el paraíso eterno.

O'Rourke miró de nuevo al padre Maloney.

–No sé nada de las muestras recuperadas. ¿Lo sabe usted?

–No, Su Eminencia -respondió el sacerdote-. Pero podría averiguarlo. El arzobispo Manfredi, a quien usted conoce bien, está en Turín, y monseñor Garibaldi, a quien conozco bien, también está allí.

El cardenal se dirigió una vez más al senador.

–¿Se contentaría con unas pocas fibras?

–Eso es todo lo que pido -contestó Ashley-, aunque debo añadir que quisiera tenerlas lo antes posible, dado que pienso ir a mi casa en un futuro muy próximo.

–Si esta pequeña muestra del tejido estuviese disponible, ¿cómo se la haríamos llegar?

–Enviaría inmediatamente a un agente a Turín -manifestó Ashley-. No es algo que confiaría por las buenas al correo o ninguna mensajería comercial.

–Veremos qué se puede hacer -dijo el cardenal mientras se levantaba-. Supongo que no tardará en presentar la propuesta legislativa.

El senador también se levantó.

–El lunes por la mañana, Su Eminencia, si para entonces he tenido noticias suyas.


Las escaleras representaban un duro esfuerzo para el cardenal, y las subió lentamente, con varias pausas para recuperar el aliento. El problema principal a la hora de vestirse con las prendas de gala era que se sentía oprimido con tantas capas y con frecuencia le agobiaba el calor, sobre todo cuando subía las escaleras para ir a sus aposentos privados. El padre Maloney le seguía un escalón más abajo, y cuando el cardenal se detenía, él también.

Con una mano en la balaustrada, el cardenal apoyó la otra en la rodilla alzada. Respiraba con dificultad, y se pasó una mano por la frente sudorosa; estaba pálido. Había un ascensor, pero evitaba usarlo como si fuera una penitencia.

–¿Hay alguna cosa que pueda traerle, Su Eminencia? – preguntó el padre Maloney-. Se la podría traer, y de esa manera evitaría tener que subir estas escaleras tan empinadas. Ha sido una tarde agotadora.

–Muchas gracias, Michael -respondió el prelado-. Pero debo descansar si quiero aguantar la cena con el alcalde y el cardenal que nos visita.

–¿Cuándo quiere que llame a Turín? – preguntó el sacerdote, para aprovechar la pausa.

–Hoy mismo, pasada la medianoche -dijo O'Rourke, con voz entrecortada-. Serán las seis de la mañana en Italia, y podrá hablar con ellos antes de la misa.

–Es una petición sorprendente si se me permite decirlo, Su Eminencia.

–¡Desde luego! ¡Sorprendente y curiosa! Si la información del senador sobre las muestras es correcta, cosa que me sorprendería que no fuese conociendo como conozco al hombre, sería una petición fácil de complacer a la vista de que evita manipular el sudario. Sin embargo, en sus conversaciones con Turín, asegúrese de recalcar que el tema se debe mantener en absoluto secreto. Tiene que haber una confidencialidad total y ninguna documentación escrita. ¿Está claro?

–Perfectamente claro -respondió Michael-. ¿Tiene alguna duda sobre el uso que ha dicho el senador que dará a las muestras, Su Eminencia?

–Esa es mi única preocupación -declaró el prelado, mientras cogía fuerzas. Comenzó a subir el último tramo-. El senador es un genio de la negociación. Estoy seguro de que no quiere la muestra para realizar ninguna prueba no autorizada, pero quizá esté intercambiando favores con alguien que sí está interesado en hacerlas. El Santo Padre ha dispuesto ex cátedra que el sudario no debe ser sometido a nuevas indignidades científicas y estoy plenamente de acuerdo. Pero más allá de eso, creo que es una noble causa cambiar unas pocas fibras sagradas por la oportunidad de asegurar la viabilidad económica de la Iglesia. ¿Está de acuerdo conmigo, padre?

–Desde luego.

Llegaron al rellano, y el cardenal hizo otra pausa.

–¿Confía en que el senador hará lo que ha dicho referente a la legislación, Su Eminencia?

–Absolutamente -contestó el cardenal, sin la menor vacilación-. El senador siempre cumple con su parte del trato. Por ponerle un ejemplo, ha sido obra suya el programa de bonos escolares que salvará a nuestras escuelas parroquiales. A cambio, me ocupé de que tuviera el voto católico en su última reelección. Fue algo claramente ventajoso para ambas partes. Ahora, el intercambio propuesto no está tan claro. En consecuencia, si queremos arreglar este asunto, y como una medida de seguridad adicional, quiero que vaya a Turín para ver quién recoge la muestra y luego siga a la muestra para ver a quién se entrega. De esa manera, estaremos en condiciones de anticiparnos a cualquier resultado potencialmente negativo.

–¡Su Eminencia! No se me ocurre una misión más agradable.

–¡Padre Maloney! – replicó el cardenal vivamente-. Esta es una comisión muy seria y no algo pensado para su disfrute. Espero la más absoluta discreción y compromiso.

–¡Por supuesto, Su Eminencia! No pretendía insinuar nada menos.


8


Viernes, 22 de febrero de 2002. Hora: 19.25



–¡Jesús! – exclamó Stephanie después de mirar su reloj. ¡Eran casi las siete y media! Era sorprendente cómo se le pasaban las horas cuando estaba absorta, y había estado absorta toda la tarde. Primero, se había sentido cautivada en la librería con los libros sobre la Sábana Santa de Turín, y durante la última hora, se había quedado embobada con lo que estaba aprendiendo a través del ordenador.

Había regresado al local de la empresa muy poco antes de las seis, y lo había encontrado desierto. Supuso que Daniel se había ido a su casa, y se había instalado delante de su improvisada mesa en el laboratorio. Con la ayuda de la red y algunos archivos de periódicos, se había dedicado a investigar qué había pasado con la clínica Wingate poco más de un año atrás. Había sido una investigación absorbente a la par que inquietante.

Stephanie guardó el ordenador portátil en su mochila, cogió la bolsa de la librería, y se puso el abrigo. Al salir del laboratorio apagó las luces, cosa que le obligó a cruzar a ciegas la recepción que estaba a oscuras. En cuanto salió del edificio, se dirigió hacia Kendall Square. Caminaba con la cabeza agachada para protegerse del viento helado. Como era típico del clima de Nueva Inglaterra, se había producido un gran cambio respecto a las primeras horas de la tarde. Ahora que el viento soplaba del norte en lugar de hacerlo del oeste, la temperatura había bajado en picado de los relativamente suaves entre comillas cinco grados a los siete bajo cero. El viento del norte venía acompañado de copos de nieve que habían blanqueado la ciudad como si fuese una tarta espolvoreada con azúcar.

En Kendall Square, Stephanie cogió el metro de la línea roja hasta Harvard Square, un territorio conocido de sus años universitarios. Como siempre y a pesar del tiempo, la plaza estaba repleta de estudiantes y la chusma que gravita hacia ese entorno. Incluso unos pocos músicos callejeros hacían frente al mal tiempo. Con los dedos morados de frío, entretenían a los transeúntes. Stephanie se compadeció de ellos y dejó una ristra de dólares en los sombreros boca arriba mientras salía de Harvard Square y cruzaba Eliot Square.

Las luces y el bullicio se esfumaron rápidamente cuando Stephanie tomó por Brattle Street. Pasó por una sección del Radcliff College y por delante de la famosa casa Longfellow. Pero no prestó la menor atención al entorno. En cambio, pensaba en todo lo que había averiguado en las anteriores tres horas y media, y estaba ansiosa por compartirlo con Daniel. También le interesaba saber qué había averiguado su compañero.

Eran pasadas las ocho cuando subió las escalinatas del edificio donde vivía Daniel. Ocupaba el último piso de una casa de tres plantas de estilo Victoriano con todos los detalles de su época, incluida una carbonera. Había comprado el piso cuando acabaron las obras de reforma en 1985, año en que se había reincorporado a la vida académica en Harvard. Había sido un gran año para Daniel. No solo había dejado su empleo en la empresa farmacéutica Merck, sino que también se había divorciado de su esposa, después de cinco años de matrimonio. Le había explicado a Stephanie que se había sentido asfixiado por ambos. Su esposa había sido una enfermera a la que había conocido mientras era médico interno y hacía el doctorado en física, una proeza que Stephanie comparaba con correr dos maratones seguidas. Daniel le había dicho que su ex esposa era muy trabajadora pero algo muy parecido a una rémora, y estar casado con ella le hacía sentirse como si fuese Sísifo, condenado a subir una enorme piedra cuesta arriba. Había añadido que ella era muy amable con todo el mundo y había esperado que él también lo fuese. Stephanie no había sabido cómo interpretar ninguna de las dos explicaciones, pero se había abstenido de ahondar en el tema. Agradecía que no hubiesen tenido hijos, cosa que al parecer la ex esposa había deseado desesperadamente.

–¡Estoy en casa! – gritó Stephanie, después de cerrar la puerta con el trasero. Dejó el ordenador y la bolsa de libros sobre la pequeña mesa del recibidor, se quitó el abrigo y abrió la puerta del armario para colgarlo.

–¿Hay alguien? – gritó, aunque su voz sonó ahogada porque hablaba con la cabeza metida en el armario. Cuando acabó de colgarlo, se volvió. Comenzó a gritar de nuevo, pero la súbita aparición de Daniel en el umbral del vestíbulo la sorprendió. No estaba a más de tres pasos. El sonido que salió de sus labios casi no se escuchó.

–¿Dónde demonios estabas? – le preguntó Daniel, con un tono áspero-. ¿Tienes idea de la hora que es?

–Son alrededor de las ocho -respondió Stephanie. Se llevó una mano al pecho-. ¡No se te ocurra pegarme otro de estos sustos nunca más!

–¿Por qué no llamaste por teléfono? Iba a llamar a la policía.

–¡Venga, vamos! Ya sabes lo que me pasa cuando entro en una librería. Fui a dos y me enganché. En las dos, acabé sentada en el pasillo, para echar un vistazo a los libros sobre el tema y decidir cuáles comprar. Luego, cuando volví al despacho, quise aprovecharme de la banda ancha.

–¿Cómo es que no llevabas encendido el móvil? Intenté llamarte una docena de veces.

–Porque estaba en una librería y cuando fui al despacho, se me olvidó encenderlo. ¡Eh! Lamento mucho haberte causado tanta preocupación, ¿vale? Pero ahora ya estoy en casa, sana y salva. ¿Qué has preparado para cenar?

–Muy graciosa -masculló Daniel.

–¡Cálmate! – dijo Stephanie, y le tiró de la manga juguetonamente-. Te agradezco tu preocupación, de verdad que sí, pero estoy muerta de hambre y supongo que tú también. ¿Qué te parece si vamos a la plaza y cenamos? ¿Podrías llamar al Rialto mientras me doy una ducha? Es viernes por la noche, pero a la hora que llegaremos no creo que tengamos problemas.

–De acuerdo -aceptó Daniel con desgana, como si estuviese aceptando algo muy importante.

Eran las nueve y veinte cuando entraron en el restaurante, y tal como había pronosticado Stephanie, había una mesa vacía y preparada. Dado que ambos estaban hambrientos, echaron una ojeada al menú y pidieron sin más demora. A petición de ellos, el camarero se dio prisa en traerles el vino y el agua con gas para saciar la sed y el pan para calmar un poco el hambre.

–Muy bien, ¿quién quiere hablar primero? – preguntó Stephanie.

–Empezaré yo -respondió Daniel-, porque no tengo mucho de que informar, pero lo que tengo es alentador. Llamé a la clínica Wingate, que parece estar bien equipada para nuestras necesidades, y nos dejarán utilizar sus instalaciones. Ya tengo acordado el precio: cuarenta mil.

–¡No se han quedado cortos a la hora de pedir! – opinó Stephanie.

–Sí, lo sé, es un poco alto, pero no me pareció prudente regatear. En un primer momento, después de informarle de que no podrían aprovecharse de que usemos sus instalaciones para promoción, tuve miedo de que se echaran atrás. Afortunadamente, conseguí que aceptaran.

–En cualquier caso no es nuestro dinero, y desde luego disponemos de fondos. ¿Qué hay del tema de los ovocitos?

–Esa es la mejor parte. Me dijeron que pueden suministrarnos ovocitos humanos sin ningún problema.

–¿Cuándo?

–Dicen que cuando queramos.

–Dios mío, eso incita a la curiosidad.

–A caballo regalado no le mires el diente.

–¿Qué pasa con el neurocirujano?

–Tampoco hay problemas por ese lado. Hay varios en la isla que buscan trabajo. El hospital local incluso tiene equipo estereotáxico.

–Eso sí que es alentador.

–Te lo dije.

–Pues mis noticias son buenas y malas. ¿Cuáles quieres escuchar primero?

–¿Las malas son muy malas?

–Todo es relativo. No son tan malas como para poner en peligro nuestros planes, pero sí lo suficiente para que desconfiemos.

–Entonces escuchemos las malas y así acabamos antes.

–Los directivos de la clínica Wingate son peores de lo que recordaba. Por cierto, ¿con quién hablaste en la clínica?

–Hablé con los dos principales: con Spencer Wingate en persona y su mayordomo, Paul Saunders. Te diré una cosa: son una pareja de payasos. No te lo vas a creer: publican su propia revista científica, y ellos son los que escriben y editan los artículos.

–¿Quieres decir que no tienen una junta editorial?

–Eso es lo que parece.

–Pues eso es ridículo, a menos que alguien se suscriba a la revista y acepte lo que publican como si fuese el Evangelio.

–Comparto la opinión.

–Pues te diré que son mucho peor que unos payasos -afirmó Stephanie-, y también mucho peor que simples autores de experimentos antiéticos de clonación reproductiva. Consulté los archivos de los periódicos, en particular The Boston Globe, para saber qué había ocurrido en mayo pasado cuando la clínica se trasladó por sorpresa a las Bahamas. ¿Recuerdas que la última noche que estuvimos en Washington te mencioné que habían estado implicados en la desaparición de un par de alumnas de Harvard? Se trataba de mucho más que una mera implicación, de acuerdo con las manifestaciones de un par de personas muy fiables que estaban haciendo el doctorado de física en Harvard. Consiguieron sendos empleos en la clínica para averiguar el destino de los óvulos que habían donado. Durante sus investigaciones, encontraron mucho más de lo que esperaban. En una audiencia del gran jurado, afirmaron haber visto los ovarios de las dos alumnas desaparecidas en lo que llamaron la «sala de recuperación de óvulos» de la clínica.

–¡Dios bendito! – exclamó Daniel-. ¿Cómo es que no acusaron a esos tipos con semejante testimonio?

–¡Falta de pruebas y un carísimo equipo de abogados defensores! Al parecer, los directivos tenían un plan de evacuación que incluía la destrucción inmediata de la clínica y su contenido, en particular los laboratorios de investigación. Las llamas consumieron todo mientras los directivos escapaban en helicóptero. Por lo tanto, no los pudieron acusar. La ironía final es que sin la acusación, pudieron cobrar la póliza de seguro contra incendios.

–¿Cuál es tu opinión sobre todo esto?

–Sencillamente que no son buenas personas, y que debemos limitar nuestro trato con ellos. Después de lo que leí me gustaría conocer el origen de los óvulos que nos suministrarán, solo para estar segura de que no estamos financiando alguna cosa inconcebible.

–No creo que sea una buena idea. Ya hemos decidido que atenernos a la ética es un lujo que no nos podemos permitir si queremos salvar CURE y el RSHT. Ponernos a malas con ellos en estos momentos podría causarnos problemas, y no quiero poner en peligro el uso de sus instalaciones. Tal como mencioné, no se mostraron muy entusiasmados después de que veté claramente cualquier uso de nuestra participación con fines promocionales.

Stephanie jugó con la servilleta mientras pensaba en las palabras de Daniel. No le gustaba lo más mínimo tratar con la clínica Wingate, pero era cierto que ella y Daniel no tenían mucho donde elegir, sometidos como estaban a un plazo inamovible. También era cierto que ya habían violado las normas éticas cuando habían aceptado tratar a Butler.

–¿Cuál es tu respuesta? – preguntó Daniel-. ¿Podrás soportarlo?

–Supongo que sí -respondió Stephanie sin ningún entusiasmo-. Hacemos el procedimiento y nos largamos.

–Ese es el plan -señaló Daniel-. Bueno, continuemos. ¿Cuáles son las buenas noticias?

–Las buenas noticias se refieren a la Sábana Santa de Turín.

–Te escucho.

–Esta tarde, antes de ir a la librería, te comenté que la historia del sudario era más interesante de lo que me había imaginado. Pues ahora te digo que es apasionante.

–¿Cómo es eso?

–En estos momentos creo que después de todo Butler quizá no esté loco, porque es muy posible que el sudario sea auténtico. Este es un giro sorprendente, dado que tú sabes lo escéptica que soy.

–Casi tanto como yo -dijo Daniel.

Stephanie miró a su amante después de este comentario con la ilusión de ver algún rastro de humor como una sonrisa sardónica, pero no lo vio. Se sintió un tanto molesta al comprobar que Daniel siempre tenía que ser un poco más, con independencia del tema. Bebió un sorbo de vino mientras volvía a centrarse en el asunto.

–La cuestión es -añadió- que comencé a hojear unos cuantos libros y tuve problemas para dejarlos. Me refiero a que no veía la hora de empezar con el libro que había comprado. El autor es un erudito de Oxford llamado Ian Wilson. Con un poco de suerte, mañana recibiré los libros que conseguí a través de la red.

Stephanie se interrumpió al ver que llegaba la comida. Daniel y ella esperaron con impaciencia mientras les servían. Daniel esperó a que se retirara el camarero para reanudar la conversación.

–Muy bien, has conseguido despertar mi curiosidad. Escuchemos la base de esta sorprendente epifanía.

–Comencé mi lectura con el conocimiento de que la Sábana Santa, según los tres laboratorios independientes que habían realizado la datación del carbono 14, era del siglo xiii, el mismo siglo en que apareció sin más históricamente. Dada la precisión de la tecnología de la datación del carbono, no suponía que pudiera haber ningún motivo para poner en duda que se trataba de una falsificación. Pero los había, y aparecieron de inmediato. La razón era sencilla. Si la Sábana Santa se hizo en el siglo indicado por la datación del carbono, el falsificador tendría que haber sido un genio muy por encima de Leonardo da Vinci.

–Tendrás que explicármelo más a fondo -comentó Daniel entre bocado y bocado. Stephanie había hecho una pausa para comenzar a comer.

–Comencemos con algunas sutiles razones por las que el falsificador tendría que haber sido un superhombre para su época, y después pasaremos a otras más intrigantes. En primer lugar, el falsificador tendría que haber tenido un conocimiento del escorzo, algo que aún no se había descubierto en el arte. La imagen del hombre en el sudario tiene las piernas recogidas y la cabeza inclinada hacia delante, probablemente en rigor mortis.

–Diría que eso no es terriblemente apasionante -señaló Daniel.

–Veamos qué te parece esto: el falsificador tuvo que conocer el verdadero método de la crucifixión utilizado por los romanos en su época. No era como aparecía en todas las representaciones de la crucifixión hechas en el siglo xiii, que eran centenares de miles. En realidad, al condenado le clavaban las muñecas a la cruz, no las palmas de las manos, que no hubieran podido soportar el peso. Además, la corona de espinas no era tal, sino que se parecía más a un capelo.

Daniel asintió con la cabeza varias veces mientras pensaba.

–Te diré más: las manchas de sangre tapan la imagen en la tela, y eso significa que nuestro inteligente artista comenzó por las manchas de sangre y luego pintó la imagen, que es exactamente al contrario del método de trabajo de todos los demás artistas. Primero pintarían la imagen, o al menos el contorno. Luego añadirían los detalles como la sangre para estar seguros de que aparecían en el lugar correcto.

–No niego que es interesante, pero tendré que ponerlo en el mismo grupo del escorzo.

–Pues entonces sigamos adelante -dijo Stephanie-. En 1979, cuando la Sábana fue sometida a cinco días de pruebas científicas por equipos de Estados Unidos, Italia y Suiza, se demostró inequívocamente que la imagen no estaba pintada. No había marca alguna de pincel, sino una infinita gradación de densidad, y la imagen solo era un fenómeno superficial sin ninguna impregnación, o sea que no había líquidos o pinturas de ningún tipo. La única explicación que se les ocurrió fue que la imagen era el resultado de algún proceso de oxidación en la superficie de las fibras de lino, como si hubiese sido expuesta en presencia de oxígeno a una muy fuerte descarga lumínica o alguna otra potente radiación electromagnética. Obviamente, esto era algo vago e hipotético.

–De acuerdo -dijo Daniel-. Debo admitir que cada vez resulta más interesante.

–Hay más -declaró Stephanie-. Algunos de los científicos norteamericanos que analizaron el sudario en 1979 pertenecían a la NASA y lo sometieron a una serie de pruebas con la tecnología más avanzada disponible en el momento, incluido un equipo conocido con el nombre de analizador de imágenes VP-8. Era un aparato análogo al que había desarrollado para convertir las imágenes digitales de la superficie lunar y de Marte en imágenes tridimensionales. Para gran sorpresa de todos, la imagen del sudario contenía esta clase de información, y eso significa que la densidad de imagen del sudario en cualquier punto es directamente proporcional a la distancia que estaba del individuo crucificado al que había envuelto. En líneas generales, quien lo hizo tuvo que haber sido un falsificador genial si fue capaz de hacer ese trabajo en el siglo xiii.

–¡Increíble! – exclamó Daniel mientras movía la cabeza para recalcar su asombro.

–Permíteme que añada otra cosa. Los biólogos especializados en el estudio del polen encontraron que el sudario contenía una variedad de polen que solo se encuentra en Israel y Turquía, y eso significa que el supuesto falsificador además de inteligencia disponía de recursos.

–¿Cómo es posible que la datación del carbono 14 pudiera equivocarse hasta tal punto?

–Una pregunta muy interesante -afirmó Stephanie. Cogió un bocado y lo engulló deprisa-. Nadie tiene una respuesta clara. Se pensó que los antiguos tejidos de lino permiten el desarrollo continuado de unas bacterias que dejan una película transparente, como una especie de barniz biológico, que podría distorsionar los resultados. Al parecer, el mismo problema se presentó con la datación de las telas de lino de las momias egipcias, cuya antigüedad se conocía exactamente por otras fuentes. Un científico ruso propuso la idea de que el fuego que chamuscó el sudario en el siglo xvi pudo haber distorsionado la datación, aunque a mí me resulta difícil aceptar que lo haya variado en más de mil años.

–¿Qué me dices de los antecedentes históricos? Si el sudario es auténtico, ¿cómo es que su historia solo se remonta al siglo xiii, cuando apareció en Francia?

–Esa es otra muy buena pregunta. Cuando comencé a leer sobre la Sábana Santa, me centré más en los aspectos científicos, y solo acabo de empezar con la parte histórica. Ian Wilson relaciona muy hábilmente el sudario con otra muy conocida y reverenciada reliquia bizantina conocida como el Sudario de Edesa, que había estado en Constantinopla durante más de trescientos años. Es interesante el hecho de que dicho sudario desapareciera cuando la ciudad fue saqueada por los cruzados en el año 1204.

–¿Hay alguna prueba documental de que la Sábana Santa de Turín y la de Edesa sean la misma?

–En ese punto abandoné la lectura -respondió Stephanie-. Pero parece ser que existen tales pruebas. Wilson cita a un testigo francés que vio la reliquia bizantina antes de su desaparición, y que la describió en sus memorias como una mortaja con la doble figura completa de Jesús, que concuerda con la Sábana Santa de Turín. Si las dos reliquias son una sola, entonces la historia se remonta por lo menos hasta el siglo ix.

–Ahora comprendo que todo esto haya cautivado tu interés -manifestó Daniel-. Es fascinante. Volvamos al terreno científico. Si no pintaron la imagen, ¿cuáles son las teorías actuales sobre su origen?

–Esa es la pregunta más curiosa de todas. En realidad, no hay ninguna teoría.

–¿El sudario ha sido sometido a nuevos estudios científicos desde aquellos realizados en 1979?

–A muchos.

–Así y todo, ¿no se han formulado nuevas teorías?

–Ninguna que justificara la realización de más pruebas. Por supuesto, todavía ronda por ahí la idea de algún tipo de extraña radiación… -La voz de Stephanie se apagó como si quisiera dejar la idea flotando en el aire.

–¡Espera un momento! – exclamó Daniel-. No me saldrás ahora con alguna tontería divina o sobrenatural, ¿verdad?

Stephanie levantó las manos, se encogió de hombros, y sonrió todo al mismo tiempo.

–Ahora tengo la sensación de que estás jugando conmigo -comentó Daniel, y se echó a reír.

–Te estoy ofreciendo la oportunidad de que propongas alguna teoría.

–¿Yo? – preguntó Daniel.

Stephanie asintió.

–No puedo plantear una hipótesis sin tener acceso a toda la información. Supongo que los científicos utilizaron cosas como el microscopio electrónico, el espectrógrafo, la luz ultravioleta, además de los preceptivos análisis químicos.

–Todo eso y más. – Stephanie se reclinó en la silla con una sonrisa provocadora-. Así y todo, no hay ninguna teoría aceptada sobre cómo se produjo la imagen. Es un misterio, desde luego. Pero ¡venga! ¡Participa en el juego! ¿No se te ocurre nada con todos los detalles que te he dado?

–Tú eres quien ha leído los libros. Creo que te toca a ti plantear alguna hipótesis.

–Pues la tengo.

–No sé si debo atreverme a preguntar cuál es.

–Me inclino hacia lo divino. Este es mi razonamiento: si el sudario es la mortaja de Jesucristo, y si Jesús resucitó, y eso significa que pasó de lo material a lo inmaterial, presumiblemente en un instante, entonces el sudario recibió los efectos de la energía de la desmaterialización. Fue una descarga de energía lo que creó la imagen.

–¿Qué diantres es la energía de la desmaterialización? – preguntó Daniel, irritado.

–No estoy segura -contestó Stephanie, con una sonrisa-. Sin embargo tiene que haber una descarga de energía en una desmaterialización. Recuerda lo que pasa con una rápida decadencia de los elementos. Así funcionan las bombas atómicas.

–Supongo que no es necesario recordarte que estás empleando un razonamiento muy poco científico. Te vales de la imagen del sudario para justificar la desmaterialización y después usarás la desmaterialización para explicar el sudario.

–No tendrá nada de científico, pero para mí tiene sentido -declaró Stephanie, antes de echarse a reír-. También lo tiene para Ian Wilson, que describe la imagen del sudario como una instantánea de la resurrección.

–Bien, aunque solo sea por eso, desde luego me has convencido para que eche una ojeada a tu libro.

–¡No hasta que haya acabado! – bromeó Stephanie.

–¿Puedo preguntarte si toda esta información referente al sudario ha conseguido que cambie tu opinión sobre la utilización de la sangre de las manchas para tratar a Butler?

–Ha dado un giro de ciento ochenta grados -admitió Stephanie-. Ahora mismo estoy absolutamente a favor. Quiero decir, ¿por qué no utilizar algo potencialmente divino para beneficiarnos? Además, como tú dijiste en Washington, utilizar la sangre del sudario añadirá un toque de desafío y emoción a todo el asunto, al tiempo que nos facilita el placebo perfecto.

Daniel y Sthephanie levantaron las manos y las chocaron por encima de la mesa.

–¿Qué quieres de postre? – preguntó Daniel.

–No quiero. Pero si tú tomas, pediré un café descafeinado.

Daniel sacudió la cabeza.

–No quiero postre. Volvamos a casa. Quiero ver si ha llegado algún e-mail del grupo financiero. – Hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta.

–Pues yo quiero ver si hay algún mensaje de Butler -dijo Stephanie-. La otra cosa que averigüé del sudario es que necesitaremos su ayuda para conseguir una muestra. Sería imposible obtenerla por nuestra cuenta. La iglesia lo tiene guardado a cal y canto en una cápsula con una atmósfera de argón. También han comunicado categóricamente que no permitirán más pruebas. Después del fiasco de la datación de carbono, resulta comprensible.

–¿Se hicieron análisis de la sangre?

–Por supuesto. Resultó ser del tipo AB, que era mucho más común en el antiguo Oriente Próximo que ahora.

–¿Alguna prueba de ADN?

–Eso también -manifestó Stephanie-. Aislaron varios fragmentos específicos de genes, incluido un beta globulina del cromosoma once e incluso un amelogenin Y del cromosoma Y.

–Pues entonces ya lo tenemos -exclamó Daniel-. Si podemos hacernos con una muestra, será cosa de coser y cantar sacar los segmentos que necesitamos con nuestras sondas RSHT.

–Más vale que las cosas comiencen a pasar deprisa -le advirtió Stephanie-. De lo contrario, no dispondremos de las células a tiempo para las vacaciones del Senado.

–Soy muy consciente de ello. – Daniel cogió la tarjeta de crédito que le entregaba el camarero, y firmó el recibo-. Si el sudario acaba involucrado en esta historia, tendremos que viajar a Turín dentro de unos pocos días. Así que más vale que Butler espabile. En cuanto tengamos la muestra, volaremos directamente a Nassau desde Londres en British Airways. Lo averigüé esta tarde.

–¿No haremos el trabajo celular aquí, en nuestro laboratorio?

–Lamentablemente no podrá ser. Los óvulos están allí, no aquí, y no quiero correr el riesgo de que los envíen. Además los quiero frescos. Con un poco de suerte, quizá el laboratorio de la clínica esté tan bien equipado como han dicho, porque tendremos que hacerlo todo allí.

–Eso significa que nos marcharemos dentro de unos días y estaremos ausentes un mes o más.

–Así es. ¿Te supone algún problema?

–Supongo que no -dijo Stephanie-. No es mala época para pasar un mes en Nassau. Peter puede encargarse de mantener las cosas en marcha en el laboratorio. Pero tendré que ir a casa mañana o el domingo para ver a mi madre. Como ya sabes, no está muy bien de salud.

–Será mejor que vayas cuanto antes -opinó Daniel-. En cuanto Butler nos diga algo de la muestra del sudario, tendremos que salir pitando.


9


Sábado, 23 de febrero de 2002. Hora: 14.45



Daniel tuvo la sensación de que comenzaba a tener una vaga idea de lo que era sufrir un trastorno maníaco-depresivo cuando colgó el teléfono después de otra decepcionante conversación con el grupo de capitalistas de San Francisco. Momentos antes de la llamada, se sentía en la cima del mundo después de escribir un bosquejo de sus actividades para el mes siguiente. Ahora que contaba con el apoyo entusiasta de Stephanie en el plan de tratar a Butler, incluida la utilización de la sangre de la Sábana Santa, las cosas comenzaban a encajar. Aquella mañana, habían redactado entre los dos un documento de descargo para que lo firmara Butler y se lo habían enviado por correo electrónico. Según las instrucciones, el senador tendría que firmarlo con Carol Manning como testigo y luego enviarlo por fax.

Mientras Stephanie entraba en el laboratorio para ocuparse del cultivo de los fibroblastos de Butler, Daniel se había convencido a sí mismo de que las cosas iban tan bien que era razonable llamar a los hombres del dinero con la ilusión de hacerles cambiar de parecer respecto a autorizar la segunda línea de financiación. Sin embargo, la llamada no había ido bien. La persona clave había acabado la conversación con la advertencia de que Daniel no volviera a llamarlo hasta tener la prueba escrita de que no prohibirían el RSHT. El banquero le había explicado que a la vista de los recientes acontecimientos, la palabra, en particular en forma de comentarios generales, no era bastante. El banquero había añadido que si dicha documentación no llegaba en un futuro muy próximo, el dinero asignado a CURE sería transferido a otra muy prometedora firma biotecnológica cuya propiedad intelectual no estaba amenazada políticamente.

Daniel se dejó caer en la silla con las nalgas apoyadas precariamente en el borde y la cabeza apoyada en el respaldo. La idea de volver al seguro pero poco rentable trabajo académico, con sus infinitas trabas burocráticas, comenzaba a parecerle cada vez más atractiva. Ahora comenzaba a detestar los bruscos altibajos en sus intentos por conseguir la celebridad y el dinero que, a su juicio, se merecía. Le parecía insultante que a las estrellas de cine les bastara memorizar unas pocas frases y a los famosos atletas la destreza con un bate o una pelota para convertirse en millonarios colmados de honores. Con sus antecedentes y su brillante descubrimiento, resultaba ridículo que tuviese que pasar por tantas angustias y apuros económicos. Stephanie asomó la cabeza.

–¿Quieres saber algo? – dijo con un tono animado-. Las cosas van requetebién con el cultivo de los fibroblastos de Butler. Gracias a la atmósfera de un cinco por ciento de CO2 y aire, ya se ha comenzado a formar una monocapa. Las células estarán listas antes de lo que pensaba.

–Maravilloso -afirmó Daniel con un tono lúgubre.

–¿Ahora cuál es el problema? – preguntó Stephanie. Entró en el despacho y se sentó-. Tienes todo el aspecto de estar a punto de fundirte en el suelo. ¿A qué viene la cara larga?

–¡No preguntes! Es la misma historia de siempre: el dinero, o mejor dicho su falta.

–Supongo que eso significa que has vuelto a llamar a los financieros.

–¡Podrías trabajar de vidente! – replicó Daniel con tono sarcástico.

–¡Dios santo! ¿Por qué te torturas?

–Así que ahora crees que lo hago porque me gusta sufrir.

–Así es si continúas llamándoles. Por lo que dijiste ayer, sus intenciones eran muy claras.

–Pero el plan Butler sigue adelante. La situación evoluciona.

Stephanie cerró los ojos por un momento y realizó un par de inspiraciones profundas.

–Daniel -comenzó, mientras pensaba en las palabras más adecuadas para expresar lo que iba a decirle sin irritarlo-, no puedes esperar que los demás vean el mundo como tú. Eres un hombre brillante, quizá demasiado inteligente para tu propio bien. Hay otras personas que no ven el mundo de la misma manera. Me refiero a que no pueden pensar como tú lo haces.

–¿Piensas que soy un niño? – Daniel miró a su amante, colaboradora científica y socia. Últimamente, con la tensión de los acontecimientos, era cada vez más lo último que lo primero, y la empresa no iba nada bien.

–¡Cielos, no! – negó Stephanie rotundamente. Antes de que la joven pudiera continuar, sonó el teléfono. El estridente sonido los sobresaltó a los dos.

Daniel tendió la mano hacia el teléfono, pero no lo cogió. Miró a Stephanie.

–¿Esperas alguna llamada?

Stephanie sacudió la cabeza.

–¿Quién puede llamar a la oficina un sábado?

–Quizá sea para Peter -dijo Stephanie-. Está en el laboratorio.

Daniel cogió el teléfono y pronunció el nombre completo de la empresa en lugar del acrónimo.

–Soy el doctor Spencer Wingate de la clínica Wingate. Llamo desde Nassau y quiero hablar con el doctor Daniel Lowell.

Daniel le indicó a Stephanie con un gesto para que fuera a la recepción y cogiera la extensión de Vicky. Luego se dio a conocer a su interlocutor.

–Desde luego no esperaba que atendiera usted el teléfono, doctor -comentó Spencer.

–Nuestra recepcionista no trabaja los sábados.

–¡Vaya! – exclamó Spencer, y se echó a reír-. No me di cuenta de que era fin de semana. Desde que abrimos la clínica, hemos estado trabajando veinticuatro horas al día, los siete días de la semana para ir arreglando los fallos. Mil perdones si le causo una molestia.

–No nos molesta en lo más mínimo -le tranquilizó Daniel. Escuchó el débil clic cuando Stephanie cogió el teléfono de la recepción-. ¿Hay algún problema referente a nuestra conversación de ayer?

–Todo lo contrario -respondió Spencer-. Me preocupaba que hubiese habido algún cambio de su parte. Dijo que llamaría anoche o esta mañana a más tardar.

–Tiene razón, lo dije. Lo siento mucho. He estado esperando tener alguna noticia sobre la Sábana Santa antes de poner las cosas en marcha. Le pido disculpas por no haberlo llamado.

–No es necesario que se disculpe. Aunque no había tenido noticias suyas, lo llamo para informarle de que ya he hablado con un neurocirujano, el doctor Rashid Nawaz, que tiene su consulta en Nassau. Es un cirujano paquistaní que cursó sus estudios en Londres y que según me han dicho, tiene un gran talento. Incluso tiene algo de experiencia en los implantes de células fetales y le interesa mucho colaborar. También está de acuerdo en hacer los arreglos para que traigan el equipo estereotáxico del hospital Princess Margaret.

–¿Le mencionó que se le pide la máxima discreción?

–Por supuesto, y está de acuerdo.

–Perfecto -dijo Daniel-. ¿Hablaron de la tarifa?

–Sí. Quiere cobrar algo más de lo que yo había calculado, quizá debido a la discreción. Pide mil dólares.

Daniel debatió consigo mismo por un instante si debía hacer el esfuerzo de negociar. Mil dólares era un aumento considerable respecto a los doscientos o trescientos dólares del principio. Pero no era su dinero, y al final le dijo a Spencer que cerrara el trato.

–¿Alguna información nueva sobre cuándo debemos esperarlo? – preguntó Spencer.

–No por el momento. Se lo haré saber tan pronto como pueda.

–De acuerdo. Ya que lo tengo al teléfono, hay algunos detalles que quisiera discutir.

–Por supuesto.

–En primer lugar, quisiéramos que nos enviara la mitad de la tarifa convenida -dijo Spencer-. Le puedo enviar los datos bancarios por fax.

–¿Quieren el dinero inmediatamente?

–Quisiéramos recibirlo tan pronto como sepamos la fecha de su llegada. Eso nos permitiría buscar al personal más adecuado. ¿Le crea problema?

–Supongo que no -admitió Daniel.

–Bien. Por otro lado, nos gustaría llegar a un acuerdo para que nuestro personal, y en particular el doctor Paul Saunders, participara en un cursillo sobre el procedimiento RSHT, además de la oportunidad de tratar con ustedes en su momento una licencia para el uso del RSHT y los precios de los materiales requeridos.

Daniel vaciló. La intuición le decía que le estaba presionando como consecuencia de haber accedido sin discusión a la tarifa acordada el día anterior. Carraspeó.

–No tengo ningún inconveniente a que el doctor Saunders presencie el procedimiento. Sin embargo, en el tema de la licencia, me temo que no estoy autorizado a conceder dicha solicitud. CURE es una corporación con una junta de directores que debe autorizar cualquier acuerdo, con la debida consideración a sus accionistas. Pero como actual director ejecutivo, le doy mi palabra de que cuando tratemos el tema, la ayuda que nos presta ahora será tenida en consideración.

–Quizá estaba pidiendo más de la cuenta -comentó Spencer amigablemente. Se rió-. Pero como dicen, no se pierde nada por intentarlo.

Daniel puso los ojos en blanco, dolido por las indignidades que debía soportar.

–Una última cosa -dijo Wingate-. Nos gustaría saber el nombre del paciente, y así poder iniciar el trámite de ingreso y su historial. Quisiéramos tenerlo todo preparado para cuando llegue.

–No habrá ningún historial -respondió Daniel con un tono seco-. Ayer dejé bien claro que el tratamiento será realizado en el más absoluto secreto.

–Necesitamos identificar al paciente para las pruebas de laboratorio y demás -insistió Spencer.

–Llámelo paciente X o John Smith. No tiene ninguna importancia. Le adelanto que el paciente estará en la clínica como máximo un día. Nosotros estaremos con él todo el tiempo, y nos encargaremos de todas las pruebas de laboratorio.

–¿Qué pasa si las autoridades locales plantean algún problema a la admisión?

–¿Es eso probable?

–No, supongo que no. Pero si lo hacen, no tengo muy claro qué debo responderles.

–Confío en que, con su experiencia en el trato con las autoridades durante la construcción de la clínica, será capaz de improvisar. Esa es parte de la razón por la que les vamos a pagar cuarenta mil dólares. Asegúrese de que no harán preguntas.

–Para eso tendríamos que pagar un par de sobornos. Quizá si usted estuviese dispuesto a subir el precio otros cinco mil, podríamos garantizarle que no habrá ningún problema con las autoridades.

Daniel no respondió inmediatamente porque primero tuvo que controlar su furia. Detestaba que lo manipularan, sobre todo cuando lo hacía un payaso del calibre de Wingate.

–De acuerdo -aceptó finalmente, sin disimular la irritación-. Les enviaremos veintidós mil quinientos dólares. Sin embargo, quiero su garantía personal que todo irá como una seda a partir de ahora, y que no habrá más exigencias.

–Tiene usted mi garantía como fundador de la clínica Wingate de que haremos todos los esfuerzos para que su trato con nosotros responda a todas sus expectativas y más completa satisfacción.

–Recibirá noticias nuestras dentro de muy poco.

–¡Aquí estaremos!


El tremendo estrépito de las turbinas hizo vibrar las paredes de la oficina de Spencer cuando un Boeing 767 intercontinental sobrevoló la clínica Wingate a una altitud inferior a los doscientos metros en su trayectoria de aterrizaje. Gracias al aislamiento acústico del edificio, la vibración era más táctil que audible y lo bastante fuerte como para mover la colección de diplomas enmarcados. Spencer ya estaba habituado al paso de los aviones y no les prestaba ninguna atención más allá de enderezar los cuadros de vez en cuando.

–¿Qué te ha parecido? – gritó Spencer a través de la puerta abierta.

Paul Saunders apareció en el umbral después de haber escuchado la conversación con Daniel desde su despacho.

–Vamos a mirarlo por el lado positivo. No has averiguado el nombre del paciente, pero sí has conseguido eliminar casi a la mitad de las personas ricas y famosas de este mundo. Ahora sabemos que es un hombre.

–Muy gracioso. Tampoco esperábamos que nos sirviera el nombre en bandeja de plata. En cambio, conseguí que subiera a cuarenta y cinco mil y aceptara que tú puedas presenciar su trabajo celular. No está nada mal.

–Vale, pero no le presionaste en el asunto de las licencias. Eso es algo que podría ahorrarnos una considerable cantidad de dinero con nuestra floreciente terapia con células madre.

–Sí, lo sé, pero tiene un motivo. Preside una empresa.

–Puede que sea una empresa, pero es una compañía privada, y te apuesto lo que quieras a que él es el principal accionista.

–Todo es cuestión de dar y recibir. La cuestión es que no lo espanté. Recuerda que esa era una de nuestras principales preocupaciones: que si le presionábamos demasiado se fuera a alguna otra parte.

–He reconsiderado esa preocupación, siempre y cuando nos haya dicho la verdad sobre los plazos. Probablemente seamos los únicos que podemos proveerle de un día para otro un laboratorio de primera clase, instalaciones hospitalarias y ovocitos humanos sin hacer preguntas. Pero todo eso no tiene importancia. Nuestra mayor oportunidad para forrarnos está en averiguar el nombre del paciente. No me cabe ninguna duda, y cuanto antes lo averigüemos mejor para todos.

–Estoy de acuerdo; con ese fin averigüé que Lowell estaba hoy en su despacho, cosa que era el verdadero propósito de la llamada.

–¡Admito que en eso te has apuntado un tanto! En cuanto colgaste, llamé a Kurt Hermann para comunicárselo. Dijo que le transmitiría la información inmediatamente a su compatriota en Boston, que está a la espera de allanar el apartamento de Lowell.

–Confío en que este compatriota, como acabas de llamarlo, sea capaz de actuar con finura. Si Lowell se asusta, o, lo que es peor, resulta herido, todo este asunto podría irse al traste.

–Le transmití muy claramente a Kurt tu preocupación referente a cualquier maltrato.

–¿Qué te respondió?

–Ya sabes que Kurt no es muy hablador. Pero captó el mensaje.

–Espero que tengas razón, porque nos vendría muy bien una buena racha financiera. Con lo que hemos gastado para edificar la clínica y ponerla en marcha, las arcas están casi vacías, y más allá de nuestro trabajo con las células madre, no hay mucha actividad a la vista en lo que se refiere a la reproducción asistida.


–El doctor Spencer suena precisamente como el tipejo que me temía -comentó Stephanie. Acababa de entrar en el despacho de Daniel después de escuchar la conversación por el supletorio-. Habla del soborno como si fuese el pan nuestro de cada día.

–Quizá lo sea en las Bahamas.

–Espero que sea un tipo bajo, gordo y con una verruga en la nariz.

Daniel miró a Stephanie con una expresión confusa.

–Quizá también es un fumador empedernido y tiene mal aliento.

–¿Se puede saber de qué demonios hablas?

–Si Spencer Wingate tiene una pinta en consonancia con cómo suena, y quizá no pierda mi fe en la profesión médica. Sé que es irracional, pero no quiero que se parezca en lo más mínimo a la imagen mental que tengo de los médicos. Me aterra creer que sea un médico que ejerza, y eso también va por sus compañeros.

–¡Oh, vamos, Stephanie! No puedes ser así de ingenua. La profesión médica, como cualquier otra, dista mucho de ser perfecta. Los hay buenos y malos, con una amplia mayoría entre los dos extremos.

–Creía que la autorregulación formaba parte del concepto de la profesión. En cualquier caso, lo que me preocupa es que mis instintos no dejan de advertirme de que trabajar con estas personas no es una buena idea.

–Por última vez -dijo Daniel con tono de impaciencia-, no estamos trabajando con estos payasos. ¡Dios no lo quiera! Vamos a utilizar sus instalaciones y nada más. Fin de la historia.

–Confiemos en que todo sea así de sencillo -manifestó Stephanie.

El científico miró a su compañera. Llevaban juntos el tiempo suficiente como para saber que ella no se creía sus palabras, y le molestó que no le diera más apoyo. El problema radicaba en que al manifestar ella sus dudas, conseguía que prestara atención a las suyas, que intentaba dejar en un segundo plano. Quería creer que todo el asunto funcionaría sin problemas y que no tardaría en acabarse, pero el negativismo de Stephanie socavaba sus expectativas.

Se escuchó una llamada de teléfono en la recepción, y el fax se puso en marcha.

–Voy a ver qué nos mandan -dijo Stephanie. Se levantó y salió de la habitación.

Daniel la observó mientras salía. Era un alivio escapar de su mirada.

La gente le irritaba; incluso Stephanie en algunas ocasiones. Se preguntó si no estaría mejor solo.

–Es el documento de descargo de Butler -le gritó Stephanie-. Firmado por él y el testigo. Añade en una nota que envía el original por correo.

–¡Fantástico! – respondió Daniel a voz en cuello. Al menos la cooperación de Butler era alentadora.

–En la portada pregunta si hemos mirado nuestro e-mail esta tarde. – Stephanie apareció en el umbral con una expresión interrogativa-. Yo no lo he mirado. ¿Tú lo has hecho?

Daniel sacudió la cabeza, y luego se conectó a la red. En la nueva cuenta de correo abierta para el tratamiento de Butler, había un mensaje del senador.

Stephanie se acercó para mirar por encima del hombro de Daniel mientras lo abría.


Mis queridos doctores:

Confío en que este mensaje los encuentre ocupados con los preparativos de mi tratamiento. Yo también he estado productivamente ocupado y me alegra informarles de que los custodios de la Sábana Santa se han mostrado muy dispuestos, gracias a la intervención de un colega muy influyente. Tienen que viajar a Turín a la mayor brevedad posible. Cuando lleguen, tendrán que llamar a la cancillería de la archidiócesis de Turín y preguntar por monseñor Mansoni. Informarán a monseñor de que son ustedes mis representantes. Tengo entendido que monseñor arreglará un encuentro en un lugar apropiado para hacerles entrega de la muestra sagrada. Por favor, comprendan que esto debe hacerse con la mayor discreción y secreto, para no poner en un compromiso a mi estimado colega. Reciban los saludos de su más cordial amigo.


A.B.


Daniel se entretuvo un momento para borrar el mensaje. Stephanie y él habían decidido borrar todos los mensajes del senador para reducir al mínimo cualquier rastro de su actividad. Después de borrarlo, miró a su compañera.


–El senador está cumpliendo su parte a rajatabla.

–Estoy impresionada -admitió Stephanie-, y también nerviosa. El asunto está adquiriendo un muy claro toque de intriga internacional.

–¿Cuándo estarás preparada para marchar? Alitalia tiene vuelos a Roma todas las tardes con conexiones a Turín. Recuerda que tienes que llevar todo lo necesario para un mes.

–Hacer las maletas no es problema. Mis dos problemas son mi madre y el cultivo del tejido de Butler. Como te dije, tengo que pasar algún tiempo con mi madre. También quiero que el cultivo esté en un punto en el que Peter pueda continuar supervisándolo.

–¿Cuánto tiempo calculas para el cultivo?

–No mucho. Tal como lo vi cuando vine, me daré por satisfecha si está mañana por la mañana. Solo quiero asegurarme de que se está formando una monocapa auténtica. Entonces Peter podrá mantenerla y criopreservarla. Mi plan es que me envíe una parte a Nassau en un contenedor de nitrógeno líquido cuando estemos preparados para utilizarlo. Mantendremos aquí el resto por si lo necesitamos en el futuro.

–No seamos pesimistas. ¿Qué hay de tu madre?

–Mañana estaré con ella unas cuantas horas. Siempre está en casa los domingos. Cocina para toda la familia.

–Entonces, ¿es posible que estés preparada para partir mañana por la noche?

–Por supuesto, si hago las maletas esta noche.

–Pues volvamos al apartamento ahora mismo. Haré todas las llamadas desde casa.

Stephanie fue al laboratorio para recoger el ordenador portátil y el abrigo. Después de asegurarse de que Peter vendría a la mañana siguiente para hablar del cultivo del senador, volvió a la recepción. Se encontró con que Daniel la esperaba impaciente, con la puerta abierta.

–¡Vaya, sí que tienes prisa! – comentó Stephanie. Por lo general era ella quien tenía que esperar a Daniel. Cada vez que iban a alguna parte, él siempre encontraba alguna cosa más que hacer.

–Son casi las cuatro, y no quiero darte ninguna excusa para no estar lista para marcharte mañana por la noche. Recuerda lo que tardaste para hacer las maletas cuando fuimos a Washington solo por un par de noches, y ahora nos vamos un mes. Estoy seguro de que tardarás más de lo que crees.

Stephanie sonrió. No se equivocaba porque, entre otras cosas, tenía que planchar algunas prendas. Además, acababa de recordar que tendría que pasar por la perfumería. Sin embargo, lo que no se esperaba fue la conducción temeraria de Daniel en cuanto se pusieron en marcha. Se atrevió a mirar el velocímetro cuando pasaban como una exhalación por Memorial Drive. Iban casi a ochenta en una zona donde la velocidad máxima era de cincuenta.

–¡Eh, afloja un poco! – alcanzó a decir Stephanie-. Estás conduciendo como uno de esos taxistas de los que tanto te quejas.

–Lo siento -se disculpó Daniel. Aminoró un poco.

–Te prometo que estaré lista a tiempo, así que no es necesario que arriesguemos nuestras vidas. – Stephanie miró a Daniel para ver si se había dado cuenta de que ella intentaba ser graciosa, pero su expresión no cambió.

–Estoy ansioso por acabar con todo este desgraciado asunto ahora que tengo la sensación de que estamos en marcha -comentó sin apartar la mirada de la carretera.

–Se me acaba de ocurrir algo que debería hacer -dijo Stephanie-. Voy a programar el móvil para enviar un aviso cuando llegue un e-mail de Butler. De esa manera podemos conectarnos a la red inmediatamente.

–Buena idea -aprobó Daniel.

Aparcaron delante mismo de la casa. Daniel apagó el motor y se apeó a toda prisa. Ya estaba casi en la puerta en el momento en que Stephanie acababa de recoger el ordenador del asiento trasero. Ella se encogió de hombros.

Daniel se convertía en el típico profesor despistado cuando se centraba en una cosa. Podía olvidarse de ella totalmente, como ocurría ahora. Pero Stephanie no se lo tomaba como algo personal. Lo conocía muy bien.

Daniel subió las escaleras de dos en dos mientras decidía si primero llamaría a la línea aérea para reservar los billetes y luego se pondría en contacto con la gente de la clínica. Consideró que reservar hotel para una sola noche de estancia en Turín sería suficiente. Entonces recordó que debía pedirle a Spencer el número de la cuenta de su banco en Nassau y dejar resuelto el tema del dinero.

Llegó al rellano del tercer piso y se detuvo mientras sacaba las llaves. Fue en aquel momento cuando advirtió que la puerta del apartamento estaba entreabierta. Durante una fracción de segundo, intentó recordar quién había sido el último en salir aquella mañana: él o Stephanie. Entonces recordó que había sido él, porque había vuelto para recoger el billetero. Recordaba claramente haber cerrado la puerta con una doble vuelta de llave.

El ruido de la puerta principal al abrirse y cerrarse subió por la caja de la escalera seguido por las pisadas de Stephanie en los viejos escalones. No se escuchaban más ruidos en la casa. Los vecinos del primer piso se había marchado al Caribe de vacaciones y el del segundo nunca estaba en casa durante el día. Era un matemático que estaba siempre en el centro de informática del MIT y solo iba a casa a dormir.

Con mucho cuidado, Daniel abrió la puerta para ver mejor el recibidor. Ahora veía todo el pasillo hasta la sala. Como el sol estaba a punto de ponerse, el apartamento estaba a oscuras. De pronto, vio el destello de una linterna cuando el rayo iluminó la pared de la sala. Al mismo tiempo, escuchó cerrarse uno de los cajones de su archivador.

–¿Quién demonios está aquí? – gritó a voz en cuello. Estaba indignado por el hecho de que un intruso se hubiera metido en su apartamento, pero no era tonto. Aunque era obvio que el intruso había entrado por la puerta principal, estaba seguro de que había recorrido todo el piso y había encontrado la salida de emergencia que daba a la escalera de incendios en el estudio. Mientras cogía el móvil para llamar a la policía, esperaba que el ladrón escapara por aquella ruta.

Para su gran sorpresa, el intruso apareció inmediatamente en la línea de visión de Daniel y lo cegó con la linterna. Intentó protegerse los ojos con una mano. No lo consiguió del todo, pero sí lo suficiente para ver cómo el hombre avanzaba hacia él a toda velocidad. Antes de que pudiera reaccionar fue apartado bruscamente por una mano enguantada, con tanta fuerza que rebotó en la pared. Le zumbaron los oídos mientras recuperaba el equilibrio.

Vio a un hombre alto y fornido vestido con prendas negras ajustadas y la cabeza cubierta con un pasamontañas del mismo color que bajaba las escaleras sin hacer ni un ruido. Al grito de sorpresa de Stephanie le siguió el ruido del portazo cuando el intruso escapó del edificio.

Daniel corrió a la balaustrada y dirigió su mirada hacia abajo. En el rellano del segundo piso, Stephanie estaba pegada a la puerta del apartamento del matemático con el ordenador portátil apretado contra el pecho. El rostro se le había quedado sin sangre del susto.

–¿Estás bien? – le preguntó.

–¿Quién demonios era ese? – replicó ella.

–Un maldito ladrón -respondió Daniel. Se volvió para mirar la puerta. Stephanie subió el último tramo y miró por encima de su hombro-. Al menos, no rompió la puerta -añadió el científico-. Sin duda tenía una llave.

–¿Estás seguro de que estaba cerrada?

–¡Absolutamente! Recuerdo muy bien que cerré con dos vueltas de llave.

–¿Quién más tiene llave?

–Nadie -respondió Daniel-. Solo hay dos. Fueron todas las que mandé hacer cuando compré el apartamento y cambié las cerraduras.

–Tuvo que abrirla con una ganzúa.

–Si lo hizo, entonces se trata de un profesional. Pero ¿por qué iba un profesional a entrar en mi apartamento? No poseo nada de valor.

–¡Oh, no! – exclamó Stephanie repentinamente-. Dejé todas las joyas que tengo encima del tocador, incluido el reloj de brillantes de mi abuela. – Apartó ligeramente a Daniel y se dirigió al dormitorio.

Daniel la siguió por el pasillo.

–Eso me recuerda que fui lo bastante idiota como para dejarme encima de la mesa todo el dinero que saqué anoche del cajero automático.

Daniel entró en el despacho. Para su estupor, el dinero estaba exactamente donde lo había dejado: exactamente en el centro de la carpeta. Lo cogió, y cuando lo hizo se dio cuenta de que habían movido todo lo que se encontraba encima de la mesa. Admitía que no era la persona más pulcra en el mundo, pero era extremadamente bien organizado. Podía haber montones de correspondencia, facturas y revistas científicas sobre la mesa, pero sabía su ubicación exacta, aunque no el orden dentro de cada montón.

Su mirada se fijó en el archivador de cuatro cajones. Hasta las fotocopias de los artículos científicos apiladas sobre el mueble a la espera de ser archivadas habían sido movidas. No las habían movido mucho, pero su posición era otra.

Stephanie apareció en el umbral. Parecía más tranquila.

–Debimos llegar a casa justo a tiempo. Al parecer, no tuvo la oportunidad de entrar en el dormitorio. Todas mis alhajas estaban donde las dejé anoche.

Daniel le mostró el fajo de billetes.

–Ni siquiera se llevó el dinero, y no hay duda de que entró aquí. Stephanie se rió con una risa hueca.

–¿Qué clase de ladrón era este?

–No me parece en absoluto divertido -afirmó Daniel. Abrió uno tras otro los cajones del archivador y la mesa para verificar que los habían revisado.

–A mí tampoco me parece divertido -protestó Stephanie-. Solo intento usar el humor como una manera de calmar mis verdaderos sentimientos.

–¿De qué estás hablando?

Stephanie sacudió la cabeza. Le costaba respirar. Consiguió controlar las lágrimas, aunque temblaba visiblemente.

–Estoy muy alterada. Este tipo de acontecimientos inesperados me perturban. El hecho de que alguien entrara aquí, que invadiera nuestra intimidad, me provoca una sensación como si me hubiesen violado. Pone de manifiesto que estamos viviendo en medio del peligro, incluso cuando no lo percibimos.

–Yo también estoy afectado, aunque no filosóficamente. Me altera porque aquí hay algo que no comprendo. Tengo muy claro que el intruso no era un simple ladrón. Buscaba algo determinado, y no tengo idea de qué puede ser. Eso es preocupante.

–¿No crees sencillamente que llegamos antes de que pudiera llevarse alguna cosa?

–Llevaba aquí bastante tiempo, desde luego el suficiente para apropiarse de las cosas de valor, si eso era lo que buscaba. Tuvo tiempo para revisar la mesa y quizá incluso el archivador.

–¿Cómo lo sabes?

–Sencillamente lo sé debido a que soy compulsivo. Este hombre era un profesional, y buscaba algo en particular.

–¿Te refieres a algo así como la propiedad intelectual, quizá asociada al RSHT?

–Es posible, pero lo dudo. Todo eso está protegido por las patentes. Además, en ese caso, no hubiese venido aquí, sino a la oficina.

–¿Qué nos queda?

–No lo sé -admitió Daniel, y se encogió de hombros.

–¿Llamaste a la policía?

–Comencé a marcar el número, pero entonces fue cuando salió corriendo. Ahora no sé si llamar o no.

–¿Por qué no? – preguntó Stephanie, sorprendida.

–¿Qué podrían hacer? El hombre ya se ha marchado. No parece faltar nada, así que no hay nada que denunciar al seguro, y además no tengo muy claro de que quiera responder a un montón de preguntas referente a nuestras actividades en los últimos tiempos, si es que sale el tema. Además, nos vamos mañana por la noche, y no quiero que nada nos retrase.

–¡Espera un momento! – exclamó Stephanie-. ¿Qué pasa si este episodio tiene algo que ver con Butler?

Daniel miró a su amante con los ojos muy abiertos.

–¿Cómo y por qué podría involucrar a Butler?

Stephanie sostuvo la mirada de su compañero. El sonido del motor de la nevera al ponerse en marcha en la cocina rompió el silencio.

–No lo sé -respondió finalmente-. Solo estaba pensando en sus relaciones con el FBI y en que te hizo investigar. Quizá todavía no han acabado.

Daniel asintió mientras consideraba la idea de Stephanie; se dio cuenta de que no podía descartarla sin más, aunque parecía un tanto estrafalaria. Después de todo, el encuentro clandestino con el senador, dos noches atrás, también había sido estrafalario.

–Intentemos olvidar todo este incidente por el momento -propuso Daniel-. Tenemos mucho que preparar, así que manos a la obra.

–De acuerdo -dijo Stephanie, y se armó de valor-. Quizá ocuparme del equipaje me ayudará a relajarme. En cualquier caso, creo que deberíamos llamar a Peter, no vaya a ser que a este personaje se le ocurra asaltar la oficina.

–Buena idea. Pero no le diremos nada de Butler. Tú no le has dicho nada, ¿verdad?

–No, ni una palabra.

–¡Perfecto! – afirmó Daniel, y cogió el teléfono.