Stephanie se despertó muy temprano y de inmediato comenzó a
ocuparse de los detalles del proyecto Butler. Su intuición negativa
respecto a tratar la enfermedad de Parkinson que padecía el senador
no había cambiado, pero había demasiadas cosas que hacer como para
obsesionarse con sus sentimientos. Incluso antes de ducharse había
utilizado su ordenador portátil para enviar una serie de mensajes
referentes a la biopsia al senador.
Primero, quería tener la biopsia lo antes posible; segundo,
quería estar absolutamente segura de que fuese una muestra de todo
el grosor de la piel, porque necesitaría las células más profundas
de la dermis; y tercero, quería que la muestra se la enviaran
sumergida en un caldo de cultivo de tejido y no congelada o
enfriada. Estaba segura de que la muestra se conservaría sin
problemas a temperatura ambiente hasta que llegara a su laboratorio
en Cambridge, donde podría tratarla apropiadamente. El objetivo era
crear un cultivo de los fibroblastos del senador, y a partir de sus
núcleos crear las células para el tratamiento. Siempre había
obtenido mejores resultados con las células frescas que con las
congeladas cuando realizaba el RSHT seguido de la transferencia
nuclear, o clonación terapéutica, como insistían algunas personas
en llamar al proceso.
Para sorpresa de Stephanie y a pesar de lo temprano de la
hora, el senador le respondió al mensaje sin tardanza, una prueba
de que no solo era madrugador sino que estaba comprometido con el
proyecto, había dicho la noche anterior. En su mensaje le aseguraba
que ya había llamado a su médico y que en cuanto le respondiera, él
le comunicaría sus recomendaciones e insistiría en que se siguieran
al pie de la letra.
Daniel se mostró muy activo desde el momento en que apartó
las mantas. Él también conectó su ordenador portátil, para enviar
una serie de mensajes. Vestido solo con un albornoz del hotel,
escribió un mensaje a un grupo de inversores de riesgo en la costa
Oeste que había manifestado su interés en invertir en CURE, pero
que no estaban dispuestos a hacer ninguna aportación hasta no saber
qué pasaría con el proyecto de ley del senador Butler. Daniel
quería hacerles saber que el proyecto estaba destinado a dormir el
sueño de los justos en los archivos del subcomité y que ya no
representaba una amenaza. También le hubiese gustado explicarles
cómo se había enterado, pero no podía hacerlo. No esperaba que los
posibles inversores le respondieran hasta al cabo de unas cuantas
horas, dado que eran las cuatro de la mañana en la costa Oeste
cuando envió su mensaje por la red. Sin embargo, tenía confianza en
la respuesta.
Se permitieron el lujo de pedir que les sirvieran el desayuno
en la habitación. A insistencia de Daniel, incluyó un ramo de
mimosas. Con un tono divertido, le comentó a Stephanie que ya se
podía ir acostumbrando a ese estilo de vida, porque sería el
habitual en cuanto CURE se convirtiera en una empresa
pública.
–Estoy un poco harto de la pobreza académica -declaró-.
¡Vamos a figurar en la lista de los mejores, y nos comportaremos
como tales!
A las nueve y cuarto se llevaron una sorpresa cuando los
llamaron de la recepción para comunicarles que un mensajero había
traído un paquete con el sello de urgente enviado por la doctora
Claire Schneider. El recepcionista preguntó si deseaban que se lo
subieran a la habitación, y ambos respondieron afirmativamente. Tal
como suponían, en el paquete estaba la biopsia de la piel de
Butler, y ambos se sintieron impresionados por la eficacia del
senador. Había llegado unas cuantas horas antes de lo
esperado.
Con la biopsia en su poder, pudieron coger el vuelo de las
diez y media a Boston, y llegaron al aeropuerto Logan unos minutos
después de las doce. Después de un viaje en taxi todavía más
espeluznante que los de Washington, al menos en opinión de Daniel,
con un taxista paquistaní en un vehículo destartalado, llegaron al
edificio de apartamentos Appleton Street donde vivía Daniel. Se
cambiaron y después de un almuerzo rápido fueron en el Ford Focus
de Daniel hasta el local de CURE en Athenaeum Street, East
Cambridge. La compañía ocupaba un local en la planta baja a la
derecha de la entrada.
Cuando Daniel había fundado CURE, la empresa ocupó casi toda
la planta baja del renovado edificio de oficinas del siglo xix,
pero después, con la escasez de fondos, el primer recorte fue el de
espacio. En la actualidad, solo conservaba una décima parte del
original, con un único laboratorio, dos despachos pequeños y una
recepción. Luego se marchó el personal no esencial. Ahora
trabajaban Daniel y Stephanie, que no cobraban sus salarios desde
hacía cuatro meses, un científico llamado Peter Conway, Vicky
McGowan que oficiaba de telefonista, recepcionista y secretaria, y
tres técnicos de laboratorio que muy pronto se reducirían a dos o
quizá incluso uno, aunque Daniel no había tomado aún una decisión
en firme. No había tocado para nada la junta de directores, el
consejo asesor científico, y el comité de ética, y no pensaba
comentarles absolutamente nada del caso Butler.
–Son solo las dos y treinta y cinco -comentó Stephanie,
después de cerrar la puerta-. Diría que vamos muy bien de horario,
si tenemos en cuenta que nos levantamos en
Washington.
Daniel se limitó a un gruñido. Ahora mismo prestaba atención
a Vicky, que le entregó un montón de mensajes telefónicos, algunos
de los cuales necesitaban una explicación. Entre ellos estaba el
del grupo de inversores de la costa Oeste que habían llamado en
lugar de responder al e-mail de Daniel. Según Vicky, no estaban muy
satisfechos con la información recibida y exigían más
detalles.
Stephanie dejó que Daniel se ocupara de los temas económicos
y se fue a su laboratorio. Saludó a Peter, que estaba sentado
delante de uno de los microscopios diseccionadores. Mientras Daniel
y Stephanie viajaban a Washington, él se había quedado para
mantener en marcha todos los experimentos de la
compañía.
Dejó el ordenador portátil en la mesa de laboratorio que
utilizaba como escritorio; su despacho privado había caído en el
recorte de espacio. Con el frasco de la biopsia de Butler en la
mano, fue a una zona de trabajo del laboratorio. Sacó el trozo de
piel con unas pinzas, lo picó, y luego puso el material picado en
un caldo de cultivo fresco, junto con varios antibióticos. Vació el
preparado en un frasco, lo metió en la incubadora, y volvió a su
mesa.
–¿Qué tal han ido las cosas por Washington? – le preguntó
Peter. Era un hombre de constitución delgada que parecía un
adolescente, a pesar de ser mayor que Stephanie. Sus
características más notables eran sus prendas andrajosas y una
larga cabellera rubia recogida en una coleta. Stephanie siempre
había pensado que podría haber sido un modelo ideal de la época
hippie.
–No ha estado mal -respondió Stephanie sin más detalles. Ella
y Daniel habían decidido no hablar con los demás del senador Butler
hasta después de aplicar el procedimiento.
–¿Así que seguimos funcionando? – quiso saber
Peter.
–Eso parece. – Enchufó el ordenador y lo encendió. En
cuestión de segundos, se conectó a la red.
–¿Llegará el dinero de San Francisco? – insistió
Peter.
–Tendrás que preguntárselo a Daniel. Intento mantenerme
apartada de los temas financieros.
Peter captó el mensaje implícito y volvió a su
trabajo.
Stephanie había estado impaciente por averiguar más cosas de
la Sábana Santa de Turín desde el momento en que Daniel le había
propuesto que fuese su contribución inicial al proyecto Butler.
Había pensado en hacerlo aquella mañana después de ducharse y antes
de recibir la biopsia del senador, pero después decidió no hacerlo
porque conectarse a la red a través del módem le parecía
terriblemente lento, mal acostumbrada como estaba por la conexión
de banda ancha de CURE. Además, le había parecido una tontería
conectarse y tener que interrumpirse. Ahora disponía de toda la
tarde.
Fue al buscador Google, escribió «Sábana Santa» y clicó
buscar. No tenía idea de lo que podía esperar. Aunque recordaba
unas vagas referencias sobre el sudario de cuando ella era una niña
y todavía católica practicante. Tras las noticias que había leído
en su primer año de universidad de que la datación del carbono 14
había determinado que se trataba de una falsificación, no había
vuelto a pensar en la reliquia en años y había supuesto que a los
demás les había pasado lo mismo. Después de todo, ¿a quién podía
interesar una falsificación del siglo xiii? Pero un par de segundos
más tarde, cuando Google acabó la búsqueda, comprendió que estaba
en un error. Sorprendida, miró el número de entradas: ¡más de
28.300!
Stephanie marcó el link de la primera página web, titulada
«El Sudario de Turín», y durante la hora siguiente se encontró
totalmente desbordada por la cantidad de información disponible. En
la introducción de la página, leyó que el sudario era «el objeto
más estudiado de toda la historia humana». Con su relativamente
escaso conocimiento del tema, le pareció una declaración a todas
luces extraordinaria, sobre todo si tenía en cuenta su interés por
la historia en general; se había licenciado en química, pero
también había hecho un curso intermedio de historia. Además leyó
que muchos expertos no tenían nada claro que los resultados de las
dataciones de carbono hubiesen demostrado que el sudario no era del
siglo i. Como científica y conocedora de la fiabilidad de la
datación del carbono 14, no conseguía entender cómo alguien podía
defender esa opinión y estaba ansiosa por averiguarlo. Pero antes
de hacerlo, buscó en la red las fotografías del sudario, que se
ofrecían en formato positivo y negativo.
Stephanie se enteró de que la primera persona que había
fotografiado el sudario en 1898 se había sorprendido al comprobar
que las imágenes eran mucho más nítidas en el negativo, y a ella le
pasó lo mismo. La imagen en positivo era débil, y sus intentos por
ver la figura le recordó uno de sus pasatiempos juveniles
veraniegos: intentar ver rostros, figuras, o animales en las
infinitas variaciones de las nubes. Pero en negativo, ¡la imagen
era sorprendente! Correspondía claramente a un hombre que había
sido golpeado, torturado, y crucificado, y que planteaba la
pregunta de cómo un falsificador medieval podía haberse anticipado
al descubrimiento de la fotografía. Aquello que en positivo no era
más que manchones ahora eran impresionantes churretes de sangre.
Cuando miró de nuevo la imagen en positivo, le sorprendió que la
sangre hubiese retenido el color rojo.
Stephanie volvió al menú principal de la página del sudario
de Turín, y clicó en el botón marcado preguntas más frecuentes. Una
de las preguntas era si se habían hecho pruebas de ADN en el
sudario. Dominada por la excitación, marcó la pregunta. La
respuesta decía que investigadores tejanos habían encontrado
rastros de ADN en las manchas de sangre, aunque había algunas dudas
referentes a la procedencia de la muestra. También estaba el
problema de la contaminación de ADN producida por la cantidad de
personas que habían tocado el sudario a lo largo de los
siglos.
La página también incluía una extensa bibliografía, y
Stephanie la consultó. Una vez más, se sorprendió al ver la
cantidad de títulos. Ahora que le había picado la curiosidad y como
amante de los libros, leyó unos cuantos títulos. Salió de la página
del sudario, y buscó la de una librería, donde aparecían unos cien
libros, muchos de los cuales eran los mismos de la página del
sudario. Después de leer unas cuantas reseñas, seleccionó unos
cuantos que quería tener inmediatamente. Se sintió muy interesada
por las obras de Ian Wilson, un erudito que había estudiado en
Oxford, que al parecer presentaba los dos lados de la controversia
referente a la autenticidad del sudario a pesar de estar convencido
de que era auténtico, y con esto se refería no solo a que era del
siglo i, sino que era la mortaja de Jesucristo.
Stephanie cogió el teléfono y llamó a la librería local. Se
alegró cuando le informaron de que tenían uno de los títulos que le
interesaban. Era The Turin Shroud: The
Illustrated Evidence de Ian Wilson y Barrie Schortz, un
fotógrafo profesional que había sido miembro de un equipo
norteamericano que había analizado a fondo el sudario en 1978.
Stephanie pidió que se lo reservaran.
Volvió a la página de la librería, y pidió que le enviaran
otros cuantos libros. Hecho esto, se levantó y cogió el abrigo
colgado del respaldo de la silla.
–Voy a la librería -le gritó a Peter-. Voy a recoger un libro
sobre el sudario de Turín. Por pura curiosidad, ¿qué sabes de
él?
–Hummm -dijo Peter, al tiempo que hacía una mueca como si le
costara mucho pensar-. Sé el nombre de la ciudad donde lo
tienen.
–Hablo en serio -le advirtió Stephanie.
–Bueno, te lo diré de otra manera. He escuchado mencionarlo,
pero no es algo que aparezca con frecuencia en las conversaciones
que tengo con mis amigos. Si me presionaran, diría que es una de
esas cosas que la iglesia medieval utilizaba para avivar el fuego
religioso que mantenía los cepillos llenos, como las astillas de la
cruz y las uñas de los santos.
–¿Crees que es auténtico?
–¿Te refieres a si es la mortaja de
Jesucristo?
–Sí.
–¡Diablos, no! Demostraron que era una falsificación hace
diez años.
–¿Qué pasaría si te dijera que es el objeto más investigado
en la historia de la humanidad?
–Te preguntaría qué has estado fumando.
Stephanie se echó a reír.
–Gracias, Peter.
–¿Por qué me das las gracias? – replicó Peter, obviamente
confuso.
–Me preocupaba que mi falta de conocimientos sobre el sudario
de Turín fuera algo único. Me tranquiliza saber que no lo es. –
Stephanie se puso el abrigo y se dirigió hacia la
puerta.
–¿A qué viene este súbito interés en el sudario de Turín? –
le gritó Peter.
–No tardarás en saberlo -le respondió Stephanie por encima
del hombro. Cruzó la recepción en diagonal y asomó la cabeza en el
despacho de Daniel. Se sorprendió al verlo inclinado sobre la mesa
con la cabeza entre las manos.
–Eh -exclamó Stephanie-. ¿Estás bien?
Daniel levantó la cabeza y parpadeó. Tenía los ojos
enrojecidos, como si se los hubiera estado frotando, y su rostro
estaba más pálido de lo habitual.
–Sí, estoy bien -contestó, con un tono de cansancio. No
quedaba ni rastro del entusiasmo anterior.
–¿Qué pasa?
Daniel sacudió la cabeza mientras miraba la mesa cubierta de
papeles. Exhaló un suspiro.
–Dirigir esta organización es como mantener a flote una barca
que se hunde achicando el agua con un dedal. La gente de San
Francisco se niega a seguir financiándonos hasta que no les diga
por qué estoy tan seguro de que el proyecto de ley no saldrá del
subcomité. No se lo puedo decir, porque si lo hago, acabará
filtrándose, y entonces lo más probable es que Butler se eche atrás
y dé curso al proyecto de ley. En ese caso, se habrá acabado
todo.
–¿Cuánto dinero nos queda?
–Casi nada -se lamentó Daniel-. El mes que viene para estas
fechas, tendremos que recurrir a nuestra línea de crédito solo para
pagar las nóminas.
–Eso nos da el mes que necesitamos para tratar a Butler
-señaló Stephanie.
–¡Vaya suerte! – exclamó Daniel con un tono sarcástico-. Me
irrita profundamente que debamos detener nuestras investigaciones y
tratar con tipos como Butler y posiblemente con aquellos payasos de
Nassau. Es un verdadero crimen que la investigación médica se haya
politizado en este país. Nuestros padres fundadores que insistieron
en la separación entre la iglesia y el estado se estarán
revolviendo en sus tumbas al ver que unos cuantos políticos
utilizan sus supuestas creencias religiosas para impedir lo que
indudablemente sería el mayor avance en el tratamiento
médico.
–Todos sabemos lo que realmente está detrás de todo este
jaleo en contra de la biotecnología.
–¿De qué estás hablando?
–En realidad es la política contra el aborto disfrazada
-declaró Stephanie-. El tema es que estos demagogos quieren que el
cigoto sea considerado como un ser humano con todos los derechos
constitucionales, con independencia de cómo se formó y sin
preocuparse del futuro del cigoto. Es una postura ridícula, pero
con todo si se diera, habrá que olvidarse de Roe contra Wade.
–Probablemente tengas razón -admitió Daniel. Exhaló un
suspiro que sonó como el aire que escapa de un neumático-. ¡Qué
situación más absurda! La historia se preguntará qué clase de
personas éramos para permitir que un tema absolutamente personal
como el aborto fuese una rémora social a lo largo de los años.
Nosotros tomamos muchas de nuestras ideas sobre los derechos del
individuo, el gobierno, y desde luego nuestro derecho
consuetudinario de Inglaterra. ¿Por qué no podemos seguir la
orientación británica a la hora de tratar los temas éticos de la
biociencia reproductiva?
–Esa es una muy buena pregunta, pero no nos servirá de nada
preocuparnos por la respuesta en estos momentos. ¿Qué se ha hecho
de tu entusiasmo por tratar a Butler? ¡Hagámoslo! En cuanto
acabemos de tratarlo, ya no se podrá echar atrás en lo convenido,
incluso si se produce una filtración a los medios, porque tendremos
su firma en el documento de descargo. Me refiero a que una vez que
esté curado, podrá enfrentarse a la prensa negando sin más
cualquier acusación de una motivación política. Lo que no podrá
hacer es negar un documento firmado.
–Has dado en el clavo -señaló Daniel.
–¿Qué hay del dinero de Butler? – preguntó Stephanie-. A mí
me parece que es la pregunta clave en estos momentos. ¿Hemos
recibido alguna comunicación al respecto?
–Ni siquiera se me ha ocurrido comprobarlo. – Daniel abrió el
correo para consultar su cuenta particular-. Aquí hay un mensaje
que debe ser de Butler. Lleva un archivo adjunto cifrado. Esto
promete.
Daniel abrió el archivo. Stephanie se acercó para mirar por
encima de su hombro.
–Yo diría que es muy prometedor -comentó-. Nos facilita el
número de una cuenta en un banco de las Bahamas, y por lo que se
ve, ambos estamos autorizados a retirar fondos.
–Hay un link con la página del banco -dijo Daniel-. Veamos si
podemos consultar cuánto dinero ha depositado en la cuenta. Eso nos
dirá hasta qué punto se toma en serio todo este
asunto.
Al cabo de un minuto, Daniel se echó hacia atrás en la silla.
Miró a Stephanie, y ella le devolvió la mirada. Se habían quedado
boquiabiertos.
–¡Yo diría que se lo toma muy en serio! – opinó Stephanie-.
¡Desesperado!
–Pues a mí me ha dejado de piedra. Esperaba un ingreso de
diez o veinte mil dólares. Ni siquiera en un momento de locura
hubiese pensado en cien mil. ¿Cómo se las habrá apañado para
conseguir esa cantidad con tanta rapidez?
–Te dije que tenía una serie de comités de acción política
que se dedican a recaudar fondos. Lo que me pregunto es si alguna
de las personas que contribuyen han imaginado alguna vez en qué se
gastaría el dinero. Resulta toda una ironía si son unos
conservadores recalcitrantes como me imagino que
son.
–Eso es algo que no nos concierne -declaró Daniel-. Además,
nunca nos gastaremos cien mil dólares. Claro que es una
tranquilidad saber que están disponibles. ¡Venga, a
trabajar!
–Yo ya he comenzado el cultivo de fibroblastos con la biopsia
de piel.
–Excelente. – Daniel comenzó a recuperar el entusiasmo de
primera hora de la mañana. Hasta le volvieron los colores-. Me
pondré ahora mismo a averiguar lo que pueda sobre la clínica
Wingate.
–Me parece estupendo -dijo Stephanie mientras caminaba hacia
la puerta-. Volveré dentro de una hora.
–¿Adónde vas?
–A una librería del centro -le respondió Stephanie por encima
del hombro. Titubeó un momento al llegar al umbral-. Me tienen
reservado un libro. Después de comenzar el cultivo, busqué
información sobre el sudario de Turín. Debo decir que he tenido muy
buena suerte en el reparto de trabajo. El sudario está resultando
ser un tema muchísimo más interesante de lo que
imaginaba.
–¿Qué has averiguado?
–Lo suficiente para engancharme, pero te daré un informe
completo dentro de veinticuatro horas.
Daniel sonrió, saludó con el pulgar levantado y se volvió de
nuevo hacia la pantalla del ordenador. Utilizó un buscador para
consultar un listado de las clínicas de reproducción asistida.
Encontró la página web de la clínica Wingate, y se
conectó.
Echó un vistazo a las primeras páginas. Tal como esperaba, se
referían al centro en los términos más encomiables para atraer a
los clientes. En la sección titulada «conozca a nuestro equipo»,
leyó los antecedentes profesionales de los directivos, donde
figuraban el fundador y director ejecutivo, doctor Spencer Wingate;
el jefe de los servicios de investigación y laboratorio, doctor
Paul Saunders y la directora de los servicios clínicos, doctora
Sheila Donaldson. Las presentaciones eran tan brillantes como la
descripción de la clínica, aunque Daniel opinaba que los tres
individuos habían estudiado en escuelas de segundo y tercer orden,
y lo mismo se podía decir de sus programas de
formación.
Al final de la página, encontró lo que buscaba: un número de
teléfono. También había una dirección de correo electrónico, pero
Daniel quería hablar directamente con alguno de los directivos, ya
fuese Wingate o Saunders. Cogió el teléfono y marcó el número. La
llamada fue atendida de inmediato por una operadora muy amable que
le ofreció un breve elogio de la clínica antes de preguntarle con
quién quería hablar.
–Con el doctor Wingate -respondió Daniel. Decidió que lo
mejor era comenzar por arriba.
Tuvo que esperar unos segundos antes de que le pasaran con
otra mujer tan amable como la anterior. Le preguntó cortésmente
cuál era su nombre antes de decirle si el doctor Wingate estaba
disponible. Cuando Daniel se lo dijo, la respuesta fue
inmediata.
–¿Es el doctor Daniel Lowell de la Universidad de
Harvard?
Daniel hizo una pausa, mientras pensaba en cuál sería la
mejor respuesta.
–He estado en Harvard, aunque ahora tengo mi propia
compañía.
–Ahora mismo le paso con el doctor Wingate -dijo la
secretaria-. Sé que estaba esperando hablar con
usted.
Daniel puso cara de sorpresa y apartó el auricular de la
oreja para mirarlo incrédulo, como si el teléfono pudiera
explicarle la inesperada respuesta de la secretaria. ¿Cómo podía
Spencer Wingate estar esperando hablar con él? Sacudió la
cabeza.
–¡Buenas tardes, doctor Lowell! – dijo una voz con un marcado
acento de Nueva Inglaterra, y una octava más alto de lo que Daniel
hubiese esperado-. Soy Spencer Wingate, y me alegra mucho
escucharlo. Esperábamos que nos llamara la semana pasada, pero no
importa. ¿Le importaría aguardar un momento mientras llamo al
doctor Saunders para que se ponga en la línea? Solo será un minuto,
pero, ya que estamos, podríamos aprovechar para que sea una
conferencia, porque el doctor Saunders está tan ansioso como yo de
hablar con usted.
–De acuerdo -asintió Daniel amablemente, aunque su asombro
iba en aumento. Echó la silla hacia atrás, puso los pies encima de
la mesa, y se pasó el teléfono a la mano izquierda para poder
tamborilear con un lápiz en la mesa. La respuesta de Wingate a su
llamada lo había pillado totalmente por sorpresa y sintió una
cierta ansiedad. Tenía muy presentes las advertencias de Stephanie
respecto a cualquier relación con estos infames
personajes.
El minuto se convirtió en cinco. Cuando Daniel comenzaba a
preguntarse si se habría cortado la comunicación, Spencer
reapareció en la línea. Jadeaba un poco.
–¡Muy bien, ya estoy aquí! ¿Tú qué dices, Paul? ¿Estás
ahí?
–Aquí estoy -respondió Paul, al parecer desde una extensión
en otra sala. A diferencia de la voz de Spencer, la suya era
profunda, con un claro tono nasal del Medio Oeste-. Es un placer
hablar con usted, Daniel, si me permite llamarlo por su nombre de
pila.
–Como usted quiera.
–Muchas gracias, y por favor llámeme Paul. No es necesaria
tanta formalidad entre amigos y colegas. Permítame decirle que me
entusiasma la idea de trabajar con usted.
–Lo mismo digo -declaró Spencer-. ¡Diablos! Todo el personal
de la clínica lo está. ¿Cuándo vendrá por aquí?
–Verán, esa es una de las razones por las que llamo -explicó
Daniel que intentaba mostrarse diplomático, aunque le consumía la
curiosidad-. Ante todo, me gustaría saber cómo es que esperaban mi
llamada.
–Por el explorador o como quiera que se denomine su trabajo
-respondió Spencer-. ¿Cómo dijo que se llamaba,
Paul?
–Marlowe.
–¡Eso es! Bob Marlowe -dijo Spencer-. Después de visitar la
clínica, nos informó de que usted nos llamaría la semana siguiente.
No hace falta decir, que nos llevamos una desilusión cuando no
recibimos su llamada. Pero ahora que nos ha llamado, aquello ya es
agua pasada.
–Nos encanta que quiera utilizar nuestras instalaciones
-manifestó Paul-. Será un honor trabajar con usted. Ahora espero
que no le importe si reflexiono en voz alta sobre lo que tiene
pensado, porque Bob Marlowe fue muy vago, pero supongo que desea
ensayar su ingenioso procedimiento RSHT en un paciente. Me refiero
a que si no es eso, ¿por qué otra razón estaría dispuesto a
prescindir de su propio laboratorio y de todos los grandes
hospitales de Boston? ¿Acierto en mi suposición?
–¿Cómo se ha enterado del RSHT? – preguntó Daniel. No estaba
muy seguro de querer referirse a sus motivos cuando apenas si
habían comenzado a hablar.
–Leímos su sobresaliente artículo en Nature -contestó Paul-. Era brillante, sencillamente
brillante. Su importancia fundamental para la biociencia me recordó
mi propio trabajo: «Maduración in vitro de los ovocitos humanos».
¿Lo ha leído?
–Todavía no -respondió Daniel, dispuesto a seguir actuando
con tacto-. ¿En qué revista se publicó?
–En The Journal of Twentyfirst Century
Reproductive Technology -le informó Spencer.
–No he tenido la ocasión de leer ningún número. ¿Quién la
publica?
–Nosotros -manifestó Paul, orgulloso-. Aquí mismo, en la
clínica Wingate. Estamos comprometidos con la investigación tanto
como con los servicios clínicos.
Daniel puso los ojos en blanco. Sin la crítica de sus pares,
las autopublicaciones científicas eran una tontería, y se sintió
impresionado con la acertada descripción de los dos hombres que le
había hecho Butler.
–El procedimiento RSHT nunca se ha utilizado en humanos
-comentó Daniel, que eludió de nuevo responder a la pregunta de
Paul.
–Lo sabemos -apuntó Spencer-, y esa es una de las muchas
razones por las que nos entusiasmaría que se hiciera aquí por
primera vez. Estar a la última es precisamente la reputación que la
clínica Wingate intenta conseguir.
–La FDA no verá con buenos ojos que se realice un
procedimiento experimental fuera de un protocolo aprobado -señaló
Daniel-. Nunca darían su aprobación.
–Por supuesto que no lo aprobarían -admitió Spencer-.
Nosotros lo sabemos muy bien. – Se echó a reír y Paul le hizo
coro-. Pero aquí en las Bahamas no es necesario que la FDA se
entere, dado que no tienen jurisdicción.
–Si yo fuera a practicar el RSHT en un humano, tendría que
ser en el más absoluto secreto -dijo Daniel, en una admisión
indirecta de sus planes-. No se podrá divulgar y obviamente no se
podrá utilizar para la promoción de la clínica.
–Somos conscientes de ello -replicó Paul-. Spencer no
pretendía decir que lo fuéramos a utilizar
inmediatamente.
–¡Cielos, no! – exclamó Spencer-. Pensaba en utilizarlo solo
después de que fuera del conocimiento público.
–Tendré que reservarme el derecho de decidir cuándo podría
ser -dijo Daniel-. Ni siquiera me he planteado utilizar esto para
promocionar el RSHT.
–¿No? – preguntó Paul-. Entonces, ¿por qué quiere
hacerlo?
–Por razones estrictamente personales. Estoy seguro de que el
RSHT funcionará en los humanos con la misma eficacia que en los
ratones. Pero necesito demostrármelo a mí mismo con un paciente y
así tener la fortaleza que necesito para enfrentarme a los ataques
de la derecha política. No sé si estarán enterados, pero ahora
mismo me enfrento a un posible veto del Congreso a mi
procedimiento.
Se produjo una pausa un tanto violenta en la conversación. Al
exigir el secreto y negarles cualquier posible campaña publicitaria
en un futuro próximo, Daniel le estaba negando a la clínica Wingate
algunas de las razones para su cooperación. Intentó pensar a la
desesperada en algo que le permitiera amortiguar la desilusión, y
cuando ya se disponía a hablar y posiblemente empeorar las cosas,
Spencer rompió el silencio:
–Supongo que podemos respetar su deseo de mantener el
secreto. Pero si no vamos a conseguir ningún beneficio publicitario
por su colaboración con nosotros en un plazo relativamente corto,
¿en qué clase de compensación ha pensado por el uso de nuestras
instalaciones y servicios?
–Estamos dispuestos a pagar -respondió
Daniel.
Siguió otro silencio. Daniel intuyó que la negociación no iba
por buen camino, y le asustó la posibilidad de desaprovechar la
ocasión de utilizar la clínica Wingate para el tratamiento de
Butler. Si tenía en cuenta las limitaciones de tiempo, dicha
pérdida sería el final del proyecto. Comprendió que debía ofrecer
algo más. Entonces recordó las palabras del senador sobre la
vanidad de los dos médicos. Hizo de tripas corazón y
añadió:
–Más adelante, después de que la FD A apruebe el RSHT para
uso general, podríamos publicar un artículo conjunto sobre el
caso.
Daniel hizo una mueca. La idea de aparecer como coautor de un
artículo con aquellos tipejos era algo doloroso, aunque se dijo que
podría retrasarlo indefinidamente. Sin embargo, a pesar de la
oferta, el silencio continuó, y el miedo de Daniel fue creciendo.
En aquel momento recordó su propia respuesta a la exigencia de
Butler de utilizar la sangre de la Sábana Santa de Turín para el
RSHT, así que lo mencionó con la explicación de que el paciente
había insistido en ello. Incluso propuso el mismo título para el
artículo que le había sugerido a Stephanie en tono de
guasa.
–¡Ese sería un artículo bomba! – opinó Paul sorpresivamente-.
¡Me encanta! ¿Dónde lo podríamos publicar?
–En cualquier revista -dijo Daniel sin comprometerse-.
Science o Nature.
La que ustedes prefieran. No creo que pusieran ninguna
pega.
–¿Se puede hacer el RSHT con la sangre de la Sábana Santa de
Turín? – preguntó Spencer-. Si no recuerdo mal, esa cosa tiene una
antigüedad de quinientos años.
–Di mejor unos dos mil -intercaló Paul.
–¿No se demostró que era una falsificación medieval? –
replicó Spencer.
–No vamos a entrar ahora en una discusión sobre su
autenticidad -dijo Daniel-. No tiene importancia para nuestros
propósitos. Si el paciente quiere creer que es auténtico, nosotros
de acuerdo.
–Sí, pero ¿funcionará en la práctica? – insistió
Spencer.
–El ADN estará fragmentado, tenga quinientos o dos mil años
-le recordó Daniel-. En cualquier caso, ese no es un problema. Solo
necesitamos unos fragmentos, que buscarán nuestras sondas RSHT
después de la amplificación PCR. Uniremos enzimáticamente todo lo
que necesitemos para los genes completos.
Funcionará.
–¿Por qué no el The New England Journal
of Medicine? -sugirió Paul-. ¡Sería el no va más para la
clínica! Me encantaría colar algo en esa publicación tan
repipi.
–Pues claro -dijo Daniel, aterrorizado ante la idea-. ¿Por
qué no?
–A mí también comienza a gustarme -declaró Spencer-. ¡Esa es
la clase de artículo que sería recogido por la prensa como si fuese
oro puro! Aparecería en todos los periódicos. Diablos, ya veo a
todos los presentadores de los informativos de televisión hablando
del tema.
–No me cabe la menor duda de que tiene razón -afirmó Daniel-.
Pero no lo olviden, hasta que el artículo no se publique, hay que
mantener todo este asunto en el más absoluto
secreto.
–Lo comprendemos -dijo Spencer.
–¿Cómo hará para conseguir una muestra de la Sábana Santa? –
preguntó Paul-. Tengo entendido que la Iglesia católica la tiene
guardada en una especie de cápsula espacial.
–Se están ocupando del tema mientras mantenemos esta
conversación -respondió Daniel-. Nos han prometido la asistencia de
las más altas jerarquías eclesiásticas.
–¡No sé cómo lo conseguirá si no conoce al Papa! – comentó
Paul.
–Quizá tendríamos que hablar del coste -sugirió Daniel,
ansioso por cambiar de tema ahora que se había superado la crisis-.
No queremos que haya ningún malentendido.
–¿De qué tipo de servicios estamos hablando? – quiso saber
Paul.
–El paciente que trataremos sufre de la enfermedad de
Parkinson -explicó Daniel-. Necesitaremos personal de quirófano y
un equipo estereotáxico para la implantación.
–Disponemos del quirófano -dijo Paul-, pero no tenemos un
equipo estereotáxico.
–Eso no es problema -apuntó Spencer-. Podemos pedirlo
prestado al hospital Princess Margaret. El gobierno de las Bahamas
y la comunidad médica de la isla han apoyado decididamente la
instalación de la clínica. Estoy seguro de que les encantará
ayudar. Sencillamente no les diremos para qué lo vamos a
utilizar.
–Necesitaremos los servicios de un neurocirujano -añadió
Daniel-. Alguno que sea discreto.
–No creo que tampoco tengamos problemas por ese lado -afirmó
Spencer-. Hay varios en la isla que, en mi opinión, están
infrautilizados. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo
con alguno de ellos. No sé exactamente cuánto querrá cobrar, pero
sí le garantizo que le costará mucho menos que en Estados Unidos.
Calculo que le pedirá doscientos o trescientos
dólares.
–¿No cree que pueda haber problemas con la
confidencialidad?
–En absoluto -contestó Spencer-. Todos están buscando
trabajo. Como cada vez son menos los turistas que alquilan
monopatines, se han reducido notablemente los traumas craneales. Lo
sé porque dos cirujanos han venido a la clínica para dejar sus
tarjetas.
–Suena maravilloso -opinó Daniel-. Aparte de eso, solo
necesitamos poder usar parte de su laboratorio. Supongo que
disponen de un laboratorio donde hacen su trabajo
reproductivo.
–Se sorprenderá cuando vea nuestro laboratorio -afirmó Paul
con un tono de orgullo-. ¡Dispone de los equipos más modernos y es
mucho más que un laboratorio de reproducción asistida! Además de
mí, tenemos a varios técnicos de primera fila a su disposición que
tienen experiencia en la transferencia de núcleos y que están
ansiosos por aprender el procedimiento RSHT.
–No necesitaremos la asistencia de personal de laboratorio.
Nosotros haremos nuestro propio trabajo celular. Lo que necesitamos
son ovocitos humanos. ¿Hay alguna posibilidad de que nos los puedan
suministrar?
–¡Por supuesto! – dijo Paul-. Los ovocitos son nuestra
especialidad y muy pronto serán los que nos darán de comer. Es
nuestra intención suministrarlos en un futuro a todo Estados
Unidos. ¿Cuál es el tiempo del que dispone?
–Los necesitamos lo antes posible. Esto puede parecer un
exceso de optimismo, pero quisiéramos estar preparados para un
implante dentro de un mes. Nos vemos limitados en el tiempo, con un
margen muy pequeño impuesto por el paciente
voluntario.
–No hay ningún problema -le informó Paul-. ¡Podemos
suministrarle los ovocitos mañana mismo!
–¿De verdad? – preguntó Daniel. Le pareció demasiado bueno
para ser cierto.
–Podemos suministrarles los ovocitos cuando usted quiera
-repitió Paul. Luego añadió con un tono divertido-: ¡Incluso en
festivos!
–Estoy impresionado -dijo Daniel sinceramente-. Y mucho más
tranquilo. Me preocupaba que pudiera retrasarnos conseguir los
ovocitos. Sin embargo, eso nos lleva otra vez a los
costes.
–Excepto por los ovocitos, no sabemos qué podemos cobrar
-dijo Spencer-. En honor a la verdad, nunca se nos ocurrió que
alguien quisiera utilizar nuestra clínica. Vamos a hacerlo lo más
sencillo posible: ¿Qué le parecen veinte mil dólares por el
quirófano, incluido el personal, y otros veinte mil por el
laboratorio?
–Me parece bien. ¿Qué me dice de los
ovocitos?
–Quinientos dólares por unidad -respondió Paul-. Le
garantizamos un mínimo de cinco divisiones con cada uno o se los
cambiamos.
–Me parece justo. ¡Pero tienen que ser
frescos!
–Frescos del día -afirmó Paul-. ¿Cuándo
vendrá?
–Los volveré a llamar dentro de unas horas o esta noche. En
el peor de los casos, mañana. Tenemos que darnos
prisa.
–Estaremos aquí -dijo Spencer, y colgó.
Daniel colgó el teléfono lentamente. En cuanto apartó la
mano, soltó un grito de alegría. Tenía el fuerte presentimiento de
que, a pesar de los últimos retrocesos, CURE, el RSHT, y su propio
destino volvían al camino correcto.
El doctor Spencer Wingate mantuvo la mano bronceada sobre el
teléfono después de colgar mientras reflexionaba sobre la
conversación que acababa de mantener con el doctor Daniel Lowell.
No había ido como había imaginado ni como esperaba y se sentía
desilusionado. Cuando dos semanas antes había surgido
inesperadamente el tema de que el famoso investigador quería
utilizar la clínica Wingate, lo había tomado como algo
providencial, dado que acababan de abrir las puertas después de
ocho meses de construcción. En su mente, la asociación profesional
con un hombre que según Paul podía ganar un premio Nobel hubiese
sido una magnífica manera de anunciar al mundo que Wingate volvía a
la actividad después del lamentable fracaso en Massachusetts el
pasado mes de mayo. Pero tal como se habían planteado las cosas, no
habría ningún anuncio. Los cuarenta mil dólares podían venir bien,
pero era una miseria comparados con el dinero que habían gastado en
la construcción y el equipamiento de la clínica.
La puerta del despacho, que había quedado entreabierta cuando
Spencer volvió después de buscar a su segundo, se abrió del todo.
En el umbral apareció la figura baja y fornida del doctor Paul
Saunders. La amplia sonrisa que destacaba en su rostro dejaba a la
vista los dientes cuadrados y muy separados. Era obvio que no
compartía la desilusión de Spencer.
–¿Te lo imaginas? – le soltó Paul-. ¡Vamos a publicar un
artículo en The New England Journal of
Medicine! -Se dejó caer en una silla delante de la mesa de
Spencer y comenzó a agitar los brazos en alto como si hubiese
ganado una etapa del Tour de Francia-. Será sensacional. «La
clínica Wingate, la Sábana Santa de Turín y el RSHT se combinan
para la primera cura de la enfermedad de Parkinson». ¡Fabuloso! La
gente hará cola en la puerta.
Spencer se reclinó en la silla y entrelazó las manos detrás
de la cabeza. Miró al director de investigación, un título que Paul
había insistido en tener, con cierta condescendencia. Paul era un
trabajador animado por su proyecto, pero tendía a ser excesivamente
entusiasta, y carecía del sentido práctico necesario para dirigir
correctamente una empresa. En el tiempo en que la clínica estaba en
Massachusetts, había conseguido casi hundirla financieramente. De
no haber sido porque Spencer había hipotecado la clínica hasta la
última piedra y había sacado del país la mayoría de los fondos,
ahora estarían en la ruina.
–¿Por qué estás tan seguro de que habrá un artículo? –
preguntó Spencer.
El rostro de Paul se ensombreció.
–¿De qué estás hablando? Acabamos de discutirlo ahora mismo
con Daniel. Hasta tenemos el título. Él mismo lo
propuso.
–Lo propuso, pero ¿cómo podemos estar seguros de que lo hará?
Estoy de acuerdo en que sería fantástico si lo hiciera, pero
también podría postergarlo indefinidamente.
–¿Por qué demonios haría algo así?
–No lo sé, pero por alguna razón el secreto parece estar por
encima de todo, y un artículo destaparía el tema. No querrá
escribir el artículo, al menos en el plazo que nos interesa, y si
seguimos adelante y lo hacemos sin él, probablemente negará
cualquier participación. Si eso sucede, nadie querrá
publicarlo.
–En eso tienes toda la razón -admitió Paul.
Los dos hombres se miraron el uno al otro a través de la
extensión de la mesa de Spencer. Un avión que se disponía a
aterrizar en el aeropuerto internacional de Nassau atronó el
espacio por encima de sus cabezas. La clínica estaba situada muy
cerca del aeropuerto por el lado oeste, en un terreno árido donde
solo crecían matojos. Había sido el único lugar donde habían podido
comprar a precio razonable un solar amplio que se pudiera vallar
adecuadamente.
–¿Crees que ha sido sincero cuando dijo que utilizaría la
Sábana Santa? – preguntó Paul.
–Eso no lo sé. En cualquier caso, me ha parecido un tanto
sospechoso. Tú ya me entiendes.
–Pues a mí me ha picado la curiosidad.
–No me malinterpretes -dijo Spencer-. La idea es interesante
y, desde luego, es apropiada para un artículo científico
rematadamente bueno y como noticia a nivel internacional, pero
cuando lo unes todo, incluido el tema del secreto, hay algo
decididamente sospechoso en este asunto. ¿Tú te has creído su
explicación cuando le preguntaste por qué se tomaba todas estas
molestias?
–¿Te refieres a que quería demostrarse a sí mismo que el RSHT
funcionaba?
–Eso es.
–No del todo, aunque es verdad que el Senado norteamericano
está considerando prohibir el RSHT. Ahora que lo dices, también me
parece que aceptó el precio que le diste sin pensárselo ni un
segundo, como si el precio no tuviese importancia.
–Estoy de acuerdo contigo. No tenía idea de cuánto podía
pedir por el uso de nuestras instalaciones, y me inventé una
cantidad a la espera de una contraoferta. Diablos, a la vista de la
prisa que se dio, bien podría haberle pedido el
doble.
–¿Tú cómo lo ves?
–Creo que el tema importante es la identidad del paciente
-opinó Spencer-. Es la única cosa que parece tener
sentido.
–¿Quién puede ser?
–No lo sé. Pero si tuviese que adivinar por obligación, diría
primero que es un familiar, y si no es así, entonces creería que es
alguien rico, alguien muy rico y posiblemente famoso. Me creo mucho
más esto último.
–¡Rico! – repitió Paul. En su rostro apareció la sombra de
una sonrisa-. Una cura que podría costar millones.
–Efectivamente, y por lo tanto, creo que deberíamos trabajar
con la hipótesis de que es alguien rico y famoso. Después de todo,
¿por qué Daniel Lowell tiene que embolsarse millones mientras que a
nosotros solo nos dan cuarenta mil?
–Eso significa que debemos averiguar la identidad del
paciente.
–Confiaba en que vieras este asunto desde mi punto de vista.
Me preocupaba que pudieras conformarte con el mero hecho de
trabajar con un investigador de renombre.
–¡Diablos, no! – exclamó Paul-. De ninguna manera, cuando no
podemos obtener los beneficios de la promoción que esperábamos.
Incluso dio a entender que no recibiremos ningún conocimiento sobre
el RSHT cuando dijo que se encargaría de su propio trabajo celular.
Había creído que nos dejaría participar. Todavía quiero aprender el
procedimiento, así que cuando vuelva a llamarle, dile que forma
parte del paquete.
–Será un placer decírselo -manifestó Spencer-. También le
diré que queremos la mitad del dinero por
anticipado.
–Dile también que queremos una consideración especial cuando
en el futuro otorguen licencias para explotar el
RSHT.
–Esa es una muy buena idea -admitió Spencer-. Veré lo que
puedo hacer a la hora de renegociar nuestro acuerdo sin modificar
el precio fijado. No quiero asustarlo. Mientras tanto, ¿qué te
parece si tú te encargas de averiguar la identidad del paciente?
Eso es algo que tú puede hacer mucho mejor que yo.
–Lo tomaré como un cumplido.
–Es un cumplido.
–Buscaré a Kurt Hermann, nuestro jefe de seguridad, ahora
mismo. – Paul se levantó-. Le encantan esta clase de
encargos.
–Dile a nuestro deshonrosamente licenciado boina verde, o lo
que demonios fuera, que procure matar al menor número de personas
posible. Después de todas las inversiones y esfuerzos que hemos
hecho, no quiero que nos vean con malos ojos en esta
isla.
Paul se echó a reír.
–En realidad es un tipo muy cuidadoso y
discreto.
–No es eso lo que tengo entendido -replicó Spencer. Levantó
las manos para indicar que no quería discutir-. No creo que las
putas de Okinawa a las que maltrató lo consideren precisamente
cuidadoso, y se le fue un poco la mano cuando estábamos en
Massachusetts, pero no hablemos más. Admito que es bueno en su
trabajo; si no fuera así no lo tendríamos en nómina. Solo hazme el
favor de decirle que sea discreto. Es todo lo que
pido.
–Se lo diré. De todas maneras, recuerda que como ninguno de
nosotros, incluido Kurt, puede regresar a Estados Unidos,
probablemente no podrá conseguir gran cosa hasta que Daniel, su
equipo, y el paciente lleguen aquí.
–No pido milagros -afirmó Spencer.
El dentado perfil de Manhattan se recortaba contra el cielo
gris cuando el avión del puente aéreo Washington-Nueva York hacía
su aproximación final al aeropuerto de La Guardia. Las luces de la
gran ciudad resplandecían como piedras preciosas en la penumbra.
Los puentes colgantes parecía collares de perlas tendidos entre los
gigantescos pilares. Las sinuosas columnas de faros en la autovía
FDR recordaban una sarta de diamantes, mientras que las luces
traseras sugerían rubíes. Un barco con la cubierta engalanada con
luces de colores parecía un broche, mientras se deslizaba
silenciosamente hacia su amarre en el río Hudson.
Carol Manning dejó de mirar el precioso panorama y echó una
ojeada a la cabina. Nadie hablaba. Sin hacer el menor caso de la
majestuosa vista, los pasajeros estaban absortos en sus periódicos,
documentos de trabajo, y pantallas de ordenador. Su mirada se
centró en el senador que compartía su hilera con un asiento vacío
de por medio. Leía como todos los demás pasajeros. Sus grandes
manos sujetaban el montón de hojas relacionadas con su agenda para
el día siguiente que había arrebatado de las manos de Dawn
Shackelton cuando él y Carol habían salido corriendo del despacho
con el deseo de coger el vuelo de las tres y media. Lo habían
conseguido por los pelos.
Ante la insistencia de Ashley, Carol había telefoneado
aquella mañana a uno de los secretarios privados del cardenal para
concertar una cita aquella misma tarde. Tal como le había indicado
el senador, se limitó a decir que era un asunto muy urgente pero
que el encuentro no duraría más de quince minutos. El padre Maloney
le había respondido que intentaría arreglarlo, a pesar de que la
agenda del cardenal estaba completa. Afortunadamente, Maloney había
llamado cuando aún no había pasado una hora para comunicar que el
cardenal recibiría al senador en algún momento entre las cinco y
media y las seis y media, después de una recepción oficial a un
cardenal italiano y antes de la cena con el alcalde. Carol
respondió que serían puntuales.
Dadas las circunstancias de haber tenido que correr para
coger el avión y no saber qué podía depararles el tráfico de Nueva
York, Carol no pudo menos que sentirse impresionada con la aparente
tranquilidad de Ashley. Por supuesto, la tenía a ella para que se
preocupara de los detalles, pero si se hubieran invertido los
papeles y ella hubiese tenido que enfrentarse a lo que se
enfrentaba el senador, sin duda ahora mismo sería un manojo de
nervios y no hubiese podido concentrarse. ¡Desde luego no era ese
el caso con Ashley! A pesar del leve temblor de la mano izquierda,
leía las páginas de un vistazo y las pasaba rápidamente, una prueba
de que su legendaria rapidez de lectura no se había resentido por
la enfermedad ni los acontecimientos de las últimas veinticuatro
horas. Carol carraspeó.
–Senador, cuanto más pienso en este asunto, más me sorprende
que no me haya pedido mi opinión. Usted siempre me pide mi opinión
sobre casi todo.
Ashley volvió la cabeza para mirar a Carol por encima de las
gafas de montura gruesa que se habían deslizado casi hasta la punta
de la nariz. Frunció el entrecejo con una expresión
condescendiente.
–Carol, querida -respondió-. No es necesario que me des tu
opinión. Como te dije anoche, sé muy bien cuál es.
–Entonces confío en que sea consciente de que a mi juicio
está corriendo un gran riesgo ante este supuesto
tratamiento.
–Aprecio tu interés, sea cual sea el motivo, pero estoy
decidido.
–Está permitiendo que experimenten con usted. No tiene ni
idea de cuál puede ser el resultado.
–Puede ser verdad que no sé exactamente cuál será el
resultado, pero también es cierto que si no hiciera nada a la vista
del avance de una enfermedad neurológica degenerativa incurable,
sabría muy bien cuál sería el resultado. Mi padre predicaba que
Dios Nuestro Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. He sido
un luchador durante toda mi vida, y desde luego no pienso rendirme
ahora. No me iré sin plantar cara. Me defenderé con uñas y
dientes.
–¿Qué pasará si el cardenal le dice que su plan es
inviable?
–Dicha respuesta es poco probable, dado que no tengo la
intención de comunicarle al cardenal cuáles son mis
propósitos.
–En ese caso, ¿para qué hemos venido aquí? – preguntó Carol,
con un tono cercano al enfado-. Confiaba en que Su Eminencia podría
apelar a su buen juicio durante la conversación.
–No estamos haciendo esta peregrinación a la sede del poder
de la Iglesia católica norteamericana en busca de consejo sino
sencillamente para conseguir una muestra de la Sábana Santa de
Turín como una prometedora ayuda contra las incertidumbres de mi
terapia.
–¿Cómo piensa tener acceso al sudario sin explicar los
motivos?
Ashley levantó una mano como un orador que acalla a una
multitud inquieta.
–Ya es suficiente, mi querida Carol, no conviertas tu
presencia en una carga en lugar de una ayuda. – Volvió su atención
a las páginas mientras el avión comenzaba las operaciones de
aterrizaje.
El rubor cubrió las facciones de Carol al verse despachada de
una manera tan sumaria. Este tratamiento degradante se estaba
convirtiendo en algo frecuente, lo mismo que la consiguiente
irritación. Preocupada por la posibilidad de que sus sentimientos
se notaran, volvió a mirar a través de la
ventanilla.
Mientras el avión rodaba hacia la puerta de desembarque,
Carol mantuvo la atención puesta en el exterior. Vista de cerca,
Nueva York ya no parecía una joya, debido a los montones de basura
y nieve que bordeaban la pista. En consonancia con el oscuro y
lúgubre panorama, le inquietaba el conflicto de emociones y el
sentimiento de culpa en relación con el plan de Ashley para tratar
su enfermedad. Por un lado, tenía un miedo legítimo ante el
tratamiento experimental, mientras que por el otro, le preocupaba
que la terapia pudiese salir bien. Aunque su reacción inicial al
diagnóstico de Ashley había sido de una compasión sincera, a lo
largo del año también lo había visto como una oportunidad. Ahora el
miedo a un mal resultado competía en pie de igualdad con el miedo a
uno bueno, si bien le costaba admitir esto último. En cierto
sentido, se veía como Bruto ante César.
El paso del avión a la limusina, que había pedido Carol, se
efectuó sin problemas. Sin embargo, cuarenta y cinco minutos más
tarde, se encontraban atascados entre un mar de coches en la
autovía FDR, donde el tráfico había empeorado sensiblemente desde
que la habían sobrevolado.
Molesto con la demora, Ashley arrojó las páginas que había
estado leyendo y apagó la lámpara de lectura. En el interior del
vehículo volvió a reinar la oscuridad.
–Vamos a perder nuestra oportunidad -rezongó el senador, sin
el menor deje sureño.
–Lo siento -dijo Carol, como si fuese culpa
suya.
Milagrosamente, después de estar detenidos durante cinco
minutos y amplia variedad de maldiciones por parte de Ashley, los
coches volvieron a circular.
–Demos gracias al Señor por los pequeños favores -entonó
Butler.
El chófer salió de la calle 96, tomó por un atajo para ir al
centro y dejó al senador y su jefa de personal delante de la
residencia arzobispal en la esquina de Madison y la calle 50,
cuatro minutos antes de la hora fijada. Le dijeron al conductor que
diera vueltas a la manzana, dado que pensaban emprender el camino
de regreso al aeropuerto en menos de una hora.
Carol nunca había estado en la residencia. Observó el poco
imponente edificio de tres plantas, color gris, y techo de pizarra
que se acurrucaba a la sombra de los rascacielos. Se alzaba
directamente sobre la acera, sin un solo toque de verde para
suavizar su severidad. Unos pocos aparatos de aire acondicionado en
algunas de las ventanas desfiguraban la fachada, como también lo
hacían las recias rejas de hierro en la planta baja. Los barrotes
daban al edificio más la apariencia de pequeña cárcel que de
residencia. Un trozo de encaje belga detrás del cristal de una de
las ventana era la única pincelada amable.
Ashley subió los escalones de piedra y tiró del cordón de la
brillante campanilla de latón. No tuvieron que esperar mucho. La
pesada puerta la abrió un sacerdote alto y delgado con una
sorprendente nariz romana y la cabellera roja muy corta. Vestía un
traje negro con el alzacuello blanco.
–Buenas tardes, senador.
–Lo mismo digo, padre Maloney -respondió Ashley mientras
entraba-. Confío en haber llegado en el momento
oportuno.
–No podía serlo más -afirmó el padre Maloney-. He de
acompañarle a usted y a su ayudante al despacho privado de Su
Eminencia. Se reunirá con usted en unos momentos.
El despacho era una habitación, espartana como una celda, en
el primer piso. La decoración se reducía a un retrato del papa Juan
Pablo II y una pequeña estatua de la Virgen de mármol de Carrara.
No había ninguna alfombra en el suelo de madera, y los tacones de
Carol sonaron como martillazos contra la superficie encerada. El
padre Maloney se retiró sin decir palabra y cerró la
puerta.
–Es un tanto austero -comentó Carol. El mobiliario consistía
en un pequeño y viejo sofá de cuero, una butaca a juego, un
reclinatorio, y una pequeña mesa escritorio con una silla de madera
de respaldo recto.
–Al cardenal le gusta que sus visitantes crean que no le
interesa el mundo material -le explicó Ashley, al tiempo que se
sentaba en la butaca-. Pero yo le conozco bien.
Carol se sentó muy rígida en el borde del sofá con las
piernas recogidas a un lado. Ashley se puso cómodo como si
estuviese de visita en la casa de un familiar. Cruzó las piernas y
dejó a la vista el calcetín negro y parte de su pantorrilla, de un
blanco lechoso.
Al cabo de un momento, se abrió la puerta y entró su
Eminencia el cardenal James O'Rourke escoltado por el padre
Maloney, que se encargó de cerrar la puerta. El cardenal iba
vestido con todas las galas. Sobre los pantalones negros y la
camisa blanca llevaba una sotana con alamares rojos y botones.
Sobre la sotana una capa roja. Una ancha faja roja le rodeaba la
cintura. Se cubría la cabeza con un capelo rojo. Alrededor del
cuello llevaba colgada una cruz de plata recamada con piedras
preciosas.
Carol y Ashley se levantaron. Carol se sintió impresionada
por el suntuoso atuendo del cardenal, acentuado por la austeridad
del entorno. Pero una vez de pie, se dio cuenta de que el poderoso
prelado era más bajo que ella, que medía un metro sesenta y dos de
estatura, y que junto a Ashley, que no era nada alto, parecía bajo
y regordete. A pesar de las galas, su rostro sonriente y expresión
amable transmitía la sensación de que era un humilde sacerdote con
una suave y turgente piel inmaculada, las mejillas sonrosadas, y
las armoniosas facciones redondeadas. Sin embargo, la mirada aguda
de sus ojos sugería otra característica, más coherente con lo que
Carol sabía del poderoso personaje. Reflejaba una formidable y
astuta inteligencia.
–Senador -dijo el cardenal, con una voz a juego con sus
amables modales. Extendió la mano con la muñeca
floja.
–Su Eminencia -respondió Ashley, con su más cordial acento
sureño. Apretó más que estrechó la mano del cardenal y evitó besar
el anillo del prelado-. Es un placer. Estoy enterado de lo apretado
de su agenda, y le agradezco profundamente que haya encontrado un
minuto para atender a este granjero con tan poca
anticipación.
–Oh, por favor, senador -manifestó el cardenal
lisonjeramente-. Es un placer, como siempre, recibir su visita. Por
favor, siéntese.
Ashley se sentó y adoptó la misma postura de
antes.
Carol volvió a ruborizarse. Que le hicieran el menor caso
resultaba tan vergonzoso como ser despachada. Había esperado que la
presentaran, sobre todo cuando el cardenal le dirigió una mirada
acompañada por un muy leve arqueo interrogativo de las cejas. Se
sentó en el filo del sofá mientras el cardenal acercaba la rústica
silla que estaba junto a la mesa. El padre Maloney permaneció de
pie y en silencio junto a la puerta.
–En deferencia a nuestros compromisos -comenzó Ashley-, creo
que debo ir al grano.
Carol, con la extraña sensación de ser invisible, miró a los
dos hombres sentados a su lado. Identificó inmediatamente las
similitudes de carácter, a pesar de las diferencias de aspecto y
más allá de sus exigentes y trabajadoras naturalezas. Ambos
consideraban los difusos límites entre la Iglesia y el Estado como
un terreno ventajoso; ambos eran adeptos a la adulación y a
cultivar las relaciones personales con aquellos con los que podían
intercambiar favores en sus respectivas parcelas; ambos ocultaban
sus personalidades, que eran duras, calculadoras y de una voluntad
de hierro detrás de sus fachadas (un sacerdote humilde el cardenal
y un cordial e ingenuo granjero el senador); ambos eran celosos
guardianes de su autoridad y les gratificaba el ejercicio del
poder.
–Siempre es mejor ser directo -comentó O'Rourke. Estaba
sentado muy erguido con el capelo en sus manos regordetas. Era casi
calvo.
En la mente de Carol apareció la imagen de dos duelistas que
se vigilaban.
–Me ha preocupado muchísimo ver a la Iglesia católica tan
asediada -prosiguió el senador-. Los escándalos sexuales han hecho
sentir sus efectos, sobre todo con la división entre sus propias
filas y un dirigente viejo y enfermo en Roma. Me he pasado noches
enteras despierto mientras buscaba la manera de prestar un
servicio.
Carol tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en
blanco. Conocía sobradamente cuáles eran los verdaderos
sentimientos del senador respecto a la Iglesia católica. Como
congregacionalista fundamentalista, tenía en muy poca consideración
cualquier religión jerarquizada, y para él la Iglesia católica era
la más jerarquizada de todas.
–Aprecio su comprensión -respondió el cardenal-, y he sentido
la misma preocupación por el Congreso norteamericano después de la
tragedia del once de septiembre. Yo también he buscado la mejor
manera de ayudar.
–Su liderazgo moral es una ayuda constante -dijo
Ashley.
–Quisiera hacer más -señaló O'Rourke.
–Me preocupa el hecho de que un número relativamente pequeño
de sacerdotes con un desarrollo psicosexual frustrado haya podido
poner a una organización filantrópica como es la Iglesia en una
situación financiera arriesgada. Lo que me gustaría proponer a
cambio de un pequeño favor es una legislación que limite las
indemnizaciones que deban pagar las instituciones benéficas
reconocidas, de las cuales la Iglesia católica es el más brillante
ejemplo.
Durante unos minutos, el silencio reinó en la habitación. Por
primera vez, Carol escuchó el tictac del pequeño reloj que había en
la mesa y los sonidos apagados del tráfico en Madison Avenue. Miró
el rostro del cardenal. Su expresión no había
cambiado.
–Dicha legislación sería de gran ayuda en la presente crisis
-manifestó O'Rourke finalmente.
–Por grave que sea para la víctima cada episodio de abuso
sexual, no debemos victimizar a todas aquellas almas que dependen
de la Iglesia para satisfacer sus necesidades sanitarias,
educacionales, y espirituales. Como mi madre solía decir: «No
debemos arrojar al bebé con el agua del baño».
–¿Cuál es la probabilidad de que se apruebe dicha
legislación?
–Con mi pleno respaldo, que ciertamente lo daría, diría que
las probabilidades son considerables. En cuanto al presidente, creo
que le complacería mucho convertirlo en ley. Es un hombre de mucha
fe, firmemente convencido de lo necesaria que es la caridad
religiosa.
–Estoy seguro de que el Santo Padre agradecerá su
apoyo.
–Soy un servidor del pueblo -declaró Ashley-. Sin distinción
de razas y religiones.
–Mencionó un pequeño favor -dijo el cardenal-. ¿Se trata de
algo que yo deba saber?
–Oh, es algo muy pequeño. Algo relacionado con la memoria de
mi madre. Mi madre era católica. ¿Se lo mencioné alguna
vez?
–No creo que lo haya hecho.
Carol pensó de nuevo en dos esgrimistas que se
tanteaban.
–Católica como la que más -afirmó el senador-. Era del viejo
país, de las afueras de Dublín y, desde luego, una mujer
profundamente religiosa.
–Asumo por su sintaxis que está en el seno de su
Hacedor.
–Desafortunadamente, sí -admitió Butler. Vaciló por un
momento, como si la emoción le impidiera hablar-. Hace ya unos
cuantos años, Dios bendiga su alma, cuando yo apenas si levantaba
un palmo del suelo.
Esta era una historia que Carol conocía. Una noche, después
de una larga sesión en el Senado, había ido con su jefe a un bar de
Capitol Hill. Después de unas cuantas copas, el senador se había
mostrado especialmente locuaz y le había relatado la triste
historia de su madre. Había fallecido cuando Ashley tenía nueve
años como consecuencia de una hemorragia provocada por un aborto
clandestino que había decidido hacerse en lugar de tener a su
décimo hijo. La ironía era que tenía miedo a morir durante el parto
a la vista de las complicaciones que tuvo cuando había parido al
noveno. El severísimo padre de Ashley se había escandalizado hasta
tal punto que le informó a su familia y a la congregación que la
mujer había sido condenada a arder en el infierno por toda la
eternidad.
–¿Quiere que oficie una misa por su alma? – preguntó el
prelado.
–Eso sería muy generoso -declaró Ashley-, pero no es del todo
lo que había pensado. A día de hoy, todavía recuerdo cuando me
tenía sentado en sus rodillas y me hablaba de todas las cosas
maravillosas de la Iglesia católica. Sobre todo recuerdo cuando me
habló de la milagrosa Sábana Santa de Turín, su reliquia más
querida.
Por primera vez, hubo un cambio en la expresión del cardenal.
Fue un cambio muy sutil, pero Carol vio que era claramente de
sorpresa.
–La Sábana Santa está considerada como una reliquia muy
sagrada -recalcó O'Rourke.
–No esperaba menos -respondió Ashley.
–El Santo Padre en persona manifestó extraoficialmente su
convicción de que es la mortaja de Jesucristo.
–Me alegra saber que la creencia de mi madre está confirmada
-comentó Ashley-. Como un reconocimiento a las palabras de mi
madre, durante todos estos años me he interesado en el sudario. Sé
que se sacaron muestras del mismo, algunas para realizar pruebas y
otras no. También sé que las muestras que no se utilizaron, las
reclamó la Iglesia después de los resultados de la datación del
carbono 14. Lo que desearía obtener es una pequeña -Ashley unió el
pulgar y el índice para recalcar sus palabras- muestra de la tela
manchada de sangre que fue devuelta.
El cardenal se reclinó en la silla. Intercambió una rápida
mirada con el padre Maloney.
–Es una petición muy poco corriente -dijo-. Sin embargo, la
Iglesia ha sido muy clara en este tema. No se harán más pruebas
científicas de la Sábana Santa, excepto las necesarias para
asegurar su conservación.
–No tengo el menor interés en someterla a ningún tipo de
prueba -manifestó el senador categóricamente.
–En ese caso, ¿para qué quiere esta pequeña, muy pequeña,
muestra?
–Para mi madre -respondió Ashley simplemente-. Deseo
colocarla en la urna que guarda sus cenizas la próxima vez que vaya
a mi casa, de forma que sus restos se mezclan con el Huésped
Divino. Su urna está junto a la de mi padre en la repisa de la
chimenea del viejo hogar.
Carol tuvo que reprimir una carcajada de desprecio al ver con
cuánta facilidad y convicción mentía el senador. La misma noche que
su jefe le había contado la historia de su pobre madre, había
añadido que su padre no había permitido que la enterraran en el
cementerio de su iglesia, y habían tenido que sepultarla en el
solar del alfarero del pueblo.
–Creo -añadió Ashley-, que si ella hubiese podido formular un
deseo, hubiese sido este, para ayudar a su alma inmortal a entrar
en el paraíso eterno.
O'Rourke miró de nuevo al padre Maloney.
–No sé nada de las muestras recuperadas. ¿Lo sabe
usted?
–No, Su Eminencia -respondió el sacerdote-. Pero podría
averiguarlo. El arzobispo Manfredi, a quien usted conoce bien, está
en Turín, y monseñor Garibaldi, a quien conozco bien, también está
allí.
El cardenal se dirigió una vez más al
senador.
–¿Se contentaría con unas pocas fibras?
–Eso es todo lo que pido -contestó Ashley-, aunque debo
añadir que quisiera tenerlas lo antes posible, dado que pienso ir a
mi casa en un futuro muy próximo.
–Si esta pequeña muestra del tejido estuviese disponible,
¿cómo se la haríamos llegar?
–Enviaría inmediatamente a un agente a Turín -manifestó
Ashley-. No es algo que confiaría por las buenas al correo o
ninguna mensajería comercial.
–Veremos qué se puede hacer -dijo el cardenal mientras se
levantaba-. Supongo que no tardará en presentar la propuesta
legislativa.
El senador también se levantó.
–El lunes por la mañana, Su Eminencia, si para entonces he
tenido noticias suyas.
Las escaleras representaban un duro esfuerzo para el
cardenal, y las subió lentamente, con varias pausas para recuperar
el aliento. El problema principal a la hora de vestirse con las
prendas de gala era que se sentía oprimido con tantas capas y con
frecuencia le agobiaba el calor, sobre todo cuando subía las
escaleras para ir a sus aposentos privados. El padre Maloney le
seguía un escalón más abajo, y cuando el cardenal se detenía, él
también.
Con una mano en la balaustrada, el cardenal apoyó la otra en
la rodilla alzada. Respiraba con dificultad, y se pasó una mano por
la frente sudorosa; estaba pálido. Había un ascensor, pero evitaba
usarlo como si fuera una penitencia.
–¿Hay alguna cosa que pueda traerle, Su Eminencia? – preguntó
el padre Maloney-. Se la podría traer, y de esa manera evitaría
tener que subir estas escaleras tan empinadas. Ha sido una tarde
agotadora.
–Muchas gracias, Michael -respondió el prelado-. Pero debo
descansar si quiero aguantar la cena con el alcalde y el cardenal
que nos visita.
–¿Cuándo quiere que llame a Turín? – preguntó el sacerdote,
para aprovechar la pausa.
–Hoy mismo, pasada la medianoche -dijo O'Rourke, con voz
entrecortada-. Serán las seis de la mañana en Italia, y podrá
hablar con ellos antes de la misa.
–Es una petición sorprendente si se me permite decirlo, Su
Eminencia.
–¡Desde luego! ¡Sorprendente y curiosa! Si la información del
senador sobre las muestras es correcta, cosa que me sorprendería
que no fuese conociendo como conozco al hombre, sería una petición
fácil de complacer a la vista de que evita manipular el sudario.
Sin embargo, en sus conversaciones con Turín, asegúrese de recalcar
que el tema se debe mantener en absoluto secreto. Tiene que haber
una confidencialidad total y ninguna documentación escrita. ¿Está
claro?
–Perfectamente claro -respondió Michael-. ¿Tiene alguna duda
sobre el uso que ha dicho el senador que dará a las muestras, Su
Eminencia?
–Esa es mi única preocupación -declaró el prelado, mientras
cogía fuerzas. Comenzó a subir el último tramo-. El senador es un
genio de la negociación. Estoy seguro de que no quiere la muestra
para realizar ninguna prueba no autorizada, pero quizá esté
intercambiando favores con alguien que sí está interesado en
hacerlas. El Santo Padre ha dispuesto ex cátedra que el sudario no
debe ser sometido a nuevas indignidades científicas y estoy
plenamente de acuerdo. Pero más allá de eso, creo que es una noble
causa cambiar unas pocas fibras sagradas por la oportunidad de
asegurar la viabilidad económica de la Iglesia. ¿Está de acuerdo
conmigo, padre?
–Desde luego.
Llegaron al rellano, y el cardenal hizo otra
pausa.
–¿Confía en que el senador hará lo que ha dicho referente a
la legislación, Su Eminencia?
–Absolutamente -contestó el cardenal, sin la menor
vacilación-. El senador siempre cumple con su parte del trato. Por
ponerle un ejemplo, ha sido obra suya el programa de bonos
escolares que salvará a nuestras escuelas parroquiales. A cambio,
me ocupé de que tuviera el voto católico en su última reelección.
Fue algo claramente ventajoso para ambas partes. Ahora, el
intercambio propuesto no está tan claro. En consecuencia, si
queremos arreglar este asunto, y como una medida de seguridad
adicional, quiero que vaya a Turín para ver quién recoge la muestra
y luego siga a la muestra para ver a quién se entrega. De esa
manera, estaremos en condiciones de anticiparnos a cualquier
resultado potencialmente negativo.
–¡Su Eminencia! No se me ocurre una misión más
agradable.
–¡Padre Maloney! – replicó el cardenal vivamente-. Esta es
una comisión muy seria y no algo pensado para su disfrute. Espero
la más absoluta discreción y compromiso.
–¡Por supuesto, Su Eminencia! No pretendía insinuar nada
menos.
–¡Jesús! – exclamó Stephanie después de mirar su reloj. ¡Eran
casi las siete y media! Era sorprendente cómo se le pasaban las
horas cuando estaba absorta, y había estado absorta toda la tarde.
Primero, se había sentido cautivada en la librería con los libros
sobre la Sábana Santa de Turín, y durante la última hora, se había
quedado embobada con lo que estaba aprendiendo a través del
ordenador.
Había regresado al local de la empresa muy poco antes de las
seis, y lo había encontrado desierto. Supuso que Daniel se había
ido a su casa, y se había instalado delante de su improvisada mesa
en el laboratorio. Con la ayuda de la red y algunos archivos de
periódicos, se había dedicado a investigar qué había pasado con la
clínica Wingate poco más de un año atrás. Había sido una
investigación absorbente a la par que inquietante.
Stephanie guardó el ordenador portátil en su mochila, cogió
la bolsa de la librería, y se puso el abrigo. Al salir del
laboratorio apagó las luces, cosa que le obligó a cruzar a ciegas
la recepción que estaba a oscuras. En cuanto salió del edificio, se
dirigió hacia Kendall Square. Caminaba con la cabeza agachada para
protegerse del viento helado. Como era típico del clima de Nueva
Inglaterra, se había producido un gran cambio respecto a las
primeras horas de la tarde. Ahora que el viento soplaba del norte
en lugar de hacerlo del oeste, la temperatura había bajado en
picado de los relativamente suaves entre comillas cinco grados a
los siete bajo cero. El viento del norte venía acompañado de copos
de nieve que habían blanqueado la ciudad como si fuese una tarta
espolvoreada con azúcar.
En Kendall Square, Stephanie cogió el metro de la línea roja
hasta Harvard Square, un territorio conocido de sus años
universitarios. Como siempre y a pesar del tiempo, la plaza estaba
repleta de estudiantes y la chusma que gravita hacia ese entorno.
Incluso unos pocos músicos callejeros hacían frente al mal tiempo.
Con los dedos morados de frío, entretenían a los transeúntes.
Stephanie se compadeció de ellos y dejó una ristra de dólares en
los sombreros boca arriba mientras salía de Harvard Square y
cruzaba Eliot Square.
Las luces y el bullicio se esfumaron rápidamente cuando
Stephanie tomó por Brattle Street. Pasó por una sección del
Radcliff College y por delante de la famosa casa Longfellow. Pero
no prestó la menor atención al entorno. En cambio, pensaba en todo
lo que había averiguado en las anteriores tres horas y media, y
estaba ansiosa por compartirlo con Daniel. También le interesaba
saber qué había averiguado su compañero.
Eran pasadas las ocho cuando subió las escalinatas del
edificio donde vivía Daniel. Ocupaba el último piso de una casa de
tres plantas de estilo Victoriano con todos los detalles de su
época, incluida una carbonera. Había comprado el piso cuando
acabaron las obras de reforma en 1985, año en que se había
reincorporado a la vida académica en Harvard. Había sido un gran
año para Daniel. No solo había dejado su empleo en la empresa
farmacéutica Merck, sino que también se había divorciado de su
esposa, después de cinco años de matrimonio. Le había explicado a
Stephanie que se había sentido asfixiado por ambos. Su esposa había
sido una enfermera a la que había conocido mientras era médico
interno y hacía el doctorado en física, una proeza que Stephanie
comparaba con correr dos maratones seguidas. Daniel le había dicho
que su ex esposa era muy trabajadora pero algo muy parecido a una
rémora, y estar casado con ella le hacía sentirse como si fuese
Sísifo, condenado a subir una enorme piedra cuesta arriba. Había
añadido que ella era muy amable con todo el mundo y había esperado
que él también lo fuese. Stephanie no había sabido cómo interpretar
ninguna de las dos explicaciones, pero se había abstenido de
ahondar en el tema. Agradecía que no hubiesen tenido hijos, cosa
que al parecer la ex esposa había deseado
desesperadamente.
–¡Estoy en casa! – gritó Stephanie, después de cerrar la
puerta con el trasero. Dejó el ordenador y la bolsa de libros sobre
la pequeña mesa del recibidor, se quitó el abrigo y abrió la puerta
del armario para colgarlo.
–¿Hay alguien? – gritó, aunque su voz sonó ahogada porque
hablaba con la cabeza metida en el armario. Cuando acabó de
colgarlo, se volvió. Comenzó a gritar de nuevo, pero la súbita
aparición de Daniel en el umbral del vestíbulo la sorprendió. No
estaba a más de tres pasos. El sonido que salió de sus labios casi
no se escuchó.
–¿Dónde demonios estabas? – le preguntó Daniel, con un tono
áspero-. ¿Tienes idea de la hora que es?
–Son alrededor de las ocho -respondió Stephanie. Se llevó una
mano al pecho-. ¡No se te ocurra pegarme otro de estos sustos nunca
más!
–¿Por qué no llamaste por teléfono? Iba a llamar a la
policía.
–¡Venga, vamos! Ya sabes lo que me pasa cuando entro en una
librería. Fui a dos y me enganché. En las dos, acabé sentada en el
pasillo, para echar un vistazo a los libros sobre el tema y decidir
cuáles comprar. Luego, cuando volví al despacho, quise aprovecharme
de la banda ancha.
–¿Cómo es que no llevabas encendido el móvil? Intenté
llamarte una docena de veces.
–Porque estaba en una librería y cuando fui al despacho, se
me olvidó encenderlo. ¡Eh! Lamento mucho haberte causado tanta
preocupación, ¿vale? Pero ahora ya estoy en casa, sana y salva.
¿Qué has preparado para cenar?
–Muy graciosa -masculló Daniel.
–¡Cálmate! – dijo Stephanie, y le tiró de la manga
juguetonamente-. Te agradezco tu preocupación, de verdad que sí,
pero estoy muerta de hambre y supongo que tú también. ¿Qué te
parece si vamos a la plaza y cenamos? ¿Podrías llamar al Rialto
mientras me doy una ducha? Es viernes por la noche, pero a la hora
que llegaremos no creo que tengamos problemas.
–De acuerdo -aceptó Daniel con desgana, como si estuviese
aceptando algo muy importante.
Eran las nueve y veinte cuando entraron en el restaurante, y
tal como había pronosticado Stephanie, había una mesa vacía y
preparada. Dado que ambos estaban hambrientos, echaron una ojeada
al menú y pidieron sin más demora. A petición de ellos, el camarero
se dio prisa en traerles el vino y el agua con gas para saciar la
sed y el pan para calmar un poco el hambre.
–Muy bien, ¿quién quiere hablar primero? – preguntó
Stephanie.
–Empezaré yo -respondió Daniel-, porque no tengo mucho de que
informar, pero lo que tengo es alentador. Llamé a la clínica
Wingate, que parece estar bien equipada para nuestras necesidades,
y nos dejarán utilizar sus instalaciones. Ya tengo acordado el
precio: cuarenta mil.
–¡No se han quedado cortos a la hora de pedir! – opinó
Stephanie.
–Sí, lo sé, es un poco alto, pero no me pareció prudente
regatear. En un primer momento, después de informarle de que no
podrían aprovecharse de que usemos sus instalaciones para
promoción, tuve miedo de que se echaran atrás. Afortunadamente,
conseguí que aceptaran.
–En cualquier caso no es nuestro dinero, y desde luego
disponemos de fondos. ¿Qué hay del tema de los
ovocitos?
–Esa es la mejor parte. Me dijeron que pueden suministrarnos
ovocitos humanos sin ningún problema.
–¿Cuándo?
–Dicen que cuando queramos.
–Dios mío, eso incita a la curiosidad.
–A caballo regalado no le mires el diente.
–¿Qué pasa con el neurocirujano?
–Tampoco hay problemas por ese lado. Hay varios en la isla
que buscan trabajo. El hospital local incluso tiene equipo
estereotáxico.
–Eso sí que es alentador.
–Te lo dije.
–Pues mis noticias son buenas y malas. ¿Cuáles quieres
escuchar primero?
–¿Las malas son muy malas?
–Todo es relativo. No son tan malas como para poner en
peligro nuestros planes, pero sí lo suficiente para que
desconfiemos.
–Entonces escuchemos las malas y así acabamos
antes.
–Los directivos de la clínica Wingate son peores de lo que
recordaba. Por cierto, ¿con quién hablaste en la
clínica?
–Hablé con los dos principales: con Spencer Wingate en
persona y su mayordomo, Paul Saunders. Te diré una cosa: son una
pareja de payasos. No te lo vas a creer: publican su propia revista
científica, y ellos son los que escriben y editan los
artículos.
–¿Quieres decir que no tienen una junta
editorial?
–Eso es lo que parece.
–Pues eso es ridículo, a menos que alguien se suscriba a la
revista y acepte lo que publican como si fuese el
Evangelio.
–Comparto la opinión.
–Pues te diré que son mucho peor que unos payasos -afirmó
Stephanie-, y también mucho peor que simples autores de
experimentos antiéticos de clonación reproductiva. Consulté los
archivos de los periódicos, en particular The
Boston Globe, para saber qué había ocurrido en mayo pasado
cuando la clínica se trasladó por sorpresa a las Bahamas.
¿Recuerdas que la última noche que estuvimos en Washington te
mencioné que habían estado implicados en la desaparición de un par
de alumnas de Harvard? Se trataba de mucho más que una mera
implicación, de acuerdo con las manifestaciones de un par de
personas muy fiables que estaban haciendo el doctorado de física en
Harvard. Consiguieron sendos empleos en la clínica para averiguar
el destino de los óvulos que habían donado. Durante sus
investigaciones, encontraron mucho más de lo que esperaban. En una
audiencia del gran jurado, afirmaron haber visto los ovarios de las
dos alumnas desaparecidas en lo que llamaron la «sala de
recuperación de óvulos» de la clínica.
–¡Dios bendito! – exclamó Daniel-. ¿Cómo es que no acusaron a
esos tipos con semejante testimonio?
–¡Falta de pruebas y un carísimo equipo de abogados
defensores! Al parecer, los directivos tenían un plan de evacuación
que incluía la destrucción inmediata de la clínica y su contenido,
en particular los laboratorios de investigación. Las llamas
consumieron todo mientras los directivos escapaban en helicóptero.
Por lo tanto, no los pudieron acusar. La ironía final es que sin la
acusación, pudieron cobrar la póliza de seguro contra
incendios.
–¿Cuál es tu opinión sobre todo esto?
–Sencillamente que no son buenas personas, y que debemos
limitar nuestro trato con ellos. Después de lo que leí me gustaría
conocer el origen de los óvulos que nos suministrarán, solo para
estar segura de que no estamos financiando alguna cosa
inconcebible.
–No creo que sea una buena idea. Ya hemos decidido que
atenernos a la ética es un lujo que no nos podemos permitir si
queremos salvar CURE y el RSHT. Ponernos a malas con ellos en estos
momentos podría causarnos problemas, y no quiero poner en peligro
el uso de sus instalaciones. Tal como mencioné, no se mostraron muy
entusiasmados después de que veté claramente cualquier uso de
nuestra participación con fines promocionales.
Stephanie jugó con la servilleta mientras pensaba en las
palabras de Daniel. No le gustaba lo más mínimo tratar con la
clínica Wingate, pero era cierto que ella y Daniel no tenían mucho
donde elegir, sometidos como estaban a un plazo inamovible. También
era cierto que ya habían violado las normas éticas cuando habían
aceptado tratar a Butler.
–¿Cuál es tu respuesta? – preguntó Daniel-. ¿Podrás
soportarlo?
–Supongo que sí -respondió Stephanie sin ningún entusiasmo-.
Hacemos el procedimiento y nos largamos.
–Ese es el plan -señaló Daniel-. Bueno, continuemos. ¿Cuáles
son las buenas noticias?
–Las buenas noticias se refieren a la Sábana Santa de
Turín.
–Te escucho.
–Esta tarde, antes de ir a la librería, te comenté que la
historia del sudario era más interesante de lo que me había
imaginado. Pues ahora te digo que es apasionante.
–¿Cómo es eso?
–En estos momentos creo que después de todo Butler quizá no
esté loco, porque es muy posible que el sudario sea auténtico. Este
es un giro sorprendente, dado que tú sabes lo escéptica que
soy.
–Casi tanto como yo -dijo Daniel.
Stephanie miró a su amante después de este comentario con la
ilusión de ver algún rastro de humor como una sonrisa sardónica,
pero no lo vio. Se sintió un tanto molesta al comprobar que Daniel
siempre tenía que ser un poco más, con independencia del tema.
Bebió un sorbo de vino mientras volvía a centrarse en el
asunto.
–La cuestión es -añadió- que comencé a hojear unos cuantos
libros y tuve problemas para dejarlos. Me refiero a que no veía la
hora de empezar con el libro que había comprado. El autor es un
erudito de Oxford llamado Ian Wilson. Con un poco de suerte, mañana
recibiré los libros que conseguí a través de la
red.
Stephanie se interrumpió al ver que llegaba la comida. Daniel
y ella esperaron con impaciencia mientras les servían. Daniel
esperó a que se retirara el camarero para reanudar la
conversación.
–Muy bien, has conseguido despertar mi curiosidad. Escuchemos
la base de esta sorprendente epifanía.
–Comencé mi lectura con el conocimiento de que la Sábana
Santa, según los tres laboratorios independientes que habían
realizado la datación del carbono 14, era del siglo xiii, el mismo
siglo en que apareció sin más históricamente. Dada la precisión de
la tecnología de la datación del carbono, no suponía que pudiera
haber ningún motivo para poner en duda que se trataba de una
falsificación. Pero los había, y aparecieron de inmediato. La razón
era sencilla. Si la Sábana Santa se hizo en el siglo indicado por
la datación del carbono, el falsificador tendría que haber sido un
genio muy por encima de Leonardo da Vinci.
–Tendrás que explicármelo más a fondo -comentó Daniel entre
bocado y bocado. Stephanie había hecho una pausa para comenzar a
comer.
–Comencemos con algunas sutiles razones por las que el
falsificador tendría que haber sido un superhombre para su época, y
después pasaremos a otras más intrigantes. En primer lugar, el
falsificador tendría que haber tenido un conocimiento del escorzo,
algo que aún no se había descubierto en el arte. La imagen del
hombre en el sudario tiene las piernas recogidas y la cabeza
inclinada hacia delante, probablemente en rigor
mortis.
–Diría que eso no es terriblemente apasionante -señaló
Daniel.
–Veamos qué te parece esto: el falsificador tuvo que conocer
el verdadero método de la crucifixión utilizado por los romanos en
su época. No era como aparecía en todas las representaciones de la
crucifixión hechas en el siglo xiii, que eran centenares de miles.
En realidad, al condenado le clavaban las muñecas a la cruz, no las
palmas de las manos, que no hubieran podido soportar el peso.
Además, la corona de espinas no era tal, sino que se parecía más a
un capelo.
Daniel asintió con la cabeza varias veces mientras
pensaba.
–Te diré más: las manchas de sangre tapan la imagen en la
tela, y eso significa que nuestro inteligente artista comenzó por
las manchas de sangre y luego pintó la imagen, que es exactamente
al contrario del método de trabajo de todos los demás artistas.
Primero pintarían la imagen, o al menos el contorno. Luego
añadirían los detalles como la sangre para estar seguros de que
aparecían en el lugar correcto.
–No niego que es interesante, pero tendré que ponerlo en el
mismo grupo del escorzo.
–Pues entonces sigamos adelante -dijo Stephanie-. En 1979,
cuando la Sábana fue sometida a cinco días de pruebas científicas
por equipos de Estados Unidos, Italia y Suiza, se demostró
inequívocamente que la imagen no estaba pintada. No había marca
alguna de pincel, sino una infinita gradación de densidad, y la
imagen solo era un fenómeno superficial sin ninguna impregnación, o
sea que no había líquidos o pinturas de ningún tipo. La única
explicación que se les ocurrió fue que la imagen era el resultado
de algún proceso de oxidación en la superficie de las fibras de
lino, como si hubiese sido expuesta en presencia de oxígeno a una
muy fuerte descarga lumínica o alguna otra potente radiación
electromagnética. Obviamente, esto era algo vago e
hipotético.
–De acuerdo -dijo Daniel-. Debo admitir que cada vez resulta
más interesante.
–Hay más -declaró Stephanie-. Algunos de los científicos
norteamericanos que analizaron el sudario en 1979 pertenecían a la
NASA y lo sometieron a una serie de pruebas con la tecnología más
avanzada disponible en el momento, incluido un equipo conocido con
el nombre de analizador de imágenes VP-8. Era un aparato análogo al
que había desarrollado para convertir las imágenes digitales de la
superficie lunar y de Marte en imágenes tridimensionales. Para gran
sorpresa de todos, la imagen del sudario contenía esta clase de
información, y eso significa que la densidad de imagen del sudario
en cualquier punto es directamente proporcional a la distancia que
estaba del individuo crucificado al que había envuelto. En líneas
generales, quien lo hizo tuvo que haber sido un falsificador genial
si fue capaz de hacer ese trabajo en el siglo
xiii.
–¡Increíble! – exclamó Daniel mientras movía la cabeza para
recalcar su asombro.
–Permíteme que añada otra cosa. Los biólogos especializados
en el estudio del polen encontraron que el sudario contenía una
variedad de polen que solo se encuentra en Israel y Turquía, y eso
significa que el supuesto falsificador además de inteligencia
disponía de recursos.
–¿Cómo es posible que la datación del carbono 14 pudiera
equivocarse hasta tal punto?
–Una pregunta muy interesante -afirmó Stephanie. Cogió un
bocado y lo engulló deprisa-. Nadie tiene una respuesta clara. Se
pensó que los antiguos tejidos de lino permiten el desarrollo
continuado de unas bacterias que dejan una película transparente,
como una especie de barniz biológico, que podría distorsionar los
resultados. Al parecer, el mismo problema se presentó con la
datación de las telas de lino de las momias egipcias, cuya
antigüedad se conocía exactamente por otras fuentes. Un científico
ruso propuso la idea de que el fuego que chamuscó el sudario en el
siglo xvi pudo haber distorsionado la datación, aunque a mí me
resulta difícil aceptar que lo haya variado en más de mil
años.
–¿Qué me dices de los antecedentes históricos? Si el sudario
es auténtico, ¿cómo es que su historia solo se remonta al siglo
xiii, cuando apareció en Francia?
–Esa es otra muy buena pregunta. Cuando comencé a leer sobre
la Sábana Santa, me centré más en los aspectos científicos, y solo
acabo de empezar con la parte histórica. Ian Wilson relaciona muy
hábilmente el sudario con otra muy conocida y reverenciada reliquia
bizantina conocida como el Sudario de Edesa, que había estado en
Constantinopla durante más de trescientos años. Es interesante el
hecho de que dicho sudario desapareciera cuando la ciudad fue
saqueada por los cruzados en el año 1204.
–¿Hay alguna prueba documental de que la Sábana Santa de
Turín y la de Edesa sean la misma?
–En ese punto abandoné la lectura -respondió Stephanie-. Pero
parece ser que existen tales pruebas. Wilson cita a un testigo
francés que vio la reliquia bizantina antes de su desaparición, y
que la describió en sus memorias como una mortaja con la doble
figura completa de Jesús, que concuerda con la Sábana Santa de
Turín. Si las dos reliquias son una sola, entonces la historia se
remonta por lo menos hasta el siglo ix.
–Ahora comprendo que todo esto haya cautivado tu interés
-manifestó Daniel-. Es fascinante. Volvamos al terreno científico.
Si no pintaron la imagen, ¿cuáles son las teorías actuales sobre su
origen?
–Esa es la pregunta más curiosa de todas. En realidad, no hay
ninguna teoría.
–¿El sudario ha sido sometido a nuevos estudios científicos
desde aquellos realizados en 1979?
–A muchos.
–Así y todo, ¿no se han formulado nuevas
teorías?
–Ninguna que justificara la realización de más pruebas. Por
supuesto, todavía ronda por ahí la idea de algún tipo de extraña
radiación… -La voz de Stephanie se apagó como si quisiera dejar la
idea flotando en el aire.
–¡Espera un momento! – exclamó Daniel-. No me saldrás ahora
con alguna tontería divina o sobrenatural,
¿verdad?
Stephanie levantó las manos, se encogió de hombros, y sonrió
todo al mismo tiempo.
–Ahora tengo la sensación de que estás jugando conmigo
-comentó Daniel, y se echó a reír.
–Te estoy ofreciendo la oportunidad de que propongas alguna
teoría.
–¿Yo? – preguntó Daniel.
Stephanie asintió.
–No puedo plantear una hipótesis sin tener acceso a toda la
información. Supongo que los científicos utilizaron cosas como el
microscopio electrónico, el espectrógrafo, la luz ultravioleta,
además de los preceptivos análisis químicos.
–Todo eso y más. – Stephanie se reclinó en la silla con una
sonrisa provocadora-. Así y todo, no hay ninguna teoría aceptada
sobre cómo se produjo la imagen. Es un misterio, desde luego. Pero
¡venga! ¡Participa en el juego! ¿No se te ocurre nada con todos los
detalles que te he dado?
–Tú eres quien ha leído los libros. Creo que te toca a ti
plantear alguna hipótesis.
–Pues la tengo.
–No sé si debo atreverme a preguntar cuál
es.
–Me inclino hacia lo divino. Este es mi razonamiento: si el
sudario es la mortaja de Jesucristo, y si Jesús resucitó, y eso
significa que pasó de lo material a lo inmaterial, presumiblemente
en un instante, entonces el sudario recibió los efectos de la
energía de la desmaterialización. Fue una descarga de energía lo
que creó la imagen.
–¿Qué diantres es la energía de la desmaterialización? –
preguntó Daniel, irritado.
–No estoy segura -contestó Stephanie, con una sonrisa-. Sin
embargo tiene que haber una descarga de energía en una
desmaterialización. Recuerda lo que pasa con una rápida decadencia
de los elementos. Así funcionan las bombas
atómicas.
–Supongo que no es necesario recordarte que estás empleando
un razonamiento muy poco científico. Te vales de la imagen del
sudario para justificar la desmaterialización y después usarás la
desmaterialización para explicar el sudario.
–No tendrá nada de científico, pero para mí tiene sentido
-declaró Stephanie, antes de echarse a reír-. También lo tiene para
Ian Wilson, que describe la imagen del sudario como una instantánea
de la resurrección.
–Bien, aunque solo sea por eso, desde luego me has convencido
para que eche una ojeada a tu libro.
–¡No hasta que haya acabado! – bromeó
Stephanie.
–¿Puedo preguntarte si toda esta información referente al
sudario ha conseguido que cambie tu opinión sobre la utilización de
la sangre de las manchas para tratar a Butler?
–Ha dado un giro de ciento ochenta grados -admitió
Stephanie-. Ahora mismo estoy absolutamente a favor. Quiero decir,
¿por qué no utilizar algo potencialmente divino para beneficiarnos?
Además, como tú dijiste en Washington, utilizar la sangre del
sudario añadirá un toque de desafío y emoción a todo el asunto, al
tiempo que nos facilita el placebo perfecto.
Daniel y Sthephanie levantaron las manos y las chocaron por
encima de la mesa.
–¿Qué quieres de postre? – preguntó Daniel.
–No quiero. Pero si tú tomas, pediré un café
descafeinado.
Daniel sacudió la cabeza.
–No quiero postre. Volvamos a casa. Quiero ver si ha llegado
algún e-mail del grupo financiero. – Hizo un gesto al camarero para
que le trajera la cuenta.
–Pues yo quiero ver si hay algún mensaje de Butler -dijo
Stephanie-. La otra cosa que averigüé del sudario es que
necesitaremos su ayuda para conseguir una muestra. Sería imposible
obtenerla por nuestra cuenta. La iglesia lo tiene guardado a cal y
canto en una cápsula con una atmósfera de argón. También han
comunicado categóricamente que no permitirán más pruebas. Después
del fiasco de la datación de carbono, resulta
comprensible.
–¿Se hicieron análisis de la sangre?
–Por supuesto. Resultó ser del tipo AB, que era mucho más
común en el antiguo Oriente Próximo que ahora.
–¿Alguna prueba de ADN?
–Eso también -manifestó Stephanie-. Aislaron varios
fragmentos específicos de genes, incluido un beta globulina del
cromosoma once e incluso un amelogenin Y del cromosoma
Y.
–Pues entonces ya lo tenemos -exclamó Daniel-. Si podemos
hacernos con una muestra, será cosa de coser y cantar sacar los
segmentos que necesitamos con nuestras sondas
RSHT.
–Más vale que las cosas comiencen a pasar deprisa -le
advirtió Stephanie-. De lo contrario, no dispondremos de las
células a tiempo para las vacaciones del Senado.
–Soy muy consciente de ello. – Daniel cogió la tarjeta de
crédito que le entregaba el camarero, y firmó el recibo-. Si el
sudario acaba involucrado en esta historia, tendremos que viajar a
Turín dentro de unos pocos días. Así que más vale que Butler
espabile. En cuanto tengamos la muestra, volaremos directamente a
Nassau desde Londres en British Airways. Lo averigüé esta
tarde.
–¿No haremos el trabajo celular aquí, en nuestro
laboratorio?
–Lamentablemente no podrá ser. Los óvulos están allí, no
aquí, y no quiero correr el riesgo de que los envíen. Además los
quiero frescos. Con un poco de suerte, quizá el laboratorio de la
clínica esté tan bien equipado como han dicho, porque tendremos que
hacerlo todo allí.
–Eso significa que nos marcharemos dentro de unos días y
estaremos ausentes un mes o más.
–Así es. ¿Te supone algún problema?
–Supongo que no -dijo Stephanie-. No es mala época para pasar
un mes en Nassau. Peter puede encargarse de mantener las cosas en
marcha en el laboratorio. Pero tendré que ir a casa mañana o el
domingo para ver a mi madre. Como ya sabes, no está muy bien de
salud.
–Será mejor que vayas cuanto antes -opinó Daniel-. En cuanto
Butler nos diga algo de la muestra del sudario, tendremos que salir
pitando.
Daniel tuvo la sensación de que comenzaba a tener una vaga
idea de lo que era sufrir un trastorno maníaco-depresivo cuando
colgó el teléfono después de otra decepcionante conversación con el
grupo de capitalistas de San Francisco. Momentos antes de la
llamada, se sentía en la cima del mundo después de escribir un
bosquejo de sus actividades para el mes siguiente. Ahora que
contaba con el apoyo entusiasta de Stephanie en el plan de tratar a
Butler, incluida la utilización de la sangre de la Sábana Santa,
las cosas comenzaban a encajar. Aquella mañana, habían redactado
entre los dos un documento de descargo para que lo firmara Butler y
se lo habían enviado por correo electrónico. Según las
instrucciones, el senador tendría que firmarlo con Carol Manning
como testigo y luego enviarlo por fax.
Mientras Stephanie entraba en el laboratorio para ocuparse
del cultivo de los fibroblastos de Butler, Daniel se había
convencido a sí mismo de que las cosas iban tan bien que era
razonable llamar a los hombres del dinero con la ilusión de
hacerles cambiar de parecer respecto a autorizar la segunda línea
de financiación. Sin embargo, la llamada no había ido bien. La
persona clave había acabado la conversación con la advertencia de
que Daniel no volviera a llamarlo hasta tener la prueba escrita de
que no prohibirían el RSHT. El banquero le había explicado que a la
vista de los recientes acontecimientos, la palabra, en particular
en forma de comentarios generales, no era bastante. El banquero
había añadido que si dicha documentación no llegaba en un futuro
muy próximo, el dinero asignado a CURE sería transferido a otra muy
prometedora firma biotecnológica cuya propiedad intelectual no
estaba amenazada políticamente.
Daniel se dejó caer en la silla con las nalgas apoyadas
precariamente en el borde y la cabeza apoyada en el respaldo. La
idea de volver al seguro pero poco rentable trabajo académico, con
sus infinitas trabas burocráticas, comenzaba a parecerle cada vez
más atractiva. Ahora comenzaba a detestar los bruscos altibajos en
sus intentos por conseguir la celebridad y el dinero que, a su
juicio, se merecía. Le parecía insultante que a las estrellas de
cine les bastara memorizar unas pocas frases y a los famosos
atletas la destreza con un bate o una pelota para convertirse en
millonarios colmados de honores. Con sus antecedentes y su
brillante descubrimiento, resultaba ridículo que tuviese que pasar
por tantas angustias y apuros económicos. Stephanie asomó la
cabeza.
–¿Quieres saber algo? – dijo con un tono animado-. Las cosas
van requetebién con el cultivo de los fibroblastos de Butler.
Gracias a la atmósfera de un cinco por ciento de CO2 y aire, ya se
ha comenzado a formar una monocapa. Las células estarán listas
antes de lo que pensaba.
–Maravilloso -afirmó Daniel con un tono
lúgubre.
–¿Ahora cuál es el problema? – preguntó Stephanie. Entró en
el despacho y se sentó-. Tienes todo el aspecto de estar a punto de
fundirte en el suelo. ¿A qué viene la cara larga?
–¡No preguntes! Es la misma historia de siempre: el dinero, o
mejor dicho su falta.
–Supongo que eso significa que has vuelto a llamar a los
financieros.
–¡Podrías trabajar de vidente! – replicó Daniel con tono
sarcástico.
–¡Dios santo! ¿Por qué te torturas?
–Así que ahora crees que lo hago porque me gusta
sufrir.
–Así es si continúas llamándoles. Por lo que dijiste ayer,
sus intenciones eran muy claras.
–Pero el plan Butler sigue adelante. La situación
evoluciona.
Stephanie cerró los ojos por un momento y realizó un par de
inspiraciones profundas.
–Daniel -comenzó, mientras pensaba en las palabras más
adecuadas para expresar lo que iba a decirle sin irritarlo-, no
puedes esperar que los demás vean el mundo como tú. Eres un hombre
brillante, quizá demasiado inteligente para tu propio bien. Hay
otras personas que no ven el mundo de la misma manera. Me refiero a
que no pueden pensar como tú lo haces.
–¿Piensas que soy un niño? – Daniel miró a su amante,
colaboradora científica y socia. Últimamente, con la tensión de los
acontecimientos, era cada vez más lo último que lo primero, y la
empresa no iba nada bien.
–¡Cielos, no! – negó Stephanie rotundamente. Antes de que la
joven pudiera continuar, sonó el teléfono. El estridente sonido los
sobresaltó a los dos.
Daniel tendió la mano hacia el teléfono, pero no lo cogió.
Miró a Stephanie.
–¿Esperas alguna llamada?
Stephanie sacudió la cabeza.
–¿Quién puede llamar a la oficina un sábado?
–Quizá sea para Peter -dijo Stephanie-. Está en el
laboratorio.
Daniel cogió el teléfono y pronunció el nombre completo de la
empresa en lugar del acrónimo.
–Soy el doctor Spencer Wingate de la clínica Wingate. Llamo
desde Nassau y quiero hablar con el doctor Daniel
Lowell.
Daniel le indicó a Stephanie con un gesto para que fuera a la
recepción y cogiera la extensión de Vicky. Luego se dio a conocer a
su interlocutor.
–Desde luego no esperaba que atendiera usted el teléfono,
doctor -comentó Spencer.
–Nuestra recepcionista no trabaja los
sábados.
–¡Vaya! – exclamó Spencer, y se echó a reír-. No me di cuenta
de que era fin de semana. Desde que abrimos la clínica, hemos
estado trabajando veinticuatro horas al día, los siete días de la
semana para ir arreglando los fallos. Mil perdones si le causo una
molestia.
–No nos molesta en lo más mínimo -le tranquilizó Daniel.
Escuchó el débil clic cuando Stephanie cogió el teléfono de la
recepción-. ¿Hay algún problema referente a nuestra conversación de
ayer?
–Todo lo contrario -respondió Spencer-. Me preocupaba que
hubiese habido algún cambio de su parte. Dijo que llamaría anoche o
esta mañana a más tardar.
–Tiene razón, lo dije. Lo siento mucho. He estado esperando
tener alguna noticia sobre la Sábana Santa antes de poner las cosas
en marcha. Le pido disculpas por no haberlo
llamado.
–No es necesario que se disculpe. Aunque no había tenido
noticias suyas, lo llamo para informarle de que ya he hablado con
un neurocirujano, el doctor Rashid Nawaz, que tiene su consulta en
Nassau. Es un cirujano paquistaní que cursó sus estudios en Londres
y que según me han dicho, tiene un gran talento. Incluso tiene algo
de experiencia en los implantes de células fetales y le interesa
mucho colaborar. También está de acuerdo en hacer los arreglos para
que traigan el equipo estereotáxico del hospital Princess
Margaret.
–¿Le mencionó que se le pide la máxima
discreción?
–Por supuesto, y está de acuerdo.
–Perfecto -dijo Daniel-. ¿Hablaron de la
tarifa?
–Sí. Quiere cobrar algo más de lo que yo había calculado,
quizá debido a la discreción. Pide mil dólares.
Daniel debatió consigo mismo por un instante si debía hacer
el esfuerzo de negociar. Mil dólares era un aumento considerable
respecto a los doscientos o trescientos dólares del principio. Pero
no era su dinero, y al final le dijo a Spencer que cerrara el
trato.
–¿Alguna información nueva sobre cuándo debemos esperarlo? –
preguntó Spencer.
–No por el momento. Se lo haré saber tan pronto como
pueda.
–De acuerdo. Ya que lo tengo al teléfono, hay algunos
detalles que quisiera discutir.
–Por supuesto.
–En primer lugar, quisiéramos que nos enviara la mitad de la
tarifa convenida -dijo Spencer-. Le puedo enviar los datos
bancarios por fax.
–¿Quieren el dinero inmediatamente?
–Quisiéramos recibirlo tan pronto como sepamos la fecha de su
llegada. Eso nos permitiría buscar al personal más adecuado. ¿Le
crea problema?
–Supongo que no -admitió Daniel.
–Bien. Por otro lado, nos gustaría llegar a un acuerdo para
que nuestro personal, y en particular el doctor Paul Saunders,
participara en un cursillo sobre el procedimiento RSHT, además de
la oportunidad de tratar con ustedes en su momento una licencia
para el uso del RSHT y los precios de los materiales
requeridos.
Daniel vaciló. La intuición le decía que le estaba
presionando como consecuencia de haber accedido sin discusión a la
tarifa acordada el día anterior. Carraspeó.
–No tengo ningún inconveniente a que el doctor Saunders
presencie el procedimiento. Sin embargo, en el tema de la licencia,
me temo que no estoy autorizado a conceder dicha solicitud. CURE es
una corporación con una junta de directores que debe autorizar
cualquier acuerdo, con la debida consideración a sus accionistas.
Pero como actual director ejecutivo, le doy mi palabra de que
cuando tratemos el tema, la ayuda que nos presta ahora será tenida
en consideración.
–Quizá estaba pidiendo más de la cuenta -comentó Spencer
amigablemente. Se rió-. Pero como dicen, no se pierde nada por
intentarlo.
Daniel puso los ojos en blanco, dolido por las indignidades
que debía soportar.
–Una última cosa -dijo Wingate-. Nos gustaría saber el nombre
del paciente, y así poder iniciar el trámite de ingreso y su
historial. Quisiéramos tenerlo todo preparado para cuando
llegue.
–No habrá ningún historial -respondió Daniel con un tono
seco-. Ayer dejé bien claro que el tratamiento será realizado en el
más absoluto secreto.
–Necesitamos identificar al paciente para las pruebas de
laboratorio y demás -insistió Spencer.
–Llámelo paciente X o John Smith. No tiene ninguna
importancia. Le adelanto que el paciente estará en la clínica como
máximo un día. Nosotros estaremos con él todo el tiempo, y nos
encargaremos de todas las pruebas de laboratorio.
–¿Qué pasa si las autoridades locales plantean algún problema
a la admisión?
–¿Es eso probable?
–No, supongo que no. Pero si lo hacen, no tengo muy claro qué
debo responderles.
–Confío en que, con su experiencia en el trato con las
autoridades durante la construcción de la clínica, será capaz de
improvisar. Esa es parte de la razón por la que les vamos a pagar
cuarenta mil dólares. Asegúrese de que no harán
preguntas.
–Para eso tendríamos que pagar un par de sobornos. Quizá si
usted estuviese dispuesto a subir el precio otros cinco mil,
podríamos garantizarle que no habrá ningún problema con las
autoridades.
Daniel no respondió inmediatamente porque primero tuvo que
controlar su furia. Detestaba que lo manipularan, sobre todo cuando
lo hacía un payaso del calibre de Wingate.
–De acuerdo -aceptó finalmente, sin disimular la irritación-.
Les enviaremos veintidós mil quinientos dólares. Sin embargo,
quiero su garantía personal que todo irá como una seda a partir de
ahora, y que no habrá más exigencias.
–Tiene usted mi garantía como fundador de la clínica Wingate
de que haremos todos los esfuerzos para que su trato con nosotros
responda a todas sus expectativas y más completa
satisfacción.
–Recibirá noticias nuestras dentro de muy
poco.
–¡Aquí estaremos!
El tremendo estrépito de las turbinas hizo vibrar las paredes
de la oficina de Spencer cuando un Boeing 767 intercontinental
sobrevoló la clínica Wingate a una altitud inferior a los
doscientos metros en su trayectoria de aterrizaje. Gracias al
aislamiento acústico del edificio, la vibración era más táctil que
audible y lo bastante fuerte como para mover la colección de
diplomas enmarcados. Spencer ya estaba habituado al paso de los
aviones y no les prestaba ninguna atención más allá de enderezar
los cuadros de vez en cuando.
–¿Qué te ha parecido? – gritó Spencer a través de la puerta
abierta.
Paul Saunders apareció en el umbral después de haber
escuchado la conversación con Daniel desde su
despacho.
–Vamos a mirarlo por el lado positivo. No has averiguado el
nombre del paciente, pero sí has conseguido eliminar casi a la
mitad de las personas ricas y famosas de este mundo. Ahora sabemos
que es un hombre.
–Muy gracioso. Tampoco esperábamos que nos sirviera el nombre
en bandeja de plata. En cambio, conseguí que subiera a cuarenta y
cinco mil y aceptara que tú puedas presenciar su trabajo celular.
No está nada mal.
–Vale, pero no le presionaste en el asunto de las licencias.
Eso es algo que podría ahorrarnos una considerable cantidad de
dinero con nuestra floreciente terapia con células
madre.
–Sí, lo sé, pero tiene un motivo. Preside una
empresa.
–Puede que sea una empresa, pero es una compañía privada, y
te apuesto lo que quieras a que él es el principal
accionista.
–Todo es cuestión de dar y recibir. La cuestión es que no lo
espanté. Recuerda que esa era una de nuestras principales
preocupaciones: que si le presionábamos demasiado se fuera a alguna
otra parte.
–He reconsiderado esa preocupación, siempre y cuando nos haya
dicho la verdad sobre los plazos. Probablemente seamos los únicos
que podemos proveerle de un día para otro un laboratorio de primera
clase, instalaciones hospitalarias y ovocitos humanos sin hacer
preguntas. Pero todo eso no tiene importancia. Nuestra mayor
oportunidad para forrarnos está en averiguar el nombre del
paciente. No me cabe ninguna duda, y cuanto antes lo averigüemos
mejor para todos.
–Estoy de acuerdo; con ese fin averigüé que Lowell estaba hoy
en su despacho, cosa que era el verdadero propósito de la
llamada.
–¡Admito que en eso te has apuntado un tanto! En cuanto
colgaste, llamé a Kurt Hermann para comunicárselo. Dijo que le
transmitiría la información inmediatamente a su compatriota en
Boston, que está a la espera de allanar el apartamento de
Lowell.
–Confío en que este compatriota, como acabas de llamarlo, sea
capaz de actuar con finura. Si Lowell se asusta, o, lo que es peor,
resulta herido, todo este asunto podría irse al
traste.
–Le transmití muy claramente a Kurt tu preocupación referente
a cualquier maltrato.
–¿Qué te respondió?
–Ya sabes que Kurt no es muy hablador. Pero captó el
mensaje.
–Espero que tengas razón, porque nos vendría muy bien una
buena racha financiera. Con lo que hemos gastado para edificar la
clínica y ponerla en marcha, las arcas están casi vacías, y más
allá de nuestro trabajo con las células madre, no hay mucha
actividad a la vista en lo que se refiere a la reproducción
asistida.
–El doctor Spencer suena precisamente como el tipejo que me
temía -comentó Stephanie. Acababa de entrar en el despacho de
Daniel después de escuchar la conversación por el supletorio-.
Habla del soborno como si fuese el pan nuestro de cada
día.
–Quizá lo sea en las Bahamas.
–Espero que sea un tipo bajo, gordo y con una verruga en la
nariz.
Daniel miró a Stephanie con una expresión
confusa.
–Quizá también es un fumador empedernido y tiene mal
aliento.
–¿Se puede saber de qué demonios hablas?
–Si Spencer Wingate tiene una pinta en consonancia con cómo
suena, y quizá no pierda mi fe en la profesión médica. Sé que es
irracional, pero no quiero que se parezca en lo más mínimo a la
imagen mental que tengo de los médicos. Me aterra creer que sea un
médico que ejerza, y eso también va por sus
compañeros.
–¡Oh, vamos, Stephanie! No puedes ser así de ingenua. La
profesión médica, como cualquier otra, dista mucho de ser perfecta.
Los hay buenos y malos, con una amplia mayoría entre los dos
extremos.
–Creía que la autorregulación formaba parte del concepto de
la profesión. En cualquier caso, lo que me preocupa es que mis
instintos no dejan de advertirme de que trabajar con estas personas
no es una buena idea.
–Por última vez -dijo Daniel con tono de impaciencia-, no
estamos trabajando con estos payasos. ¡Dios no lo quiera! Vamos a
utilizar sus instalaciones y nada más. Fin de la
historia.
–Confiemos en que todo sea así de sencillo -manifestó
Stephanie.
El científico miró a su compañera. Llevaban juntos el tiempo
suficiente como para saber que ella no se creía sus palabras, y le
molestó que no le diera más apoyo. El problema radicaba en que al
manifestar ella sus dudas, conseguía que prestara atención a las
suyas, que intentaba dejar en un segundo plano. Quería creer que
todo el asunto funcionaría sin problemas y que no tardaría en
acabarse, pero el negativismo de Stephanie socavaba sus
expectativas.
Se escuchó una llamada de teléfono en la recepción, y el fax
se puso en marcha.
–Voy a ver qué nos mandan -dijo Stephanie. Se levantó y salió
de la habitación.
Daniel la observó mientras salía. Era un alivio escapar de su
mirada.
La gente le irritaba; incluso Stephanie en algunas ocasiones.
Se preguntó si no estaría mejor solo.
–Es el documento de descargo de Butler -le gritó Stephanie-.
Firmado por él y el testigo. Añade en una nota que envía el
original por correo.
–¡Fantástico! – respondió Daniel a voz en cuello. Al menos la
cooperación de Butler era alentadora.
–En la portada pregunta si hemos mirado nuestro e-mail esta
tarde. – Stephanie apareció en el umbral con una expresión
interrogativa-. Yo no lo he mirado. ¿Tú lo has
hecho?
Daniel sacudió la cabeza, y luego se conectó a la red. En la
nueva cuenta de correo abierta para el tratamiento de Butler, había
un mensaje del senador.
Stephanie se acercó para mirar por encima del hombro de
Daniel mientras lo abría.
Mis queridos doctores:
Confío en que este mensaje los encuentre ocupados con los
preparativos de mi tratamiento. Yo también he estado
productivamente ocupado y me alegra informarles de que los
custodios de la Sábana Santa se han mostrado muy dispuestos,
gracias a la intervención de un colega muy influyente. Tienen que
viajar a Turín a la mayor brevedad posible. Cuando lleguen, tendrán
que llamar a la cancillería de la archidiócesis de Turín y
preguntar por monseñor Mansoni. Informarán a monseñor de que son
ustedes mis representantes. Tengo entendido que monseñor arreglará
un encuentro en un lugar apropiado para hacerles entrega de la
muestra sagrada. Por favor, comprendan que esto debe hacerse con la
mayor discreción y secreto, para no poner en un compromiso a mi
estimado colega. Reciban los saludos de su más cordial
amigo.
–El senador está cumpliendo su parte a
rajatabla.
–Estoy impresionada -admitió Stephanie-, y también nerviosa.
El asunto está adquiriendo un muy claro toque de intriga
internacional.
–¿Cuándo estarás preparada para marchar? Alitalia tiene
vuelos a Roma todas las tardes con conexiones a Turín. Recuerda que
tienes que llevar todo lo necesario para un mes.
–Hacer las maletas no es problema. Mis dos problemas son mi
madre y el cultivo del tejido de Butler. Como te dije, tengo que
pasar algún tiempo con mi madre. También quiero que el cultivo esté
en un punto en el que Peter pueda continuar
supervisándolo.
–¿Cuánto tiempo calculas para el cultivo?
–No mucho. Tal como lo vi cuando vine, me daré por satisfecha
si está mañana por la mañana. Solo quiero asegurarme de que se está
formando una monocapa auténtica. Entonces Peter podrá mantenerla y
criopreservarla. Mi plan es que me envíe una parte a Nassau en un
contenedor de nitrógeno líquido cuando estemos preparados para
utilizarlo. Mantendremos aquí el resto por si lo necesitamos en el
futuro.
–No seamos pesimistas. ¿Qué hay de tu madre?
–Mañana estaré con ella unas cuantas horas. Siempre está en
casa los domingos. Cocina para toda la familia.
–Entonces, ¿es posible que estés preparada para partir mañana
por la noche?
–Por supuesto, si hago las maletas esta
noche.
–Pues volvamos al apartamento ahora mismo. Haré todas las
llamadas desde casa.
Stephanie fue al laboratorio para recoger el ordenador
portátil y el abrigo. Después de asegurarse de que Peter vendría a
la mañana siguiente para hablar del cultivo del senador, volvió a
la recepción. Se encontró con que Daniel la esperaba impaciente,
con la puerta abierta.
–¡Vaya, sí que tienes prisa! – comentó Stephanie. Por lo
general era ella quien tenía que esperar a Daniel. Cada vez que
iban a alguna parte, él siempre encontraba alguna cosa más que
hacer.
–Son casi las cuatro, y no quiero darte ninguna excusa para
no estar lista para marcharte mañana por la noche. Recuerda lo que
tardaste para hacer las maletas cuando fuimos a Washington solo por
un par de noches, y ahora nos vamos un mes. Estoy seguro de que
tardarás más de lo que crees.
Stephanie sonrió. No se equivocaba porque, entre otras cosas,
tenía que planchar algunas prendas. Además, acababa de recordar que
tendría que pasar por la perfumería. Sin embargo, lo que no se
esperaba fue la conducción temeraria de Daniel en cuanto se
pusieron en marcha. Se atrevió a mirar el velocímetro cuando
pasaban como una exhalación por Memorial Drive. Iban casi a ochenta
en una zona donde la velocidad máxima era de
cincuenta.
–¡Eh, afloja un poco! – alcanzó a decir Stephanie-. Estás
conduciendo como uno de esos taxistas de los que tanto te
quejas.
–Lo siento -se disculpó Daniel. Aminoró un
poco.
–Te prometo que estaré lista a tiempo, así que no es
necesario que arriesguemos nuestras vidas. – Stephanie miró a
Daniel para ver si se había dado cuenta de que ella intentaba ser
graciosa, pero su expresión no cambió.
–Estoy ansioso por acabar con todo este desgraciado asunto
ahora que tengo la sensación de que estamos en marcha -comentó sin
apartar la mirada de la carretera.
–Se me acaba de ocurrir algo que debería hacer -dijo
Stephanie-. Voy a programar el móvil para enviar un aviso cuando
llegue un e-mail de Butler. De esa manera podemos conectarnos a la
red inmediatamente.
–Buena idea -aprobó Daniel.
Aparcaron delante mismo de la casa. Daniel apagó el motor y
se apeó a toda prisa. Ya estaba casi en la puerta en el momento en
que Stephanie acababa de recoger el ordenador del asiento trasero.
Ella se encogió de hombros.
Daniel se convertía en el típico profesor despistado cuando
se centraba en una cosa. Podía olvidarse de ella totalmente, como
ocurría ahora. Pero Stephanie no se lo tomaba como algo personal.
Lo conocía muy bien.
Daniel subió las escaleras de dos en dos mientras decidía si
primero llamaría a la línea aérea para reservar los billetes y
luego se pondría en contacto con la gente de la clínica. Consideró
que reservar hotel para una sola noche de estancia en Turín sería
suficiente. Entonces recordó que debía pedirle a Spencer el número
de la cuenta de su banco en Nassau y dejar resuelto el tema del
dinero.
Llegó al rellano del tercer piso y se detuvo mientras sacaba
las llaves. Fue en aquel momento cuando advirtió que la puerta del
apartamento estaba entreabierta. Durante una fracción de segundo,
intentó recordar quién había sido el último en salir aquella
mañana: él o Stephanie. Entonces recordó que había sido él, porque
había vuelto para recoger el billetero. Recordaba claramente haber
cerrado la puerta con una doble vuelta de llave.
El ruido de la puerta principal al abrirse y cerrarse subió
por la caja de la escalera seguido por las pisadas de Stephanie en
los viejos escalones. No se escuchaban más ruidos en la casa. Los
vecinos del primer piso se había marchado al Caribe de vacaciones y
el del segundo nunca estaba en casa durante el día. Era un
matemático que estaba siempre en el centro de informática del MIT y
solo iba a casa a dormir.
Con mucho cuidado, Daniel abrió la puerta para ver mejor el
recibidor. Ahora veía todo el pasillo hasta la sala. Como el sol
estaba a punto de ponerse, el apartamento estaba a oscuras. De
pronto, vio el destello de una linterna cuando el rayo iluminó la
pared de la sala. Al mismo tiempo, escuchó cerrarse uno de los
cajones de su archivador.
–¿Quién demonios está aquí? – gritó a voz en cuello. Estaba
indignado por el hecho de que un intruso se hubiera metido en su
apartamento, pero no era tonto. Aunque era obvio que el intruso
había entrado por la puerta principal, estaba seguro de que había
recorrido todo el piso y había encontrado la salida de emergencia
que daba a la escalera de incendios en el estudio. Mientras cogía
el móvil para llamar a la policía, esperaba que el ladrón escapara
por aquella ruta.
Para su gran sorpresa, el intruso apareció inmediatamente en
la línea de visión de Daniel y lo cegó con la linterna. Intentó
protegerse los ojos con una mano. No lo consiguió del todo, pero sí
lo suficiente para ver cómo el hombre avanzaba hacia él a toda
velocidad. Antes de que pudiera reaccionar fue apartado bruscamente
por una mano enguantada, con tanta fuerza que rebotó en la pared.
Le zumbaron los oídos mientras recuperaba el
equilibrio.
Vio a un hombre alto y fornido vestido con prendas negras
ajustadas y la cabeza cubierta con un pasamontañas del mismo color
que bajaba las escaleras sin hacer ni un ruido. Al grito de
sorpresa de Stephanie le siguió el ruido del portazo cuando el
intruso escapó del edificio.
Daniel corrió a la balaustrada y dirigió su mirada hacia
abajo. En el rellano del segundo piso, Stephanie estaba pegada a la
puerta del apartamento del matemático con el ordenador portátil
apretado contra el pecho. El rostro se le había quedado sin sangre
del susto.
–¿Estás bien? – le preguntó.
–¿Quién demonios era ese? – replicó ella.
–Un maldito ladrón -respondió Daniel. Se volvió para mirar la
puerta. Stephanie subió el último tramo y miró por encima de su
hombro-. Al menos, no rompió la puerta -añadió el científico-. Sin
duda tenía una llave.
–¿Estás seguro de que estaba cerrada?
–¡Absolutamente! Recuerdo muy bien que cerré con dos vueltas
de llave.
–¿Quién más tiene llave?
–Nadie -respondió Daniel-. Solo hay dos. Fueron todas las que
mandé hacer cuando compré el apartamento y cambié las
cerraduras.
–Tuvo que abrirla con una ganzúa.
–Si lo hizo, entonces se trata de un profesional. Pero ¿por
qué iba un profesional a entrar en mi apartamento? No poseo nada de
valor.
–¡Oh, no! – exclamó Stephanie repentinamente-. Dejé todas las
joyas que tengo encima del tocador, incluido el reloj de brillantes
de mi abuela. – Apartó ligeramente a Daniel y se dirigió al
dormitorio.
Daniel la siguió por el pasillo.
–Eso me recuerda que fui lo bastante idiota como para dejarme
encima de la mesa todo el dinero que saqué anoche del cajero
automático.
Daniel entró en el despacho. Para su estupor, el dinero
estaba exactamente donde lo había dejado: exactamente en el centro
de la carpeta. Lo cogió, y cuando lo hizo se dio cuenta de que
habían movido todo lo que se encontraba encima de la mesa. Admitía
que no era la persona más pulcra en el mundo, pero era
extremadamente bien organizado. Podía haber montones de
correspondencia, facturas y revistas científicas sobre la mesa,
pero sabía su ubicación exacta, aunque no el orden dentro de cada
montón.
Su mirada se fijó en el archivador de cuatro cajones. Hasta
las fotocopias de los artículos científicos apiladas sobre el
mueble a la espera de ser archivadas habían sido movidas. No las
habían movido mucho, pero su posición era otra.
Stephanie apareció en el umbral. Parecía más
tranquila.
–Debimos llegar a casa justo a tiempo. Al parecer, no tuvo la
oportunidad de entrar en el dormitorio. Todas mis alhajas estaban
donde las dejé anoche.
Daniel le mostró el fajo de billetes.
–Ni siquiera se llevó el dinero, y no hay duda de que entró
aquí. Stephanie se rió con una risa hueca.
–¿Qué clase de ladrón era este?
–No me parece en absoluto divertido -afirmó Daniel. Abrió uno
tras otro los cajones del archivador y la mesa para verificar que
los habían revisado.
–A mí tampoco me parece divertido -protestó Stephanie-. Solo
intento usar el humor como una manera de calmar mis verdaderos
sentimientos.
–¿De qué estás hablando?
Stephanie sacudió la cabeza. Le costaba respirar. Consiguió
controlar las lágrimas, aunque temblaba
visiblemente.
–Estoy muy alterada. Este tipo de acontecimientos inesperados
me perturban. El hecho de que alguien entrara aquí, que invadiera
nuestra intimidad, me provoca una sensación como si me hubiesen
violado. Pone de manifiesto que estamos viviendo en medio del
peligro, incluso cuando no lo percibimos.
–Yo también estoy afectado, aunque no filosóficamente. Me
altera porque aquí hay algo que no comprendo. Tengo muy claro que
el intruso no era un simple ladrón. Buscaba algo determinado, y no
tengo idea de qué puede ser. Eso es preocupante.
–¿No crees sencillamente que llegamos antes de que pudiera
llevarse alguna cosa?
–Llevaba aquí bastante tiempo, desde luego el suficiente para
apropiarse de las cosas de valor, si eso era lo que buscaba. Tuvo
tiempo para revisar la mesa y quizá incluso el
archivador.
–¿Cómo lo sabes?
–Sencillamente lo sé debido a que soy compulsivo. Este hombre
era un profesional, y buscaba algo en particular.
–¿Te refieres a algo así como la propiedad intelectual, quizá
asociada al RSHT?
–Es posible, pero lo dudo. Todo eso está protegido por las
patentes. Además, en ese caso, no hubiese venido aquí, sino a la
oficina.
–¿Qué nos queda?
–No lo sé -admitió Daniel, y se encogió de
hombros.
–¿Llamaste a la policía?
–Comencé a marcar el número, pero entonces fue cuando salió
corriendo. Ahora no sé si llamar o no.
–¿Por qué no? – preguntó Stephanie,
sorprendida.
–¿Qué podrían hacer? El hombre ya se ha marchado. No parece
faltar nada, así que no hay nada que denunciar al seguro, y además
no tengo muy claro de que quiera responder a un montón de preguntas
referente a nuestras actividades en los últimos tiempos, si es que
sale el tema. Además, nos vamos mañana por la noche, y no quiero
que nada nos retrase.
–¡Espera un momento! – exclamó Stephanie-. ¿Qué pasa si este
episodio tiene algo que ver con Butler?
Daniel miró a su amante con los ojos muy
abiertos.
–¿Cómo y por qué podría involucrar a Butler?
Stephanie sostuvo la mirada de su compañero. El sonido del
motor de la nevera al ponerse en marcha en la cocina rompió el
silencio.
–No lo sé -respondió finalmente-. Solo estaba pensando en sus
relaciones con el FBI y en que te hizo investigar. Quizá todavía no
han acabado.
Daniel asintió mientras consideraba la idea de Stephanie; se
dio cuenta de que no podía descartarla sin más, aunque parecía un
tanto estrafalaria. Después de todo, el encuentro clandestino con
el senador, dos noches atrás, también había sido
estrafalario.
–Intentemos olvidar todo este incidente por el momento
-propuso Daniel-. Tenemos mucho que preparar, así que manos a la
obra.
–De acuerdo -dijo Stephanie, y se armó de valor-. Quizá
ocuparme del equipaje me ayudará a relajarme. En cualquier caso,
creo que deberíamos llamar a Peter, no vaya a ser que a este
personaje se le ocurra asaltar la oficina.
–Buena idea. Pero no le diremos nada de Butler. Tú no le has
dicho nada, ¿verdad?
–No, ni una palabra.
–¡Perfecto! – afirmó Daniel, y cogió el
teléfono.